Introducción

El gran río de Sigrid

La verdadera fuerza reside en los ríos: ellos son los que, acumulando y volcando sobre sí la vida que encuentran a lo largo de su curso, al final llevan al mar. Al gran río le conviene la paciencia de un transcurrir tranquilo, y las inevitables crecidas no deben romper los diques y formar cenagales y charcas. Así es esta novela de Sigrid Undset, premio Nobel de Literatura en 1928: pide al lector que navegue por ella como por un gran río. Desvelará su fuerza poco a poco, su plácida potencia no desilusionará al viajero de corazón aventurero. La lectura, como toda gran obra maestra, reservará el gusto de saborear el mar abierto.

Sigrid Undset dio pruebas en Cristina, hija de Lavrans de dos grandes conquistas.

La primera conquista hace referencia a la madurez, bien constatable a lo largo de su historia, de una visión cristiana de la vida. Pocos años después de haber escrito, inmersa en la soledad de un caserón entre bosques, la historia de Cristina, Sigrid Undset, hija de un famoso y gran arqueólogo y ya conocida escritora después de una juventud difícil, abrazará definitivamente la fe católica, al final de un proceso de acercamiento alimentado por su amor a la historia humana y por una fina capacidad de introspección.

Toda su obra de ficción, en efecto, está dominada por la tensión por recrear una grandeza moral en las protagonistas, según la costumbre de la mejor narrativa nórdica. No es casual que su obra sea comparada a menudo, a este respecto, a la de los otros dos premios Nobel escandinavos: Pär Lagerkvist y Selma Lagerlöf. Para representar a estas heroínas, desde la protagonista de La señora M. O. (1907) a la de Jenny (1912), Undset supo echar mano de tan profunda capacidad de análisis del universo femenino —que maduró también durante su experiencia como vendedora en una empresa de aparatos eléctricos en la que tuvo que emplearse cuando era joven— que se convirtió, de hecho, en los años en que las sufragistas inglesas enarbolaban la bandera del feminismo, en una temida, estimada y adversaria interlocutora. Por lo demás, ella misma no fue blanda con ese feminismo consagrado —son palabras suyas— «al martirio del ridículo». Junto a esa capacidad de análisis poseía el amor a la historia y a su documentación que le había transmitido su padre, tan amado por ella y al que perdió cuando era poco más que una chiquilla. De ese padre, hombre de miras tan laicas que quiso matricularla en el instituto de la izquierda radical de Oslo, Sigrid Undset recibió el amor por la reconstrucción histórica. Y si bien la primera novela que ofreció a un editor fue rechazada precisamente porque estaba ambientada en una época lejana, ella no se dio por vencida y volvió a la novela de ambiente medieval, hasta concebir su obra maestra y que la crítica la definiera, con una breve pero significativa expresión, como la «Zola de la literatura de argumento medieval», aunque tal vez sería mejor definir la fuerza de Undset como la de un Dostoievsky menos complacido.

Gabetti, en su introducción a la edición italiana de Cristina de 1931, puso justamente de manifiesto que el recorrido de conversión de Undset no fue de tipo romántico. Lo que quiere decir que ella, aun sin negar la importancia de la conmoción y del estupor sentidos ante las grandes catedrales medievales y la mágica fusión entre la Roma cristiana y la pagana, no buscó en el catolicismo, como hicieron muchos románticos, una fuerza ante todo estética. Y mucho menos, señala Gabetti, su descubrimiento del catolicismo fue, a la manera del de muchos artistas decadentes, una especie de sosiego exhausto en la fe, tras la extenuación de los sentimientos y de los nervios. Del mismo modo que no fue una cuestión filosófica o de satisfacción racionalista la que le hizo abandonar las iglesias protestantes, a las que tildó de «casas de chismorreo».

Lo que impresionó a Undset del catolicismo, como se ve de modo activo en Cristina, hija de Lavrans, es el tono general de humanidad. Ambientar su obra maestra en el siglo XIV noruego significó representar una época en la que el exceso, el pecado, el dolor, el amor y toda la gama de sentimientos y acciones humanas podían ser comprendidos, juzgados y corregidos desde cierto tipo de conciencia común, marcada por una estima grande y positiva hacia la humanidad real. El rico y variado fresco de personajes por el que se mueve la existencia de Kristin sería, sin la presencia del cristianismo, sólo un teatro de violencia y de superchería. La historia misma de la protagonista, su descubrimiento al pasar del amor instintivo al ofrecimiento de sí misma, es, de alguna manera, el símbolo de un descubrimiento de alcance histórico general: que el cristianismo católico constituye la única alternativa verdadera a la ley de la violencia. Alternativa que no se funda sobre el moralismo (es espléndido, a propósito de esto, el momento en el que al noble y sabio padre Lavrans se le hace ver el riesgo de que el odio al pecado coincida con una forma de orgullo), ni sobre un ritualismo institucional (aquí los curas y monjes son ante todo hombres como los demás), sino sobre la posibilidad de una mayor comprensión y de un destino positivo de lo humano, en todos sus factores.

El cristianismo descubierto por Undset se presenta como alternativa al dominio de la violencia y de la mentira sin tener que censurar por esto nada de la humanidad, de la cultura y de la situación social de la época, sino más bien mostrando la existencia de un destino bueno para todo eso. Así, la gran saga familiar de los descendientes de Lavrans, con todas sus mujeres embarazadas antes del matrimonio, sus cruces, las grandes heridas, los grandes arranques de generosidad, recibe claridad y una luz positiva a través de la vida de ella, ni mejor ni peor que la de las demás.

La elección que hizo Undset por la Iglesia católica, en la que fue oficialmente acogida en 1925, en Montecassino, tenía motivos históricos: había advertido que el riesgo en el que caían las iglesias protestantes era el de reducirse a meros instrumentos temporales del poder civil. Hay que destacar que Undset no se consideró nunca una conversa del protestantismo al catolicismo, sino del paganismo tout court a la fe de la Iglesia católica. De hecho, como advirtió Igino Giordani en un artículo que publicó en 1952 en «L’Osservatore Romano» sobre ella, Undset fue ante todo una amante de la libertad y, para «salvar al hombre de la sumisión gregaria del estatalismo y del materialismo», consideraba necesario algo distinto del «fatalismo recurrente en mayor o menor medida en todas las doctrinas no católicas». Lo que la movió hacia la profundización del catolicismo (que le habían presentado en familia y en sociedad como «una pintoresca ruina») fue el deseo de oponerse a toda desvalorización de la libertad, que producía un «cristianismo de sermón» y que aparecía como «uno de los motivos determinantes del conflicto entre lo espiritual y lo temporal característico de los países protestantes». En cambio, la Iglesia católica le pareció el lugar en que la fe entraba en la vida para lo que es la vida, para sostenerla, para llevar a cabo el mejor destino posible ya en el más acá, exaltando la libertad y la responsabilidad del hombre integral.

Así, en la historia de Cristina encontramos las pasiones y las desesperanzas de una mujer y de toda una época, afrontadas sin falsos pudores y sin dulcificaciones o filípicas moralizantes. La misma biografía de la escritora, marcada por una juventud difícil, por un matrimonio disuelto y por una conciencia vigilante sobre el oscuro desarrollo de la historia contemporánea (fue de las primeras en denunciar los peligros de la carrera armamentística de la Alemania de los años veinte y treinta), no le permitía, por lo demás, detenerse en obras de corte moralista. Mientras escribe la novela de Cristina, la autora de novelas ya muy famosas (es célebre el comienzo de La señora M. O.: «¡He traicionado a mi marido!») y destinadas a buscar la dramática relación entre el deseo de una vida auténtica y la frustración provocada por la realidad, madura la convicción que la hace distinta de todos los grandes autores nórdicos: el único camino que se puede recorrer para no llegar a la desesperación, presos en esa discordia, no es la exaltación del «deber» y del energumenismo moral (en el Brand de Ibsen, por señalar uno de los textos de esta colección), sino la transfiguración de ese deseo, y del amor a la vida que se expresa en él, en caridad. La vida de Cristina es el largo, jamás acabado, camino de esta transfiguración.

Si la primera conquista que Undset alcanza a través de la redacción de Cristina pertenece a la esfera de su maduración religiosa, la segunda se refiere al estilo o, mejor, a la coincidencia entre estilo y concepción.

A propósito de la prosa de Undset la crítica ha utilizado a menudo el término «realismo» para indicar el tema y el tono principales. Hay quien, como Wisnes, ha establecido paralelos con Dostoievsky, quien ha hablado de un fluir casi homérico de la narración, quien ha exaltado el mérito de ciertas características de primitivismo en su estilo y, en fin, quien ha resaltado que, aún tratándose de una novela de ficción, el marco histórico está tan bien delineado que no da lugar a anacronismos. Los personajes y su psicología, en definitiva, parecen felizmente ubicados en el lejano siglo al que los retrotrae Undset. Para subrayar el cuidado de los pormenores y el amor por el detalle, por último, no han faltado las comparaciones entre el gran fresco de la novela y ciertos cuadros de la escuela flamenca, como los de H. Bosch o P. Brueghel el Viejo.

Cierto, se trata de realismo. Por lo demás, ser hija de un famoso arqueólogo habrá tenido alguna incidencia en la formación del estilo personal de Undset. Pero sabiendo bien cuán vasta y controvertida en literatura es la categoría misma de «realismo», bajo la cual se vende un poco de todo, tal vez sea necesario precisar que nos encontramos ante un realismo de la profundidad. Es decir, la fuerte adhesión del estilo y de la trama de la novela al como se presenta la realidad en lugar de a sus modelos prefijados, no es tanto una «elección estilística» cuanto una necesidad. Undset, se ve bien en ciertos puntos de su obra maestra, podría perfectamente —y con resultados ciertamente no inadecuados— ceder al ímpetu lírico que alimenta ciertas descripciones suyas de paisajes, de rostros y de situaciones. Si no lo hace es porque tiene la mirada fija sobre el diseño que va aflorando desde la profundidad. Toda novela, si es grande, adquiere su valor respecto a los demás géneros literarios precisamente porque da lugar a este tipo de afloración: el lector, en efecto, se encuentra al final saboreando no la sucesión de los eventos narrativos o este carácter más que aquel, sino el diseño en conjunto de la obra, finalmente aflorado y rico por todos los detalles que, al salir a la luz, vienen a su vez re-iluminados.

En este sentido, el realismo de Undset coincide con la fuerza misma de la novela: tanto es así que aún el lector que no conoce nada del ambiente en el que se desarrolla la historia y que no tiene elementos para juzgar si la «historicidad» de dicha ambientación es válida, asiste a una historia que tiene la fuerza de la autenticidad. El realismo, por tanto, no es una cualidad ante todo estilística, sino un cierto modo de mirar la realidad y los hechos: como signos de un designio misterioso al que, provocando la sufrida capacidad interpretativa de los hombres, ellos remiten. Por eso se puede decir, sin temor a dar lugar a abstracciones e intelectualismos, que Cristina, como todo gran protagonista de novela, asume el valor de un símbolo universalmente interesante.

Todo esto, en la novela de Undset, sucede y se deja tomar con una gran amenidad en la lectura y cautivando incluso al lector más impresionable por el grosor del libro. Aquí está la segunda conquista de Sigrid Undset: la gran fuerza del río pasa bajo olas luminosas y ligeras.

Davide Rondoni