¡Has vuelto!
Escribí eso y me fui a acostar. Pero no he podido aguantarme. Me he levantado de la cama y me pongo a escribir de nuevo:
Has besado ruidosamente a todos, como siempre haces y luego, riendo, has abierto los brazos y me has apretado fuerte y me has dicho: «¡Tía África! ¡Pero si estás guapísima!». Me temblaban las piernas, chamaquito.
Hemos comido toda la familia y, a la hora del café, has dicho que hacía una tarde buenísima y que querías asomarte al jardín a ver cómo iban los rosales del abuelo. Papá y tu madre dijeron que ellos también venían a ver los brotes. Y los cuatro hemos paseado por el camino hasta llegar al banco del fondo del jardín. Yo intentaba disimular como si no pasara nada. Bueno, en tu caso, no pasaba nada, claro, pero en el mío, apenas si podía aguantarme los nervios. Los he tenido disparados todo el invierno. Lo he pasado fatal. A ratos incluso he creído volverme loca de obsesión. Y como no tenía gran cosa que hacer si no era pensar en todo esto y padecer las consecuencias de mi edad en todo el cuerpo, he pasado todos estos meses como una histérica. Es verdaderamente horrible. Mamá me decía: «Vamos, niña, que nos ha pasado a todas, venga, que somos como los rosales de tu padre: acabamos de echar hijos al mundo con dolor y nos secamos. Ya se te pasará, pero estate quieta, que pareces un alma en pena, llorando todo el día…».
Papá, tu madre y yo nos hemos sentado en el banco mientras tú te quedabas de pie frente a nosotros hablando sin parar.
¿Sabes que casi ni me he enterado de lo que decías? Sé que contabas cosas de Nueva York y del esquí en no sé qué sitio y de que en el fondo habías venido antes de lo que solías porque en Portugal hay una revolución que llaman de los claveles (las gentes poniéndole un clavel a cada soldado en el agujero del fusil, en señal de paz) y que lo mismo iba a pasar aquí pronto… Papá se enfadó, como siempre se enfada cuando os metéis con Franco, y dijo que no quería seguir hablando de eso. Todo me sonaba como una música de fondo y a mí no me importaba. Sólo me importaba verte y en lo único en lo que me fijaba era en tus manos. Tus manos, chamaco, tan delgadas y tan fuertes.
Esta noche, en mi cuarto, había decidido no escribir más que dos palabras: Has vuelto, porque no me sentía con fuerzas de añadir nada más. Era lo único que me importaba. Y las he escrito. Pero después me he acordado de tus manos y, tumbada en la cama, he pensado en cómo me gustaría que me acariciaras, que me las pasearas por todo el cuerpo y me soliviantaras igual que me enloquecía Carlos hace cien años.
¡Qué locura, Dios mío! ¿Cuándo lograré dormirme? ¿Cuándo entraré en razón en lugar de actuar como una niña de dieciocho años?