Querido Javier:
Estás pasando unos días en Madrid. Has venido de Nueva York a darte un paseo por los madriles, dices tú, y a ver toros de San Isidro. Me has invitado a la última corrida de feria y me ha hecho una ilusión bárbara. Mañana iremos. Hace días también íbamos a ir, pero no sé por qué, antes de bajarnos a Madrid (¿sabes? Me había puesto un camisero que sé que te gusta mucho, para parecer más joven y que no te diera vergüenza llegar a la plaza con una antigualla), hacía una tarde maravillosa y me propusiste dar un paseo por el jardín. Había tiempo. Y abajo, cerca de la rocalla, en el banco que hay detrás de los rosales grandes al fondo del jardín, de pronto, no sé por qué, nos sentamos y nos pusimos a charlar. Me preguntaste por mi vida, me preguntaste si no me aburría mucho y luego me dijiste que si no hubieras sido mi sobrino me habrías propuesto escaparnos a París como dos enamorados. Me escandalicé mucho y casi me levanté del banco, pero luego me dio la risa y me dije ¿por qué no tengo derecho a soñar? Y seguí la broma. Además, como era una broma, no comprometía a nada y encima no me obligaba a contarte cosas de mí que no quería contarte, que me daba reparo contarte. ¿Quién eras tú para hacerme preguntas y recibir confidencias mías? ¿Por qué iba yo a querer hacer el ridículo ante ti?
Luego, al día siguiente, volviste a subir a Las Rozas y volvimos a sentarnos en nuestro banco y hablamos un poco más. Bueno, te conté algunas cosas de Canarias y de mi matrimonio. Eran pocas cosas, pero despertaron en mí las ganas de confiar en ti. Y te dije algunas cosas más, sin llegar a hacerte confidencias grandes. Pero me volví a preguntar por qué no iba a tener derecho a soñar. Nunca he soñado. Y entonces decidí empezar este diario para contarte las cosas mías de verdad. No sé lo que acabaré haciendo con él; sólo sé que es mi forma de charlar contigo sin barreras ni tapujos y que lo más probable es que un día lo queme para que desaparezca y no quede ni rastro de él. Igual que yo.
¿Sabes por qué te llamo «chamaquito»? Siempre me has tomado el pelo por cómo se me pegaron muchos dejes mejicanos y éste fue uno de ellos. Es curioso. Lo recuerdo perfectamente: el día que llegaba en tren desde Vigo, ¡hace veintitrés años!, os vi a todos en la estación, allí arremolinados esperándome, y la primera persona a la que distinguí fue a ti. Ya ves lo que son las cosas. Y me pareciste tan espigado y tan rubio, tan guapo a tus doce añetes, que me salió del corazón bautizarte allí mismo como «chamaquito». Mis ocurrencias para poner motes se acaban en seguida. Soy así de tonta. Se me ocurren de uno en uno y muy de tarde en tarde. Sé bien que debería haber pensado en algo para Martita (incluso «chamaquita») antes que para ti, pero fuiste el primero, el primero en el que instintivamente vi consuelo. ¡Y venía tan triste! No lo sabías, claro, pero fue así. Me parece que desde entonces a Martita nunca se le han quitado los celos. Siempre ha creído que te quería más a ti que a ella.