4

Dama Aashild permaneció en Joerungaard la mayor parte del verano. Resultó que, al final, la gente venía a pedirle consejos. Cristina oyó a Sira Erik rezongar por ello y sospechó que a sus padres no les hacía gracia aquello. Pero alejó de sí todas aquellas ideas y tampoco se preguntó qué pensaba de Dama Aashild, y estuvo constantemente a su lado, sin cansarse jamás de oírla y mirarla.

Ulvhild permanecía siempre tendida, plana, en la gran cama. Su rostro menudo estaba blanco hasta los labios y tenía grandes ojeras oscuras. Sus cabellos rubios olían terriblemente a sudor porque hacía tiempo que no habían sido lavados, y se habían oscurecido, sin brillo ni rizos, al extremo de parecerse al heno viejo que se ha estropeado a la intemperie. Parecía cansada, dolorida, paciente, y sonreía débil y enfermiza cuando Cristina se sentaba a su lado en la cama, charlando y enseñándole los regalos que le hacían sus padres y sus amigos y toda la gente de los alrededores. Había muñecas, pájaros, animalitos, un juego de tric-trac, joyas, gorritas de terciopelo y cintas de todos los colores. Cristina había reunido todo aquello en un cofre y Ulvhild lo miraba con sus ojos graves y suspirando dejaba caer aquellas maravillas de sus manos cansadas.

Pero cuando Dama Aashild se le acercaba, el rostro de Ulvhild resplandecía de alegría. Bebía ávidamente los brebajes refrescantes y soporíferos que Dama Aashild le preparaba, no se quejaba cuando la curaba, y escuchaba embelesada cuando tocaba el arpa de Lavrans y cantaba… porque sabía muchas canciones que la gente de aquel valle no había oído nunca.

Muchas veces cantaba para Cristina, cuando Ulvhild se había dormido. A veces también hablaba de su juventud, cuando vivía en el sur del país y frecuentaba al rey Magnus, al rey Erik y a sus reinas.

Un día en que estaban sentadas así y que Dama Aashild hablaba, Cristina dejó escapar de sus labios lo que había pensado muchas veces:

—Me parece sorprendente que podáis estar siempre tan alegre, vos que habéis estado acostumbrada a… —se interrumpió sonrojándose.

Dama Aashild miró sonriendo a la chiquilla:

—¿Quieres decir que te sorprende porque ahora carezco de todo eso? —rio silenciosamente y añadió—: He tenido buenos tiempos, Cristina, y no soy tan tonta como para quejarme si ahora debo conformarme con setas y leche cuajada, porque ya he bebido mi vino y mi cerveza. Los buenos días pueden durar siempre si se es prudente y se cuida uno de sí mismo y de lo que tiene: esto lo saben todas las personas razonables y por eso, creo yo, se conforman con los días buenos, porque los días deliciosos se pagan caros. Ahora se llama loco al que malgasta su herencia paterna para darse una vida alegre en la juventud. Que cada uno piense como quiera. Pero yo trato de loco y de estúpido al hombre que se lamenta después, y es doblemente loco e insensato entre los insensatos si confía en volver a ver a sus amigotes de taberna una vez disipada la herencia.

—¿Necesita algo la pequeña? —preguntó a media voz a Ragnfrid que, sentada al lado de la cama de Ulvhild, había hecho un movimiento brusco.

—No, duerme bien —contestó la madre uniéndose a Aashild y Cristina al lado del fuego. Con la mano apoyada en la vara del ventanillo del humo, continuó de pie mirando de lleno a Dama Aashild.

—Cristina no comprende estas cosas —observó.

—No, pero sin duda aprendió también sus oraciones antes de comprenderlas. En el momento en que se necesitan oraciones o consejos, no se está en condiciones de aprender o comprender.

Ragnfrid frunció sus cejas negras. Entonces sus ojos claros y profundos parecían lagos, bordeados de negro bosque, solía pensar Cristina cuando era pequeña…, o tal vez se lo había oído decir a alguien. Dama Aashild la miró con su sonrisa socarrona. Ragnfrid se sentó al otro lado del hogar, cogió una ramita y la echó al fuego.

—Pero ¿y aquel que ha malgastado su herencia de la peor manera y que encuentra luego un tesoro por cuya posesión daría gustosamente la vida…? ¿No creéis que se le parte el corazón de remordimiento por su locura?

—Quien dice dar, dice prodigalidad, Ragnfrid. Y el que quiere dar su vida no tiene más que arriesgarse y ver lo que puede ganar con ello…

Ragnfrid sacó del fuego la rama ardiendo, apagó la llama soplando y ahuecó la mano sobre la punta incandescente, de forma que una luz rojo sangre se filtró entre sus dedos.

—¡Ah!, palabras, palabras, nada más que palabras, Dama Aashild.

—Tampoco hay gran cosa que merezca ser comprada al precio de la vida, Ragnfrid.

—Sí —objetó vivamente la madre—. Mi marido —murmuró casi imperceptiblemente.

—Ragnfrid —dijo Dama Aashild con voz sofocada—, muchas jóvenes han tenido ese pensamiento cuando estaban impacientes por sujetar a un hombre y entregaban por ello su virginidad. Pero ¿no has leído que hubo hombres y muchachas que dieron a Dios todo lo que poseían, entraron en un convento o se fueron, desposeídos de todo, a un desierto, y luego se arrepintieron? En los libros santos se les llama locos. Y no cabe duda que sería un pecado pensar que Dios les engañó en el trato que hicieron.

Ragnfrid permaneció un rato silenciosa. Entonces dijo Dama Aashild:

—Ven, Cristina. Ya es hora de que salgamos a recoger las gotas de rocío para el aseo matinal de Ulvhild.

Fuera, al claro de luna, el patio era blanco y negro. Ragnfrid las acompañó a través del cercado hasta la valla del huerto. Cristina vio cómo se quedaba apoyada allí, delgada silueta, mientras ella hacía caer el rocío de las grandes hojas de col heladas y de los pliegues de otras hojas en la copa de plata de su padre.

Dama Aashild andaba silenciosamente al lado de Cristina. Sólo la acompañaba para velar por ella, porque no estaba bien dejar salir sola a una niña en una noche como aquella. Pero el rocío tenía más virtud cuando había sido recogido por una virgen pura.

Cuando regresaron a la valla, la madre se había ido. Cristina temblaba de frío cuando depositó la helada copa de plata entre las manos de Aashild. Con los zapatos mojados subió al primer piso donde dormía ahora con su padre. Ya tenía el pie en el primer escalón cuando Ragnfrid salió de la sombra bajo el balcón de la galería. Llevaba en las manos un bol con una bebida caliente.

—Toma un poco de cerveza que he calentado para ti, hija mía.

Cristina le dio las gracias, muy contenta, y acercó sus labios. Entonces Ragnfrid le preguntó:

—Cristina, en las oraciones y todo lo que te enseña Dama Aashild, no hay ningún pecado, ni ninguna impiedad, ¿no es verdad?

—Seguro que no —contestó la niña—. En todas están los nombres de Jesús, de la Virgen María y de los santos…

—¿Qué te ha enseñado? —insistió la madre.

—Pues bien… las hierbas medicinales y las fórmulas contra la sangre que mana, contra las verrugas, contra las enfermedades de los ojos, la tiña que se pone en las ropas, y contra los ratones de la despensa; las plantas que hay que coger con sol, las que sacan su poder de la lluvia. Pero las oraciones no debo decírselas a nadie porque entonces pierden su efecto —se apresuró a añadir.

La madre tomó el bol vacío y lo dejó en la escalera. Bruscamente rodeó a su hija con sus brazos, la estrechó con fuerza contra su pecho y la besó. Cristina sintió que las mejillas de su madre estaban húmedas y ardían.

—¡Dios y nuestra Señora te protejan y te guarden de todo mal! Ahora tu padre y yo sólo te tenemos a ti, por quien el Demonio no ha atacado nuestra felicidad. ¡Hija mía, querida mía!, no olvides nunca que eres la mayor alegría de tu padre…

Ragnfrid volvió a la sala de invierno, se desnudó y se acostó en la cama de Ulvhild. Rodeó a la niña con su brazo y acercó su cara a la de la criatura, hasta el extremo de sentir el calor del cuerpo de Ulvhild y notar el fuerte olor a sudor de su cabellera húmeda. Ulvhild dormía profunda y tranquilamente como siempre, después del brebaje nocturno de Dama Aashild. Un perfume soporífero se escapaba de la hierba de la Virgen dispuesta bajo la sábana. Sin embargo, Ragnfrid tardó en dormirse mirando fijamente la pequeña mancha clara del techo donde la luna brillaba tras la vidriera de cuarzo del ventanillo del humo.

Más allá, en la otra cama, estaba acostada Dama Aashild, pero Ragnfrid no sabía nunca si dormía o estaba despierta. Esta no hablaba jamás de las relaciones que había tenido en tiempos pasados… y esto asustaba a Ragnfrid. Le parecía que nunca había tenido el corazón tan tristemente amargado y angustiado como ahora… aunque supiera que Lavrans había recobrado por entero la salud y que Ulvhild viviría.

Parecía como si Dama Aashild disfrutara hablando con Cristina, y a medida que transcurrían los días, ella y la niña se hacían más amigas.

Un día que habían ido a recoger hierbas medicinales, se sentaron en lo alto de la ladera de la montaña, en un pequeño lugar frondoso, bajo la pendiente pedregosa. Desde allí podían ver el patio de Formo y distinguir la chaqueta roja de Arne Gyrdsoen; había venido a caballo con ellas hasta allí y debía vigilar sus caballos, mientras ambas cogían las hierbas.

En el rato que estuvieron sentadas, Cristina contó a Dama Aashild su encuentro con la reina de los enanos. Hacía muchos años que había dejado de pensar en ello, pero ahora se acordaba de pronto. Y mientras hablaba nacía en ella la extraña sensación de que había un parecido entre Dama Aashild y la reina de los enanos, aunque supiera, en todo momento, que las dos no se parecían en nada.

Cuando Cristina hubo terminado su historia, Dama Aashild permaneció un momento silenciosa mirando hacia el fondo del valle; por fin dijo:

—Hiciste bien huyendo. Porque entonces no eras más que una niña. ¿Pero no has oído hablar nunca de la gente que aceptaba el oro que les ofrecían los enanos y que luego encadenaba al gnomo a la roca?

—He oído contar aventuras de este tipo, pero no me atrevería a hacerlo. No me parece bien.

—Está bien que alguien no haga lo que no le parece bien —observó Dama Aashild con una sonrisa—. Pero lo que no está bien es que a uno le parezca mal lo que no se atreve a hacer. Has crecido mucho este verano —dijo la dama de pronto—. ¿Sabes que prometes ser muy bella?

—Sí. Dicen que me parezco a mi padre.

Dama Aashild sonrió silenciosamente.

—Sí, sería lo mejor para ti que te parecieras a Lavrans de cuerpo y de espíritu. No obstante, sería una lástima que te casaran en este valle. No hay que despreciar las costumbres aldeanas y la vida de aldea, pero los muchachos de por aquí se creen los más valientes y capaces de toda Noruega. Se sorprenden de que yo pueda seguir viviendo y estando bien aunque me cierren sus puertas. Pero son perezosos y orgullosos y no quieren saber nada de las nuevas costumbres. Siguen creyendo en la vieja enemistad hacia el poder real que había presuntamente en tiempos del rey Sverre. Una mentira, puesto que el padre de tu raza fue amigo suyo y recibió regalos de él. Pero si tu tío tuviera que seguir a nuestro rey y ser de los suyos, tendría que cambiar por dentro y por fuera; y no hay peligro de que Trond lo haga. Sin embargo tú, Cristina, tú deberías casarte con un hombre de costumbres corteses y porte de caballero…

Cristina, sentada, miraba hacia abajo, en el patio de Formo, la roja espalda de Arne. Espontáneamente no pensaba en semejante cuestión, pero cuando Dama Aashild le hablaba del mundo en donde había vivido, se imaginaba siempre a los caballeros y a los condes parecidos a Arne. Antes, cuando era pequeña, los había visto siempre con el aspecto de su padre.

—Mi sobrino Erlend Nikulaussoen de Husaby: he aquí un prometido cortés para ti. ¡Qué guapo se ha puesto al crecer! Mi hermano Magnhild vino a verme el año pasado; cruzaba el valle y lo traía consigo. Sí, sin duda no será para ti, pero me habría gustado extender sobre vosotros la colcha del lecho nupcial…, tiene el cabello tan negro como tú dorado, y bonitos ojos. Pero conozco mal a mi cuñado o ya ha buscado para Erlend un mejor partido.

—¿No soy acaso un buen partido? —preguntó Cristina, sorprendida.

No se atrevía a sentirse herida por ninguna palabra de Dama Aashild, pero experimentaba una humillación y una pena al oírla preferir a otros en su lugar.

—Sí, eres un buen partido. No obstante, podrías difícilmente esperar pertenecer a mi familia. El padre de tu raza, en nuestro país, era un extranjero exilado y los Gjesling llevan tanto tiempo pudriéndose en sus granjas que nadie, por decirlo así, les conoce fuera del valle. En cambio a mi hermana y a mí nos dieron por maridos a unos sobrinos de la reina Margret Skulesdatter.

Cristina no se atrevió a indicar que no era el padre de su raza, sino el hermano de este, el que había llegado como exilado al país. Miraba, del otro lado del valle, los flancos sombríos de la montaña y recordaba el día, años atrás, en que había subido a la meseta y visto cuántas montañas se extendían entre su aldea y el mundo. Dama Aashild dijo entonces que había que regresar y le rogó que llamara a Arne. Cristina puso las manos ante su boca con forma de bocina y levantó y sacudió el pañuelo de su cuello hasta que vio la mancha roja, allá en el fondo del patio, moverse y contestar con señales.

Algún tiempo después, Dama Aashild regresó a su casa. Pero durante el otoño y la primera parte del invierno fue con frecuencia a Joerungaard donde se quedaba unos días junto a Ulvhild. De día levantaban a la niña e intentaban hacer que se sostuviera sobre sus piernas, pero estas se doblaban cuando intentaba apoyarse en ellas. Gemía, pálida y cansada, y el corsé con cordones que Dama Aashild había hecho para ella, de piel de caballo y mimbres finos, le hacía sufrir horrores, tanto que prefería seguir tranquilamente echada, recostada en el pecho de su madre. Ragnfrid la tenía constantemente en brazos, de modo que ahora Tordis era la encargada de todo lo referente a la casa, y Cristina iba con ella para aprender y ayudar.

Entre una y otra visita, Cristina echaba en falta a Dama Aashild; esta, a veces, hablaba mucho con ella, pero otras esperaba en vano una palabra más que el saludo de la dama, al llegar y al despedirse. Aashild se quedaba hablando sólo con los mayores. Siempre ocurría así cuando venía su marido con ella, porque ahora Bjoern Gunnarson solía también acompañarla a Joerungaard. Un día de otoño, Lavrans había ido a caballo a Haugen para llevar a Dama Aashild sus honorarios… el mejor aguamanil de plata que había en la casa… con su bandeja. Había dormido allí y desde entonces hablaba muy bien de Haugen; era bonito, estaba bien dirigido y no tan pequeño como decía la gente, les contó. En los edificios todo indicaba el bienestar y sus modales eran correctos como en las casas de alto rango del sur del país. Lavrans no dijo nunca lo que opinaba de Bjoern, pero se mostraba siempre amable con él cuando Bjoern acompañaba a su esposa a Joerungaard. Por el contrario, Dama Aashild gustaba enormemente a Lavrans, hasta el extremo de decir que, en su opinión, la mayor parte de lo que se contaba de ella no eran sino mentiras. También decía que desde hacía veinte años no se había servido de brujería para atraerse a un hombre. Frisaba en los sesenta años; sin embargo, parecía joven y su porte era de lo más gracioso y bonito.

Cristina comprendía que todo aquello no gustaba lo más mínimo a su madre. Bien era verdad que Ragnfrid no decía absolutamente nada contra Dama Aashild, pero un día comparó a Bjoern con la hierba amarilla y aplastada que cedía bajo las piedras, y aquello le pareció justo a Cristina. Bjoern tenía el aspecto mustio, arrugado; era bastante grueso, pálido, débil y algo calvo, aunque no tuviera más años que Lavrans. No obstante, al verle se adivinaba que había sido muy guapo. Cristina jamás pudo hablar con él; hablaba poco y en general se quedaba sentado donde se encontrara, desde su entrada en la estancia hasta que iba a acostarse. Bebía mucho, pero a primera vista no lo parecía; apenas comía, y miraba de un lado a otro de la habitación, a una u otra persona, con un gesto duro y malvado de sus ojillos pálidos y extraños.

Desde la desgracia no se habían vuelto a ver con los parientes de Sundbu, pero Lavrans había ido muchas veces a Vaage. Por el contrario, Sira Erik iba a Joerungaard como antes; se encontraba a menudo con Dama Aashild y eran buenos amigos. La gente lo comentaba como un buen rasgo del sacerdote, que también era buen médico.

Si la gente de las grandes granjas de los alrededores no había recurrido a los consejos de Dama Aashild, por lo menos abiertamente, era porque estimaban que el sacerdote poseía suficiente habilidad. No era fácil para ellos saber cómo debían comportarse con dos personas que, en cierto modo, habían sido rechazadas por su propia clase. Sira Erik decía que no se molestaban mutuamente y que, con respecto a la magia de la dama, él no era el cura de su parroquia; podía ser que Dama Aashild supiera un poco más de lo que era deseable para el bien de su alma, pero no había que olvidar que los ignorantes hablaban fácilmente de magia, tan pronto como una mujer era más inteligente que la masa. Por su parte, Dama Aashild hacía grandes elogios del sacerdote y asistía con asiduidad a la iglesia, si por casualidad se hallaba un día de fiesta en Joerungaard.

Aquel año las Navidades fueron tristes. Ulvhild no podía aún sostenerse en pie. No sabían nada de la gente de Sundbu. Cristina comprendía que en la aldea se comentara y que esto disgustara a su padre. Pero la madre se mostraba indiferente y Cristina pensaba que no estaba bien de su parte.

Una noche, hacia el final de las fiestas, Sira Sigurd, capellán doméstico de Trond Gjesling, llegó en un gran trineo. Antes que nada le habían encargado que les invitara a todos a una visita a Sundbu.

Sira Sigurd era poco amado en las aldeas de los alrededores, porque era él, en realidad, quien administraba para Trond sus propiedades. Era culpa suya, en todo caso, si Trond se comportaba con dureza e injusticia, y nada más cierto que Trond maltrataba un poco a sus campesinos. Este sacerdote era extremadamente hábil para escribir y hablar, versado en jurisprudencia y en medicina…, aunque no tan capaz como él se suponía. Pero, por su aspecto, nadie hubiera creído que era un verdadero sacerdote; además solía decir muchas tonterías. Nunca había gustado a Lavrans ni a Ragnfrid, pero las gentes de Sundbu, como es lógico, hacían gran caso de su sacerdote y, como él, estaban indignados que no se le hubiera llamado para cuidar a Ulvhild.

Por una desgraciada casualidad, cuando Sira Sigurd llegó a Joerungaard, ya estaban allí Dama Aashild y Micer Bjoern, y, además, Sira Erik, Gyrd e Inga de Finsbrekken, padres de Arne, y el viejo Jon de Loptsgaard y un fraile predicador de Hamar, fray Aasgaut.

Mientras Ragnfrid hacía preparar las mesas con ricas viandas y Lavrans leía las cartas que les había traído el cura, este quiso ver a Ulvhild. Ya estaba acostada para el descanso de la noche y dormía; pero Sira Sigurd la despertó, le tocó la espalda y los miembros, y le hizo preguntas, amablemente al principio y con impaciencia después, para darle miedo. Sigurd era un hombre pequeño, casi un enano, pero con una carota roja e inflamada. Cuando quiso levantar a la niña y ponerla en el suelo para probarle los pies, Ulvhild se puso a gritar. Entonces, Dama Aashild se levantó, fue a la cama y echó una piel sobre Ulvhild, diciendo que la niña estaba tan dormida que aunque sus pies hubieran estado bien, no se habría mantenido derecha en el suelo.

El sacerdote empezó a discutir violentamente diciendo que él también era considerado un buen médico. Dama Aashild le tomó de la mano, lo llevó al extremo de la mesa y empezó a contarle lo que había hecho por Ulvhild, pidiéndole su opinión en todo. Entonces se calmó y comió y bebió de todas las cosas buenas que Ragnfrid le ofrecía.

Pero cuando la cerveza y el vino empezaron a subirle a la cabeza, Sira Sigurd se volvió a poner de mal humor, quisquilloso y violento; sabía que en la estancia no había nadie que le quisiera. Se volvió hacia Gyrd: era vicario del obispo de Hamar, en Vaage y en Sil y habían tenido lugar muchas discusiones entre el obispado y Trond Ivarsoen. Gyrd no decía gran cosa, pero Inga era una mujer irascible. Luego el hermano Aasgaut intervino en la conversación, y dijo:

—No deberías ignorar, Sira Sigurd, que nuestro digno padre Ingjald es también tu superior. En Hamar te conocemos bien. Te entregas en Sundbu a todos los goces de la vida; piensas poco, sin duda, en que no te has consagrado a otra tarea que al halago de Trond y a hacer reinar la injusticia hasta el extremo de poner tu alma en peligro y en mal lugar la buena fama de la Iglesia. ¿No has oído contar jamás lo que ocurre con los sacerdotes rebeldes e infieles y que llevan al olvido el respeto hacia sus superiores y padres espirituales? ¿No conoces el caso de santo Tomás de Canterbury, al que los ángeles acompañaron a las puertas del infierno y se las hicieron entreabrir? Se sorprendió al no ver allí a ninguno de los sacerdotes que se habían rebelado contra él, como tú ahora contra tu obispo. Iba a glorificar la misericordia divina, porque aquel santo hombre deseaba la salvación de todos los pecadores, cuando el ángel pidió al diablo que levantara un poco el rabo y entonces se escaparon en gran tumulto y en medio de un espantoso olor a azufre todos los sacerdotes y clérigos que habían traicionado los intereses de la Iglesia. Entonces comprendió dónde estaban, viendo por sí mismo dónde estaban los prevaricadores.

—Mientes, fraile —dijo el sacerdote—. Yo también he oído contar esta leyenda; no eran sacerdotes, sino frailes mendicantes los que salieron del trasero del diablo como avispas de un avispero.

El viejo Jon se echó a reír más fuerte aún que la gente de servicio y exclamó:

—En mi opinión eran unos y otros…

—Entonces el diablo debe de tener un rabo muy grueso —observó Bjoern Gunnarson, y Dama Aashild añadió, sonriendo:

—¿Es que no has oído decir que todo lo malo tiene el rabo muy largo?

—Calla tú, Dama Aashild —gritó Sira Sigurd—; no hables del rabo largo que el mal arrastra tras de sí. Estás aquí como si fueras la dueña de la casa y no Ragnfrid. Pero es raro que no hayas sabido curar a su hija. ¿Ya no tienes aquella poderosa agua de la que te servías antaño? Aquella que podía reconstituir y pegar un cordero ya cortado en pedazos, en la cazuela, y volver doncella a una mujer casada. Conozco la historia de las bodas aldeanas donde tú preparaste el baño para la novia seducida…

Sira Erik se levantó, cogió a Sira Sigurd por los hombros y los riñones y lo tiró por encima de la mesa, haciendo caer escudillas y jarras y desparramando viandas y bebidas sobre los manteles y el suelo; Sira Sigurd quedó tendido en el suelo con las ropas destrozadas. Erik se le echó encima saltando sobre la mesa. Quería volver a pegarle mientras gritaba, dominando el tumulto:

—Calla tu cochina boca, sacerdote infernal…

Lavrans trató de separarlos, pero Ragnfrid, blanca como una muerta, permaneció de pie al lado de la mesa con las manos enlazadas. Entonces, Dama Aashild se acercó, ayudó a Sira Sigurd a levantarse y restañó la sangre que corría por su rostro. Le hizo tragar un vaso de hidromiel, diciendo:

—Sira Erik, no hay que ser tan severo como para no poder tolerar bromas a una hora tan avanzada de la noche. Sentaos ahora y oiréis lo que ocurrió en esa boda. En primer lugar no fue en este valle y luego no es justo asegurar que yo conocía el agua en cuestión… Si hubiera sido capaz de prepararla, no nos hubiéramos tenido que quedar en aquella pequeña granja de la montaña. Me habría convertido en una mujer rica y poseería una propiedad en cualquier parte, en las grandes aldeas… o cerca de una ciudad y de los conventos, obispos y capítulos —acabó sonriendo a los tres eclesiásticos.

»Pero alguien debía de conocer ya ese artificio en aquel tiempo, porque creo que ocurrió en los tiempos del rey Inge. El novio era Peter Londinsoen, en Bratteland, ¿pero cuál de sus tres mujeres fue la novia? No debe decirse porque hay descendencia de las tres. Pues bien, esta novia tuvo sin duda una buena razón para desear esa agua y se la procuró y se preparó un baño en una habitación.

Pero antes de que lo hubiera tomado, llegó la que tenía que ser su suegra. Venía cansada y sucia por haber cabalgado hasta la granja de la boda, así que se desnudó y entró en la cuba. Era una vieja y había tenido nueve hijos de Lodin. Pero aquella noche, Lodin, así como Peter Londinsoen, experimentaron una felicidad mayor que la que esperaban.

La gente de la sala rio mucho y Gyrd y John pidieron a gritos a Dama Aashild que continuara contando historias parecidas, pero ella se negó:

—Hay entre nosotros dos sacerdotes y fray Aasgaut, criados y sirvientas jóvenes; terminemos antes de que la conversación se ponga inconveniente y grosera y recordemos que es fiesta.

Los hombres protestaron pero las mujeres aprobaron a Dama Aashild. Nadie se fijó en que Ragnfrid había abandonado la estancia. Pero un poco más tarde, Cristina, a quien habían colocado cerca del extremo del banco de las mujeres, con las sirvientas, tuvo que ir a acostarse. Dormía en el cuarto de Tordis porque había muchos invitados en la granja.

Hacía un frío cortante y la aurora boreal llameaba y relucía hacia el norte, por encima de las cumbres de las montañas. La nieve crujía bajo los pies de Cristina cuando cruzó el patio corriendo con las manos cruzadas sobre el pecho.

Se dio cuenta entonces de que en la sombra, bajo el viejo granero, una forma humana iba y venía a grandes pasos sobre la nieve, moviendo los brazos, retorciéndose las manos y cantando en voz alta. Cristina reconoció a su madre, corrió hacia ella asustada, y le preguntó si estaba enferma.

—No, no —contestó vivamente Ragnfrid—. Pero tenía necesidad de salir. Ve a acostarte, hija mía.

Como Cristina estaba constipada, su madre volvió a llamarla en voz baja y dijo:

—Baja a la sala y acuéstate con tu padre y Ulvhild. Rodéala con tu brazo para evitar que, distraído, la aplaste. ¡Tiene el sueño tan pesado cuando ha bebido! Yo voy a acostarme, por esta noche, en el viejo granero.

—¡Jesús! ¡Madre! —exclamó Cristina—. ¡Estáis helada y os acostaréis ahí… sola! ¿Y qué creéis que dirá mi padre al no veros llegar a la cama esta noche?

—No se dará cuenta —contestó su madre—. Ya casi dormía cuando he salido y mañana se despertará tarde. Ve y haz como te digo.

—¡Vais a tener tanto frío! —añadió aún Cristina. Pero su madre le indicó que se fuera y se encerró con llave en el viejo granero. El frío era menos vivo que fuera y había bastante luz. Ragnfrid anduvo a tientas hasta la cama, se quitó de un tirón la capa y los zapatos y se tendió entre las pieles. La helaron: era como estar metida dentro de la nieve. Se cubrió la cabeza, encogió las piernas y cruzó las manos sobre el pecho. Así se quedó llorando, a veces silenciosamente derramando ríos de lágrimas, y otras gritando y rechinando los dientes. Por fin, no obstante, calentó lo suficientemente la cama a su alrededor y se quedó traspuesta, durmiéndose luego sin dejar de llorar.