IX

MÉXICO ME GUSTABA POCO COMO CIUDAD. Me desconcertaba, me apabullaba y encima no olía demasiado bien a causa del mal refinado de la gasolina, del infernal tráfico y de la terrible polución medioambiental. Durante años mis relaciones con México fueron pésimas. Como soy una persona de estructura fundamentalmente urbana (lo que suele llamarse una flor de asfalto), sólo si mis relaciones con una ciudad son buenas, o cuando menos aceptables, puedo respirar con normalidad y moverme por ella a mis anchas. Para mí una urbe es un ser humano con el que debo establecer un contacto de comprensión mutua, de empatía y, si puedo, de simpatía. Eso es lo que me ocurre con Nueva York, pese a su alma fría de art-déco, pese a sus peligros, pese a los rigores de su soledad.

Pero México… Es más que posible que, en la década de los setenta no le diera suficientes oportunidades de conquistarme, de buscarme las vueltas, de conocer a sus gentes. Iba poco, bien es verdad, pero siempre llevaba la actitud forzadamente equivocada de quien invierte en exceso en algo que no le convence: hacía un esfuerzo denodado por ignorar la pobreza, la amenaza implícita en los policías de tráfico y sus «mordidas», el gigantismo depauperado, la repulsión instintiva que me provocaba un sistema político tramposo. Conocí a sus gentes más refinadas y me trataron mejor que bien, conocí sobre todo a los españoles que emigraron allá después de la guerra civil, escuché atentamente sus historias de amor y agradecimiento hacia quienes los habían acogido como si fueran sus propias familias y esas historias me desconcertaron, me admiraron incluso, pero no me sedujeron. ¿Qué puedo decir? Aquello era 1974 y nos daban lecciones de democracia sin razón alguna (ninguno de los dos disfrutábamos del beneficio), mientras que las clases pudientes eran más conservadoras que los franquistas en España y sólo pensaban en cruzar el charco para disfrutar de la paz española. Horrible.

En tiempos recientes había estado en México D. F. tres o cuatro veces para hablar mal de Franco y de su régimen, aprovechando mi más que relativa condición de perseguido político en España (un par de ocasiones en la cárcel —no demasiado graves ni demasiado largas ni demasiado incómodas ni a continuación de una excesiva tortura física, la verdad sea dicha—, una retirada de pasaporte —pronto recuperado en el consulado de España en Nueva York—, un par de ensayos y un artículo aquí y allá). Circunstancias éstas que me franqueaban las puertas del país con generosidad extrema. Todo eso, además, había incrementado mi fama como escritor más allá de lo razonable y, ciertamente, de lo merecido. «Bueno —solía decir John Little, mi editor—, eso vende libros, Xavier. Tú ¿qué quieres? Vender libros ¿no? Pues eso vende libros, amor mío. En lo que a mí hace, eres un mártir del franquismo, una luminaria de la revolución, aunque tú y yo sepamos que eres un burgués comodón, un poco liberal y extremadamente frívolo».

Al regreso de los Hamptons, el lunes por la mañana me acerqué a la oficina de AeroMéxico en la Quinta Avenida y pedí un billete.

—¿Para cuándo lo quiere, señor?

—Para hoy.

—¿Esta tarde a las cuatro P. M? Hay un vuelo con escala en Houston, señor.

Asentí.

—Esta tarde.

Volví a casa, en un maletín metí las cuatro cosas más indispensables, unas mudas, un traje ligero. Luego escribí una breve nota para Martita: «Ya sabes que me iba. Vuelvo. Besos, J.»

En México siempre me alojé en el hotel Century en la calle Liverpool, simplemente porque la zona Rosa me parece el lugar más delicioso de la ciudad. Luego, con el tiempo y la aparición del hotel Camino Real, he tendido a irme allá. No es traición, sino simple aburguesamiento. Pero en aquella ocasión de junio de 1974, aún me fui al Century. Me instalé, pedí algo ligero para cenar en mi habitación y me acosté.

No tenía ningún plan preconcebido. Cuando decidí impulsivamente comprar el billete de avión, nada me empujaba realmente a ir a México, si se exceptúa cumplimentar el vago deseo de visitar a Armando Leontieff, el viudo de la tía Ramona y único superviviente (me parecía recordar que no había muerto o por lo menos nadie lo había comentado en Madrid) de nuestra familia mexicana. No sabía ni lo que quería averiguar de él, si es que algo había que averiguar, a no ser quitarme la curiosidad sobre lo que había sido la vida de África allí: quiénes habían sido sus amigos, dónde había tenido su casa, en qué había trabajado, dónde lo había hecho, cómo se había ligado al mundo del toreo y lo conocía tan profundamente. Que nadie me pregunte por qué no lo había hecho antes. No sabría qué contestar.

Lo que sí sé es que, de pronto, al reflexionar sobre todo aquello durante las largas horas de vuelo, comprendí lo que, inundado de dolor, no había sido capaz de percibir hasta entonces: que mi conversación de Las Rozas con África había sido realmente catártica. No: catártica es una cursilería. Es más justo decir que aquel atardecer me había roto en mil pedazos.

Y supe que para reconstruirme necesitaba cerrar un ciclo sentimental que me había ido manteniendo atado a África sin que ella lo sospechara siquiera y que ahora se había intensificado hasta límites que se me hacían insoportables. O lo rompía ahora, de un tajo, o ya no me iba a ser posible vivir la vida, no me iba a ser posible regresar jamás a Madrid y enfrentarme con África. Tenía que asumir que había perdido mi batalla conmigo mismo, tenía que aceptar que si me habían fallado los arrestos para hacer aquella tarde en el jardín de los abuelos lo único que mi corazón hubiera querido, nunca más ocurriría. Nunca más me acercaría tanto a la locura.

¿Pero cómo podía yo tomar una decisión así tan tranquilamente, como si se tratara de la simple operación de cortar el contacto del motor de un coche?

¿Era posible alejarme de ella sin más? ¿En verdad que África no había entendido lo que le estaba gritando con mis silencios? No, no, Javier. Ella, en realidad, sí lo había comprendido. Tenía que haberlo comprendido. Repasé, como lo había hecho ya decenas de veces, nuestra conversación, escudriñé sus detalles en mi memoria, escuché las tonalidades de la voz, fotografié de nuevo las miradas… ¿Qué quería decir, si no, «ay, Javier, hay quienes hemos nacido para no ser felices»? Oh, sí: África lo había comprendido todo y había preferido no escuchar nada. Había tirado deliberadamente la última oportunidad por la borda. África la dulce, la sufrida, había preferido impedir una vez más que una ola cualquiera (bueno, permítaseme la humorada de decir que, bien pensado, no habría sido una ola sino un maremoto) rompiera la armonía, la paz de muertos en que se había convertido aquella familia.

Pero la culpa había sido mía.

Y ahora estaba en México sin saber muy bien para qué: con algunas excusas. Tal vez con algunas respuestas, pero sin ninguna pregunta sensata que hacerme.

Localizar a Armando. Bueno. Pasito a paso.

Para intentarlo, llamé a un viejo profesor español, exiliado de la guerra civil, con el que había establecido una cierta relación, si no de amistad íntima, al menos de gran cordialidad, desde mi primera visita al país. Era un tipo muy anciano ya, pero de gran viveza intelectual, que se me había hecho inmediatamente simpático porque en los tiempos iniciales del indigenismo mexicano agresivo, al poco de empezar la segunda guerra mundial, cuando todos los mexicanos habían comenzado a encontrarse raíces indias y a rechazar sus orígenes españoles, casi lo matan por una broma inocente pero muy ofensiva que había gastado. En la intersección de Reforma con Insurgentes hay plantado, como todo el mundo sabe, un gran monumento dedicado a Cuauhtémoc, último emperador azteca y primer héroe mexicano. Cuenta la leyenda que, tras capturarlo mientras intentaba huir, los españoles lo torturaron y le quemaron los pies.

Un día en que el sentimiento indigenista estuvo particularmente exacerbado y el odio hacia Franco se mezclaba con el odio o con el complejo hacia lo español, la figura de Cuauh-témoc fue ensalzada hasta límites heroicos, recordándose públicamente la indignidad de Hernán Cortés, que había osado quemarle los pies.

Al día siguiente el monumento del cruce de Insurgentes con Reforma apareció con un soplillo cuidadosamente colocado sobre las extremidades inferiores del gran héroe indígena.

Nunca fue pública la autoría de la barbaridad pero la ofensa nacional fue inmediata y grande y si alguien hubiera pillado entonces a mi buen amigo el profesor, sin duda habría acabado con su vida. Las cosas fueron calmándose y sólo con el paso de los años pudo hablarse del hecho y susurrarse el nombre del bromista, que para entonces era ya demasiado respetado y anciano como para padecer la represalia a que se había hecho acreedor. Además, mal habrían hecho en ofenderse con un intelectual que, a lo largo de sus años de docencia en la universidad, había defendido el indigenismo —y luego el tercermundismo— con mucha consecuencia y desde posiciones razonadamente moderadas y ciertamente inteligentes.

Lo localicé en el hospital de la Beneficencia Española reponiéndose de una gripe que casi lo había llevado al otro mundo. Aceptó que fuera a visitarlo, y un azaroso viaje en un taxi maloliente me llevó hasta él.

Estaba en su cama de hospital con las sábanas recién cambiadas bien remetidas y varios almohadones colocados de tal modo que pudiera permanecer incorporado sin que le incomodara el resto del excesivo fluido causado en los pulmones por su reciente neumonía.

—¡Mi querido Javier! —exclamó débilmente al verme entrar—. Con cuánto gusto lo veo en tan espléndida forma.

Jadeaba un poco y estaba muy envejecido.

—Tumbado y todo, don José, tiene usted un aspecto magnífico —contesté.

Ambos habíamos tenido días mejores. Me acerqué a la cama y le estreché la frágil mano derecha, toda hueso y piel, entre las dos mías.

—No me diga babosadas, que casi me dejo el pellejo en esta clínica del diablo. Estoy vivo de milagro, ande. ¿Qué lo trae por aquí? —Siempre fue igual: derecho al grano.

Busqué una silla con la mirada, fui a ella, la agarré por el respaldo y la acerqué hasta la cabecera de la cama de mi viejo amigo.

—La familia Anglés, don José —contesté sentándome.

Levantó las cejas con sorpresa:

—¿Adolfo? ¿Sus hermanas? ¿Carlos Mata? ¡Pero si murió la mitad de ellos! Y usted lo sabe. Ya habían muerto la última vez que usted estuvo por aquí. Hombre, no a Adolfo porque su muerte ya fue solemne y era conocida, pero a los demás ya los quiso ver y no pudo, ¿no lo recuerda?

Era cierto que pocos años antes, con ocasión de mi primera visita a México, había hecho, sin demasiado ahínco bien es verdad, un intento por ver a la tía Ramona. Adolfo Anglés había muerto ya (me hubiera gustado hablarle, oírle la voz, percibirle el sentimiento, pero llegué tarde). Y yo pensaba en otras cosas, llevaba tiempo sin viajar a España, confinado en un au-toexilio que me tenía alejado hasta de la familia y, por consiguiente, la vida mexicana de África me era aún muy ajena.

—Sí, sí, claro —dije—. Pero es que… No sé. Lo cierto es que… ¿sabe?… me parece una lástima que el recuerdo de esa familia esté desapareciendo en la nada como si no nos hubiéramos pertenecido y que sólo queden los libros del tío Adolfo y el monumento que le erigieron en la universidad. Nada más. Como si alguien los hubiera maldecido…

—Bueno, Franquito tuvo bastante que ver con esa maldición, ¿no? —dijo don José con tono burlón.

—Hombre, sí. Pero no le voy a dejar que se salga con la suya.

—¡Ah! Ya lo entiendo —dijo don José—. Usted quiere hacer una historia de la familia en México. ¿Acierto? ¿Para refrotársela luego por las narices a los fachistas en España?

Debí de poner cara de duda, porque no se me había ocurrido hacer eso en absoluto, pero el viejo enfermo obviamente no se dio cuenta.

—Sí, claro: eso es exactamente lo que pretendo hacer. Una historia de la familia Anglés exiliada… y he venido para, no sé, empezar a reunir material, recuerdos, cosas, gentes a las que pueda preguntar…

Don José tosió suavemente con un carraspeo bronquial muy profundo y el dolor le hizo torcer el gesto. Agarró la sábana con las dos manos y se la subió hasta el mentón.

—Bah, no sé cómo voy a salir de ésta… —dijo cuando se le hubo pasado el ataque de tos—. Cosas de los Anglés, ¿eh? —añadió con voz tenue—. Cosas oficiales conocidas supongo que hay muchas. Los papeles de Adolfo en la universidad, la historia de Carlos Mata en las enciclopedias del toreo e incluso en un par de biografías. Pero, de María y de Ramona, las dos hermanas que murieron… —meneó la cabeza; el pelo le rozó sobre la almohada y unas escasas guedejas blancas se le quedaron de punta dejando el cuero cabelludo al descubierto—. No creo que haya muchas cosas. No sé, periódicos, actos sociales. Ni idea, la verdad. —De pronto levantó un dedo desde la orla de la sábana—. Ah, no, claro… Armando, el marido de Ramona, Armando Leontieff, sigue vivo. Claro, claro. Le perdí el rastro hace tiempo, pero sé que está en un asilo de uno de los clubes españoles. Está ya muy viejo y no sé cómo andará de la memoria, pero él sabe muchas cosas de tantos años.

—¡Claro! —dije yo pensativamente—. Armando. Precisamente le iba a preguntar a usted por él. No había oído de su muerte y sospecho que es el único superviviente de todos ellos, ¿no? Es a él a quien debo encontrar…

—¡Ah, bueno, claro! Y al hijo de Carlos Mata. Porfirio. Es un chico joven y no creo que recuerde gran cosa de su familia, pero es posible que conserve algo, algún memento, un diario de alguno de ellos. O su madre. Linda. Hmm… Aunque, si no lo recuerdo mal, cuando Carlos se casó con ella se apartó un poco del resto de los Anglés. No sé por qué. No sé. Siempre tuvieron una estancia espléndida en León. Ahí tenía Carlos sus reses bravas y me parece que Porfirio mantiene el fierro. No sé. —Se quedó pensativo durante un momento. Y después añadió con algo más de animación—: Y a… a… aquella sobrina de Adolfo que vino de España hace veinticinco o treinta años… ¿cómo se llamaba? ¡Era bellísima! ¿Cómo se llamaba, diablos?

—¿África? —aventuré.

—¡África! Eso es, África. Trajo a medio México de cabeza. África la virtuosa, la llamaban. —Asintió repetidamente con la cabeza—. Bella y virtuosa, sí. Se volvió para allá hace ya muchísimo tiempo.

—Sí, sí, se volvió al poco tiempo; hace eso, unos veinticinco años.

—¿Vive aún?

—Oh, sí, ya lo creo que vive aún —contesté.

—Bueno, es que con la mala suerte que siempre tuvo aquella muchacha, cualquiera sabe lo que le podría haber pasado… África —repitió pensativo—, hermosa mujer.

—¿Mala suerte? ¿Qué quiere decir?

—Ay, no lo sé, Javier. Me parece que no le fue muy bien en México, pero no recuerdo por qué. Sé que se volvió no muy feliz… o que no lo había conseguido ser aquí… o que probó fortuna y no le fue bien. No me acuerdo. —Se quedó pensativo por unos segundos—. Puede que Armando se lo llegue a contar, ¿verdad?

Pero Armando Leontieff, de quien recordaba vagamente que había sido hijo de algún gran duque huido de la Rusia revolucionaria en 1917, tenía la memoria completamente ida: los años y una demencia senil avanzada lo tenían postrado en una silla de ruedas, detenida a la sombra de un enorme castaño en el hermoso parque de la residencia de una de las grandes instituciones de beneficencia española de la ciudad. Una enfermera vestida impecablemente de blanco leía a su lado en voz alta una historia irrelevante. Era evidente que Armando, con la vista perdida en el infinito, no atendía a lo que le estaban contando. Le lagrimeaban los ojos y tenía los párpados enrojecidos; de la boca entreabierta se le escurría un hilillo de saliva que le corría por las comisuras de los labios hasta la barbilla mal afeitada. De todos modos, se sostenía perfectamente inmóvil y erguido en la silla. De vez en cuando, la enfermera interrumpía la lectura, cerraba el libro manteniendo el índice en la página que había estado leyendo, se levantaba y, de forma bastante mecánica, le limpiaba a Armando la saliva con un pañuelo. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—Sus momentos de lucidez son cada vez menos frecuentes —dijo el médico que me había acompañado hasta allá—. De vez en cuando despierta de este medio letargo y se asusta porque no sabe lo que le pasa. Llora mucho… todo el tiempo. La demencia senil es una enfermedad muy terrible y sin cura conocida. A usted le parecerá inútil que una enfermera le lea sin parar. Pero ¿quién puede decir que no lo percibe y que no le reconforta saber que alguien se ocupa de él constantemente? De todos modos, incluso cuando recupera la conciencia, la memoria no existe. La ha perdido por completo. Lo lamento.

Producía verdadera lástima ver a una persona en esas condiciones, intuir que, con el desconcierto permanente, sentía un miedo continuo a un vacío que no podía combatir y cuya causa desconocía. ¡Pobre viejo!

Lo estuve contemplando un largo rato, escudriñando sus facciones, buscando una señal de inteligencia en ellas, un resquicio que me permitiera entrar en sus recuerdos y hacerle hablar. Y luego me despedí de él murmurando «adiós, tío Armando».

De pronto, cerró la boca, frunció el ceño, inclinó un poco la cabeza, dio un larguísimo suspiro y entre dientes dijo: «¿Ramona?», con tanta desesperación, con tanta soledad, con la voz tan blanca, que se me hizo un nudo en la garganta y no fui capaz ya de articular palabra.

—Sí, claro que sí, Armando —dijo entonces suavemente la enfermera y, alargando el brazo, le puso con gran dulzura la mano izquierda sobre la temblorosa muñeca—. Claro que sí.

El médico me agarró por el codo.

—Así son sus momentos de mayor atención… No hay más, lo lamento.

Al hijo de Carlos Mata, Porfirio, lo encontré sin necesidad de buscarlo demasiado y simplemente porque en la residencia de retiro en la que languidecía Armando figuraba como pariente más próximo para el caso en que sucediera algo.

Lo llamé por teléfono y le expliqué lo que quería. Estuvo muy simpático y me citó en su casa de San Ángel a las cinco de la tarde. No podía ser después ni al día siguiente porque Porfirio estaba de paso en México D. F.: marchaba aquella misma noche de regreso a la finca cercana a León en la que cuidaba de la ganadería de reses bravas que le había dejado su padre al morir.

—Nunca quise ser torero como mi padre —me dijo—. No me atraía nada jugarme la vida de ese modo, pero sí me gusta el campo y cuidar de los toros es hermoso. Verlos nacer y crecer, aprender a reconocerlos, a calibrar su bravura, sí que me gusta. Vengo poco a la ciudad. Por eso es un milagro que me hayas encontrado —añadió sonriendo—. Mamá, que siempre está en el campo, tira mucho de mí; yo creo que no quiere que me pierda en esta capital tan pervertida. —Rió con estrépito y sacudió la cabeza.

Era un joven de unos veinte años de edad, pequeño, mucho más pequeño de lo que me parecía que había sido su padre, pero bien proporcionado y ciertamente guapo, probablemente como su padre o, tal vez, como su madre. Las mexicanas tienen bien ganada fama de belleza.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó.

—Pues la verdad es que no sé si podrás ayudarme. Trato de encontrar papeles privados de tu abuela María y de tu tía abuela Ramona. No estoy muy seguro de lo que quiero hacer con ellos, pero si hay cosas interesantes, podría escribir algo sobre la parte mexicana de la familia. Y supongo que también sobre tu padre y, claro, sobre el tío Adolfo. Ya te imaginas que no quiero las cosas que han salido en las biografías oficiales…

Levantó una mano e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Difícil lo tienes, me parece. Bueno —añadió con un deje muy mexicano—, los papeles de Adolfo Anglés están todos en la universidad en el legado que hizo. Pero no te servirían de nada desde el punto de vista… digamos familiar. Alguna cosa habrá, pero me parece que, al final de su vida, sobre todo después de enviudar de la tía Alicia, le entró una especie de furia destructora: lo rompía todo, hasta poesías suyas inéditas, hasta obras de teatro, todo. Decía que nada valía. Hay un investigador de la universidad que lleva años buscando rastros de su correspondencia y de su obra sin encontrar gran cosa. Anda verdaderamente desesperado.

—Vaya por Dios —dije.

—Pero sí hay un baulito con cosas que quedaron a la muerte de la tía Ramona. Es poco, seguro, porque recuerdo que mi padre, antes de clausurar el apartamento de Ramona y Armando y venderlo, pasó días allí con mamá tirando cosas inútiles, chucherías, álbumes foto-gráficos y seleccionando otras, muebles y cuadros, de no mucho valor, bien es cierto, que luego liquidó a unos anticuarios. Hizo bien porque el dinero ha servido para que el tío Armando esté ahora bien atendido, ¿no es cierto? Pero sí queda el baulito. Si no estoy equivocado, debe andar por algún lugar de la estancia en León. Hagamos una cosa —añadió de repente—, ¿por qué no te vienes conmigo a pasar la noche en León, a saludar a mi madre y vemos si somos capaces de encontrar el baulito de la tía Ramona?

—Hombre, no quisiera molestar…

—¿Molestar? ¿De cuándo a acá Javier de Soler y Anglés va a estorbar en la casa de Carlos Mata? ¡Está hecho! ¿En qué hotel te alojas?

—En el Century.

—Ah, pues ahorita nos vamos para allá, recoges lo que necesites para los días que quieras quedarte… ¡no! Mejor: cierras la cuenta, te vienes a León y, cuando quieras irte, te llevamos al aeropuerto y se acabó el problema, ¿no?

—Bueno, en realidad, pensaba irme mañana o pasado… —improvisé, considerando que si lo único que podía servirme de algo era un «baulito» con unas cuantas cosas dentro, poco tiempo me tomaría examinar su contenido.

—Pues ándele, el mecánico te lleva al avión. ¿Qué problemas tienes? Mi madre no me perdonaría haberte dejado escapar. Ha leído todas tus novelas, es una fan… Ándele, vamos.

Doña Rosa, a la que todos llamaban Linda, había sido una hermosa mujer y no dejaba duda sobre la ascendencia de Porfirio: él era su viva estampa. Tenía sus mismos ojos verdes, la misma forma de nariz recta y fina y exactamente las mismas orejas, pequeñas y pegadas al cráneo. Por si cupiera alguna duda, en el gran salón de la estancia de León, encima de la enorme chimenea rústica, colgaba un espléndido retrato de tamaño natural de Carlos Mata, vestido de torero y con la montera en la mano; su hijo no podía parecerse menos a él.

No me hizo falta mirar la firma para saber quién era el autor del cuadro: Daniel Quintero. Como siempre, Quintero había captado la esencia del personaje en sus ojos, en la tristeza infinita de una mirada pardusca que tenía fija la vista en el pintor y que iba mucho más allá del instante en que había sido retratada. No me pareció que hubiera miedo en aquellos ojos, ni timidez; había nostalgia, una nostalgia inacabable. Era un retrato de rara gracia y me quedé un momento inmóvil contemplándolo.

—Ése era Carlos —dijo Linda, levantándose sin esfuerzo del sillón en el que estaba sentada—. Era así… Guapo y dolorido. ¿Cómo estás, Javier? ¡Cuánto gusto me da que vengas a la Morucha!

Me sorprendió que fuera una mujer tan pequeña, pero había tal armonía en sus proporciones, tanta delicadeza en la estructura de su físico, que en seguida hacía que se olvidara su estatura.

Me acerqué a besarle la mano. Ella se dejó hacer y, luego, asiéndome por los brazos, se puso de puntillas y me dio un beso en cada mejilla.

—Bien venido —añadió.

—Estoy encantado de estar aquí —dije—. Sólo espero no ser molestia para vosotros.

—¡Molestia! ¿Javier de Soler molestia en esta casa? —Rió una risa muy cantarína.

—Ya le dije, mami —interrumpió Porfirio—, pero ya sabes cómo son estos gachupines, que siempre andan de ceremonia.

No me fue difícil encontrarme cómodo entre gente tan acogedora. La tarde pasó en un santiamén y la cena, «espero que te gusten las enchiladas y el guacamole, mi niño», fue espléndida; el vino, joven y un poco especioso, era producto de aquella misma tierra. Toda la estancia era como las que salen en las películas cuando Hollywood se dedica a imaginar una finca de millonarios en México. No quiero decir que fuera de mal gusto; era simplemente gigantesca, con baldosas de terracota, enormes espacios abiertos, terrazas recubiertas de buganvilla y macizos enteros de flores tropicales. Había palmeras que daban sombra a una gran piscina en forma de riñón y las habitaciones de dormir todas se abrían sobre un patio luminoso y sombreado a la vez. Linda no sólo era una estupenda anfitriona, era una mujer llena de delicadeza y buen gusto.

Hablamos de Carlos, «quién lo iba a decir, ¿verdad?, todas las tardes jugándose la vida en la plaza frente al toro, en los tentaderos, a caballo, y acaba matándose en un tonto accidente de automóvil contra un borracho que venía por el lado contrario de la carretera».

—Lo siento —dije.

Linda se encogió de hombros.

—Así es. —Bajó la mirada y se alisó la falda con ambas manos—. Hace apenas dos años y todavía me parece que lo voy a ver entrar con los zahones puestos, todo sudoroso y reclamando la comida. —Sonrió—. Era un terremoto… —Se quedó en silencio por un instante y luego añadió—: Sí, un terremoto… ¿triste? No. Triste, no. Melancólico, eso es. —Sonrió de nuevo.

Abrí las manos con las palmas hacia arriba, como si todo aquello fuera culpa mía. Y entonces Linda rió.

—No. No. No pasa nada. Es así, la vida es así… Pero aún lo echo de menos todos los días un ratito, pues. Fuimos muy felices.

Fue una velada pacífica, llena de encanto y de nostalgia. Un bálsamo para mí, para mi maltrecho corazón, para mi desasosiego. Y la recordaré siempre como un incongruente remanso de paz en el torbellino de cosas que siguieron y por quienes fuimos sus protagonistas.