3
En la primavera siguiente al largo viaje de Cristina, Ragnfrid dio a luz a una niña. Los padres habrían preferido un chico, pero se consolaron muy pronto y sintieron la mayor ternura por la pequeña Ulvhild. Era una criatura muy bonita, gorda, simpática, alegre y tranquila. Ragnfrid se encariñó aún más con la niña al continuar criándola hasta el segundo año. Por ello, y siguiendo los consejos de Sira Erik, se abstuvo de ayunos severos y de las prácticas piadosas mientras dio el pecho a la niña. Gracias a esto y a la alegría que emanaba de Ulvhild, su aspecto cambió de tal modo que Lavrans tuvo la impresión de no haber visto a su mujer tan feliz, tan hermosa y sociable en todos los años que habían vivido juntos hasta entonces.
Cristina también creía que era una gran suerte que su familia hubiera aumentado con aquella hermanita tan delicada. Jamás había pensado que la melancolía de su madre fuera la causa del silencio que reinaba en la casa; era anormal, se decía, que su madre la regañara, mientras su padre jugaba y bromeaba con ella. Ahora su madre se mostraba más tierna y le daba más libertad; también la acariciaba más y Cristina se dio cuenta de que su madre disponía de menos tiempo para ocuparse de ella. Quería mucho a Ulvhild, y como los demás, era feliz cuando podía tener a su hermana en brazos, o levantarla, pero fue mucho más divertido cuando la pequeña empezó a gatear, a andar y hablar, y Cristina pudo jugar con ella.
Transcurrieron así tres buenos años para la gente de Joerungaard. La suerte les había favorecido también de diversas maneras y Lavrans había añadido nuevas construcciones y mejoras en la granja, porque las cabañas y el establo eran viejos y pequeños cuando él vino a instalarse. Durante muchas generaciones los Gjesling habían tenido alquilada la granja.
Era la víspera del domingo de Pentecostés, del tercer año; Trond Ivarsoen de Sundbu, su esposa Gudrid y sus tres hijos pequeños estaban invitados. Una mañana, cuando los mayores estaban sentados hablando en la galería del primer piso, los niños jugaban abajo, en el patio. Lavrans había empezado a construir un nuevo edificio y los niños se divertían sobre las maderas de viguería. Uno de los niños había pegado a Ulvhild y esta lloraba. Entonces Trond bajó y riñó a su hijo; luego cogió a Ulvhild en brazos. Era la niña más hermosa y simpática que se había visto y su tío la quería mucho aunque no le gustaran demasiado los niños.
En aquel instante un hombre, que venía del cercado y tiraba de un gran buey negro, cruzó el patio; pero el buey era inquieto y poco dócil y se soltó. Trond saltó sobre el montón de vigas empujando a los niños delante de sí, pero llevaba a Ulvhild en brazos y a su hijo pequeño de la mano. Una viga resbaló bajo sus pies, Ulvhild se le escapó y cayó al suelo; la viga siguió rodando y se paró sobre la espalda de la niña.
En el mismo momento, Lavrans estaba al pie de la galería. Corrió y trató de levantar la viga; el buey se dirigió contra él. Lavrans lo sujetó por los cuernos, pero fue derribado. Se levantó, cogiéndole por el hocico y le tapó la nariz manteniéndolo así hasta que Trond recobró la serenidad y los hombres que venían corriendo de la casa hubieron dominado el animal sujetándolo con correas.
Ragnfrid, de rodillas, intentaba levantar la viga; Lavrans pudo moverla lo bastante para que Ragnfrid pudiera sacar a la niña y apoyarla en su pecho. La criatura gemía desgarradoramente cuando la tocaban, pero su madre sollozaba en voz alta:
—¡Vive, a Dios gracias, vive!
Fue un gran milagro que no hubiera sido completamente aplastada, pero la viga había caído de tal forma que, por un lado, había quedado sobre una piedra, en medio de la hierba…
Entonces Lavrans se levantó; la sangre corría por las comisuras de sus labios y los cuernos del buey habían desgarrado sus ropas sobre el pecho.
Tordis venía corriendo con una alfombra de piel; con precaución, ella y Ragnfrid colocaron a la niña encima, pero por poco que se le tocara parecía sentir un dolor intolerable. La madre y Tordis la llevaron a la sala de invierno.
Cristina, blanca y rígida, seguía en pie sobre el montón de maderos; los pequeños se arrimaban a ella llorando. Toda la gente de la granja estaba ahora reunida en el patio; las mujeres lloraban y se lamentaban. Pero Lavrans les ordenó ensillar a Guldsvein y otro caballo; sin embargo, cuando Arne llegó con los caballos, se cayó al intentar montar. Rogó, pues, a Arne que fuera corriendo a buscar al sacerdote, mientras Halvdan iba hacia el Sur en busca de una mujer médico que vivía en la confluencia de unos ríos.
Cristina vio que su padre tenía el rostro lívido y que sangraba porque su tabardo azul celeste estaba lleno de manchas oscuras. Este se incorporó de pronto, arrancó un hacha de manos de uno de los hombres y se dirigió hacia el lugar donde tenían al buey. Con el martillo del hacha pegó al animal entre los cuernos con tanta fuerza que el buey cayó de rodillas, pero Lavrans siguió golpeándole hasta que le destrozó la cabeza y saltaron los sesos y la sangre. En aquel momento un ataque de tos le sacudió y cayó al suelo. Trond y un hombre tuvieron que llevarlo a la casa.
Cristina, creyendo que su padre había muerto, lanzó un alarido y corrió tras él, llamándolo con todas sus fuerzas.
En la sala de invierno, Ulvhild descansaba en la cama de sus padres; para que la niña reposara completamente plana, habían tirado al suelo todos los almohadones. Parecía como si estuviera ya tendida sobre la paja funeraria. Pero se quejaba en voz alta, sin descanso, y la madre se inclinaba sobre ella, tierna y suplicante, impresionante de impotente dolor.
Lavrans estaba acostado en la otra cama; se levantó y cruzó la sala, tambaleándose, para ir a consolar a su esposa. Entonces esta se sobresaltó y gritó:
—No me toques, no me toques. ¡Jesús, Jesús!, merecía que me aplastaras… nunca terminarán las desgracias que atraigo sobre ti…
—¿Tú, querida esposa? En todo caso esta vez lo que ha sucedido no es por tu culpa —dijo Lavrans apoyándole una mano en el hombro. Ragnfrid se estremeció y sus ojos de un gris claro brillaron en su rostro delgado y moreno.
—Quieres decir sin duda que yo soy la causa de lo ocurrido —dijo brutalmente Trond Ivarsoen.
Su hermana lo miró con odio y contestó:
—Trond sabe lo que quiero decir.
Cristina corrió hacia sus padres, pero ambos la apartaron. Y Tordis, que llegaba con un caldero de agua caliente, la cogió con dulzura por el hombro y dijo:
—Vete a tu cuarto, Cristina. Aquí estorbas.
Quiso entonces curar a Lavrans que estaba sentado en el escabel de la cama, pero este dijo que no había ningún peligro para él.
—¿Es que no se puede calmar un poco el dolor de Ulvhild? Que Dios nos asista, sus quejidos partirían las piedras de la montaña…
—No nos atrevemos a tocarla antes de la llegada del sacerdote o de Ingegjerd, la mujer médico —contestó Tordis.
Arne entró en aquel instante y anunció que Sira Erik no estaba en su casa. Ragnfrid juntó las manos un instante y al fin dijo:
—Que vaya alguien a buscar a Dama Aashild, a Haugen. Hay que intentarlo todo con tal de salvar a Ulvhild.
Nadie prestaba la menor atención a Cristina. Subió al banco detrás de la cabecera de la cama, se sentó, dobló las piernas y apoyó la cabeza en las rodillas. Le parecía que unas manos brutales le trituraban el corazón. Era preciso que viniera Dama Aashild. La madre no había querido mandarla a buscar cuando ella misma estuvo a punto de morir, en el parto de Ulvhild, ni cuando Cristina estuvo tan mala con las fiebres. Según las gentes, era una bruja. El obispo de Oslo y el Capítulo habían deliberado respecto a ella. De no haber pertenecido a un alto linaje habría sido ejecutada o quemada… Se decía que era algo así como una hermana de la reina Ingebjoerg. Según el pueblo, había envenenado a su primer marido y había conquistado por arte de magia al que tenía ahora, Micer Bjoern; era lo bastante joven como para ser su hijo. También tenía hijos, pero estos no veían nunca a su madre. Los dos grandes personajes, Aashild y Bjoern, vivían en una pequeña granja en los montes Dofrines y habían perdido todas sus riquezas. Entre la gente de calidad nadie quería tratos con ellos, pero en secreto iban en busca de sus consejos e incluso los pobres iban abiertamente a confiarle sus penas y sus males; decían que era buena, pero al mismo tiempo la temían.
Cristina pensaba que su madre, que normalmente recurría a las oraciones, hubiera debido ante todo implorar a Dios y a la Virgen María. Intentó rezar, especialmente a san Olav, porque sabía que era muy bueno y que ayudaba a todos aquellos que sufrían enfermedades, heridas o fracturas de los huesos. Pero le era imposible concentrar sus pensamientos.
Sus padres estaban solos en el cuarto. Lavrans se había vuelto a echar en la cama y Ragnfrid estaba sentada, inclinada sobre la niña enferma. De vez en cuando le secaba la frente y las manos con un paño mojado y le humedecía los labios con vino.
Pasó un buen rato. Tordis venía a veces, miraba y ofrecía sus servicios, pero Ragnfrid la rechazaba siempre. Cristina lloraba silenciosamente y rezaba sin palabras, pero al mismo tiempo pensaba en la bruja y esperaba con ansiedad el momento en que la vería entrar.
De pronto, en medio del silencio, Ragnfrid preguntó:
—¿Duermes, Lavrans?
—No —contestó el marido—. Escucho a Ulvhild. Dios ayudará a su cordero inmaculado, esposa mía, no debemos dudarlo. ¡Pero qué larga se hace la espera aquí!
—Dios —exclamó Ragnfrid desesperada— me aborrece a causa de mis pecados. Mis hijos están bien donde están, no me atrevo a dudarlo, y seguramente ha llegado la hora de Ulvhild, pero a mí me ha castigado porque mi corazón es un nido de víboras lleno de pecado y de pena…
Llamaron a la puerta, entró Sira Erik, irguiendo su fuerte corpachón, y saludó con su voz clara y profunda:
—Que Dios venga en vuestra ayuda.
El sacerdote abrió su cofre de medicinas sobre el escabel de la cama, se acercó al hogar y se lavó las manos con agua caliente. Luego sacó una cruz de su pecho, la levantó para bendecir las cuatro esquinas de la estancia y murmuró unas palabras en latín. Luego abrió el ventanillo del humo de modo que la luz pudiera entrar en la habitación y se acercó para reconocer a Ulvhild.
Cristina temió ser descubierta y echada. En general, pocas cosas escapaban a las miradas de Sira Erik. Pero esta vez no miró a su alrededor. Sacó un pomo de su cofre, echó unas gotas en un paquete de lana cuidadosamente cardada y lo aplicó sobre la boca y nariz de Ulvhild.
—Ahora sufrirá menos —dijo el sacerdote.
Luego se fue hacia donde estaba Lavrans y empezó a curarle mientras le hacía contar cómo había ocurrido la desgracia. Lavrans tenía dos costillas rotas; se había herido los pulmones; no obstante, el sacerdote opinó que por el momento no corría ningún peligro.
—¿Y Ulvhild? —preguntó el padre con ansiedad.
—Te lo diré cuando la haya reconocido —contestó el sacerdote—. Pero tienes que acostarte en el primer piso, así aquí habrá más tranquilidad y espacio para los que la cuiden —pasó el brazo de Lavrans por encima de sus hombros, lo cogió por debajo de las rodillas y se lo llevó. Cristina hubiera preferido irse con su padre, pero no se atrevió a dejarse ver.
Cuando Sira Erik regresó, no dijo nada a Ragnfrid pero cortó las ropas de Ulvhild, que ahora se quejaba menos y parecía medio dormida. Con precaución palpó el cuerpo y los miembros de la niña.
—¿Tan mal está mi hija, Erik, que no sabes qué hacer y no dices nada? —preguntó Ragnfrid con voz opaca. Y el sacerdote le contestó con dulzura:
—Me parece que tiene la espalda muy mal, Ragnfrid. No se me ocurre nada más que dejarla en manos de Dios y de san Olav; yo poco puedo hacer en este caso.
La madre dijo apresuradamente:
—Rezaremos… Ya sabes que Lavrans y yo daremos todo lo que nos pidas y no escatimaremos nada si puedes obtener de Dios que Ulvhild conserve la vida.
—En mi opinión sería un milagro que viviera y recobrara la salud.
—Pues bien, ¿no anuncias milagros a todas horas? ¿Y tú no crees que un milagro puede salvar a mi hija? —dijo en el mismo tono.
—Sí —repuso el sacerdote—. Hay milagros, pero Dios no concede su gracia a todo el mundo. Desconocemos sus designios secretos. ¿Y no crees que aún sería peor que tu hermosa hija viviera contrahecha o paralizada?
Ragnfrid inclinó la cabeza y exclamó:
—¡He perdido a tantos de los míos, padre! No quiero perderla también a ella.
—Haré todo cuanto pueda —aseguró el sacerdote— y rezaré con todas mis fuerzas. Pero, Ragnfrid, debes aceptar llevar la cruz que Dios te impone.
La madre gimió:
—No he amado a ninguno de mis hijos como a esta niña. Si Dios se la lleva se me partirá el corazón.
—Que Dios te ayude, Ragnfrid Ivarsdatter —dijo Sira Erik, meneando la cabeza—. Sólo quieres obligar a Dios a que haga tu voluntad y por ello has rezado y ayunado tanto. ¿Puede extrañarte que no hayas conseguido gran cosa?
Ragnfrid miró al sacerdote con expresión retadora y anunció:
—He enviado a un hombre a buscar a Dama Aashild.
—¡Ah!, ¿la conoces? Yo no.
—No puedo vivir sin Ulvhild —aseguró Ragnfrid en el mismo tono—. Si Dios no quiere ayudarla, pediré consejo a Dama Aashild y me venderé al diablo, si quiere hacer algo.
Pareció como si el sacerdote fuera a contestar con violencia, pero se contuvo. Se inclinó y tocó de nuevo los miembros de la enfermita.
—Tiene frío en las manos y en los pies. Vamos a poner unas botellas de agua caliente a su lado y después no vuelvas a tocarla hasta que llegue Dama Aashild.
Cristina se deslizó sin ruido sobre el banco y permaneció tendida, quieta, como si durmiera. Su corazón latía angustiado. No había comprendido gran cosa de la conversación entre Sira Erik y su madre, pero se había asustado mucho y sabía que todas aquellas palabras no habían sido dichas para sus oídos.
La madre se levantó para ir a buscar las botellas. De pronto se echó a llorar.
—Rece por nosotros de todos modos, Sira Erik.
Poco después regresó con Tordis. El sacerdote y las mujeres se ocuparon de Ulvhild y entonces Cristina fue descubierta y despedida.
La luz cegó a la niña cuando estuvo en el patio. Se había figurado que la mayor parte del día había transcurrido mientras se encontraba en la oscura sala de invierno, y he aquí que las casas eran de un gris claro, que la hierba brillaba reluciente como la seda bajo el blanco sol del mediodía. El río lanzaba destellos detrás de la reja musgosa y dorada de una cortina de alisos, llenando el aire con su rumor alegre y monótono, porque en aquel rincón de Joerungaard su caudal bajaba sobre un lecho sembrado de grandes piedras. Las laderas de las montañas se elevaban entre la bruma gris claro y los arroyos discurrían entre la nieve que se iba fundiendo. La primavera dulce y el aire libre la hicieron llorar de pena por todo el dolor que percibía junto a ella, por todas partes.
No había nadie en el patio, pero oía voces en la sala de los mozos. Sobre la mancha que dejó el buey abatido por su padre habían extendido tierra fresca. No sabía hacia dónde ir; entonces se deslizó detrás del muro del nuevo edificio que tenía la altura de varios troncos superpuestos. Allí estaban sus juguetes y los de Ulvhild; los guardaba en un hueco, entre el tronco inferior y el muro de los cimientos. En los últimos tiempos Ulvhild quería siempre los juguetes de Cristina, a veces hasta se ponía pesada. Cristina se dijo que si su hermana sanaba, le daría todo lo que tenía. Aquella decisión la consoló un poco.
Pensó en el fraile de Hamar. Él estaba seguro de que los milagros eran posibles para todos los hombres. Pero Sira Erik y sus padres no tenían la misma convicción y era a ellos precisamente a los que acostumbraba a oír. Sintió como si un peso horrible la aplastara al darse cuenta, por primera vez, de que la gente podía pensar de tan diversas maneras y sobre tantas cosas…, y no sólo la gente mala, los enemigos de Dios y de los buenos, sino gente como fray Edvin, y Sira Erik o su madre y su padre. De repente tuvo la certeza de que ellos también pensaban distinto en otras muchas cosas.
Aquel día, muy tarde, Tordis la encontró dormida en aquel rincón y se la llevó dentro, con ella; desde la mañana, la pequeña no había comido nada. Tordis veló a Ulvhild con Ragnfrid durante la noche y acostó a Cristina en su cama con Jon, su marido, y con Eivind y Orm, sus hijos. El olor de sus cuerpos, los ronquidos del marido y la respiración regular de los dos niños hicieron llorar en silencio a Cristina. La noche anterior misma se había acostado, como todas las noches de su vida, con su padre y su madre y la pequeña Ulvhild… Se le ocurrió pensar en un nido destrozado y dispersado mientras ella era brutalmente arrancada del plumón y las alas que siempre la habían calentado. Por fin, se durmió llorando al lado de aquellos extraños.
A la mañana siguiente, al levantarse, se enteró de que su tío y su tía y todo su séquito se habían ido enfadados de la granja. Trond había tratado a su hermana de chiflada y de imbécil y a su cuñado de inútil y de idiota que jamás había sabido dominar a su mujer. Cristina se puso roja de indignación, pero también sintió vergüenza: comprendía que era una gran incorrección que su madre echara de la granja a su hermano. Y por primera vez sospechaba que había en su madre algo que no era como debía… algo que la hacía distinta a las demás.
Mientras iba pensando en esto, una sirvienta vino a decirle que fuera junto a su padre, al primer piso.
Pero, cuando entró, Cristina no pudo prestarle inmediata atención porque frente a la puerta abierta de par en par, con el rostro a plena luz, estaba sentada una mujer menuda que supuso era la bruja. Sólo que Cristina no podía imaginar que tuviera aquel aspecto.
Parecía tan pequeña como una niña, y muy delgada, porque estaba sentada en el gran sillón que le habían subido. Ante ella habían preparado también una mesa, cubierta con el mantel más fino que poseía su madre.
En una fuente de plata le habían servido las mejores viandas: aves y tocino, el vino en una jarra de arce, y para beber le habían puesto el vaso de plata del padre de Cristina. Estaba disponiéndose a comer y se secaba las manos, pequeñas y delgadas, en una de las servilletas más finas de su madre. La propia Ragnfrid se encontraba de pie ante ella y le sostenía una jofaina de cobre llena de agua.
Dama Aashild dejó caer la servilleta en su regazo, sonrió a la niña y le dijo con voz clara y deliciosa:
—Acércate, pequeña… ¡Qué bonitas son las hijas que tienes, Ragnfrid! —dijo a la madre.
Su rostro estaba muy arrugado, pero blanco y sonrosado y tan puro como el de un niño y parecía como si la piel fuera igualmente suave al tacto. Tenía la boca roja y fresca como la de una mujer joven y sus grandes ojos amarillentos resplandecían. Un fino pañuelo blanco le enmarcaba el rostro y se sujetaba bajo la barbilla con un broche de oro. Llevaba además un velo azul oscuro de lana suave que le caía sobre los hombros y bajaba sobre su traje oscuro y ceñido. Estaba erguida como un cirio y Cristina tuvo la intuición, más que la idea, de que jamás había visto a una mujer tan bonita y simpática como aquella bruja vieja con la que las grandes familias de la aldea no querían tratos.
Dama Aashild sostuvo la mano de Cristina entre sus viejas manos ágiles; le habló bondadosamente, bromeando, pero Cristina no pudo articular palabra. Entonces Dama Aashild dijo con una sonrisa:
—¿Verdad que no me tienes miedo?
—No, no —casi gritó Cristina. Dama Aashild rio un poco más y dijo a la madre:
—Tu hija tiene los ojos inteligentes y las manos fuertes y capaces; veo que tampoco está acostumbrada a la pereza. Ahora tendrás necesidad de alguien que pueda ayudarte a cuidar a Ulvhild cuando yo me haya ido. Pon a Cristina a mi disposición mientras yo esté en la granja… Tiene edad suficiente para ello. Once años, ¿verdad?
Después de estas palabras Dama Aashild se fue y Cristina quiso acompañarla. Pero Lavrans la llamó desde la cama. Estaba acostado boca arriba, plano, con los almohadones de piel debajo de las rodillas apretadas. Dama Aashild había ordenado que estuviera en aquella posición, así su pecho curaría antes.
—Entonces no tardaréis en curaros, ¿verdad, padre? —preguntó Cristina. Lavrans la miró… era la primera vez que Cristina le trataba de vos. Contestó gravemente:
—No hay ningún peligro para mí; es tu hermana la que está peor.
—Sí —suspiró Cristina.
Se quedó un momento ante la cama. El padre no volvió a hablar y Cristina no supo qué añadir. Y cuando Lavrans, poco después, dijo que ya podía bajar a reunirse con su madre y Dama Aashild, Cristina se fue corriendo a la sala de invierno atravesando el patio.