No. Después de esta tarde, no quiero hablar de ti aún. Ha sido una conversación triste. Casi la más triste de mi vida. Sé que estaba abatida y lejos. Y ahora miro esta página vacía y no me atrevo todavía a escribirte, chamaquito de mi diario. Todavía no.
Déjame que acabe de contarte mi historia de Méjico y luego hablaré contigo. ¿Sí? Hoy te acabo mi historia de Méjico.
Durante meses de aquellos años 49, 50, 51, Carlos y yo hicimos una vida de novios furtivos.
Nos escapábamos a sitios disparatados y arriesgados: siempre estábamos en un tris de que nos descubrieran. Pero como Luis Portazgo era muy amigo de Carlos no le importó convertirse en mi acompañante galante y aparecer aquí y allá, en fiestas y saraos, en lugares públicos y en pequeñas reuniones privadas, en estancias y balnearios, llevándome del brazo. Era un compañero encantador, hecho pedazos por una tragedia inconcebible en Méjico: era homosexual. Pero gracias a eso y al cariño cómplice que nos tomamos, nos convertimos en la tapadera de cada uno y ambos en los protectores sigilosos de nuestros amores.
Fue por aquella época cuando Carlos decidió comprar La Morucha, una gran finca cerca de León. La casa era grande, pero la mandó remozar y ampliar para hacer de ella nuestro refugio. Un palacio para África, dijo. ¡Y qué maravilloso escondite fue! ¡Cuántas horas de felicidad robamos al destino! Yo creo que nos protegía la suerte. Sólo mucho más tarde comprendí que era para compensarnos del precio que nos acabaría exigiendo. Sólo ahora sé que durante meses la vida nos dejó en paz porque estaba llegando a su final.
Íbamos a La Morucha cada vez que podíamos. Sólo cuando la tía María se iba de viaje a Europa o a Argentina, yo creo que tenía un novio por allí, aprovechábamos y hacíamos algunos viajes. Carlos los llamaba «lunas de miel y champaña». Siempre decía que era el único hombre del mundo que tenía la fortuna de irse de luna de miel una vez al mes. Así conocí Nueva York y Los Ángeles y las islas del Caribe y Cuba y Puerto Rico.
¿Y el trabajo?, me preguntarías si pudieras hacerme preguntas desde el diario. Pues el trabajo era cosa de la imaginación. La tía Ramona hacía la vista gorda, convencida de que acabaría casándome con un Portazgo, y yo escribía a Madrid contando historias inverosímiles sobre mi buena suerte.
Tramé con la tía Ramona la posibilidad de obtener un divorcio en Méjico «por si Luis Portazgo se acaba decidiendo a pedir tu mano, chamaquita, que me parece más lento que un caracol» y empecé a escribir cartas reclamando la venida de Martita para muy pronto.
Carlos y yo hacíamos planes de cómo sorprenderíamos a todos y de cómo los pondríamos frente a los hechos consumados y no tendrían más remedio que aceptar nuestro matrimonio.
—¿Estás seguro? —le preguntaba yo con un sexto sentido que hubiera preferido no tener—. ¿Estás seguro de que todo saldrá bien?
—Pues naturalmente, chamaquita —contestaba él invariablemente—. ¿Qué quieres que salga mal?
—Le tengo mucho miedo a tu madre.
—¿A mi madre? ¿María Anglés? ¿Conmigo que soy su ojito derecho? Ni hablar. Y además es encantadora y te quiere mucho.
Carlos me hacía pequeños o lujosos regalos, siempre exagerados y locos, que yo tenía que rechazar o esconder en La Morucha porque su procedencia habría sido inexplicable para el resto de la familia. Sólo acepté llevar uno: una sortija muy sencilla de oro trenzado que me regaló públicamente, en la fiesta de la familia, el día en que cumplí treinta años.
Al principio no quise acompañarle a la plaza cuando toreaba. Daba mala suerte, era cosa sabida, que la mujer de un torero estuviera presente en la corrida. La costumbre imponía que ella esperara en casa el regreso de su marido. ¿Pero qué justificación tenía yo para hacerlo si no estaba casada con él y nadie debía sospechar que podría llegar a estarlo algún día? Él no cejaba en el empeño.
—Nada, África, tienes que venir con mi madre, sobre todo porque estoy convencido de que eres para mí como un amuleto de la suerte. ¿Qué hago yo si miro a la barrera y no te veo? ¿A quién le brindo todos mis toros?
—¡Ni se te ocurra!
—Lo haré con el corazón. Siempre con el corazón a ti, África.
Y allí estábamos la tía María y yo en cada festejo que toreaba en Méjico e incluso en algunas de las corridas que iba a torear a Colombia, siempre acompañadas por mi fiel Luis. Luis entendía mucho de toros y gracias a sus pacientes explicaciones acabé enterándome de lo que era una corrida, de qué es lo que pasaba en ella, de cuáles eran las suertes y hasta del talante de los toros. Carlos, además, acabó comprando una ganadería de reses bravas para La Morucha. En secreto la llamaba «la ganadería africana». ¡Cuánta cursilada!
Era verdad que se hacía algo raro que no acabáramos Luis Portazgo y yo de formalizar «nuestra relación». Siempre nos hacíamos los despistados y, naturalmente, la excusa oficial era mi condición de separada, abandonada y no divorciada. Las buenas formas y las apariencias nos obligaban a comparecer en público siempre en compañía de alguna «carabina» que inevitablemente acababa siendo mi primo Carlos, claro. En aquella época nació la leyenda de que África Anglés, la virtuosa, era una pieza inalcanzable para los hombres que aspiraban a conquistar su corazón. África Anglés era capaz de dominar con una mirada el ardor y los afanes de conquista de cualquier hombre mejicano. Era un témpano de hielo y su virtud, inquebrantable. ¡Imagínate! ¡Yo que había sido incapaz de resistir el primer empellón que me dio mi propio primo! ¡Vaya virtud la mía! Todos se habrían escandalizado, habrían dicho cosas bien distintas sobre mi virtud si me hubieran visto pasearme desnuda por los salones de La Morucha y tumbarme en uno de los sofás para ofrecerme a cualquier capricho de Carlos.
Carlos era como una droga: no podía vivir sin él. Pensar en no verle un día se convertía en un sufrimiento inaguantable. Oh, sí, había perdido la cabeza hasta extremos imposibles de imaginar. Pero si eso es el amor, si duele de ese modo e incendia de esa manera, si es capaz de transportarte al cielo y despeñarte al infierno en menos de un momento, que Dios lo bendiga. Yo no quería sentir otra cosa. Hasta me producía placer sufrir esos instantes de desesperanza o de soledad. ¡Qué más daba, me decía a mí misma, si apenas un poco de paciencia me volvía a subir hasta las estrellas!
Por eso, no puedes imaginar la tortura que fue para mí que Carlos tuviera que ir a Madrid, a España, a hacer la temporada. Él tampoco soportaba la separación, tanto que después de la Feria de San Isidro de mayo aquel año, aprovechando que un toro le había dado un varetazo al poner banderillas, dijo que tenía fuertes dolores en el brazo derecho, probablemente una luxación agravada por una antigua herida, y que no le quedaba más remedio que regresar a Méjico e ir a tratarse a Estados Unidos.
Fue en esas semanas interminables cuando aprendí a disimular mis sentimientos, mis angustias y a poner las caras imperturbables que luego, ay, me sirvieron de tanto cuando tuve que aparentar que seguía con vida por fuera aunque en realidad me hubiera muerto del todo por dentro.
A Madrid, Carlos se llevó de mi parte decenas de regalos para Martita y para todos los demás. Fue idea suya y dijo que, por serlo, costearía él las compras. Al principio me opuse porque no habría podido pagarlas ni queriendo: seguía siendo pobre de solemnidad pese al tren de vida que entre todos me costeaban y al sueldo nominal que la tía Ramona me pagaba, se supone que por trabajar en su tienda de modas.
Pero Carlos me convenció diciendo que era el único modo de hacer ver a la familia que yo estaba prosperando y acabé cediendo.
Y así fue pasando el tiempo. Vivía en mi mundo en las nubes y sólo muy de tarde en tarde me asaltaba una pequeña angustia provocada por la posibilidad de ser descubierta. Pero incluso eso se me olvidaba la mayor parte del tiempo y con total inconsciencia tomaba riesgos que la más elemental prudencia hubiera dicho que eran más que peligrosos. ¡Ay, chamaquito!
Parece mentira la capacidad de algunos hombres para la premonición. Y luego decimos del instinto femenino. Una tarde, dos años ya después de llegar a Méjico, en que estaba yo en la biblioteca del tío Adolfo leyendo y mirándole a ratos componer, creo que me dijo que estaba escribiendo una paráfrasis de una obra de Shakespeare, Los sueños de una noche de verano, levantó la mirada hacia mí y dijo (no sé qué truco de la memoria me hace recordar las palabras una a una como fueron dichas, como si estuvieran grabadas a fuego en mi cabeza):
—África, siento una cierta preocupación por ti.
—¿Sí? —pregunté, repentinamente alarmada.
—A menudo la belleza casa mal con la felicidad, ¿sabes? Y veo tan frágil tu felicidad, que temo por tu belleza…
—No te entiendo, tío. —Me latía muy aprisa el corazón.
—No hablo de tu belleza física ahora. Hablo de tu corazón y de tu cordura. No quisiera parecerte más pesimista de lo que soy por naturaleza, pero cuando te veo tan alegre, tan despreocupada y simultáneamente a veces tan preocupada y tan entristecida porque te has quedado en soledad, me alarmas. —Levantó un dedo sin despegar la mano de la mesa camilla, para que no le interrumpiera—. Porque la facilidad con la que pasas de la gloria enardecida al abatimiento, los altibajos de tus humores hacen transparente tu corazón. Es bueno que así sea, porque cuanto más transparente, más puro es el amor. Pero también es malo porque hay quienes se resentirán de ello y te harán daño…
—¿Quién me puede hacer daño, tío Adolfo? —exclamé en tono desafiante.
En realidad, trataba de aparentar una tranquilidad que estaba lejos de sentir. También quería explicarle, me parece que para convencerme de paso a mí misma, que la calidad y la fuerza de mi amor me hacían invencible y además ejercían como manto protector con el que defender a Carlos.
Tomó su copa de orujo y la olisqueó.
—¡Tanta gente, África, tanta gente! —Y, por primera vez, bebió un sorbo del licor. Tosió un poco—. ¡Caramba, sí que es fuerte! —Me miró de hito en hito—. Nunca des por descontada la bondad de la gente que te rodea, pequeña cordera. Cuanto más grande es un corazón, cuanto más comprometido está, más vulnerable resulta para los que lo quieren mal.
—¿Me quiere mal alguien, tío? Dime, ¿quién me quiere mal?
Sacudió lentamente la cabeza.
—Nadie… todavía, mi pequeña África. Los malos sentimientos, igual que los buenos, no nacen inmutables en la eternidad ni perduran sempiternamente. Los sentimientos cambian y casi nunca por culpa de uno mismo. Por eso suele sorprender tanto su alteración: porque es inesperada para quien padece sus efectos.
—Me asustas, tío Adolfo —dije, llevándome una mano abierta hasta el corazón, como si así pudiera protegerlo de malos presagios.
—No es ésa mi intención. Mi intención es ponerte sobre aviso y advertirte de que deberás defenderte con fortaleza cuando te llegue el momento… Y ese momento llegará, oh, sí. ¿Podrás esconder el objeto de tu amor indefinidamente cuando es transparente hasta para mí que soy un ciego para las cosas de este mundo? No podrás y ese día suscitarás las iras de muchos y tendrás que luchar para salir indemne. —Se levantó y vino hacia donde yo estaba sentada presa de tal pánico que no era capaz de moverme—. A veces, la vida es dura, pero rara es la ocasión en la que no busca compensar de sus rigores a quien los padece. Mi pequeña y bella África. Me pregunto a veces…
Pero cerró los ojos y no dijo más porque en ese momento se abrió la puerta del estudio y entró Alicia.
—Os vengo a llamar —dijo.
—¿Ah? —dijo el tío Adolfo.
—Han venido Ramona y Armando y Carlos que trae una máquina nueva de hacer fotografías y pretende que bajemos al patio para retratarnos.
—Pues ahora bajaremos —contestó el tío Adolfo y, mirándome, añadió—: Y chitón y recomponte esa cara, que quienes te queremos te defenderemos. Siento haberte asustado. No quisiera haberlo hecho, pero sé que debo ponerte en guardia. Si no, la vida tiene ésta manía de jugar malas pasadas a la buena gente, ¿eh?
Bajamos al jardín de la casa del tío Adolfo. La casa era muy sencilla, cuadrada, con un porche de piedra en el frente, una puerta de cristales, una pequeña fuente redonda a la derecha y una gran palmera a la derecha de ésta llenando todo de sombras que se mecían despacio al ritmo de las palmas. Recuerdo bien que, cosa curiosa, todos íbamos de blanco. Hasta Carlos que, con la excusa de que la temporada taurina había pasado y no había corridas, se había dejado crecer un bigote ridículo. No le gustaba que le hicieran fotos (dijo enfadado que él venía a hacerla, no a posar, «carajo») y se puso en ésta a regañadientes y dándonos la espalda. Aun cuando no se me había pasado el susto de mi charla con el tío Adolfo, la situación me pareció cómica y llena de ternura y tuve que aguantarme la risa.
Adolfo y Ramona se sentaron en sendos sillones de mimbre en el centro, frente a la puerta de cristales, yo me encasqueté una pamela blanca que había traído y me puse a mirar hacia la cámara en actitud que me parecía desafiante hacia el mundo entero. Carlos apoyó el pie en la fuentecilla aparentando indiferencia. Fue el tío Armando el que sacó la foto. La guardo en una caja de zapatos que algún día descubrirás en el fondo de mi armario.
Aquella noche en la cama, arrebujada contra Carlos, le conté lo que me había dicho Adolfo el poeta.
—Tengo miedo —le dije—, tengo miedo de lo que nos podría pasar si nos descubrieran, del escándalo que se podría armar…
—¿Un escándalo te da miedo? —dijo riendo y abrazándome bien fuerte.
—No, no, mi amor. Lo que me da miedo es que me puedan forzar a marcharme de aquí, a volver a Madrid…
—¡Pero qué ocurrencia más ridícula! Bah, ni lo pienses —dijo él—. ¿Quién va a poder conmigo, eh, chamaquita?
¿Quién iba a poder con él? ¡Dios mío!
Nunca llegábamos a dormir la noche entera en su cama, por supuesto. Siempre, a alguna hora imposible de la madrugada, me llevaba a casa. Y yo siempre me despedía con un susurro fuerte para que pudiera oírse por cualquier ventana abierta si alguien estaba esperando mi llegada: «Gracias, Luis. Hasta mañana, Carlos y Carmela», o Lupe o Malena o Andrés, lo que fuere, lo primero que se me pasaba por la cabeza.
Durante la temporada que Carlos había pasado en España hacía ya año y medio, había tomado la costumbre de ir a la tienda de modas de la tía Ramona y trabajar en ella. Lo cierto es que era entretenido. Los resultados empezaron a ser magníficos y muy rentables porque las chicas de la buena sociedad mejicana la habían puesto de moda. Son muy cotillas y sospecho que venían a ver en persona a la «gachupina virtuosa» que era prima de Carlos Mata, el diestro del momento. Imagino que también, y sobre todo, esperaban ver a Carlos en alguna ocasión. Bueno, que vieran a quien les diera la gana. La tía Ramona, que tenía un innato sentido del negocio, estaba encantada y, sin necesidad de establecer más formalidades, tomé la costumbre de ir todos los días, incluso después de que Carlos regresara. Hubiera sido difícil y demasiado revelador ausentarme de la tienda. Sólo cuando encontrábamos una excusa para hacer un viaje, desaparecía por unos días y nadie me decía nada.
De todos modos, me encontraba tan viva, tan en tensión, tan apasionada por todo lo que me rodeaba y me estaba pasando que era incapaz de sentir cansancio y no me importaba dormir apenas dos o tres horas después de haber pasado diez en brazos de Carlos y acudir puntualmente al trabajo al día siguiente. Y así pasaban los días y las noches, las semanas y los meses sin sentir.
Había algunos ritos mecánicos con los que cumplía regularmente: escribir a Martita y a los abuelos, mandar dinero para el colegio de la niña, cosas así. Pero me tenía que detener de vez en cuando para calcular cuánto tiempo había pasado desde la última vez en que había hecho esto o aquello. Sólo en alguna ocasión, la tía me dijo:
—Chamaquita, tienes que dormir un poco, que te van a llegar las ojeras a los pies. Y eso que te sientan bien, ya ves, niña.
—¿Y si no lo hago ahora, cuándo lo voy a hacer?
—¿La juerga, dices?
—Sí.
Se rió.
—Es cierto: se tienen veinte años una vez en la vida. Lueguito empieza a caérsele a una todo lo que se suele vencer con la ley de la gravedad, que son muchas cosas, chamaquita, ¿y quién te lo va a agradecer? Que la Guadalupana te bendiga, hija, ándele. Sólo téngame cuidado con las otras cosas de por ahí abajo y no me vaya a dar un sobrino-nieto porque se armaría la marimorena, ¿no es cierto?
Me abrió una cuenta en el banco y en ella empezó a depositar regularmente cantidades de dinero, lo que ella llamaba «el sueldo que te corresponde; no lo uses, así lo tienes ahorrado para cuando te traigas a tu chamaquita, ¿no?».
¿Cuánto tiempo había pasado desde mi llegada de España? Daba igual. Me daba lo mismo. Lo hablábamos Carlos y yo y decidíamos que en algún momento íbamos a tener que precipitar las cosas para resolverlas de una vez. Éramos tan felices que nos era indiferente todo. Pero finalmente decidimos que el único modo de hacerlo era consiguiendo mi divorcio. A nadie sorprendería puesto que hacía tiempo que lo hablaba con la tía Ramona. Lo único verdaderamente sorprendente sería el final de la historia.
Pero una madrugada, muchos meses después de mi charla con el tío Adolfo el poeta, cuando entré en casa y, como de costumbre, fui a la nevera para beber un vaso de agua o un zumo de piña, no lo recuerdo muy bien, el tío Armando estaba sentado en una de las sillas, con los codos apoyados en la mesa blanca, esperando. Delante tenía un vaso de whisky lleno de hielo y a medio beber.
—La bella África —dijo con su tono suave de siempre. Se llevó dos dedos a la perilla y la alisó. Llevaba puesto el pijama y una bata a cuadros y, en la mano izquierda, un libro que tenía cerrado sobre el índice para no perder la página que había estado leyendo—. No podía dormir y decidí esperarte para alegrarme la vista con tu llegada. —Sonrió.
—Hola, tío. ¡Pero si es tardísimo! ¿Cómo estás despierto a estas horas?
—Siempre estoy despierto a estas horas. Te oigo llegar todas las noches, ¿sabes? Siempre he sido poco dormilón. Cinco, seis horas, a veces menos. Hasta cuando era estudiante en San Petersburgo, prefería la juerga y la cerveza a la buhardilla y la cama. Y no te quiero decir los libros… En realidad, la buhardilla fue una conquista social mía frente a mi padre. —Sonrió—. Querían que me quedara en el palacete que tenían en la avenida Nevski, pero les convencí de que si iba a estudiar a la universidad, lo menos que debía hacer era vida de estudiante.
—¿Cómo era San Petersburgo?
Puso los ojos en blanco.
—¡Ah, San Petersburgo! La ciudad más bella del mundo. Inmensas avenidas, un palacio detrás de otro, cúpulas doradas de las iglesias reflejando vivamente el sol del verano, los días largos y perezosos al borde del río Neva. ¿Sabes lo que era verdaderamente maravilloso? Que los palacios estaban pintados de miles de colores diferentes: rojos encendidos, azules, verdes, marrones, amarillos; los parques eran inmensos con grandes extensiones de yerba y árboles gigantescos. Y luego, en invierno, todo se cubría de nieve, el río se helaba, pero no poco a poco, sino así, plaf, de golpe, de un momento a otro y quedaban congeladas las olas durante meses, como si las hubieran sorprendido con un encantamiento…
—¿Lo echas mucho de menos? —Cogí una silla y me senté enfrente de él.
—¿Mucho de menos? Pues supongo que sí, África. Era una ciudad maravillosa, era maravillosa para vivir. Y un día, vinieron los bolcheviques y la ensuciaron —dijo con desprecio. Era la primera vez que le oía hablar con tanta pasión—. Lo destruyeron todo, lo llenaron de sangre… —Sacudió la cabeza—. ¡Ah! No se la merecían. La habían conquistado con valor para que la suerte de los ciudadanos mejorara y los traicionaron. Qué quieres que te diga. Yo era hijo de un gran duque, sobrino del zar, nada menos —sonrió—, y, por tanto, era un privilegiado. Vi la que se nos venía encima y hasta me quedé unos meses para ver lo que los bolcheviques hacían con su famosa revolución. ¡Nada! Nada de nada. Y me fui.
—¿Viniste aquí?
—No. Al principio, como todos, fui a París. Pero París era igual que San Petersburgo, una ciudad para privilegiados. Y un buen día, cogí el petate como se dice aquí y crucé el Atlántico. Acabé en Méjico de casualidad, ¿sabes? Fíjate cómo sería yo de terco que creo que vine aquí porque, cuando Stalin expulsó a Trotski de Rusia, y él se refugió aquí, yo le seguí porque quería hablar con él y preguntarle por qué.
—¿Y hablaste con él?
Hizo que no con la cabeza.
—Nunca dejaron que me acercara a él. ¿Tú me ves aire de asesino revolucionario? Pues a mí los que le protegían no me dejaron y ya ves, a Ramón Mercader, sí. Estos mejicanos nunca entienden nada… Tuve suerte, eso sí, porque, en lugar de hablar con Trotski, acabé conociendo a tu tía y me casé con ella… —Sonrió nuevamente—. ¿Y tú, bella África? ¿A quién has tenido la suerte de conocer?
Me encogí de hombros y fui incapaz de mentirle. El tío Armando dio un largo suspiro.
—¿Sabes? —dijo después de un largo silencio—, María es una mujer muy volátil. Es como un explosivo inestable… Me temo que sus reacciones son muy imprevisibles. En el fondo, puede pasar de la calma a la furia así —chasqueó los dedos—, en un segundo y entonces es capaz de cualquier cosa, hasta de sacar un cuchillo y clavárselo a alguien.
—Pero tío, yo…
Cerró los ojos mientras movía imperceptiblemente la cabeza de derecha a izquierda. Luego quitó el dedo índice de donde lo tenía colocado en el libro que estaba leyendo y lo apartó empujándolo hacia el extremo de la mesa.
—Sé lo que es el amor, África, lo sé bien. Es ciego y sordo. No atiende a razones y produce un exquisito dolor, como de agujas, que hace que se extravíe el buen sentido y se pierda la prudencia…
—Pero…
—Déjame terminar. Llevo meses observándote y conozco bien tu amor por Carlos. —Alargó sus manos y tomó una de las mías entre ellas—. Has palidecido. Sí, hija: hace meses que Ramona y yo intentamos distraer la atención de María…
—¿Por qué no me lo habéis dicho? —protesté. De pronto noté que empezaban a resbalarme las lágrimas por las mejillas. Estaba aterrada.
—Ah, pero sí que te lo advertimos. Adolfo te puso en guardia hace tiempo, pero temiendo dañar tu amor, lo hizo con gran prudencia, simplemente para que tomaras precauciones. Puede que nos equivocáramos y que fuéramos demasiado discretos. Ramona creía que diciéndotelo Adolfo harías caso y te harías cauta. Luego, como andamos preocupados con la salud de Alicia, hemos estado pensando en otras cosas. Ya ves cómo ha adelgazado, ¿verdad? Me parece que tiene una suerte de anemia, pero, poco a poco, va mejorando, gracias a Dios. Por eso nos hemos fijado menos en vosotros. Y es bien cierto que, durante un tiempo, hasta nos pareció que vuestra prudencia era mayor y pensamos que acaso podríais disimular frente a María lo que era evidente para nosotros… al menos hasta que la vida os permitiera fugaros, escapar, hacer lo que tuvierais planeado para romper las amarras. —Sonrió nuevamente pero esta vez con cierta tristeza—. ¿Por qué no lo hicisteis?
—¡Oh, Dios mío! Porque estábamos tan… tan seguros, tan invencibles, tan fuertes frente a todo, que dejábamos que pasara el tiempo sin darnos cuenta. No queríamos pensar en los problemas, en Martita, en el divorcio, en mis padres y mis hermanas…
—¡Ah, ya! Si cerrabais bien los ojos, los problemas se irían lejos. En Rusia decimos: ciégate y tu alma se fugará a Siberia; luego abre los ojos y tendrás que volver andando. —Apartó su mano izquierda para tomar el vaso y beber un sorbo de whisky. Me miró fijamente—. Es capaz de todo, África. Protégete.
—¿Ya lo sabe? —pregunté recuerdo que con un hilo de voz.
El tío Armando se encogió de hombros.
—¿Y quién lo puede decir? Nos parece que sospecha algo, pero nada nos ha dicho. Nunca ha sido muy comunicativa, especialmente con nosotros. No creo que le parezcamos muy interesantes…
—¿El tío Adolfo le parece poco interesante, un poeta famoso como él? —Me di cuenta del menosprecio hacia ellos implícito en mis palabras—. Uy, perdona, tío. No quería decir que tú y la tía…
Levantó una mano sonriendo.
—No, no, ya lo sé, ya lo sé. Sé lo que quieres decir: si a María le gustan la fama y las gentes famosas, se sigue que Adolfo Anglés debería ser para ella algo así como un Dios…
—Y en realidad, vosotros también. Tú, sobrino de un zar…
—Bah. Nunca hice alarde de ello. Nunca me interesó gran cosa el color de mi sangre y además en Méjico, cuando yo llegué, lo importante era la revolución bolchevique. Todo el mundo estaba de parte de quien estaba salvando al pueblo ruso y no de parte del hijo de uno de los explotadores. —Sonrió—. María y Adolfo nunca se han llevado bien. Ramona dice que, desde pequeños, se tenían antipatía instintiva. A María le parecía que Adolfo era un bohemio sin futuro y a Adolfo le parecía que ella era una sinsustancia. Ya ves. Luego acabaron ambos en Méjico… ¿Sabes? Hay dos clases de Anglés: los unos son todo corazón y los otros, todo convencionalismo. No diré que todo cabeza, porque tu padre, por ejemplo, es una bella persona, nada calculadora, aunque tan rígido y tan honrado que no hay cosa que suavice su inflexibilidad. No, es María. María es distinta. María es… como la piedra.
—¿Pero por qué podría ella querer que Carlos y yo nos separáramos, si es evidente que nos queremos y no hacemos mal a nadie? ¿Qué más puede ella querer que la felicidad de su hijo?
El tío Armando meneó la cabeza.
—Ay, África, ella quiere el prestigio social, la gran familia rancia de Méjico, un título español antiguo —separó las manos con las palmas hacia arriba—, la gloria…
—Y yo soy…
—Y tú, que eres bella y adorable y buena, no eres nadie. Una prima, la pariente pobre. Una separada. Fíjate que creo que María instintivamente piensa en ti, ahora que te has convertido en una amenaza para ella, como en alguien francamente inmoral. ¡Ha!, una divorciada. Como si tuvieras la culpa…
—Pero ¿qué podemos hacer?
—Daros prisa, chamaquita —dijo la tía Ramona desde la puerta.
Me di la vuelta sobresaltada. Debía de llevar un rato largo escuchándonos porque estaba apoyada en el quicio con los brazos cruzados. En la mano derecha tenía un cigarrillo manchado de carmín y a medio fumar. Me puse de pie y fui hacia ella. La abracé.
—Ay, tía, Dios mío, ¿qué podemos hacer?
Me separó sujetando mis brazos con sus manos.
—Pues ándele, mijita, lo que tengáis que hacer, lo hacéis bien aprisa. Pero, sobre todo, se lo tienes que contar a Carlos. Es tan pánfilo que es capaz de no haberse dado cuenta de nada. No lo dejes para muy tarde que esta pinche de hermana mía es capaz de todo.
Pero ya era tarde, Javier. Ella ya lo sabía y ya había decidido destruirnos. Y yo volvía a lo que era propio de mi vida. Salía del espejismo.
En realidad, la tía María debía de pensar que le más sencillo era conseguir que yo me volviera a Madrid: si su hermano, mi padre, me había sometido con facilidad, obligándome a volver a su casa después de mi matrimonio fracasado, enterarse de que yo estaba teniendo una aventura con mi primo hermano produciría en él una reacción aún más fuerte, más firme, porque a cualquier otra consideración se antepondría el escándalo moral, el concubinato público, qué sé yo, lo primero que se le pasara por la cabeza.
Ahora que han transcurrido tantos años, y que lo veo todo con la distancia del corazón roto, comprendo que en las consideraciones de la tía María no sólo pesaba un esnobismo desenfrenado, sino que sentía celos, un amor posesivo de madre que hacía que estuviera dispuesta a impedir a toda costa que nadie le quitara a su hijo Carlos. Y yo se lo había quitado, había hecho que Carlos pusiera a su madre en un segundo plano. ¿Complejo de Edipo? ¿Complejo de Edipo al revés? No sé. Sólo sé que ella no podía tolerar que alguien fuera capaz de relegarla a un papel que no fuera el de periquita absoluta de todas las salsas. Pero ya ves. Como decía tía Ramona, celos o no celos, esnobismo o no, amor egoísta o desprendido, ella iba a destruirme.
Cuando a la mañana siguiente le conté a Carlos mi conversación de la madrugada con el tío Armando y las advertencias de la tía Ramona, se rió. Él era joven, igual de joven que yo, pero, al revés que yo, impulsivo y sobre todo optimista: nada le había ido nunca mal en la vida y pasaba por encima de las contrariedades ignorándolas. Como si no existieran. Podía con todo.
—África, mi amor —me dijo, poniéndome una mano debajo de la barbilla, como si estuviera convenciendo a un niño pequeño—, no existe fuerza en el mundo capaz de separarnos. ¿No lo entiendes? Y ya que mi madre sabe lo nuestro y querrá impedirlo, lo mejor es que vayamos a enfrentarnos con ella de una vez, pongamos las cartas sobre la mesa y le expliquemos que, en lo que a ella respecta, nada de esto nuestro tiene remedio. De modo que se va a tener que aguantar.
—Pero no sabemos si lo sabe. Los tíos creen que sí y me da mucho miedo. ¿No será mejor hacer como que no pasa nada?
—Ya. —Hizo un gesto displicente—. No, mujer. Las cosas claras. Y si no estamos seguros de lo que sabe o deja de saber mi madre, pues vamos a enterarnos, ¿no te parece?
—No sé, Carlos, no sé. Me da miedo.
—Te lo prohíbo, África. Te prohíbo que tengas miedo. Estando yo a tu lado, nada debe asustarte. —Cerró los ojos un momento y, cambiando de tono, añadió—: Mira, tengo que resolver esta mañana unas cosas de La Morucha, nada, una punta de vacas que tengo que comprar, y luego te vengo a buscar y nos vamos a visitar a mi madre. Y si le gusta, bien, y si no, pues bueno. —Sacudió la cabeza con una media sonrisa—. Tenerle miedo a mi vieja…
Las cosas nunca vienen solas, claro.
Aquella misma mañana llegó la carta de mi padre conminándome a volver a Madrid. Era obra de la tía María, lo adiviné en cuanto la leí. Seguramente no había hecho más que deslizar unas cuantas acusaciones veladas sobre mi comportamiento, pero sabía muy bien en qué oído las deslizaba: si la honra de la familia o de uno de sus hijos estaba en peligro, mi padre reaccionaría sin ningún género de duda. Al mismo tiempo se veía que ella había tenido buen cuidado de que la orden de regreso dada por mi padre (extraída a papá, debería decir) no fuera a resultar tan provocadora que, en vez de obedecerla, me hiciera liarme la manta a la cabeza y tirar los pies por alto.
En aquellos momentos yo estaba muy confusa y no acababa de comprender lo que estaba pasando. Pero ahora sé hasta qué punto la tía María había querido ser sibilina y no mostrar su juego: simplemente con contarle a mi padre algunas verdades o medio-verdades cuidadosamente elegidas, había conseguido el efecto deseado sin que nadie sospechara de ella, ni ella tuviera necesidad de enfrentarse con nadie. Mucho más tarde me enteré de que la tía María había viajado especialmente a Madrid (a todos nos había dicho que iba a Buenos Aires; ¡y pensar que Carlos y yo nos habíamos reído diciéndonos que iba a visitar a ese novio que debía de tener en Argentina!), para hablar con mis padres como quien no quiere la cosa y que llevaba tramando mi marcha desde hacía meses. ¿Cómo puede nadie ser tan calculador, estar tan lleno de doblez?
Rompí la carta de mi padre en cuanto la hube leído precipitadamente una sola vez y ya no la recuerdo muy bien. Pero el sentido estaba clarísimo. ¡Cómo había sido manipulado! No decía más que lo que la tía había querido hacerle decir. Debía volver a Madrid porque mi estancia en Méjico no estaba teniendo los efectos deseados, había llegado la hora de que me ocupara seriamente de Martita y nada de llevármela a Méjico, un país ateo y liberal en exceso. Además, tanto él como mi madre empezaban a envejecer y necesitaban de la ayuda de la que mi viaje allende los mares les había privado. Cosas así, Javier, pero escritas en tono tan serio y tan convincente que si yo no hubiera sabido lo que había detrás de ellas, mi mala conciencia se habría resentido de verdad. Mi tabla de salvación fue el amor de Carlos, que para mí era como una roca. ¿Recuerdas la novela Cumbres borrascosas? Seguro que sí; creo que es el único libro que te he recomendado en mi vida. Lo hice porque, aunque tú no supieras la razón, me parecía que describía mi amor por Carlos (en realidad, el amor de que es capaz una mujer) de la manera más expresiva. En un momento de la novela, dice ella: «mi amor por Heathcliff es como las piedras que están debajo: ¡yo soy Heathcliff!». Pues así era mi amor por Carlos y por eso me daba la sensación de que estaba a salvo de cualquier peligro. Y por eso, aquella mañana decidí desobedecer a mi padre por primera vez en mi vida. No pensaba volver a Madrid. Me quedaría en Méjico a luchar por lo único que me valía la pena.
¡Oh Dios mío, Javier, cuántas veces me he arrepentido de haber desafiado mi destino de una manera tan irreflexiva! Dios me castigó, ya lo creo que me castigó, porque en mi obsesión por defender mi felicidad estuve dispuesta a sacrificar a Martita. ¿Que no me dejaban a Martita? ¡Pues que se quedaran con ella! ¿Te das cuenta del grado de monstruosidad a que me había llevado mi egoísmo? ¿Comprendes ahora por qué me siento tan culpable?
Poquito a poco todo iba volviendo a su cauce. Poquito a poco iba yo recordando, allá en el fondo de mi alma, muy adentro, que no estaba hecha para ser feliz. Me entró la sospecha, además, de que si permanecía mucho al lado de una persona, fuese quien fuese, le contagiaría mi tristeza o todas mis desgracias. Así lo habían comprendido, creía yo, el tío Adolfo, la tía Ramona y el tío Armando. Me parece ahora que percibieron que no había lugar en mi corazón para la felicidad y que se resignaron a que eso fuera lo que mandaban los hados. Me había tocado la mala lotería.
Y al mediodía aquél, Carlos y yo no llegamos a hacerle la solemne visita a su madre. Todo encajaba.
Nadie, salvo el tío Adolfo, sabía que desde meses atrás, Alicia, su mujer, la mujer del poeta, estaba invadida por el cáncer y que no había sido posible hacer nada no ya por salvarla sino por alargar su vida. Nada. Ya te he dicho que la veíamos adelgazar y nos preocupaba, sobre todo los que la conocían de antiguo, pero no entendíamos nada más; todo lo más, pensábamos que padecía anemia y que había que darle hierro. Como tenía altibajos y a días parecía encontrarse mejor, veíamos signos de recuperación. Durante las últimas semanas de vida, Alicia sufrió horrorosamente en silencio para no entristecer al tío Adolfo con la noticia de su muerte irremediable. Y él sufrió en silencio para no decirle cómo se estaba muriendo. Los dos la vieron morir sin poder hacer nada y sin consolarse el uno al otro para no entristecerlo. ¿Puede existir algo más doloroso? Aquella mañana, el cuerpo de Alicia se rindió y hubo que llevarla precipitadamente a la clínica, muriéndose a chorros.
Curiosamente, fue la muerte de Alicia la que prolongó mi estancia en Méjico por unos meses, porque lo paralizó todo. Todo quedó en suspenso. El tío Adolfo se quedó como huérfano de todo, inmóvil, sin nada que hacer más que sufrir. Su hermana Ramona lo sentenció en seguida: «Adolfo no durará mucho; no puedes perder media vida sin que se te vaya la otra media detrás. Durará unos meses solamente. ¡Pobre Adolfo! Alicia era sus manos, sus pies, su sola orientación».
¿Pobre Adolfo? ¿Duraría poco? ¿Alicia era sus manos, sus pies, su orientación? ¡Ya me acordaría yo de eso! Porque ¿qué era Carlos para mí si no?
Me fui a vivir con el tío Adolfo, a pesar de sus protestas de que quería quedarse solo. Le convencimos diciéndole que sería por unas semanas únicamente, para que alguien se ocupara de hacer las cosas prácticas de la casa.
—¿Prácticas? ¿Qué cosas prácticas quedan por hacer aquí? —preguntaba él, sin embargo, como si todo fuera superfluo.
—Ninguna, Adolfo, mijito —le dijo la tía Ramona—, sino cuidarte un poco hasta que te valgas por ti mismo.
—No me quiero ya valer. ¿No ves que ya no valgo nada?
Pasaba horas en su sillón frente a la mesa camilla con la mirada perdida en algún sitio remoto. No decía nada, ya no escribía ni declamaba ni arrugaba papeles que descartaba. Sólo permanecía inmóvil mirando a la pared. En una ocasión dirigió la vista hacia mí y pareció sorprenderse de encontrarme allí. «¿Me traerías una copita de orujo?», preguntó con voz muy tenue. Me levanté, rebusqué en el aparador del salón, encontré la botella y un pequeño vaso y le serví un poco de licor de orujo. Se lo dejé en la mesa camilla, donde solía ponerlo Alicia. El tío Adolfo me miró como si no comprendiera. Tenía los ojos anegados en lágrimas. Alargó la mano, cogió el vasito y se lo llevó a la nariz para olisquearlo. Te juro, Javier, que nunca he visto un gesto más desesperado, más solitario en toda mi vida. ¡Qué tristeza más espantosa! Por la mejilla le resbaló una lágrima y fue a caer en el licor, enturbiándolo un poco, opacándolo.
Carlos venía por las tardes y las pasábamos juntos, hablando en voz baja en el salón para no molestar así al poeta en su estudio. Y con los últimos rayos de sol, llegaban los demás. Entonces nos acercábamos a la habitación del tío, lo rodeábamos silenciosamente e intentábamos darle calor con nuestra presencia. Nos miraba a todos ausente.
Muchos días, la tía Ramona nos empujaba a Carlos y a mí a que nos fuéramos a dar un paseo para refrescarnos. En más de una ocasión la pura tristeza nos llevó a refugiarnos en la pasión, a consolarnos abrazados, piel sobre piel.
Era noviembre y comenzaba la temporada de toros. Carlos tenía contratadas muchas corridas y no podía ya acudir cotidianamente a la casa del poeta. Una vez dijo: «Adolfo, ¿por qué no te vienes en el carro con los peones hasta Guadalajara a verme torear como en los viejos tiempos? Ándele». Pero el tío Adolfo no hizo ademán de haber oído y Carlos no insistió.
Escribí a papá y le conté los detalles de la muerte de Alicia, explicándole que me quedaba un poco más en Méjico para hacer compañía a su hermano. Di por asumido que nadie discutiría tan sensatas razones y así fue: papá escribió dándome permiso para quedarme un poco más.
María venía poco por la casa de su hermano y, cuando lo hacía, traía la mirada torva, tenebrosa. Bueno, chamaquito, eso me parecía a mí, que tenía la conciencia culpable. Se lo dije a la tía Ramona y se encogió de hombros: «Bah, no hagas ni caso: es un fedor de mujer. Ni para los duelos tiene compasión. No piensa más que en sí misma».
María estaba siempre poco rato. Se marchaba corriendo. Le atoraba el pesado ambiente de desolación de aquella casa.
Pasaron las semanas y paulatinamente el orden volvió a nuestras vidas. Yo seguía viviendo con el tío Adolfo pero ya no le hacía constantemente compañía. Volvía a llevar una existencia relativamente normal, trabajando en la tienda, viendo a Carlos cuanto podía y aprovechando una vez más para dejar que corriera el tiempo sin pensar en responsabilidades, regresos o, casi, miedos. Hasta me hice la ilusión de que la tía María había decidido dejar correr el asunto y no meterse en camisa de once varas. Era no conocerla.
Un día, ya a finales de febrero, Carlos toreaba lejos y tenía que hacer noche en donde fuera. Ni lo recuerdo. Aquél fue el día. La tía María llamó por teléfono a la tienda. Descolgué y dije: «Bueno». Ella contestó: «Hola, África». La reconocí inmediatamente. Se me encogió el corazón del susto.
—Mira, África, tú y yo tenemos que platicar un poquito, ¿no? —Lo dijo con un tono muy suave, muy tranquilo—. Tú sabes que yo sé y aquí andamos mareando el chepescuincle, calladitos no se nos vaya a escapar. No vale la pena, ¿no te parece?
—Sí, tía. Me parece que tenemos que hablar.
—Pues, ándele. Hoy es buen día. ¿Qué te parece si te voy a buscar cuando cierres la tienda?
Todo mi ser me gritaba que no debía hacerlo, que allí había gato encerrado, algún peligro que no acertaba a adivinar, y que sería infinitamente mejor esperar a que volviera Carlos. Pero ¿qué me iba a hacer aquella mujer? ¿Hablar? ¿Insultarme? ¿Maldecirme? Bueno. Alguna vez tendría que enfrentarme con eso. Supongo que Carlos me había infundido algo de su optimismo y un poquito de su valor.
Dije que sí, que la esperaría.
Vino en su coche, conducida por el mecánico al que conocía bien porque durante meses nos había llevado de un lado para otro. De pronto, la tía María de hoy era de nuevo la de siempre. Igual de cordial y dicharachera que en los viejos tiempos, igual de parlanchína. Eso me infundió confianza.
«Vamos a casa», dijo y mientras el mecánico emprendía un camino que me era muy familiar, la tía se puso a hablar de mil cosas, de sus viajes, de lo mucho o lo poco que dormía (no me acuerdo muy bien), de cómo había sido el padre de Carlos («un sinvergüenza redomado»), del presidente de la República, Miguel Alemán, del que era buena amiga. Yo también conocía al presidente, menos, claro, de haberlo visto en fiestas de la buena sociedad; incluso una vez me sacó a bailar y me espantó a todos los moscones que revoloteaban a mi alrededor hasta que vino Luis Portazgo a salvarme de la quema. Aquellos éxitos sociales (los llamábamos devaneos) me daban igual, me resbalaban: durante casi tres años pasé por Méjico sin ver porque sólo tenía ojos para Carlos y solamente veía lo de afuera a través de él. Sé que es complicado de explicar, pero es así como lo siento. Mis recuerdos de Méjico son como fotografías, ¿sabes?, sacadas por Carlos con su máquina y pegadas en un álbum que luego me regaló para que me lo llevara al futuro. Parecía que no hubiera estado yo allá nunca y que sólo guardara una colección de imágenes. Me gustaría contarte cómo era el Méjico de hace veinte años, el Méjico que me hizo feliz, pero ni sabría porque no sé expresarme bien, ni sabría porque no me acuerdo.
En el mismo instante de entrar en casa de tía María, supe que algo iba mal. Había un olor fortísimo a alguna planta incandescente, vagamente parecido al del incienso, no desagradable pero sí tan espeso que embriagaba. A punto estuve de marearme y me tuve que apoyar en la barandilla de la escalera que arrancaba desde el vestíbulo.
—Huele muy fuerte, ¿no? —dije, y mi instinto me gritaba que me fuera de ahí.
—Ni te preocupes, chamaquita. Es el olor de la yerba que han echado después de que fumigaran la casa ayer. Aquello olía tan mal, a matarratas o yo qué sé, que decidí que pusieran este perfume. Un poco fuerte, ¿verdad? No importa. Me han asegurado que se pasará de aquí a mañana. Pero vente, vámonos arriba, que allí huele mucho menos.
Y me cogió del brazo para subir.
Puede que arriba oliera un poco menos. La verdad es que no lo recuerdo. El olor era tan pastoso, sin embargo, que resultaba angustioso.
Entramos en el saloncito contiguo a su habitación de dormir. La tía cerró cuidadosamente la puerta, encendió una luz, me dijo «siéntate» y se volvió para mirarme. Estoy segura de que di un respingo: en un segundo, su cara se había transformado. Ahora era una máscara pálida, llena de odio; ya no había sonrisa, sino rictus, y los ojos le brillaban con verdadera maldad. Parece que te estoy contando un dramón de los de novela rosa, pero te juro que María estaba tan cambiada y yo tan asustada que, si alguien me hubiera dicho que se trataba de la encarnación del demonio, lo habría creído a pies juntillas.
—¡Tú qué te has creído! —me habló con voz bronca, una voz que, de tanta furia como contenía, no era la suya—. Tú te has creído que puedes venir aquí, que puedes hacer que te acojamos como a una hija, que te tratemos mejor que a una princesa, tú que no eres nadie, ¿y que me puedes robar a mi hijo? ¿Eh? ¡Dime!
Negué muchas veces con la cabeza y por fin encontré el valor suficiente como para balbucear:
—… No… no, tía, no te robo nada… nunca he querido quitarte nada…
—¡Pues me has quitado a mi hijo! ¡Mi hijo! Tú que eres menos que nadie, una puta vulgar, una viciosa abandonada por su marido, ¿vienes aquí a engañar a Carlos y a hacerle perder la cabeza con tus malas artes? ¿Pero qué te has creído que eres? —Gritaba como una posesa, de pie frente a mí, con las manos en jarras y las piernas separadas.
—No soy nada, tía —negué otra vez. Todo lo veía borroso a causa de las lágrimas que me resbalaban por la cara—. No pretendo nada… Sólo nos enamoramos y…
María echó la cabeza hacia atrás y soltó una gran carcajada. Sólo que a mí no me sonó como una carcajada sino como un aullido vulgar.
—¿Os enamorasteis? ¿Tú? ¡Tú sólo pretendías hacer la puta para que te penetraran con una verga hasta el hígado! ¿Cuánto cobras por servicio?
Aquella bestialidad me asqueó. Sentir que las relaciones de Carlos conmigo, tan delicadas, tan apasionadas, tan intensas, eran despreciadas por su madre como si fueran una venta barata de mi cuerpo, me sublevó. Me puse de pie de un golpe, tan furiosa, tan fuera de mí, que María dio un paso hacia atrás. No sabría repetirte lo que dije; es más que probable que me pusiera a su altura en la vulgaridad. No lo sé. Sólo recuerdo que cuando dejé de chillar, dije:
—¡Te prohíbo que me insultes de esa manera! ¡Que nos insultes de esa manera! Porque cuando me dices esas cosas, se las estás diciendo también a tu hijo. —Me sequé las lágrimas con verdadera violencia.
—¡Ni te atrevas a hablar de él en mi presencia! Tú no eres digna ni de arrastrarte con andrajos por donde él pisa, ¿me oyes bien?
Yo era bastante más alta que ella y mi actitud debía de ser lo suficientemente amenazadora como para que, cuando di un paso hacia adelante, mi tía se apartara como si temiera que la fuera a pegar.
Respiré hondo tres o cuatro veces para calmarme e intentar razonar, primero conmigo misma y después, con ella.
—Mira, tía, yo no sé qué es lo que te ha dado —¡qué poco firme y convincente me sonaba todo aquello!—, pero yo no pretendo nada. ¡Déjame que hable, por favor! Será un momento sólo, un momento sólo… —Levanté una mano en señal de tranquilidad—. Me he enamorado de tu hijo. ¡Espera! Durante meses hemos sido felices. Nunca hemos dado escándalo alguno…
—… ¡Pero estáis a punto de darlo! ¡A punto de hacerlo todo público y cubrir de vergüenza a toda la familia!
—Nunca lo haría. Nunca haría nada que pudiera avergonzar a Carlos. ¿No lo entiendes? Sólo cuando yo sea libre…
—¿Libre, tú? ¿De qué? ¿De cuál puterío? ¿Eh?
Me juré que ya no volvería a perder la compostura.
—De ninguno, tía. Yo no soy ninguna puta. Soy sólo una mujer que es capaz de hacer feliz a tu hijo. ¡Yo! Y eso me llena de orgullo. ¿Por qué no se lo preguntas a él? ¿Por qué no le preguntas a él lo que siente por mí y qué es lo que quiere hacer?
—¿A él? ¡Si lo tienes embrujado, bajo un hechizo! ¿Qué le voy a preguntar? Sólo quiero una cosa de ti: que te alejes de él, que le olvides, que te vayas a Madrid y que desaparezcas de nuestras vidas.
—¡Pero dame una razón!
Me apuntó con un dedo y dio un paso hacia mí. Era una vez más dueña absoluta de la situación.
—Te voy a dar tres: una, que Carlos es mejicano y te juro que sólo se casará con una mejicana; dos, que nunca permitiré que una divorciada como tú comprometa su prestigio y el mío; ¡ha, una divorciada!; y tres, que una muchacha perfectamente conveniente espera casarse con él. ¿Te parece poco?
—Si son ésas, tus razones no me interesan ni tanto así. Pregúntale a Carlos. —Me temblaba la voz—. Sólo si él me dice que me vaya, me iré. Si él me dice que me quede, me quedaré. Y si me dice que por él vaya hasta el infierno, iré.
Entonces tía María me miró como si le sorprendieran mis palabras, como si de pronto hubiera comprendido que yo no era una adversaria tan fácil de derrotar. Dio tres pasos hacia la ventana y miró hacia fuera. No podía ver nada, porque ya era noche cerrada, pero estuvo así en silencio mirando a la noche, no sé, durante uno o dos minutos. Al cabo, pareció tomar una decisión. Se volvió hacia mí y dijo:
—¿Sabes, África? Nunca he sido religiosa. Nunca he creído en Dios, ni en el cielo, ni en los ángeles, ni en intervenciones divinas. Francamente, chamaquita, nunca he visto ninguna y yo, como santo Tomás, creo en lo que veo. ¿Eh? —Sus ojos, dirigidos fijamente hacia los míos, se habían oscurecido hasta parecer casi negros. Los tenía entre cerrados (¿se dirá entrecerrados?). Una vena muy gorda le cruzaba la frente de arriba abajo. Estaba horrorosa—. En cambio, sí he visto la magia de los chamanes, sí he estado con los huicholes en el desierto y he viajado por las estrellas con sus mezclas de peyote y he vuelto a la tierra. Y los he visto curar con sus pócimas y sus encantamientos. —Alzó un dedo—. Pero también he visto a los brujos castigar a los enemigos… No sé cuáles fuerzas manejan, pero son terribles, te lo aseguro, África. Cuídate de mi furia. —Se rió nuevamente—. Oh, sí. ¿Sabes de qué era el olor que notaste al entrar en casa? —Parecía enloquecida. Hizo que sí vigorosamente con la cabeza una, dos, tres veces—. Oh, sí. Ya lo creo que sí. Estás invadida por él. Es el olor de mi maldición, de la maldición de mi brujo, la maldición que te perseguirá hasta que te vayas, hasta que desaparezcas de nuestras vidas.
El corazón me latía con tanta fuerza que me pareció que se me iba a salir por la boca. Estaba empavorecida, aterrada, y, sin decir palabra, me abalancé contra la puerta.
Aún no sé cómo conseguí abrirla y luego bajar las escaleras corriendo y luego salir a la calle. Imagino que encontré un taxi o que fui corriendo hasta la casa de la tía Ramona, que no estaba muy lejos; apenas a unas manzanas. No lo sé. No soy capaz de recordarlo. La siguiente cosa que recuerdo es haberme arrancado las ropas que llevaba puestas y que tenían impregnado el olor dulzón a aquella yerba incandescente. Podía olerlo como si se me hubiera pegado por dentro de la nariz y muy abajo en la garganta.
Y después, estaba metida en la bañera y la tía Ramona me frotaba con una esponja de crin y me lavaba el pelo y todo el rato repetía: «Ay, chamaquita, ay, chamaquita».
Y luego, cuando estuve seca, me frotó con aceite por todo el cuerpo. Después me puse una bata y vino el tío Armando y estuvo hablando largo rato con su voz suave y calma. Eran palabras tranquilizadoras de las que sólo recuerdo el tono apacible como si hubieran sido un bálsamo.
—Pero ¿tú crees en esas cosas, tío? —pregunté por fin.
—¿En los encantamientos y maldiciones? —Sonrió—. No, claro que no, pequeña África. Como el vudú en Haití. No tienen entidad si no se cree en ellos. Sólo en la medida en que te dejes atemorizar conseguirán controlar tu voluntad. No. Te dije que María es mala, pero eso no quiere decir que tengas que hacerle caso o temer las cosas que pueda hacerte. —Volvió a sonreír—. A menos, claro, de que te quiera dar con un palo en la cabeza. No. No le hagas ningún caso.
La tía Ramona me llevó a la cama y me subió un chocolate bien espeso hecho por ella en la cocina. Olía fuerte a cacao y, sin embargo, no conseguía disimular la peste a incienso o al yerbazo cocinado por el brujo que me rascaba el fondo de la garganta. Bebí un poco del chocolate del tazón y un vaso de agua de un solo trago. Me recosté sobre la almohada y dejé que la tía Ramona me acariciara la frente y me pusiera unas compresas empapadas de colonia que me refrescaron. Pasaron horas hasta que, durante la madrugada, logré conciliar el sueño. Tuve unas pesadillas horribles.
Cuando me desperté, el sol daba fuerte sobre mi terracita y parecía infundir la confianza del día. Me olí las manos. La peste había desaparecido, aunque yo la tuviera bien grabada en la memoria. Ahora me olían levemente a agua de colonia y ese mero hecho me devolvió a la realidad, al mundo tangible de cada día, al aroma del café, a la necesidad de maquillarme. Las locuras de tía María, todavía aterradoras, me parecían distantes, más propias de un mundo de supersticiones baratas que del mucho más seguro de los consejos a la pata la llana de la tía Ramona y de las ironías del tío Armando.
Carlos no volvería hasta después de comer y sin duda ya había abandonado el hotel de la ciudad en la que había toreado la víspera; por más que lo pienso, soy incapaz de recordar cuál era; en el norte, creo. En cualquier caso, con lo mal que funcionaban los teléfonos y las demoras que había, no valía siquiera la pena intentarlo. De todos modos, en cuanto volviera a Méjico ciudad me llamaría.
Poco a poco, sin embargo, me fue volviendo más vivamente el recuerdo de la escena en casa de María y su crisis de locura. Pensé que no quería estar nunca más a solas con ella. Para qué engañarme: me daba un miedo atroz.
En fin, me encogí de hombros para darme valor y decidí gastar la mañana en ir a casa del poeta. Nada le había dicho y, aunque no me parecía que se diera cuenta de mis ausencias o que, tal como estaba su estado de ánimo, le importaran gran cosa, creí lógico darle una explicación. En el fondo, tenía la esperanza de que él, que estaba a medio camino entre el mundo mágico de su poesía y la realidad bien tangible de su tristeza, fuera capaz de explicarme lo que había ocurrido.
Sentado en su lugar habitual frente a la mesa camilla, me miró de forma ausente. Luego sonrió débilmente.
—Has vuelto —dijo—. Creí que te habías marchado para siempre a la francesa. —Y, ante mi mirada de sorpresa, añadió—: ¡Oh sí! No chocheo demasiado, ¿sabes? Me doy cuenta de lo que pasa a mi alrededor aunque no lo parezca. Ayer te fuiste a la tienda de Ramona, no volviste a almorzar ni a hacerme compañía. —Levantó el dedo como si estuviera regañándome—. Sé que saliste con María y, por la cara que traes, la muy tonta te dio un susto de muerte. —Rió suavito—. No. No creas que yo también tengo poderes de adivinación. Es que me lo ha contado Armando por teléfono. ¡Pobre África! Eres demasiado inocente para enfrentarte sola a ese disparate de mujer. María está tan obcecada por su ambición social que no entiende nada de nada. ¡Brujos! —exclamó con desprecio—. Confunde el tocino con la velocidad y no le falta más que ponerse un espejo en su habitación para preguntarle: y dime, espejito, ¿quién es la más bella del lugar? Bah. ¡Hábrase visto! Brujos le voy a dar a ella. No le falta más que andar con una muñeca que tenga un poco de tu pelo y pincharla con alfileres. ¡Qué disparate! ¿Y tú te asustaste?
—Es que habían hecho un encantamiento con yerbazo y olía muy mal y se puso tan furiosa y me gritó tanto que me asusté de verdad.
—¿Y olía peor que el humo de mi pipa? —preguntó con tono muy serio.
Entonces me acerqué a él y me incliné y le abracé. Se me saltaron las lágrimas.
—No, tío Adolfo, nada huele peor que tu pipa.
Me retuvo a su lado, agarrándome de la mano.
—Ah, mi virtuosa África, ¡cuánto estás dispuesta a sufrir por los demás! ¡Cómo estás de dispuesta a sacrificar tu felicidad para que otros no sufran! ¿Sabes? Hay gente así en el mundo… muy poca, pero la hay. Se les llama santos… —Su tono de voz era distante, cada vez más débil.
—¡Qué cosas dices, tío! Yo no tengo nada de santa…
—¿Sólo porque amas a un hombre y te entregas a él en cuerpo y alma? Los santos no deben ser de otro mundo. Son de éste porque, si no, su sufrimiento no significaría nada para ellos, no les costaría trabajo alguno. Dime, cuando María te prometía las iras del infierno, ¿qué fue lo primero en que pensaste?
Me quedé callada.
—En Carlos, ¿eh? En cómo impedir que Carlos sufriera. Te daba miedo, sí, pero el miedo es un sentimiento más que humano. No tiene importancia. Yo estoy siempre lleno de miedos y, ya ves, no me creo santo, pero tampoco mala persona. Ni egoísta. Pensaste en Carlos y en cómo evitarle algún mal. Es más: estabas dispuesta a dejarte la vida por él si eso era lo que habría de salvarle. ¿Verdad?
Asentí.
—¿A eso le llamas tú miedo?
Me dio unas palmaditas en la mano.
—Siéntate aquí a mi lado —dijo en un murmullo. Me senté en el brazo de su pequeña butaca y me incliné hacia él para poder oírle mejor—. Los profetas no existen, porque pensar que se puede predecir el futuro es una presunción llena de soberbia. Pero, África, te veo muy endeble, tan dispuesta a ceder, que me das inmensa tristeza. ¡Si yo pudiera decirte que no cedieras! Pero no puedo. A mí no me quedan ya fuerzas.
Suspiró y no habló más.
Estuvimos así largo rato, cada uno refugiado en su tristeza, el tío Adolfo con la cabeza apoyada en mi muslo y yo con los brazos rodeándole los hombros.
¿Qué me quería decir con que no cediera? ¿Cediera a qué? De pronto me pregunté qué haría yo si Carlos cediera. ¿Y si fuera él quién cediera? ¡No! Eso era imposible. ¡Si él era mi fuerza! Me pareció una traición pensarlo siquiera. No. Carlos, jamás. Era tan fuerte, que se reía de estas cosas, las despachaba de un plumazo, con un gesto displicente de la mano.
Y sentí dolor físico de no estar en sus brazos, de su ausencia. En ese mismo momento, le necesitaba más que a nada en este mundo. Miré al tío Adolfo, ensimismado en su soledad, y le comprendí del todo: cuando Alicia había muerto, él se había muerto tanto como ella; sólo seguía viviendo como un acto reflejo, simplemente porque no se le paraba el corazón. Si yo debía quedarme sin Carlos, moriría de la misma manera. Todo me daría igual. Dedicaría el resto de mis días a esperar a que se me detuvieran los latidos del corazón.
A media tarde (yo hacía rato que me había ido a mi rincón-observatorio y hojeaba lentamente un gran libro encuadernado con números del Blanco y Negro de cuando la República), sonó el teléfono. De un salto salí al vestíbulo, llegué al segundo timbrazo y descolgué el auricular.
—Bueno —dije con algo de sofoco.
—África. No te muevas de ahí que ahora mismo voy. —La voz de Carlos sonaba grave y seca.
Quise preguntarle qué pasaba, pero no me dio tiempo: ya había colgado.
Dios mío, Dios mío, pensaba yo, ¿qué puede haber pasado para que me hable así? Oh Dios mío, que no sea nada.
Carlos tardó menos de un cuarto de hora en llegar a la casa. Yo espiaba por la ventana del vestíbulo y, cuando vi que frente al portalón de entrada se detenía su haiga de torero, cubierto de polvo, con el botijo y los baúles aún encima de la baca, abrí la puerta de la casa y salí corriendo por el jardincillo. Carlos se había bajado del coche con el semblante grave y el ceño fruncido y no se movía de donde estaba.
—Oh Dios mío, Carlos, ¿qué ha pasado?
Me miró fijo, fijo y por fin abrió los brazos para que pudiera refugiarme en ellos. Me recorrió una ola de alivio y se me puso la carne de gallina: la severidad de su voz nada tenía que ver conmigo. Oh, gracias a Dios. Y allí mismo, en plena acera, me besó como pocas veces lo había hecho, con pasión, no, con pasión, no; con furia, con violencia. Después me agarró por la cintura, me hizo darme la vuelta, me llevó casi a rastras por el jardincillo, empujó la puerta de entrada, me empujó a mí, cerró de un taconazo y, sin dejarme parar, me hizo subir las escaleras llevándome sujeta por la cintura con ambas manos.
Ah, Javier. No se necesitaban palabras. No me hacía falta que me dijera lo que iba a pasar, lo que quería de mí. Ni siquiera me era necesaria la famosa intuición femenina. Cuando íbamos por el segundo tramo de escalera, yo ya me había desabrochado los botones de la blusa y él, desde detrás de mí, intentaba abrirme el cinturón. Por el descansillo quedaron mis zapatos y Carlos me arrancó el sujetador justo antes de que entráramos en mi cuarto.
Me tiró sobre la cama y me bajó la falda y la enagua y con las dos manos sujetándolas desde las caderas, me quitó las braguitas de encaje que él mismo me había regalado tiempo atrás. No sé cómo se desnudó. Yo le miraba y el deleite de mis sentidos era tal que sólo podía reparar en cómo iba asomándole la piel, en los detalles de su pelo negro rizándose sobre su vientre tan liso y tan fuerte, en los músculos de sus piernas y de sus hombros y de su estómago y en la violencia de su cuerpo.
No habló, no dijo nada. Me penetró y me amó con brutalidad total, sin una sola concesión a la ternura. Y cuando te lo cuento ahora y en los miles de veces en que he recordado aquel instante, sé que nunca me entregué tanto, nunca vibré más, nunca me sentí más fundida en un cuerpo que no era el mío y que sí lo era. Carlos fue totalmente mío y yo, totalmente suya. ¡Que alguien se atreva a decirme que no fue mi marido!
Mucho tiempo después, cuando empezó a haber sitio para la ternura, para los besos distraídos, para el escalofrío de un remanente de placer suscitado de golpe por una caricia tardía, exclamé:
—¡Dios mío, Carlos, el tío Adolfo está abajo! Lo habrá oído todo, ¡qué vergüenza!
Se rió y me hizo cosquillas en el ombligo con su barba mal afeitada.
—Ay, África, el tío Adolfo sabe bien lo que es el amor. —No dijo más.
Y al cabo de otro rato largo:
—Daría media vida por un vaso de agua. Me muero de sed.
Entonces me levanté, fui al cuarto de baño, llené un vaso con agua y regresé a la habitación. Cuando estaba cruzando el umbral del baño, Carlos levantó una mano y dijo: «Quieta, no te muevas». Me miró con tanto detenimiento que me dio la impresión de que se me calentaban los pechos y me subía una fuente de agua desde el vientre, pero no me importó, no me dio vergüenza, que mirara lo que quisiera, él había hecho que me sintiera orgullosa de mi cuerpo.
—La bella África —murmuró—, mía para siempre. Ven aquí.
Al llegar a Méjico ciudad, había llamado a casa de la tía Ramona y el tío Armando le había contado todo. Así de fácil fue. Creo que descargó toda la furia que llevaba contra su madre haciendo el amor en mí, pero de tal manera que supe, supe sin lugar a dudas que en aquel momento llevaba a su hijo en mi seno. Y Carlos me miró aquella tarde de un modo tan lleno que comprendí que él también lo sabía.
¿Qué puedo decirte, chamaquito? ¿Cómo puedo expresar lo que se siente al tener el amor instalado en el centro de una misma? Durante días y días floté en las nubes, olvidados las penas y los sustos. Con una delicadeza que hacía de él el hombre maravilloso del que me había enamorado, Carlos me trató con ternura, con diversión, con risa, con sensualidad y con preocupación. Rompió con todo durante diez días y nos fuimos a La Habana, a Varadero, a pasar nuestra verdadera, grande y completa luna de miel.
Antes de marchar, llamó a su madre. No había hablado con ella desde su llegada a Méjico ciudad. Yo quería irme de la habitación desde la que llamaba, pero Carlos me sujetó por la muñeca e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Madre? —Nunca le había oído usar una voz tan terriblemente seca, tan llena de desprecio—. No quiero volverte a ver en mi vida. No quiero saber más de ti. No quiero que me vuelvas a hablar. Adiós.
Colgó y se quedó en silencio mirando el teléfono durante unos instantes. Luego levantó la cabeza, me tocó suavemente entre los pechos con el índice derecho y lo deslizó hasta llegarme a la altura del corazón. En voz muy baja, añadió:
—Vamos, ven. Vámonos.
Y nos fuimos a nuestra luna de miel.
La plaza de toros de Méjico es la más grande del mundo. Allá caben cincuenta mil personas. Cuando te sientas en barrera, vuelves la cabeza y miras hacia arriba y aquello no se acaba nunca. Tanto suben las gradas que arriba del todo parece como si se inclinaran hacia adelante y te fueran a caer encima. Es puro color y griterío, puritito entusiasmo macho, que dirían allá. Carlos me había dicho muchas veces que lo más impresionante de todo era cuando los toreros se asomaban a la puerta de cuadrillas para hacer el paseíllo y, de pronto, sonaba un atronador «¡ole!». Todos lo gritaban con una sola voz. Carlos decía que después dejaba de oír casi todo y se concentraba en el miedo. ¡Oh, sí! Pasaba miedo.
Una vez le pregunté hasta cuándo le duraba el miedo en la plaza. Me dijo que hasta que salía el toro y le miraba salir de toriles y embestir y ver hacia dónde se acostaba y qué hacía con los pitones. Y luego salía solo al ruedo y miraba al animal y lo citaba de lejos. Cuando lo veía correr hacia él, de golpe comprendía que lo iba a dominar, que iba a nacerle doblar y encelarse con el capote. Y le daba la primera verónica y ya estaba. Ya no pensaba más en el miedo.
Ya sabes lo que viene, ¿no?
Aquel torazo era el de la gloria, el del triunfo. Aquel torazo era para mí, para lo que yo había sufrido, para nuestro hijo, para nuestro amor y nuestra vida juntos. Oh sí, Javier, mi chamaquito: era todo eso. Era como rezar el credo y tocar el cielo.
21 de marzo de 1952.
El día de la primavera de 1952 acabó conmigo.
Cuando Carlos tomó los trastos de matar, la muleta, el estoque y la montera, miró hacia mí y sonrió. Yo estaba a pocos metros de él, un poco a la izquierda, sentada en la barrera junto a Luis Portazgo. Muy despacio, se vino hacia mí. Se detuvo un momento antes para pedir permiso a la presidencia y luego siguió dos pasos más hasta encararse conmigo desde el albero.
Se quedó quieto, con la mano derecha caída a lo largo del cuerpo sujetando la montera.
Muy despacio, alzó la mano y me brindó la montera. Me puse de pie, muda de emoción, latiéndome el corazón como si fuera una máquina a vapor. Pensé que me desmayaría y debí de tambalearme ligeramente. Luis, notándolo, me sujetó por el codo, imperturbable.
Carlos no pronunció palabra. Simplemente se subió en el estribo y con un gesto muy suave me lanzó la montera.
Fue una faena memorable. Chamaquito: tú y yo hemos ido a decenas de corridas, lo hemos visto todo, hemos visto lo mejor. Nada es comparable a lo que hizo Carlos aquella tarde con aquel torazo. ¡Qué más da! Me llevaré a la tumba el recuerdo de cada pase, de cada muletazo, de cada desplante. De la cara de Carlos, con la boca torcida por el esfuerzo, sudoroso, desafiante y totalmente fundido con el animal.
Hacia mitad de la faena, Luis me cogió la mano y la apretó fuerte y ya no la soltó. Le temblaba de emoción.
Carlos cuadró al toro delante de nosotros. Quieto, sin humillar, con la boca abierta y los ijares sacudiéndosele del agotamiento, el torazo miraba fijamente a Carlos. Era un animal vencido pero fuerte, lleno de casta y de bravura.
—Va a matar al volapié —murmuró Luis.
Carlos levantó muy despacio el estoque y casi simultáneamente la muleta, para que el toro se viniera hacia él. Todo sucedió como a cámara lenta. Se volcó encima, del toro, girando el pie izquierdo y levantando el derecho para volar hacia afuera. La espada entró de un trallazo hasta la bola y mató al bicho. Lo mató, Javier, pero en el último estertor de vida, mientras Carlos se vaciaba hacia afuera, el toro levantó la testuz y le enganchó de lleno.
Lo vi perfectamente, Dios mío, vi cómo el cuerno derecho, un puñal tan grande como mi brazo, entraba en el pecho de Carlos como si atravesara papel. En el horror instantáneo de toda la plaza, en medio del griterío ensordecedor, oí a Carlos exhalar violentamente el aire que le quedaba en los pulmones y vi su cara de dolor terrible cuando el toro lo lanzaba hacia atrás. El toro estaba muerto, Javier, y cayó como fulminado por el rayo. Pero Carlos quedó tendido en la arena con los ojos cerrados, mientras una gran mancha de sangre se le iba extendiendo por el pecho. Yo le veía respirar, sabía que respiraba y quería saltar al ruedo para socorrerle.
Luis me pasó el brazo por los hombros y me mantuvo inmóvil. Le miré. Estaba pálido, desencajado y decía algo que me resultaba incomprensible.
¿Cuánto tiempo pasó? Una eternidad, apenas unos segundos, y ya las gentes de su cuadrilla, los otros toreros, los mozos de estoques, el apoderado, le habían izado en volandas y se lo llevaban corriendo hacia la enfermería. Cruzaron la plaza sin contemplaciones y parecía una ceremonia, un rito de muerte.
—Ven —me dijo Luis.
Le seguí como una autómata, escondiéndome detrás de su espalda, mientras él, dando golpes y empellones, se abría paso a toda velocidad. No sé cómo llegamos a la enfermería.
La primera persona con la que topamos fue el mozo de estoques.
—¿Cómo está? —preguntó Luis.
—Ay, mal, don Luis, muy mal.
Sé que di un aullido porque Luis me lo contó después. Estaba convencida de haber preguntado qué le pasaba a mi Carlos. Pero el mozo de estoques me entendió perfectamente.
—Le entró el asta, doña África, hasta muy dentro, pues… Ay, don Luis, el maestro está muy mal…
—¡Cállese, hombre! Está vivo, ¿no? Pues cállese… Hombre, Chano —dijo interpelando al apoderado que salía de la enfermería en ese momento—, di.
Chano vino hacia mí y me abrazó fuerte, fuerte.
—Está muy malherido, África, muy malherido.
—¡Quiero entrar ahí! —grité—, ¡tengo que entrar! Luis —imploré—, ¿no ves que se me muere?
—No dejan, África, los médicos no dejan. Ándele, que ésa es buena señal porque quiere decir que están luchando por su vida y lo van a salvar…
Pero yo empujaba hacia la puerta con tal fuerza nacida de la desesperación que les costó gran trabajo a los tres cerrarme el paso. Un momento después se abrió nuevamente la puerta del quirófano y salió un médico con la bata blanca toda manchada de sangre.
—¡Doctor, Dios mío! —grité—. ¿Cómo está?
Apretó los labios.
—No muy bien. Tiene una cornada muy profunda que le ha pasado a menos de un milímetro del corazón. No le ha matado, pero ha hecho mucho destrozo. Es fuerte, Carlos es fuerte. Yo creo que resistirá. Lo vamos a llevar en la ambulancia al hospital Español ahora mismo.
—Quiero ir con él.
—No puede ser, doña África. Está inconsciente y necesita de todos nuestros cuidados hasta que podamos operarle con garantías en el quirófano y con un buen equipo de médicos…
Suprema ironía: cuando salíamos corriendo de la enfermería para dirigirnos al hospital, entraba el alguacilillo con cara compungida llevando en las manos las dos orejas y el rabo del torazo que el presidente le había concedido en premio a su faena.
La espera fue larga. Pasaron las horas y nadie vino a contarnos lo que estaba pasando. Sólo llegaron noticias que la madre de don Carlos, doña María, estaba postrada en casa, incapaz de moverse, destrozada por lo que le había ocurrido a su hijo. Su administrador la mantenía constantemente al tanto. ¡Qué cinismo! La vieja pécora. Por fin llegaron tía Ramona y tío Armando y, al rato, el tío Adolfo. Todos me abrazaron como si fuera una viuda, Dios mío. ¿Puedes comprender lo que yo sentía, Javier?
¿Puedes comprender las preguntas que me hacía después de haber atisbado la felicidad? ¿De qué hilo pendía la vida de Carlos? ¿De cuál de mis culpas? ¿De qué pecado mío que tuviera él que purgar?
Y poco a poco, a lo largo de aquella tarde interminable, fui comprendiendo cuál era el precio que se me exigía para que él siguiera viviendo. De pronto me asaltó nuevamente el olor a yerbazo que creía olvidado para siempre, el hedor de casa de tía María. ¿Fue un truco del subconsciente? ¿Fue la maldición que ella me había echado con tanta saña? No lo sé, Javier, no lo sé. No lo sabré nunca ya.
La tía Ramona me miraba fijo, fijo. Ella sabía, porque conocía mis pensamientos y mis temores. Ella también supo sin lugar a dudas cuál era el precio. Lo supo con tanta certeza como si yo se lo hubiera contado. La venganza de María no era conmigo. Oh, no. Era conmigo a través de lo único que podía doblegarme: mi vida a cambio de la de su hijo. Espero que esa mujer esté ardiendo en los infiernos.
Me puse en pie y me acerqué lentamente a una ventana. Miré a la tía Ramona y ella también se levantó y se me acercó.
—Me voy, tía Ramona. Me voy a ir de vuelta a España.
No dijo nada. Asintió despacio con la cabeza, pero no dijo nada. Desde el otro lado de la habitación, Luis también lo comprendió.
En ese mismo momento, se abrió la puerta del quirófano y salieron dos médicos, aún con las batas puestas y las caretas asépticas colgándoles del cuello. Vinieron derechos hacia mí.
—Está muy grave —me dijo el que parecía el mayor de los dos—, pero se repondrá. Me da mucho gusto decírselo.
Yo ya lo sabía.
Perdí a mi hijo (imagínate, a mi hijo de dos semanas, dos semanas respirándome dentro) dos días después. Tuve una hemorragia muy fuerte, el cansancio, dijo el médico, el susto de la cogida de Carlos, el disgusto, la tensión. Esas cosas eran muy delicadas. Lo sentía mucho, me dijo, pero me recomendaba al menos una semana de reposo en la cama antes de emprender viaje.
¿Y a mí qué más me daba? ¿Qué más me daba? ¡Si me acababa de morir y sólo me quedaba esperar a que dejara de latirme el corazón!
Carlos preguntaba insistentemente por mí y le contaban que me había dado una depresión y que estaba recluida descansando. En cuanto me repusiera, le visitaría.
Escribí una larga carta a Carlos y se lo expliqué todo, hasta la pérdida del hijo que yo había querido tener más que otra cosa en el mundo. No es que fuera supersticiosa. Oh, no, Carlos: no es que crea en magias y males de ojo. Como dice el tío Armando, esas cosas solamente hacen daño si te dejas influenciar por ellas. Pero sé, lo sé, Carlos: si sigo en Méjico y a ti te pasa algo, yo tendría que matarme, me vería obligada a morir. Y prefiero privarme de ti y saber que estás vivo allá lejos a disfrutar un minuto más de tus ojos, de tus caricias, de tus besos sabiendo que mis labios y mi corazón son un peligro de muerte para ti. No sé si esto que te digo son tonterías. Sólo sé que me toca pagar. Me vuelvo a Madrid, de donde nunca debí salir. No. Te miento, Carlos: hice bien en salir porque si no lo hubiera hecho, ahora no sabría lo que es estar viva, lo que es estar llena de ti.
Antes de marchar, llamé a María.
—Me juras que no le pasará nada a Carlos —le dije a modo de saludo.
—Si no vuelves, no le pasará nada.
—Porque si le pasa, maldita María, volveré y te mataré con mis propias manos.
Y al final, Carlos se mató en un accidente de coche y yo no pude volver a Méjico a matar a María porque ella ya había muerto de vieja. Ya ves.
Cuando me enteré de que Carlos había muerto, había dejado de tener capacidad de reacción. Habíamos muerto los dos años antes. ¿Y sabes lo peor de todo, chamaco? Que hubiera preferido infinitamente morir juntos hace veinticinco años que vivir (¿vivir?), separados desde entonces por el miedo a una maldita superstición. Y ahora ya no me quiero morir.
Carlos me escribió, me llamó, me buscó, me imploró a través de Luis Portazgo, que hizo un viaje a España para decírmelo. Pero cada vez que tenía noticias suyas me volvía a asaltar el olor a yerbazo y corría a esconderme en la iglesia y a rezar aquellos rosarios ridículos e interminables que tú me veías rezar, mirándome como si fuera una beata enloquecida. ¡Si hubieras sabido!
Una vez más, la última, vino a España a torear. La noche antes de la corrida me llamó. Hablé con él, chamaco, no pude resistir la tentación de oír su voz y de imaginar su cara.
—África, África, no me voy a ir sin verte. —Se rió—. Es más, no me voy a ir sin ti.
El primer toro de la tarde, en el primer quite, le enganchó y le pegó un puntazo en el muslo. Mala suerte, dijeron los entendidos, era un buen toro y el maestro parecía venir con ganas de armar la de Troya.
Carlos llamó al día siguiente, pero ya no me puse al teléfono. Me escondí en casa de tus padres para que no me encontrara y di como excusa que Carlos estaba empeñado en hacerme la corte y que todo aquello era una tontería sin cuento.
Ya ves qué historia más anodina, Javier. Una historia sin historia que termina de forma vulgar. Así ha sido mi vida: una vida cualquiera, en la que sólo ha habido unos meses de excitación y el resto ha sido todo monotonía.
¿Y ahora vienes tú, veinticinco años después, a inquietarme nuevamente el corazón?
Carlos nunca volvió a dirigirle la palabra a su madre. Se casó, sí, con la muchachita mejicana de buena familia, pero si le conozco, lo hizo porque ya nada le importaba, salvo, quizás, tener el hijo que yo no le di. Así de retorcidas son las cosas de la vida. Los hombres sois así: un clavo saca otro. Cuando me enteré de que se había casado, me entristecí aún más. Había creído que siempre guardaría luto por mí, como yo por él. Pero no. De verdad que creo que nada le importaba ya nada. Y después comprendí que la culpa era mía, no suya. Era yo la que le había abandonado de aquella forma tan cobarde.
Fue otra culpa que echarme encima. Qué más daba: tenía todo el tiempo del mundo para expiar mis culpas. Y así acabó mi vida de Méjico.
Amanece. La noche ha sido larga y he estado escribiendo casi sin parar desde ayer, desde que tuvimos nuestra conversación en el jardín, allá abajo, mientras yo le daba con el pie a una rosa medio marchita y tú hacías dibujos en el albero del camino con tu zapato. Si no hubiera escrito de un tirón, creo que no habría tenido fuerzas para contarte todos mis secretos.
Ha llegado el momento de hablar contigo, chamaco, y de decirte adiós.
¿Sabes?, cuando te hablaba ayer por la tarde de cómo me violó Rafael en la noche de bodas, hale, como quien se come una manzana, me dio la risa de ver la cara de sorpresa que ponías al oírme decir esas barbaridades. Luego te dije que las pobres mujeres a las que en mis tiempos de juventud les pasaban esas cosas como a mí, si tenían suerte, acababan encontrando un buen amante que les enseñaba todo lo que el miserable que se había casado con ellas se guardaba para sus putas. Y luego te dije: «Yo no, ya ves». Ahora sabes que te he mentido.
Y después, de pronto, se me hizo insoportable tenerte a mi lado y no cogerte la mano y ponértela encima de uno de mis pechos y no apoyar mi cabeza sobre tu hombro y no agarrarte por los brazos y subirte corriendo a mi cuarto y, aprovechando que todos se habían ido al cine, desvestirte y besarte y hacer el amor contigo con todas las locuras que se me ocurrieran. De golpe, no me sentía nada madura, ni seca, ni dolorida. Oh, no: me sentía como si volviera a tener veinte años. Y, en vez de amarte, te pedí en voz baja que subieras a la casa y me trajeras una coca-cola. Como sustitutivo es bastante pobre, la verdad, pero no podía seguir adelante, no podía seguir poniéndome al borde de hacer una locura que me habría cubierto de ridículo.
Y lo comprendí todo una vez más: habían pasado los años, se me habían curado las heridas, estaba nuevamente al borde de conseguir la felicidad, pero me volvían a pasar la cuenta. Quien fuere, la vida, los hados, el destino, qué más da, me volvía a recordar que yo no había nacido para ser feliz. Y con una crueldad horrible, me volvía a hacer la jugarreta mientras yo envejecía sin remedio y tú llegas esplendoroso al mejor momento de la vida.
A lo mejor, si hubiera tenido más suerte antes a lo largo de toda mi existencia, ayer me habría arriesgado al ridículo de declararte mi amor y de sentir tu rechazo. La confianza en mí misma me habría dado valor y a lo mejor me habría importado poco. O nada. Pero ¿yo, África Anglés?
Y, justo en ese momento, me preguntaste si no recordaba un solo instante de dicha, ni uno solo, así dijiste: «Un solo instante de dicha, ni uno solo». Y te dije que no con la cabeza. Y fuiste cruel y me preguntaste si tampoco Martita me lo había dado y no pude mentirte. Sólo me callé mi viejo amor por Carlos porque si te llego a decir que había amado apasionadamente, no habría sido capaz de callarme que seguía teniendo vida para amar apasionadamente y tendría que haberte confesado que ya te amaba apasionadamente. Y… ¿qué quieres, chamaquito? No me dio el corazón. No más.
¿Y de ti qué hubiera sido mi pobre amor?
Adiós, adiós. Te veré cada vez que vengas a Madrid y, con un poco de suerte si quieres, hasta bajaremos a nuestro banco y charlaremos como dos viejos amigos mientras yo acallo mi corazón. Así podré vivir a trocitos, de visita a visita tuya. Y me llevarás a los toros.
E iré trampeando, ¿no?