2

Todos los veranos, Lavrans Bjoergulfssoen tenía costumbre de hacer un viaje a caballo hacia el sur, con el fin de visitar su granja de Follo. Estos viajes de su padre eran acontecimientos importantes del año para Cristina… las interminables semanas en que estaba ausente; una gran alegría cuando regresaba cargado de regalos, tejidos extranjeros para su arca de matrimonio, higos, pasas y pan de miel de Oslo e infinidad de cosas que contar.

Pero aquel año Cristina se daba cuenta de que en el viaje de su padre había algo fuera de lo corriente. Se discutió y se volvió a discutir. Por supuesto, los viejos de Loptsgaard llegaron a caballo y se sentaron alrededor de la mesa con el padre y la madre de Cristina. Hablaron de sucesión, de herencia, de derecho de reparto, de la dificultad de dirigir bien la granja desde tan lejos; y también del obispado y del castillo real de Oslo, que encontraban jornaleros abundantes entre los agricultores vecinos. No les quedaba, por decirlo así, ni un momento libre para jugar con Cristina y la mandaban a la panadería con las sirvientas. Su tío, Trond Ivarsoen, de Sundbu, fue a visitarlos con más frecuencia que de costumbre…, pero, en general, no jugaba con Cristina ni la acariciaba.

Poco a poco comprendió de qué se trataba. Desde el momento en que llegó a Sil, su padre luchó por aumentar y redondear sus tierras en la aldea y ahora el caballero André Gudmundssoen proponía a Lavrans cambiar Formo, herencia de la propia madre de Micer André, por Skog, mejor situada para él desde que formaba parte de la guardia del rey y venía raras veces al valle. Lavrans no parecía muy dispuesto a separarse de Skog, su herencia, perteneciente a la familia por donación real; sin embargo, el cambio hubiera sido ventajoso para él en muchos aspectos. Pero Lavrans tenía un hermano, Aasmund Bjoergulfssoen, que deseaba que se le cediera Skog…; ahora vivía en Hadeland, donde había contraído matrimonio y regentaba una granja. Tampoco era seguro, pues, que Aasmund quisiera ceder sus derechos hereditarios.

Un día Lavrans dijo a Ragnfrid que aquel año quería llevarse a Cristina a Skog. Era preciso que conociera la granja donde había nacido y que era la casa de sus mayores, si tenía que dejar de pertenecerles.

Ragnfrid encontró natural aquel deseo, aunque le asustara un poco que una niña tan pequeña emprendiera un viaje tan largo en el que ella no tomaba parte.

Los primeros tiempos después de que Cristina hubiera visto a la reina de los elfos, se mostraba tan asustadiza que prefería quedarse en casa al lado de su madre; sentía miedo sólo con ver a cualquiera que la hubiera acompañado aquel día en la montaña y conociera lo ocurrido. Estaba contenta de que su padre hubiera prohibido que se aludiera a la aparición.

Pero, después de que hubo transcurrido cierto tiempo, le pareció que le gustaría hablar de ello. En su interior se lo contaba a alguien, no sabía a quién, y, cosa rara, cuanto más tiempo pasaba creía acordarse mejor, y el recuerdo de la bella dama se hacía más claro…

Pero lo más sorprendente era que, cada vez que pensaba en la reina de los elfos, suspiraba por hacer el viaje a Skog y temía que su padre no quisiera llevarla.

Por fin, una mañana despertó en el granero de provisiones y vio a la vieja Gunhild y a su madre sentadas en el suelo, examinando las pieles de ardilla de Lavrans. Gunhild era una viuda que iba por las granjas preparando las pieles para los abrigos y haciendo otros trabajos por el estilo. Al oírlas, Cristina adivinó que era ella quien necesitaba un abrigo nuevo forrado de ardilla y bordeado de martas. Entonces comprendió que acompañaría a su padre y saltó de la cama con gritos de alegría.

Su madre se le acercó y le acarició la mejilla:

—¿Tan contenta estás, hija mía, de separarte de mí?

Ragnfrid repitió las mismas palabras la mañana en que debían abandonar la granja. A las ocho de la mañana ya estaban levantados. Era aún de noche y cuando Cristina se asomó a la puerta para ver qué tiempo hacía, una niebla espesa envolvía las casas. Una especie de humo gris flotaba alrededor de las linternas y ante las puertas abiertas de las viviendas. La gente se afanaba entre establos y cabañas, y las mujeres salían de la panadería con humeantes marmitas de gachas, y grandes platos de carne y tocino cocidos. Necesitaban alimentos fuertes y abundantes antes de salir a caballo en pleno frío de la mañana.

En la casa, los sacos de cuero del equipaje se abrieron y cerraron y se guardaron en ellos los objetos olvidados. Ragnfrid recordó a su marido todo lo que quería que hiciera por ella, y habló de amigos y conocidos que verían en el trayecto. Había que saludar a este y no olvidar preguntar por algo a aquel otro.

Cristina entraba y salía corriendo, decía varias veces adiós a la gente de la casa, y no paraba un minuto en ninguna parte.

—¿Tan contenta estás, Cristina, de marcharte lejos de mí y por tanto tiempo? —preguntó la madre. Cristina se quedó disgustada y triste; habría deseado que su madre no hubiera dicho aquello. Pero contestó lo mejor que supo:

—No, querida madre, estoy contenta porque acompañaré a mi padre…

—Sin duda es eso —suspiró Ragnfrid. Luego abrazó a la niña y arregló su vestido.

Por fin montaron todos a caballo, ellos y su séquito. Cristina montaba a Morvin, que antes había sido el caballo de su padre; era viejo, prudente y seguro. Ragnfrid alargó a su marido el vaso de plata para el trago de despedida, apoyó la mano en la rodilla de su hija y le rogó que recordara todo lo que su madre le había encargado.

Abandonaron la granja cuando empezaba a clarear. Una bruma blanca como la leche envolvía la aldea. Pero, poco después, empezó a hacerse más ligera hasta que el sol la atravesó. Y bajo las gotas de rocío se veía brillar, en medio de la blanca niebla, el verde de los prados, los pálidos rastrojos y los serbales de brillantes bayas rojas. Los flancos de las montañas parecían azules y se perdían a lo lejos en medio de la bruma y la calina. Luego, la niebla se desgarró y se repartió en jirones sobre las laderas y, con Cristina a la cabeza, al lado de su padre, la pequeña comitiva descendió hacia el valle bajo un sol magnífico.

Llegaron a Hamar una noche oscura y lluviosa; Cristina iba sentada delante, en la silla de su padre, porque estaba tan cansada que todo flotaba ante sus ojos: el lago que centelleaba débilmente a su derecha, los árboles oscuros que goteaban encima de ellos al cabalgar en el bosque y los grupos de casas pintadas de negro, en tierras húmedas y grises, a lo largo del camino.

Ya no contaba los días. Le parecía estar de viaje desde hacía una eternidad. Al bajar al valle visitaron a parientes y amigos; había conocido niños en las enormes granjas, había jugado en salas, graneros y patios desconocidos, y se había vestido varias veces con el traje rojo con mangas de seda. Cuando hacía buen tiempo se detenían al borde del camino; Arne había cogido nueces para ella y después de las comidas había dormido sobre las sacas de cuero que contenían sus ropas. En una granja, les pusieron almohadas bordadas de seda en la cama, pero una noche durmieron en una posada y todas las veces que Cristina se despertaba oía llorar y quejarse a una mujer en otra de las camas. Sin embargo, todas las noches había dormido tranquila y resguardada por la espalda grande y caliente de su padre.

Aquel día Cristina se despertó sobresaltada. Ignoraba dónde se encontraba, pero el extraño ruido, sonoro y retumbante que había oído en sueños, continuaba. Estaba acostada, sola, en una cama, y en el cuarto donde se hallaba, ardía un gran fuego en el hogar.

Llamó a su padre. Este se levantó del hogar donde estaba sentado y se le acercó acompañado de una mujer gruesa.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

Lavrans sonrió y contestó:

—Ya estamos en Hamar y esta es Margret, la esposa de Fartein el zapatero. Dale los buenos días, porque cuando hemos llegado estabas dormida. Ahora Margret te ayudará a vestirte.

—¿Ya es por la mañana? —preguntó Cristina—. Yo creía que ibas a acostarte. Ayúdame tú —suplicó, pero Lavrans le advirtió, en un tono algo severo, que era preferible que diera las gracias a Margret, que estaba dispuesta a ayudarla, añadiendo:

—Y mira lo que te trae para regalarte.

Era un par de zapatos rojos con cordones de seda. La mujer sonrió al ver la expresión alegre de Cristina y le puso la camisa y las medias en la cama para que no tuviera que andar descalza sobre el suelo de tierra apisonada.

—¿Qué es lo que suena así? —preguntó Cristina—. Parece una campana de iglesia; bueno, muchas campanas.

—Pues claro, son nuestras campanas —contestó Margret riendo—. ¿Acaso no has oído hablar nunca del gran convento de nuestra ciudad? Allí vas a ir ahora. La que toca es la campana grande, y también se oyen las del claustro y las de la iglesia de la Cruz.

Margret untó de mantequilla la rebanada de pan de Cristina y le puso miel en la leche para que le alimentara más. Tenía el tiempo justo de comer.

Afuera era aún de noche y empezaba a helar. La niebla era fría y cortante. Los rastros del paso de la gente y de los animales y las huellas que dejaban los zuecos estaban endurecidas y parecían moldeadas en hierro, tanto que con sus zapatos finos Cristina se lastimaba; una vez, incluso, su pie atravesó la capa de hielo del reguero que pasaba por el centro de la calleja y se le mojaron las piernas. Entonces Lavrans se la cargó a la espalda y la llevó.

Cuando entraron en el zaguán de la iglesia a Cristina le pareció que penetraban en la montaña; las tinieblas y el frío les envolvieron. Pasaron una puerta, y un olor viejo, frío, de humo y cera llegó hasta ellos. Cristina se encontró en una sala sombría y extremadamente alta. No podía distinguir claramente en la oscuridad ni lo que tenía encima ni a los lados, pero lejos, hacia adelante, una luz brillaba en el altar. También allí había un sacerdote y el eco de su voz se extendía por todos los ámbitos de la sala, como un hálito bisbiseante. El padre hizo la señal de la cruz con agua bendita sobre él y su hija, después de lo cual avanzaron…, pero con precaución, porque sus espuelas resonaban fuertemente sobre las losas de piedra. Pasaron ante gigantescas columnas y entre estas parecía como si la mirada se perdiera en cavernas negras como el carbón.

Delante del todo, cerca del altar, el padre se arrodilló y Cristina también, a su lado. Empezaban a distinguir en la oscuridad. El oro y la plata brillaban al fondo, entre las columnas, en los altares, y ante estos las llamas que ardían en los candelabros dorados irradiaban su luz sobre los cálices y sobre el impresionante retablo que había detrás. Inevitablemente, Cristina pensaba otra vez en la montaña; era tal como la había imaginado, con la misma magnificencia, pero con más luz, tal vez. Y recordó también de nuevo a la reina de los elfos, pero al momento levantó la mirada y vio en la pared, un poco más arriba del cuadro, a Cristo en persona, grande y severo, clavado en lo alto de la cruz. Tuvo miedo; no tenía la expresión dulce y apenada del de su iglesia, su iglesia tibia, de vigas oscuras, de las que estaba colgado pesadamente por los brazos, con los pies y las manos taladrados, inclinando la cabeza ensangrentada bajo una corona de espinas. Aquí, tenía los pies apoyados, los brazos tendidos, rígidos, y la cabeza erguida, el cabello resplandeciente de oro, una corona de oro en la cabeza, el rostro duro y levantado.

Decidió seguir las palabras del sacerdote mientras cantaba y rezaba, pero su voz era indistinta y rápida. En su aldea estaba acostumbrada a entender cada palabra, porque Sira Erik tenía la voz muy clara, y le había enseñado, además, lo que las palabras sagradas significaban en noruego, para que pudiera concentrarse en Dios cuando estuviera en la iglesia.

Aquí no podía hacerlo, porque a cada instante descubría algo nuevo en la oscuridad. En lo alto de los muros había ventanas, y la luz del día empezaba a clarear por ellas. Cerca de donde estaban arrodillados había un extraño andamio de madera, y por detrás se veían blancos bloques de piedra, una artesa y herramientas; oía a la gente que llegaba, que iban y venían por la iglesia. Luego, sus ojos se posaron otra vez en el Cristo severo, en la pared, y se esforzó por concentrar sus pensamientos en el oficio divino. El frío glacial del suelo empedrado le entumecía las piernas hasta las caderas y le dolían las rodillas. Al final, tanto era su cansancio que todo empezó a dar vueltas a su alrededor.

Su padre se puso en pie; el oficio había terminado. El sacerdote se acercó a saludar al padre de Cristina. Mientras hablaban, la niña se sentó en un peldaño porque vio que el monaguillo también lo había hecho. Este bostezó… y ella también. Cuando vio que la niña lo miraba, le sacó la lengua y le hizo muecas. Luego sacó una bolsa del bolsillo y vació en el suelo todo su contenido: anzuelos para pescar, bolas de plomo, cordones de tela, un par de dados, todo ello sin dejar de hacer muecas a Cristina. Esta estaba sorprendida.

Entonces el padre y el sacerdote se fijaron en los niños. El sacerdote sonrió y dijo al chiquillo que se fuera a la escuela, pero Lavrans frunció el ceño y cogió a Cristina de la mano.

Ahora había más luz en la iglesia. Muerta de sueño, Cristina se colgaba de la mano de su padre mientras él y el sacerdote circulaban por entre los andamios hablando de las construcciones del obispo Ingjald.

Recorrieron toda la iglesia y por fin salieron al atrio. De ahí arrancaba una escalera de piedra que subía a la torre de occidente. Cristina se caía de cansancio a medida que subían. El sacerdote abrió la puerta de una bonita estancia, pero el padre dijo que Cristina se sentaría en la escalera y esperaría mientras él se confesaba; luego la dejarían entrar y besaría el relicario de santo Tomás.

En aquel momento, un fraile con el hábito de un color pardo ceniciento salió de la capilla. Se detuvo un instante, sonrió a la niña y tomando unos sacos y trozos de sayal, que estaban guardados en un agujero del muro, los extendió en el rellano de la escalera.

—Ven a sentarte aquí y así no te helarás —le dijo, bajando la escalera, con los pies desnudos.

Cristina dormía cuando Micer Martín —este era el nombre del sacerdote— salió y se la llevó. En la iglesia resonaba un cántico precioso y en el interior de la capillita brillaba una luz en el altar. El sacerdote le indicó que se arrodillara al lado de su padre; luego trajo un pequeño relicario dorado que estaba encima del altar. En voz baja le explicó que dentro había un fragmento de la túnica ensangrentada de santo Tomás de Canterbury, y le presentó la imagen del santo para que Cristina pudiera besar sus pies.

Cuando volvieron abajo la música maravillosa salía de la iglesia; Micer Martín dijo que el maestro organista ensayaba y que los alumnos cantaban, pero no podían quedarse a escucharlos porque el padre de Cristina tenía hambre; había ayunado como preparación de la confesión. Ahora iban a ir a la casa canonical a comer.

Fuera, el sol de la mañana iluminaba las escarpadas orillas del otro lado del lago Mjoesen, y las hojas muertas parecían un polvillo de oro sobre el fondo azul oscuro de los bosques. Soplaba un viento frío y cortante que hacía caer hojas de todos los colores sobre la colina cubierta de escarcha.

Un grupo de jinetes apareció entre el obispado y la casa de los Hermanos de la Cruz. Lavrans se apartó y se inclinó con la mano en el pecho, rozando el suelo con su sombrero, de modo que Cristina adivinó que el caballero de la pelliza tenía que ser el propio obispo, y le hizo una reverencia hasta el suelo.

El obispo detuvo su caballo y devolvió el saludo. Indicó a Lavrans que se acercara y habló con él un momento. Poco después, Lavrans se acercó a la niña y al sacerdote, diciendo:

—Resulta que estoy invitado a ir al obispado. ¿Cree usted, Micer Martín, que alguno de los hombres de la comunidad podría acompañar a esta niña a mi alojamiento, en casa de Fartein el zapatero y decir a mis hombres que Halodan venga a recogerme con Guldsvein a la hora de la merienda?

El sacerdote contestó que eso era fácil de arreglar. Entonces el fraile descalzo que había saludado a Cristina en la escalera de la torre se adelantó y dijo:

—Hay un hombre en nuestra hostería que tiene que ir a casa del zapatero. Puede llevar tu mensaje, Lavrans Bjoergulfssoen, y tu hija puede o bien ir con él o quedarse en el convento hasta que tú regreses a casa. Ya me ocuparé de que le den de comer.

Lavrans dio las gracias, diciendo:

—Estoy confundido por la molestia que os causo con esta niña, hermano Edvin…

—El hermano Edvin atrae a todos los niños a los que se acerca —observó riendo Micer Martín—. Así tiene a alguien a quien sermonear.

—¡Oh, jamás me atrevería a imponeros mis prédicas, señores sabios de Hamar! —dijo el monje, sonriendo sin enfado—. Sólo sirvo para hablar a los niños y a los campesinos, pero no es una razón para que se enganche el borrico con el buey que trilla el grano.

Cristina dirigió una mirada suplicante a su padre. Parecía desear más que nada irse con el hermano Edvin.

Lavrans le dio la gracias, encareciéndole que no olvidaran su encargo; y mientras el padre y el sacerdote se iban con el séquito del obispo, Cristina puso su mano en la del fraile y se marcharon hacia el convento. Este estaba formado por un grupo de casas de madera y una blanca iglesia de piedra blanca, abajo de todo, a la orilla del agua.

El hermano Edvin apretó ligeramente la mano de Cristina y al mirarse, se sonrieron. El fraile era alto y enjuto, pero encorvado; la niña pensaba que su cabeza parecía la de una vieja zancuda, porque era pequeña, de cráneo estrecho, liso y reluciente sobre una corona de cabellos blancos y alborotados, y estaba, además, colocada sobre un cuello largo, flaco y arrugado. También tenía la nariz larga y puntiaguda como un pico. Pero al mirar el rostro alargado y arrugado del fraile, una cosa hacía su felicidad y contento: sus ojos eran de un color azul de agua, con rojas ojeras, y los párpados eran películas oscuras y finas, de ellos arrancaban millares de arruguitas, sus mejillas, ajadas y con venas rojizas, estaban surcadas de pliegues que bajaban hasta una boca pequeña, de labios delgados; parecía como si fray Edvin estuviera arrugado a fuerza de sonreír a la gente… Cristina jamás había visto a nadie con un aspecto tan alegre y malicioso; daba la impresión de estar en posesión de una radiante y secreta felicidad, y el único deseo de la niña era aprender algo de él cuando empezaba a hablar.

Siguieron el seto de un campo de manzanos, donde algunos frutos amarillos y rojos seguían aún en los árboles. En el jardín, dos frailes predicadores rastrillaban las matas secas de las habas.

El convento no se diferenciaba demasiado de cualquier casa de campesinos y la hospedería donde el fraile hizo entrar a Cristina parecía también una pobre cabaña aldeana, aunque con muchas camas de madera. En una de las camas estaba acostado un hombre, un viejo, y cerca del hogar una mujer sentada ponía los pañales a un niño de pecho; a su lado se encontraban dos niños mayores, un chico y una chica.

Ambos, hombre y mujer, se quejaban de que no se les hubiera dado aún el almuerzo; «no son capaces de darnos dos veces de comer y así resulta que ayunaremos hasta que tú hayas ido a la ciudad, hermano Edvin».

—No te enfades, Steinulv —dijo el fraile—. Ven y da los buenos días, Cristina… Mira esta niña tan bonita y delicada que va a pasar el día aquí y comerá con nosotros.

Le contó que Steinulv se había puesto enfermo al regreso de una audiencia y que se le había autorizado a quedarse en la hospedería del convento porque tenía una pariente que vivía en el hospital y era tan mala que, por ella, no podía estar allí.

—Pero ya veo que pronto os cansaréis de mí —comentó el campesino—. Cuando tú te vayas, hermano Edvin, no quedará nadie, sin duda, que encuentre tiempo de cuidarme y entonces ya veo que me mandarán al hospital.

—¡Bah!, estarás restablecido mucho antes de que yo termine mi trabajo en la iglesia —dijo fray Edvin—. Y para entonces tu hijo vendrá a buscarte.

Cogió un caldero de agua caliente del hogar y se lo hizo sostener a Cristina mientras curaba a Steinulv. El humor del viejo mejoró entonces y no tardó en llegar un fraile que les traía la comida y la bebida.

Fray Edvin recitó el benedicite y se sentó sobre el borde de la cama de Steinulv para ayudarle a comer. Entonces Cristina se acercó a la mujer y dio de comer al niño, porque era tan pequeño que no podía llegar con facilidad al plato de gachas y lo manchaba todo cuando quería coger la jarra de cerveza. La mujer era de Hadeland y había venido con su marido y sus niños para visitar a su hermano, que era fraile del convento. Pero este se había ido, recorría las aldeas, y ella no paraba de quejarse de estar allí perdiendo el tiempo.

Fray Edvin habló a la mujer con dulzura. No debía decir que perdía el tiempo encontrándose en el obispado de Hamar. La ciudad contaba con iglesias excelentes y los frailes y los canónigos decían misas y cantaban durante todo el día; era además muy hermosa, mucho más que Oslo, aunque algo más pequeña y podía decirse que cada casa tenía su huerta.

—Si hubieras visto cuando llegué, en primavera, toda la ciudad estaba blanca de flores. Y más adelante, cuando florecen los madroños…

—Como si todo eso pudiera ayudarme —interrumpió, agria, la mujer—. A mí me parece que aquí hay más santuarios que santidad.

El fraile sonrió e inclinó la cabeza. Luego, revolvió entre la paja de la cama y sacó un puñado de manzanas y peras, que repartió entre los niños. Cristina no había comido jamás frutas tan buenas. El zumo le goteaba, a cada mordisco, por las comisuras de los labios.

Pero ahora fray Edvin tenía que volver a la iglesia, y pidió a Cristina que le acompañara. Cruzaron el patio del convento y, por una puerta lateral, entraron en el coro.

En aquella iglesia, aún en construcción, también había andamios en el centro, entre la nave y los brazos del crucero. El obispo Ingjald hacía mejorar y adornar el coro, contaba fray Edvin. El obispo era muy rico y empleaba toda su riqueza en embellecer las iglesias de la villa; era un obispo excelente y un hombre de bien. Los Hermanos Predicadores del convento de San Olav eran también hombres buenos, de costumbres puras, sabios y humildes; el convento era pobre, pero le habían recibido amablemente. Fray Edvin pertenecía al convento de los Hermanos Menores de Oslo, pero se le había autorizado a mendigar aquí, en la diócesis de Hamar.

—Ven ahora por aquí —le dijo, llevando a Cristina al pie de unos andamios. Subió por una escalera y después de arreglar unos maderos volvió a bajar y ayudó a la pequeña a subir con él.

Cristina vio sobre el muro de piedra, por encima de la cabeza gris del fraile, unas maravillosas manchas de luz brillante, rojas como la sangre y amarillas como la cerveza, azules, pardas y verdes. Quiso mirar detrás de ella, pero el fraile le murmuró:

—No te vuelvas.

Por el contrario, cuando llegaron arriba del todo, sobre las tablas, hizo que Cristina diera la vuelta despacio y lo que esta vio le hizo casi perder el aliento.

Frente a ella, sobre el lado sur de la nave, había una pintura que brillaba como si sólo estuviera hecha de deslumbrantes piedras preciosas. Las manchas de luz multicolor del muro procedían de los rayos que salían de ella; Cristina y el fraile se hallaban de lleno en su resplandor. Las manos de la niña estaban rojas como si las hubiera mojado en vino; el rostro del fraile parecía completamente dorado y en su hábito pardo se reflejaban, ensombrecidos, los colores de la pintura. Cristina le miró inquisitiva, pero él no contestó más que con un gesto con la cabeza y una sonrisa.

Se diría que se encontraban muy lejos, penetrando con la mirada en el reino de los cielos. Detrás de una verja de barrotes negros, Cristina fue poco a poco distinguiendo la imagen de Cristo con un precioso manto rojo, y a la Virgen María con una túnica tan azul como el cielo, y santos y santas con brillantes ropajes, amarillos, verdes y azul violáceo. Estaban bajo pórticos, arcadas y columnas de casas deslumbrantes, un follaje maravilloso, de un verde tierno que se entrelazaba con ramas y flores…

El fraile hizo que avanzara un poco más sobre el andamiaje:

—Quédate aquí —murmuró— y el propio manto de Cristo te iluminará.

De la iglesia llegaba hasta ellos un ligero perfume de humo y el olor a piedra fría. Abajo estaba muy oscuro, pero por el lado sur de la nave y a través de una serie de ventanas, el sol entraba con rayos oblicuos. Cristina empezó a sospechar que la imagen celeste debía de ser una especie de ventana, porque llenaba un marco semejante al de otras que estaban vacías o cubiertas con vidrieras de cuarzo sobre montantes de madera. Llegó un pájaro, se posó en el alféizar de una ventana, gorjeó un poco y voló; delante de la pared del coro se oían los golpes de las herramientas sobre la piedra. Por lo demás, todo estaba en paz; tan sólo el viento, en pequeñas ráfagas, gemía levemente contra los muros de la iglesia y se calmaba.

—Pues sí —decía fray Edvin—. En nuestro país no saben hacer cosas como estas. Es cierto que pintan sobre cristal en Nidaros, pero no así… Mientras que en los países del sur, Cristina, en los grandes monasterios, tienen vidrieras de este tipo, tan grandes como las puertas de la iglesia…

Cristina pensó en los cuadros de la iglesia de su aldea. Eran los del altar de san Olav y el de santo Tomás de Canterbury, con los de los retablos y el tabernáculo en la parte de atrás. Pero ahora, al recordarlos, le parecían opacos y sin vida.

Bajaron del andamio y subieron al coro. Había un altar desnudo y sobre la losa había pequeñas cajas y tazas de metal, de madera y de arcilla, y algo apartados cuchillos y espátulas de hierro, plumas y pinceles. Fray Edvin dijo entonces que eran sus herramientas; su oficio era el de pintar cuadros y esculpir tabernáculos. Los bonitos cuadros que había en las sillas del coro eran obra suya. Tenían que adornar los retablos de la iglesia de los frailes predicadores.

Cristina vio cómo mezclaba los polvos de color y los revolvía en pequeñas tazas de loza y le ayudó a llevar las cosas a un banco adosado a la pared. Mientras el fraile iba de un cuadro a otro, perfilando en rojo con fino trazo los rizos y las ondulaciones del cabello claro de santos y santas, Cristina le seguía, miraba, preguntaba y él le explicaba lo que había representado.

En uno de los cuadros aparecía Cristo sentado en un trono de oro; san Nicolás y san Clemente estaban a su lado bajo techo; a los lados se veía dibujada la vida de san Nicolás. En un sitio lo representaba de niño, sentado, en pañales sobre las rodillas de su madre; apartándose del pecho que ella le ofrecía porque ya era tan santo en la cuna que no quería mamar más de una vez en viernes. Al lado estaba su imagen dejando unas bolsas de dinero en la puerta de la casa donde vivían tres muchachas tan pobres que no podían encontrar marido. Observó cómo curaba al niño del caballero romano; vio al caballero salir en un velero, con un cáliz de oro falso en sus manos. Este había prometido al santo obispo un cáliz de oro que pertenecía a la familia desde hacía mil años, en agradecimiento por haber devuelto la salud a su hijo. Pero después, quiso engañar a san Nicolás y darle un falso cáliz de oro. Por ello el niño se cayó al mar con el verdadero cáliz de oro en las manos, mas san Nicolás condujo al niño sano y salvo bajo las aguas, hasta la playa donde el padre se hallaba ofreciendo el falso cáliz. Todas estas escenas estaban representadas en el cuadro con oro y maravillosos colores.

Otro cuadro representaba a la Virgen María con el niño Jesús sobre sus rodillas. El niño tenía a su madre cogida de la barbilla con una mano y en la otra sostenía una manzana. Cerca de ellos estaban santa Sunniva y santa Cristina. Tenían las caderas graciosamente redondeadas, sus rostros eran sonrosados y llevaban sendas coronas de oro sobre su cabellera rubia.

Fray Edvin se sostenía la muñeca derecha con la mano izquierda y dibujaba hojas y rosas en las coronas.

—Me parece que el dragón es demasiado pequeño —observó Cristina mirando el retrato de su Patrona—. No parece que pueda comerse a la señora.

—Tampoco podría —dijo fray Edvin—. No era mucho mayor. Los dragones y todos los seres que sirven al diablo no son grandes más que cuando el temor está con nosotros. Pero si alguien busca a Dios con todas sus fuerzas, con tal intensidad de pensamiento que llegue a penetrar en él su fuerza, entonces el poder del diablo cae de golpe con tanto ímpetu que sus instrumentos se vuelven pequeños e impotentes… Dragones y espíritus malignos se reducen y no son mayores que los gnomos, gatos y cornejas. Ya ves que toda la montaña donde vivía santa Sunniva era tan pequeña que cabía en la cola de su manto.

—Pero —preguntó Cristina—, ¿es que santa Sunniva y sus compañeros de Selje no vivían en grutas? ¿Tampoco esto es verdad?

Y el fraile, sonriendo, explicó:

—Es, a la vez, verdad y no lo es. Les pareció así a las gentes que encontraron los cuerpos de los santos. Y también se lo parecía a santa Sunniva y sus compañeros de Selje porque eran humildes y creían tan sólo que el mundo es más fuerte que todos los pecadores. No deseaban ser más fuertes que el mundo porque lo amaban. Pero si lo hubieran sabido habrían podido coger todas las montañas y tirarlas al mar como si fueran piedras. Nada ni nadie puede hacernos daño, pequeña, como no sea lo que tememos y amamos.

—Pero ¿y si alguien no teme ni ama a Dios? —insistió Cristina, asustada.

El fraile levantó los rubios cabellos de Cristina, echó la cabecita hacia atrás y hundió su mirada en la de la niña; tenía los ojos muy abiertos y azules.

—No hay ni un solo ser humano que no tema y ame a Dios, Cristina, pero somos desgraciados en la vida y en la muerte porque nuestros corazones están divididos entre nuestro amor a Dios, el temor al diablo y nuestro amor al mundo y a la carne. Y si un hombre no tuviera la menor aspiración hacia Dios y hacia la esencia divina, se encontraría a gusto en el infierno aunque nosotros no comprendiéramos que hallara allí lo que satisface su corazón.

»Pero, en verdad, el fuego no debería quemarlo cuando no deseara la frescura, y no sentiría dolor al ser mordido por las serpientes si no aspirase a la paz.

Cristina le miraba a los ojos y no comprendía nada de todo aquello. Fray Edvin prosiguió:

—Fue un efecto de la misericordia de Dios que, habiendo visto cómo nuestros corazones están divididos, hubiera bajado a la tierra y vivido entre nosotros para sentir en su carne las tentaciones del demonio cuando nos seduce con el poder, la magnificencia y las amenazas del mundo, cuando nos inflige golpes, burlas y heridas sangrientas de clavos en las manos y en los pies. Y es así cómo nos enseñó el camino y nos manifestó su amor…

Contempló la carita tierna y seria de la niña; luego, sonriendo, añadió, cambiando la voz:

—¿Sabes quién supo primero que Dios Nuestro Señor había querido venir al mundo? Fue el gallo; vio la estrella y (bueno, en aquel tiempo los animales sabían hablar en latín…) gritó: ¡Christus natus est!

Al decir estas palabras, el fraile imitó tan bien al gallo que Cristina se echó a reír. Y fue una suerte que riera porque todo lo que acababa de decir fray Edvin pesaba sobre ella como una losa de solemnidad.

El fraile también sonrió:

—Sí. Y cuando el buey lo oyó, empezó a mugir: Ubi, ubi, ubi.

»Y entonces la cabra baló y dijo: Bethleem, Bethleem, Bethleem.

»Y el cordero tuvo tales ganas de ver a Nuestra Señora y a su hijo que también se puso a balar: Eamus, eamus.

»Y el ternero recién nacido, que estaba acostado en la paja, se levantó sobre sus patas y dijo: Volo, volo, volo. No te lo habían contado nunca, ¿verdad? Ya me lo figuraba. Ya sé que es un excelente sacerdote el que tenéis en vuestra aldea, Sira Erik, y muy instruido, pero no debe de saber esto porque sólo lo saben los que van a París…

—¿Y has estado en París? —preguntó la chiquilla.

—Dios te bendiga, pequeña Cristina; sí, he estado en París y he viajado, además, por todo el mundo, y puedes estar segura de que tengo miedo del demonio y me hace sentir unos amores y deseos terribles. Pero me agarro a la cruz con todas mis fuerzas… Hay que agarrarse a ella como un gatito a un madero cuando se cae al agua.

»Pero a ti, Cristina, ¿qué te parecería sacrificar tu hermosa cabellera y servir a Nuestra Señora como estas esposas de Cristo que he pintado aquí?

—En nuestra casa no hay más hija que yo —dijo Cristina—. Así que supongo que me casarán. Mi madre tiene ya las arcas preparadas y el cofre con mi dote.

—Claro —murmuró fray Edvin acariciándole la frente—. He aquí cómo dispone ahora la gente de sus hijos. Regalan a Dios las hijas cojas, miopes, feas y deformes, o bien le devuelven los hijos que, a su entender, tienen de sobra. Y luego la gente se extraña que todos los que están en los conventos no sean santos o santas…

Fray Edvin se llevó a Cristina a la sacristía y le enseñó los libros del convento colocados en un atril. Contenían imágenes preciosas. Pero al ver entrar a uno de los frailes, Edvin explicó que sólo buscaba una cabeza de asno para copiar; luego se encogió de hombros, diciendo:

—Sí, has sido testigo de mi temor, Cristina; pero en esta casa tienen mucho cuidado por sus libros. Si poseyera la verdadera fe y el verdadero amor, no sería tan mentiroso ante el hermoso Aasulv. Claro que entonces habría también colgado estos viejos mitones de cuero de un rayo de sol…

Cristina fue con el fraile a la hospedería y comió, y después se pasó el día sentada en la iglesia, viéndole trabajar y hablando con él. Y tan sólo cuando Lavrans fue a buscarla, ella y el fraile se acordaron del mensaje que debían haber enviado al zapatero.

Los días que pasó en Hamar los recordó Cristina más adelante mucho mejor que todo lo que les había ocurrido además durante el largo viaje. Oslo era mucho mayor que Hamar, pero ahora que conocía una ciudad comercial, aquella no le parecía tan extraordinaria. Tampoco encontró Skog mejor que Joerungaard, aunque allí las casas eran más elegantes, y le encantó no tener que vivir en ellas. La granja estaba situada en lo alto de una colina; abajo se veía el fiordo de Botn, gris y triste, con un bosque negro en la otra orilla, y detrás de las casas se alzaba otro bosque con un cielo que parecía bajar hasta las copas de los árboles. No había, como en su tierra, flancos altos y escarpados de montañas para levantar el cielo por encima de los hombres y para proteger y limitar la vista de modo que el mundo no fuera ni demasiado grande ni demasiado pequeño.

Durante el viaje de regreso hizo frío; estaban en pleno Adviento, y cuando hubieron avanzado un trecho en el valle, encontraron nieve. Tuvieron que pedir trineos prestados y recorrer así la mayor parte del trayecto.

El problema de la granja se arregló de modo que Lavrans cedió Skog a su hermano Aasmund, con derecho a recuperarlo para él y sus herederos.