5

Cuando Cristina cumplió los quince años, Lavrans Bjoergulfssoen y el caballero André Gudmundssoen de Dyfrin concertaron una entrevista en la reunión de Holledis. Hablaron de prometer a Simón, segundo hijo de André, con Cristina Lavransdatter; Simón sería propietario de Formo, que era la herencia materna de André. Los dos hombres sellaron el trato con un apretón de manos, pero no se redactó por escrito porque André tenía que hacer primero un arreglo con los demás hijos respecto a sus herencias. Tampoco se bebió la cerveza de esponsales, aunque el caballero André y Simón fueron con Lavrans a Joerungaard para conocer a la novia y Lavrans dio una gran fiesta.

Lavrans había construido ya su nueva casa: tenía un piso y estufas de obra en la planta baja y en el piso. Estaba rica y elegantemente decorada con buenos muebles de talla. También había reconstruido el viejo granero y además mejorado todos los edificios de modo que ahora vivía en una casa digna de un escudero. Disfrutaba de mucho bienestar porque había tenido éxito en sus empresas y era un buen dueño de la casa, listo y prudente. Se le conocía particularmente, por criar los caballos más hermosos y magníficas bestias de toda especie. Y por haber conseguido que su hija se casara en Formo con un hombre de la familia Dyfrin, era opinión de la gente que había logrado su empeño de ser el hombre más importante de la aldea. Por lo demás, él y Ragnfrid estaban encantados; y André y Simón, también.

Cristina tuvo una decepción la primera vez que vio a Simón Andressoen, porque había oído hablar tanto de su belleza y sus buenos modales que la realidad no se correspondía con lo que se había figurado.

Simón tenía indudablemente buena estampa, pero era un poco corpulento para sus veinte años; tenía el cuello corto y el rostro brillante y redondo como la luna. Tenía un bonito cabello castaño y rizado y los ojos gris claro pero que parecían como oprimidos por los gruesos párpados; la nariz era demasiado pequeña y la boca también era pequeña y crispada, aunque no fea. A despecho de su gordura era ligero, rápido y ágil en todos sus movimientos y hábil en los deportes. Era algo hablador y tenía la respuesta pronta, si bien Lavrans pensaba, sin embargo, que demostraba sentido común y sólidos conocimientos cuando hablaba con los mayores.

Ragnfrid se encariñó pronto con él y Ulvhild no tardó en sentir un gran afecto. Hay que decir que se mostraba extremadamente bueno y tierno con la enfermita. Y cuando Cristina se acostumbró a su rostro redondo y a su manera de hablar, se sintió verdaderamente satisfecha de su prometido y feliz por el arreglo que su padre había hecho para ella.

Dama Aashild participaba del banquete. Desde que la gente de Joerungaard había entrado en relación con ella, las personas de calidad de las aldeas vecinas habían vuelto a recordar su alto linaje y a pensar menos en los rumores que circulaban respecto a ella, de modo que ahora veía a mucha gente. Después de contemplar a Simón, dijo:

—Es una buena boda, Cristina. Este Simón se abrirá camino en el mundo; te evitarás preocupaciones de toda clase y será amable en vuestra vida común. Pero le encuentro muy gordo y satisfecho. Si ahora ocurriera en Noruega lo que antes, y lo que ocurre aún en otros países, es decir, que la gente es más severa con los pecadores que el propio Dios, diría que debías buscarte un hombre que fuera delgado y melancólico… un hombre con el que pudieras sentarte a conversar. Sin embargo, tal y como están las cosas te diría que no podías haber elegido mejor compañero en la vida que Simón.

Cristina se ruborizó, aunque no comprendió del todo el pensamiento de Dama Aashild. Pero como pasaba el tiempo, su arca de novia se iba llenando y oía hablar sin cesar de su boda y de lo que llevaría consigo a su nueva casa, empezó a desear que la cosa se decidiera en el banquete y que Simón llegara pronto del norte. Terminó, pues, por entregarle la mayor parte de sus pensamientos y desear volverle a ver.

Cristina había terminado su crecimiento y se había vuelto muy hermosa. Se parecía sobre todo a su madre: alta, de talle fino con miembros delicados, pero proporcionada y sana. Tenía el rostro redondo y algo corto, la frente baja, amplia y blanca como la leche, los ojos grandes, grises y dulces bajo unas cejas bellamente dibujadas. La boca era un poco grande, pero roja, fresca y carnosa; la barbilla bien formada y redonda como una manzana. Tenía una preciosa cabellera, abundante y larga, que se había oscurecido un poco y era ahora de un color castaño dorado y muy lisa. A Lavrans le encantaba oír a Sira Erik alabar a Cristina, el sacerdote la había visto crecer y le había enseñado a leer y escribir y sentía gran afecto por ella. Pero lo que no gustaba a Lavrans era que comparara a su hija con una potranca sin defectos y brillante como la seda.

Sin embargo, toda la gente decía que si Ulvhild no hubiera sufrido aquella desgracia, habría sido aún más hermosa que su hermana. Tenía un rostro dulce y delicioso, blanco y rosa, como las ropas y los lirios, su cabello de oro pálido era suave y brillante como la seda y caía rizado sobre sus hombros y su cuello. En cuanto a los ojos, se parecían a los de la raza de Gjesling: hundidos bajo unas cejas rectas y negras, claros como el agua y de un color gris azulado, pero su mirada era más dulce que penetrante. Además la voz de la niña era tan clara y viva que era un deleite oírla hablar o cantar; tenía una inteligencia rápida para aprender en los libros y para tocar toda clase de laúdes o jugar al tric-trac, pero poca afición a los trabajos manuales porque le dolía en seguida la espalda.

Por esta razón, parecía como si aquella deliciosa criatura no tuviera que alcanzar nunca el pleno vigor de su cuerpo. Su salud había progresado desde que sus padres habían ido con ella a Nidaros a rezar a san Olav. Lavrans y Ragnfrid fueron a pie, sin un hombre ni una sirvienta que les acompañara; llevaron a la niña en una camilla durante todo el camino.

Después de aquel viaje, realizado con tanta pena y devoción, Ulvhild se encontró tan bien que pudo andar con una muleta. Pero no cabía esperar que llegara a encontrarse lo suficientemente bien algún día como para contraer matrimonio y sería preciso, cuando llegase el momento, que se recluyera en un convento, con todos los bienes que le correspondían.

Sus padres no hablaban nunca de ello y Ulvhild tampoco se daba cuenta de que era muy distinta de las demás niñas. Estaba encantada con los adornos y bonitos trajes y nadie era capaz de negarle nada, y Ragnfrid cosía y bordaba para ella y la vestía como una princesa. Un día que pasaron unos mercaderes por la aldea y durmieron una noche en Laugarbru, Ulvhild vio sus mercancías; llevaban una seda amarilla como el ámbar y se empeñó en que quería una camisa de aquel tejido. Lavrans no trataba por costumbre con este tipo de gente que iba por las aldeas, vendiendo ilegalmente mercancías de las ciudades, pero esta vez compró toda la pieza. Regaló también a Cristina seda para hacerse una camisa de bodas, que ella cosió aquel verano. Hasta entonces sólo había tenido camisas de lana y una de lino como prenda de lujo. A Ulvhild le hicieron una camisa de gran vestir, de seda, y otra para el domingo, de tela de lino con aplicaciones de seda en la cintura.

Lavrans Bjoergulfssoen era dueño también ahora de Laugarbru, que administraban Tordis y Jon. Con ellos vivía la hija menor de Lavrans y Ragnfrid, Ramborg, que Tordis había criado. Los primeros tiempos después del nacimiento de la niña, Ragnfrid no quiso verla, porque decía que traía desgracia a sus hijos, no obstante, quería a la pequeña y mandaba continuamente regalos para ella y para Tordis.

Más adelante fue a menudo a Laugarbru para ver a Ramborg, pero iba preferentemente cuando la niña dormía y entonces se quedaba mucho rato contemplándola. Lavrans y las dos hermanas mayores iban con frecuencia a Laugarbru y jugaban con la pequeña: era una niña fuerte y sana pero no tan bonita como sus hermanas.

Aquel verano era el último que Arne Gyrdsoen viviría en Joerungaard. El obispo había prometido a Gyrd ayudar al muchacho a que hiciera carrera y en otoño debía marchar a Hamar.

Cristina se había dado cuenta de que Arne la quería, pero en muchos aspectos era aún muy niña, de modo que no pensaba demasiado en ello y se mostraba con él como había sido desde la infancia, buscando su compañía cuanto le era posible y dándole siempre la mano cuando bailaban en casa o en la explanada de la iglesia. Como aquellos bailes no gustaban a su madre, tampoco a ella le divertían mucho.

Procuraba no hablar a Arne nunca de Simón ni de su boda, porque había observado que le ponía melancólico.

Arne era muy mañoso y quiso hacer para Cristina un bastidor de bordar como recuerdo. Había esculpido el armazón y el cofre con elegancia y ahora en la forja estaba haciendo los hierros y la cerradura. Una hermosa noche, en pleno verano, Cristina bajó a reunirse con él. Llevaba una chaqueta de su padre que tenía que remendar; se sentó en el peldaño del umbral y se puso a coser mientras hablaba con el joven ocupado en el interior. Ulvhild estaba con ella y andaba por allí con su muleta comiendo frambuesas que crecían en medio de las piedras que cercaban el terreno.

Al poco rato, Arne apareció en la puerta de la forja para tomar el fresco. Quiso sentarse al lado de Cristina, pero esta se negó retrocediendo un poco y le rogó que tuviera cuidado no fuera a mancharle el bordado que tenía sobre las rodillas.

—¿A esto hemos llegado —preguntó Arne—, a que ya no me dejes sentar a tu lado porque temes que el pobre campesino te manche?

Cristina le miró sorprendida y contestó:

—Sabes de sobra lo que he querido decir. Quítate el delantal de cuero, lava el carbón de tus manos y siéntate a descansar a mi lado —y le dejó sitio.

Pero Arne se echó en la hierba a sus pies. Cristina añadió entonces:

—No te enfades, Arne mío. ¿Puedes pensar que no vaya a agradecerte el bonito regalo que me haces, o que pueda olvidar en mi vida que siempre has sido para mí el mejor amigo?

—¿Lo he sido de verdad?

—Lo sabes perfectamente —dijo Cristina—. Y jamás lo olvidaré. Pero tú, que vas a empezar tu vida, tal vez adquieras riquezas y honores antes de lo que crees… y me olvidarás sin duda mucho antes que yo a ti.

—¿Tú no me olvidarás? —preguntó Arne sonriendo—. Y yo te olvidaré antes que tú a mí. ¡Oh…!, ¡qué niña eres, Cristina!

—Tampoco tú eres viejo.

—Tengo la misma edad que Simón Darre. Y llevo el casco y el escudo tan bien como la gente de Dyfrin, pero mis padres no han tenido suerte…

Se había limpiado las manos en la hierba. Cogió entonces el tobillo de Cristina y apoyó la mejilla en el pie que sobresalía del borde de la falda. Ella quiso retirarlo pero Arne dijo:

—Tu madre está en Laugarbru, Lavrans ha salido a caballo de la granja, y nadie puede vernos desde las casas en el lugar que estamos. Por esta vez bien puedes dejarme que te diga lo que encierra mi corazón.

Cristina contestó:

—Hemos sabido siempre, tú y yo, que era inútil pensar el uno en el otro.

—Déjame apoyar mi cabeza en tu pecho —rogó Arne; y al no contestarle le rodeó el talle con un brazo. Con la otra mano le cogió las trenzas.

—¿Qué sentirás —preguntó al cabo de un rato— cuando Simón descanse así sobre tu pecho y juegue con tu cabello?

Cristina no contestó. Le parecía que de pronto un peso le había caído encima… las palabras de Arne y la cabeza de este sobre sus rodillas. Era como si se hallara ante una puerta abierta sobre un espacio vacío, ante oscuros caminos que se adentraban en lugares más oscuros todavía. Triste, con el corazón contraído, vacilaba y no quería mirar ante sí.

—No es así como suelen casarse las personas —dijo de pronto, rápidamente y como aliviada. Trataba de imaginar la gruesa faz de Simón contemplándola tumbado de ese modo con ojos como los de Arne en aquel momento; oía su voz y no pudo contener la risa:

—Me figuro que Simón no se acostará nunca en el suelo para jugar con mis zapatos.

—No, porque él podrá jugar contigo en la cama —dijo Arne, con una voz que le hizo daño y la dejó sin fuerzas. Intentó apartar de su pecho la cabeza de Arne, pero él la apoyó con más energía, diciendo:

—Yo querría jugar con tus zapatos, y tus cabellos y tus dedos y seguirte de un lado a otro todo el día, Cristina, si algún día fueras mi mujer, y mientras durmieras tenerte en mis brazos todas las noches.

Se tendió del todo, boca arriba, pasó los brazos por los hombros de Cristina y la miró a los ojos.

—No está bien que me hables así —reconvino Cristina con dulzura, tímidamente.

—No —asintió Arne. Se puso en pie ante ella y prosiguió—: Pero dime una cosa: ¿no hubieras preferido que fuera yo?

—Sí, lo preferiría —balbució—. Preferiría no tener marido… aún…

Arne no se movió, pero dijo:

—¿Preferirías entrar en el convento, como es el destino de Ulvhild, y ser virgen toda tu vida?

Cristina se oprimió el pecho con las manos cruzadas.

Un estremecimiento extraño y dulce la conmovía; de pronto, comprendió la pena que sería aquello para su hermanita, y sus ojos se llenaron de lágrimas dolorosas al pensar en Ulvhild.

—¡Cristina! —murmuró Arne con ternura.

En ese mismo instante se oyó un grito penetrante de Ulvhild. Su muleta se había enganchado en las piedras y se había caído. Arne y Cristina corrieron a su lado; Arne la levantó y la puso en los brazos de su hermana. Se había herido en la boca y sangraba mucho.

Cristina se sentó con ella a la puerta de la forja y Arne fue a buscar agua en una copa de madera. Entre los dos lavaron el rostro de Ulvhild. También se había arañado la piel de las rodillas. Cristina se inclinó con ternura y le lavó las piernecitas.

Pronto cesaron los gemidos de Ulvhild. Lloraba en silencio, dolorosamente, como hacen los niños acostumbrados a sufrir. Cristina le mantenía la cabeza apoyada en su pecho y la acariciaba.

La campana empezó a tocar a vísperas, allá arriba, en San Olav. Arne hablaba a Cristina pero esta no parecía ver ni oír, solamente atenta a su hermana, tanto que le dio miedo y le preguntó si creía que era grave. Cristina sacudió la cabeza sin contestarle.

Poco después se levantó y subió a la granja, con Ulvhild en brazos. Arne seguía silencioso y turbado. Cristina parecía tan absorta que su rostro estaba contraído. Mientras andaba, la campana continuaba sonando sobre prados y valles; tocaba aún cuando entró en la gran sala.

Dejó a Ulvhild sobre la cama que ambas hermanas compartían desde que Cristina se había hecho demasiado mayor para dormir con sus padres. Luego se quitó los zapatos y se acostó con la pequeña, escuchando la campana, oyéndola aún mucho después de que ya no tocara y que la niña se durmiera.

Se le había ocurrido cuando la campana empezó a tocar y ella tenía entre sus manos la carita ensangrentada de Ulvhild, que aquello era tal vez una señal para ella. Que si quería ocupar el puesto de su hermana, si quería consagrarse al servicio de Dios y de la Virgen María, quizás Dios devolvería a la criatura salud y fuerzas.

Recordaba que fray Edvin decía que hoy día sólo las criaturas contrahechas y paralíticas, aquellas para las que los padres no podían arreglar un buen matrimonio, se consagraban a Dios. Sabía que sus padres eran piadosos… y, no obstante, nunca les había oído decir otra cosa; a ella le reservaban el matrimonio, mientras que, comprendiendo que Ulvhild estaría enferma toda su vida, habían decidido que fuera a vivir al convento…

En su interior no quería, se rebelaba ante la idea… de que Dios realizara un milagro con Ulvhild si ella se metía a monja. Recordaba las palabras de Sira Erik, que ya no hay tantos milagros. Y en cambio sentía, aquella noche, que fray Edvin tenía razón: si un hombre tiene mucha fe, puede hacer milagros. Pero ella no quería tener aquella fe, no era así como amaba a Dios y a la Madre de Dios y los santos; no quería llegar a amarlos de aquel modo, amaba al mundo y aspiraba a entregarse al mundo.

Cristina hundía su boca en la cabellera sedosa de Ulvhild. La pequeña dormía profundamente y su hermana mayor se incorporó en el lecho, angustiada; luego volvió a echarse. Sangraba interiormente de pena y de vergüenza, sabía que no quería creer en los milagros porque no quería renunciar a su herencia de salud, belleza y amor.

Luego trató de consolarse con la idea de que sus padres no le permitirían aquello. Tampoco esperarían que fuera útil. La habían prometido ya y no querrían perder a Simón, del que estaban tan contentos. Se sintió decepcionada de que encontraran tantas perfecciones a ese yerno; pensó bruscamente con asco en la carota roja de Simón, en sus ojillos risueños, en sus andares vivarachos —saltaba como una pelota, se dijo de pronto—, en su modo de hablar chancero que la hacía sentirse, por contraste, pesada y tonta. Tampoco era una cosa tan magnífica el recibir a este marido que, por toda ventaja, se la llevaría a vivir a Formo. Sin embargo, prefería esto a entrar en el convento. El mundo de más allá de las montañas, el castillo real, y los condes y los caballeros de que hablaba Dama Aashild, y un hermoso marido de ojos pensativos que quisieran seguirla de un lado a otro sin cansarse jamás…

Se acordaba de Arne, aquel día de verano en que se había tumbado de lado y dormía con la cabeza suelta en los brezales… Aquel día lo había sentido tan cerca de su corazón como si hubiera sido su hermano. No era correcto ni conveniente, bajo ningún punto de vista, que le hablara como lo había hecho, sabiendo, como sabía, que nunca podrían ser uno del otro…

Llegó un mensaje de Laugarbru diciendo que su madre se quedaba allí a pasar la noche. Cristina se desnudó para acostarse y descansar. Empezó a soltarse el traje, pero luego volvió a calzarse, cogió el abrigo y salió.

El cielo nocturno se extendía claro y verdoso sobre las cimas de las montañas. Se acercaba el momento en que la luna saldría y en el lugar donde asomaba, detrás de la montaña, se deslizaban unas nubes pequeñas que brillaban como plata en sus bordes inferiores; el cielo fue aclarándose más y más, como metal sobre el que cae el rocío.

Corrió por entre las vallas, más allá del camino de monte, hacia la iglesia. Esta dormitaba, negra y cerrada, pero Cristina subió hasta la cruz que se alza al lado en recuerdo del día en que san Olav había descansado allí, al huir de sus enemigos. Se arrodilló sobre la piedra y apoyó las manos al pie de la cruz:

—Santa Cruz, el más fuerte mástil, el árbol más hermoso, puente que conduce al enfermo a la hermosa ribera de la salud…

A medida que decía las palabras de la oración parecía como si su ardiente deseo se ensanchara progresivamente como un círculo en el agua. Los simples pensamientos que le causaban inquietud fueron disipándose, su espíritu recobró la paz y se hizo más tierno, y una dulce melancolía libre de proyectos sucedió a sus preocupaciones.

Permanecía de rodillas, escuchando todos los ruidos de la noche. El viento suspiraba deliciosamente, el río fluía más allá de los árboles detrás de la iglesia y el arroyo saltaba también atravesando el camino; en todas partes, cerca y lejos, percibía simultáneamente, por la vista y el oído, las hileras tenues del agua que corría y goteaba. El río brillaba, blanco, al pie de la aldea. La luna subía, deslizándose, por encima de una pequeña loma; había destellos menudos sobre las hojas y las piedras húmedas de rocío y un resplandor mate y sombrío venía de las maderas recién embreadas que formaban el campanario junto a la verja del cementerio. Luego la luna desapareció de nuevo donde se levantaba la cima de la montaña. Ahora había muchas más nubecitas blancas y brillantes en el cielo.

Oyó el paso de un caballo subiendo lentamente por el camino; voces masculinas hablaban en tono bajo e igual. Aquí donde conocía a todo el mundo no tenía miedo a la gente; las voces la tranquilizaron.

Los perros de su padre corrieron hacia ella, dieron la vuelta y salieron huyendo hacia el bosque; luego regresaron volviendo a saltarle encima y su padre, saliendo de entre los abedules, la saludó. Llevaba a Guldsvein de las riendas; un paquete de pájaros colgaba delante de la silla y sobre la mano izquierda Lavrans llevaba un halcón con la caperuza puesta. Iba acompañado de un hombre alto y encorvado, con hábito de fraile, y antes de ver su rostro Cristina adivinó que era fray Edvin. Se acercó a ellos y se sorprendió como si se tratara de un sueño; cuando Lavrans le preguntó si reconocía a su invitado, se limitó a sonreír.

Lavrans lo había encontrado arriba, en Rostbroen, y le había convencido para que le acompañara a casa y pasara la noche con ellos. Pero fray Edvin quiso que se le permitiera dormir en el establo «porque voy cubierto de piojos —decía—, no se me puede meter en una buena cama».

Todo lo que Lavrans le ofrecía, el fraile lo rechazaba con obstinación; incluso en un principio quería que se le diera la comida en el patio. Al final lograron hacerle entrar en la gran sala y Cristina añadió leña a la estufa del rincón y colocó una luz sobre la mesa mientras una sirvienta traía comida y bebida.

El fraile se sentó en un banco junto a la puerta y sólo quiso comer gachas frías y aceptar agua para la noche. Tampoco quiso ceder cuando Lavrans le ofreció prepararle un baño y hacerle lavar las ropas.

Fray Edvin se golpeaba el pecho, se rascaba y reía, iluminando su viejo y delgado rostro.

—No, no —insistía—; estoy mejor así, mortificado en mi orgullosa piel, que no por la palabra del prior o por la disciplina. He pasado el verano sobre una losa en una gruta allá arriba, en la montaña. Se me había autorizado ir al desierto para ayunar y rezar, y en la gruta me sentí un verdadero ermitaño. La pobre gente de allá abajo, los moradores de Setnadal, me subían comida y tenían la convicción de que veían a un fraile piadoso y de vida pura. «Hermano Edvin —me decían—, si hubiera muchos frailes como tú, pronto seríamos mejores, pero cuando vemos a los sacerdotes, obispos y monjas pelearse y morderse como en una comida de cerdos…». Por más que les dijera que no era de cristianos el hablar de aquella forma, me gustaba oír sus alabanzas y cantaba y rezaba con voz tan fuerte que toda la montaña resonaba. Ahora puede serme provechoso sentir que los piojos se muerden y pelean sobre mi piel y oír a las buenas amas de casa que quieren conservar sus salas limpias y decentes gritarme que esta cochina piel de fraile puede dormir muy bien en un establo, durante el verano. Ahora me iré hacia el norte a Nidaros, para la víspera de san Olav y será una gran cosa para mí ver que la gente no siente deseos de acercárseme…

Ulvhild despertó; Lavrans fue hacia ella y la cogió envolviéndola en su abrigo.

—He aquí la niña de que os hablaba, hermano. Imponedle las manos y rogad a Dios por ella como lo hicisteis por el niño de Meldal, en el norte, y que, según hemos oído decir, ha recobrado la salud.

El fraile levantó cuidadosamente la carita de la niña por la barbilla y la miró. Luego levantó una de sus manitas y se la besó.

—Mejor que recéis tú y tu mujer, Lavrans Bjoergulfssoen, para no sentir la tentación de modificar la voluntad de Dios respecto a esta niña. Nuestro Señor Jesucristo ha puesto Él mismo estos piececitos sobre el camino por el que mejor pueden llegar a un asilo de paz. Veo todo esto en sus ojos, afortunada Ulvhild, y veo que tienes protectores que rezan por ti en la otra patria…

—El niño de Meldal recobró la salud, según he oído decir —objetó Lavrans con dulzura.

—Era hijo único de una pobre viuda y cuando murió su madre no había nadie para vestirlo y darle de comer excepto la comunidad. Sin embargo, ella sólo pidió a Dios que le diera un corazón intrépido, tanto que pudo creer que Él quería que todo se arreglara para el niño. Yo no hice más que rezar con ella.

—No es fácil para la madre de Ulvhild y para mí hallar la paz en nuestra tribulación —contestó Lavrans abatido—. Sobre todo viéndola tan bonita y tan buena.

—¿Has visto el niño que tienen en Lindstad, al sur en el valle? —preguntó el fraile—. ¿Hubieras preferido que tu hija fuera como él?

Lavrans se estremeció y estrechó a la niña con fuerza contra su pecho.

—¿No crees —prosiguió Edvin— que, a los ojos de Dios, somos todos como niños por los que debe velar, impotentes como somos, a causa del pecado? Y, en cambio, no podemos considerarnos como los que han tenido la peor parte aquí abajo.

Se acercó a la imagen de la Virgen María, colgada en la pared, y todos se arrodillaron mientras decía las oraciones de la noche. Pensaban que fray Edvin les había consolado mucho con sus palabras.

Pero, después de que se hubo ausentado de la sala para ir en busca de un lugar donde dormir, Astrid, la primera sirvienta, barrió con fuerza los sitios donde había estado y echó la basura al fuego.

A la mañana siguiente, Cristina se levantó temprano, puso unas copas de leche y galletas de avena, porque sabía que el fraile no probaba la carne, en un bonito plato de raíz rojiza y le llevó ella misma los alimentos. En la casa no se había levantado casi nadie.

Fray Edvin se disponía a marchar; estaba con su bastón y su mochila en el pasadizo del establo. Dio las gracias, sonriente, a Cristina por su servicio, se sentó en la hierba y comió mientras la joven se sentaba a sus pies.

El perrito blanco de Cristina llegó saltando, haciendo sonar los cascabeles de su collar. Lo cogió en brazos; fray Edvin chasqueó los dedos y echó migas de galleta en su boca abierta.

—Es de la raza que la reina Eufemia importó en el país —dijo—. Tanto las cosas grandes como las pequeñas van ahora muy bien en Joerungaard.

Cristina se ruborizó de satisfacción, sabía que el perrito era de buena raza y estaba orgullosa de tenerlo; no había otro igual en la aldea, ningún perrito que pudiera tenerse sobre las rodillas, pero no sabía aún que era de la misma raza que los perros favoritos de la reina.

—Me lo ha enviado Simón Andressoen —dijo estrechándolo con cariño, mientras el animalito le lamía la cara—. Se llama Kortelin.

Había pensado hablar de sus inquietudes con el fraile y pedirle consejo. Pero ya no tenía ganas de volver a ocuparse de sus pensamientos de la víspera por la noche. Fray Edvin creía que Dios sabría arreglarlo todo en bien de Ulvhild. ¡Y qué amable era Simón enviándole aquel regalo antes de que el noviazgo fuera concertado oficialmente! En cuanto a Arne, no quería pensar en él. «Se ha portado mal conmigo», se dijo.

Fray Edvin cogió su bastón y su zurrón y rogó a Cristina que le despidiera de su familia… no quería quedarse hasta que se levantaran, sino salir con el fresco de la mañana. Le acompañó pasada la iglesia y un buen trecho bosque adentro.

En el momento de separarse, el fraile imploró para ella la paz de Dios y la bendijo. Cristina le suplicó:

—Decidme una palabra como la que habéis dicho a Ulvhild —y esperó con la mano del fraile en la suya.

El fraile frotaba su pie desnudo en la hierba húmeda; su pie retorcido por el reuma.

—Entonces te diré, hija mía, que ya ves cómo Dios vela por los intereses de los habitantes de este valle. Aquí llueve poco, pero tenéis el agua de la montaña y todas las noches el rocío refresca los prados y los campos. Da gracias a Dios por los dones con que te ha colmado y no te quejes si crees que te falta algo que en tu opinión necesitas. Tienes un bonito cabello rubio, no te lamentes de que no esté rizado. ¿No has oído hablar de aquella vieja que lloraba porque sólo tenía un pedacito de tocino que repartir entre sus siete pequeños hambrientos como comida de Navidad? Por fortuna Olav pasaba por allí a caballo; extendió la mano sobre la carne y rogó a Dios que alimentara a los pequeños que lloraban. Pero cuando la vieja se dio cuenta de que sobre su mesa había un cerdo muerto, se echó a llorar porque no tenía bastantes vasijas y marmitas.

Cristina volvió corriendo a casa; Kortelin brincaba alrededor de sus pies, mordía los faldones de su ropa y hacía tintinear todos sus cascabeles de plata.