16 de septiembre de 1973

Has vuelto hoy y me has dicho que porque estar conmigo te relaja y te inspira. Andas buscando cómo resolver el argumento de una nueva novela y dices que pensando en otras cosas, no pensando en lo que tienes que escribir, se te acaba ocurriendo, así, como si lo tuvieras en el fondo de la cabeza. ¡Cómo te envidio! Dices que es la primera historia de amor que vas a escribir y me has contado que acabará siendo algo trágica, pero que estás bloqueado y no sabes muy bien cómo seguir adelante. Hemos estado decidiendo dónde iba a ocurrir la acción. Bueno, lo has estado decidiendo tú, y yo te decía que Madrid me parecía un buen sitio para una tragedia.

Ay, chamaquito, yo te podría dar algunas pistas.

Porque mientras hablábamos, pensaba en mi semana de Acapulco y me tuve que morder los labios para no contártelo todo. Perdóname, Javier, ahora te tengo que pedir perdón porque todo hubiera sido más fácil después del primer momento de confesión, pero no podía. No podía porque me daba vergüenza y al mismo tiempo un pudor horroroso. Tú eres mi consuelo, pero sé que mi vida tiene que ser mi secreto. Pienso que a lo peor es un secreto ridículo que sólo me puedo contar a mí misma para que nadie se ría de mí. ¡Es tan vulgar! Como otras miles de historias, ¿no?

¿Mi semana de Acapulco? Oh, sí, esa semana en Acapulco fue como tocar el cielo.

Hicimos el viaje en uno de los cochazos de Carlos conducido por uno de sus mecánicos. La llegada por carretera a Acapulco es sobrecogedora porque de pronto te asomas desde las colinas a la bahía y es de una belleza indescriptibie. Claro que el frente de playa es un poco como Miami, lleno de hoteles de lujo y de miles de luces. Pero estoy tonta. No sé por qué te cuento esto si tú conoces Acapulco tan bien como yo. Es que, ¿sabes?, me impresionó muchísimo. Cada día, cada minuto de cada día me traía una sensación nueva, diferente y estupenda.

La tía María nos había alojado en el hotel Las Brisas, ése que en lugar de habitaciones tiene bungalows, cada uno con su piscina. Se ve toda la bahía desde lo alto. Es de una belleza sin fin. Cuando me asomé al jardín de mi cabaña no me lo podía creer. Nunca había estado en un sitio más lujoso. Pero es que, además, nadie podía verme disfrutar a solas de este lujo. Me sentía al abrigo de todas las miradas, así, al aire libre. Me di la vuelta para escudriñar todos los rincones y asegurarme de que por ningún sitio podía nadie verme mientras que yo sí veía el mar, las playas allá abajo, los islotes, toda aquella maravilla.

¿Y sabes qué hice? Por primera vez en mi vida hice lo impensable, la mayor de las lujurias: regresé al interior, a mi habitación, y me desnudé entera. Cerré los ojos y luego, recordando los pasos que tenía que dar hasta llegar a la puerta de cristales que se abría sobre la terraza, los fui dando muy despacio hasta que tropecé con el quicio. Abrí los ojos y allí estuve un rato dejando que me acariciara la brisa sin que nada se interpusiera entre mi piel y el aire. Poco faltó para que diera los tres o cuatro pasos que me separaban de la piscina y me tirara a ella desnuda. Pero era demasiado atrevimiento y me refugié corriendo en el cuarto de baño para darme una ducha fría. Cuando terminé, me puse un albornoz y me tumbé sobre la cama para intentar olvidar las sensaciones tan desconocidas y tan turbadoras que me habían asaltado de golpe un momento antes. ¿Ésta era África? ¿La mojigata? ¿Cómo podía estar ocurriéndome una revolución así por dentro?

Al cabo de mucho rato, sonó el teléfono de la mesilla. Era la tía María que quería saber cómo me iba sintiendo en la habitación, si estaba cómoda.

—¡Oh, tía! Soy la mujer más feliz del mundo —le contesté.

—Pues ándele, mijita, que a las ocho nos viene a buscar Carlos para llevarnos a la fiesta de los Portazgo. Mira, vamos a hacer una cosa: ponte cualquier cosa y nos vemos abajo en la peluquería dentro de cinco minutos. Así te peinan y luego te subes a ponerte el traje largo. Y, si quieres mi opinión, chamaquita, te pones el blanco con los tirantitos y no el negro de palabra de honor porque para llevar ése tienes que estar un poquito más tostadita. Ándele, dése prisa.

Y a las ocho en punto, la tía María dio con los nudillos en la puerta. Yo estaba lista desde hacía un buen rato y me miraba y me remiraba en los espejos para encontrarme los defectos y dudar del moño que me habían hecho en la peluquería y probar a subirme un poco el escote que me parecía escandaloso y ajustarme la falda sobre las caderas e intentar pensar en cómo dar una imagen de aplomo y no volver a alisarme nada… Estaba hecha una pila de nervios.

Abrí la puerta y di un paso hacia atrás. La tía María entró en la habitación y se quedó callada mirándome. Luego dijo en voz baja:

—Chamaquita, estás guapísima. Anda, ven, vamos a bajar, que nos espera Carlos.

El que estaba guapísimo de verdad era Carlos con su smoking blanco y el color tostado de su cara. Nos esperaba al pie de la escalera. Sentadas en los sillones del vestíbulo había varias señoras y todas le miraban arrobadas. La verdad es que, como era muy célebre, tenía fama de donjuán aunque no se le conociera una corte de novias. Me encantó pensar en un segundo que ese señor tan guapo me esperaba a mí y que yo me iba a ir de su brazo. Te vas a reír, pero según bajaba un peldaño tras otro, me sentía como la Cenicienta bajando por la escalera con sus zapatitos de cristal.

Cuando Carlos nos vio llegar, levantó las cejas, dio un silbido y soltó una carcajada.

—Bueno, bueno, bueno —dijo frotándose las manos—, las dos mujeres más guapas de todo Méjico para mí.

Y dándose la vuelta, nos ofreció un brazo a cada una.

El recuerdo que tengo de aquella noche es bastante confuso porque pasaron tantas cosas que no sabría cómo ponerlas en orden. Desde la casa de los Portazgo con su enorme jardín de zacate cuidado, hasta las mesas iluminadas por velas, las cristalerías, los platos, la cena, las mujeres a cuál más guapa y mejor vestida, una gran pista de baile puesta, me dijeron, sobre la piscina, la orquesta nada menos que de Lorenzo González… Me entró un verdadero ataque de angustia. Como la tía María se había quedado retrasada saludando a la anciana matriarca de la familia Portazgo (aquella vieja señora era la que de verdad mandaba en medio Méjico), le dije a Carlos que por Dios no me dejara sola que no sabría qué hacer y él me apretó la mano y me dijo que no me preocupara, que era la más guapa de todas y que iba a triunfar y que tendría a todos los jóvenes y no tan jóvenes de Méjico a mis pies.

—Ya —le contesté—, eso lo dices por tranquilizarme, pero si te alejas diez centímetros de mí, grito.

Y en ese mismo instante en que hacíamos nuestra entrada en el jardín se nos acercó un hombre de unos treinta años muy alto y muy elegante y Carlos sonrió.

—Nuestro anfitrión —me dijo en voz baja.

—Querido Carlos, qué bueno que pudiste venir. —Me miró sonriendo—. Pero mejor que haya podido venir quien sospecho es tu prima.

—Es mi prima, Luis. África Anglés, éste es Luis Portazgo.

—En Méjico, el nombre Anglés es reverenciado. A partir de hoy, unido al suyo, señorita, será respetado como el de una divinidad.

Y me besó la mano. Me pareció que aquello era una cursilada horrorosa, pero ya me había avisado el tío Armando que el modo de hablar de los mejicanos y su galanteo son muy particulares y que no lo tomara demasiado en cuenta. Pero mientras me besaba la mano, miré muy de prisa a Carlos; sonreía y me guiñó un ojo. De todos modos, que me besaran la mano y que me dijeran galanterías me halagó muchísimo y, al mismo tiempo, me puso tan nerviosa que me empezaron a temblar las piernas. Me agarré más fuerte al brazo de Carlos y dije:

—Muchas gracias, don Luis, pero me parece que exagera.

Carlos se puso a reír muy fuerte y dijo:

—Espérame aquí, África, y no te dejes seducir por este sátiro ni llevar a ningún sitio, que voy a saludar a una vieja amiga y vuelvo.

Y desapareció. Me pareció que lo hacía por hacerme una travesura y ponerme en aprietos y tal fue la cara que debí de poner que Portazgo me preguntó:

—¿Tan mala es la fama que me ha puesto Carlos Mata? No pases cuidado que te llevaré a nuestra mesa y te dejaré rodeada de las amigas de mi madre. En seguida verás que son peores que los hombres y que te van a mirar como si fueras un experimento de laboratorio.

Me pareció que aquello que me decía era mucho más normal y fue entonces cuando empezó a caerme simpático. Nunca es tan fiero el león como lo pintan… menos en algunos casos.

Para ir a nuestra mesa, que era evidentemente la principal y en la que rogué a Dios que también se sentara Carlos, teníamos que cruzar la pista de baile y, cuando íbamos más o menos por el centro, Luis Portazgo se volvió hacia mí y me dijo:

—No voy a dejar pasar esta oportunidad sin que bailemos porque después, con tanta gente como la que ha venido y todos los hombres de Méjico queriéndolo hacer, no voy a poder bailar más veces contigo. —Me enlazó por la cintura y me dijo—: ¿Permites?

Aún recuerdo la intensa emoción de aquel momento. No había dado un paso de baile en más de doce años y, de pronto, estaba en los brazos de un hombre que, ay Virgencita, se empeñaba en mecerme al son de un bolero. Lo recuerdo como si fuera ahora mismo. Todavía me resuena toda su música en los oídos. «Aquellos ojos verdes, de mirada serena…». ¡Dios mío! ¿Cómo podría describirte las sensaciones que se me despertaron? Un resto de prudencia hizo que me separara un poco de Luis, pero era un bailarín magnífico y simplemente con el ritmo, me forzó a abandonarme entre sus brazos. Y así, sin yo esperármelo, apenas con el roce de su chaqueta y la cercanía de su mejilla y el olor de su colonia, de un solo golpe, se me despertó el cuerpo entero. Había estado dormido durante más de doce años. ¿Te das cuenta de lo que me pasó? Fue como si me hubiera cruzado un rayo de parte a parte y se me llenaron de calambres las piernas. Sentí que me ruborizaba y que se me ponía la carne de gallina y que el corazón me latía fuerte y me pareció que me iba a desmayar.

No sé cómo conseguí llegar a la mesa sin caerme, ni cómo estuve sentada diciendo cosas sin que la tía María me reprochara después haber estado profiriendo tonterías, ni lo que cené, ni cuánto bebí. Creo que era champaña, pero no podría asegurarlo. Carlos me rescató dos o tres veces de los brazos de los «moscones», como los llamaba él, y bailó conmigo despacito para que recuperara la calma. Me contó historias de Acapulco y me dijo que al día siguiente me llevaría a ver cómo los chicos locales saltaban al agua desde La Quebrada. Pero en cada vuelta que me daba, me parecía ver los ojos de Luis Portazgo o de alguno de los moscones que me seguían desde lejos mientras hablaban con la gente o escuchaban o bailaban con alguien.

Al final de la fiesta, cuando Carlos y su madre decidieron que había llegado el momento de marcharnos, Luis se acercó a despedirnos y, mirando a la tía, preguntó:

—¿Me daría usted permiso, doña María, para invitar a su sobrina mañana a almorzar a mi barco?

—¡Ah no! —interrumpió Carlos—, mañana la quiero toda para mí y no comparto a África con nadie. La llevaré a la playa y a montar a caballo y a bañarnos. No, no, ni se hable de eso… Privilegios de la sangre, Luis, lo lamento.

Portazgo se inclinó brevemente y, aceptando la derrota, separó las manos con las palmas hacia arriba, sugiriendo que sólo aplazaba la ocasión.

—Pasado mañana, tal vez.

Carlos inclinó la cabeza para mirarlo de hito en hito y dijo:

—Tal vez.

Habría debido sentirme decepcionada, pero no fue así. Las sensaciones del principio de la fiesta aún me daban miedo de mí misma y me encontraba mucho más segura con el calor cariñoso que desde el primer momento me estaba demostrando Carlos. Mejor, mejor. ¡Ay, si hubiera sabido!

—Bueno —dijo la tía María cuando ya estábamos en el coche volviendo hacia el hotel Las Brisas—, libraste a la chamaquita de las garras de un Portazgo. Menos mal, Carlos. Una cosa es que África se divierta y otra es que se la coma un dinosaurio, ¿no?

Carlos no dijo nada. Sólo en la oscuridad me cogió la mano y me la apretó suavemente.

En el vestíbulo del hotel, la tía se despidió de nosotros diciendo que estaba cansadísima y ya no para estos trotes y Carlos me dijo que me ofrecía la del zarpe en el bar. Igual me daba porque no tenía ganas de irme a la cama: las emociones habían sido demasiadas y me vendría bien relajarme un poco. Carlos pidió un whisky con soda y yo una coca-cola y estuvimos un rato en la barra, casi solos, hablando de esto y de aquello. Al principio me preguntó por mis impresiones de Méjico y luego, poco a poco, por lo que había sido mi vida. Charlamos durante mucho rato, hasta casi la madrugada. Y yo le pregunté por el mundo de los toros y por lo que era su vida y cuánto miedo daba ponerse delante de un animal de seiscientos kilos dispuesto a matarte. Y le pregunté por sus amores. Se encogió de hombros y dijo:

—Bah, no hay nada que contar, no tienen interés.

Entonces se levantó, me ofreció la mano y dijo:

—Hora de ir a dormir.

—¿Ya es la medianoche? —pregunté. Lo entendió en seguida.

—Ya, Cenicienta. —Y puso la sonrisa más bonita y más tierna del mundo—. Pero mañana, más.

Fuimos cogidos de la mano hasta la puerta de mi bungalow. Allí se detuvo, me hizo girar sobre mí misma y me dijo:

—Buenas noches, África, que tengas los sueños más hermosos del mundo.

Le quise dar un beso en la mejilla pero no se dejó. No. Me puso las manos en las caderas y tiró de mí hacia él, acercando mucho su cara a la mía.

—¿Qué haces? —dije.

—Te beso.

Y me besó suavemente en los labios y cuando se iba a separar para mirarme de nuevo, me mordisqueó el labio inferior, como una travesura.

¿Dormir? ¿Quién iba a dormir? ¿Cómo podría haber dormido después de una noche así? Carlos había abierto mi puerta, me había franqueado el paso y, sonriendo, había dicho en voz baja: «Felices sueños, hasta mañana, África». Y allí me había quedado de pie en el centro de la habitación con los brazos caídos a lo largo del cuerpo incapaz de reaccionar, presa de las más increíbles sensaciones. Mirándote alguna vez, chamaco, he estado segura de que tú también has sentido ese tipo de temblor que es más que físico. Por eso te lo cuento, sabiendo que lo entiendes.

Al cabo de un buen rato, como en sueños, casi sin darme cuenta me abrí la cremallera del traje de noche, me quité los tirantes con un movimiento de hombros y dejé que el vestido se deslizara hasta el suelo. Me quedé casi desnuda. Como una autómata, ahora ya sin importarme la decencia o el pudor, anduve hasta el borde de la piscina, me senté, dejé que mis piernas colgaran dentro del agua muy tibia y me quité el sujetador. Después me deslicé dentro del agua dejando que todas las sensaciones se me acumularan, me electrocutaran, me erizaran la piel y luego me fueran calmando el ardor inesperado que me tenía agarrada desde la garganta hasta el vientre. No era ni capaz de pensar en absolutamente nada.

Mucho rato después, me sacudió un largo escalofrío y finalmente decidí (fue mi única decisión consciente) salir del agua. Pero no sentía frío alguno. Me sequé muy despacio con una toalla suave y perfumada que encontré en el baño y, por una vez, la primera de todas, me recreé en acariciarme el cuerpo lentamente con una crema hidratante, deteniéndome en sitios que me habrían costado centenares de miles de avemarías si en ese momento se me hubiera pasado por la cabeza irme a confesar. Me daba igual. Todo me daba igual.

A lo lejos, por encima de las colinas, había empezado ya a clarear y recuerdo haber pensado que valía la pena hacer coincidir este amanecer tropical con el despertar bien tardío de mi cuerpo. Me tumbé en la cama y me quedé inmóvil. Y así pasaron muchas horas.

Hacia las once de la mañana, me sacó del ensueño el timbrazo insistente del teléfono. En algún momento me había cubierto con una colcha ligera supongo que para protegerme del relente de la madrugada. Alargué la mano y descolgué el auricular.

—Diga.

—Tú y yo tenemos una cita —dijo tranquilamente la voz de Carlos. Me incorporé de un salto, como si me hubiera pillado en falta—. ¿Recuerdas? Me prometiste que vendrías conmigo a la playa y luego a La Quebrada y que después comeríamos juntos, ¿no?

—Sí —contesté con un hilo de voz. Carlos se rió alegremente.

—Muy bien. Verás: te espero dentro de media hora abajo en el lobby. Llévate el traje de baño. —¡Dios mío, el traje de baño!—, y no se te ocurra ponerte zapatos de tacón.

Colgó antes de que me diera tiempo a reaccionar.

Me entró un frenesí de actividad para arreglarme lo mejor posible, peinarme un poco el desorden de los cabellos mojados unas horas antes en la piscina, arreglarme la cara, ponerme un traje de baño, el más modesto de los tres que me había comprado la tía, una blusa y una falda de lino blanco. Lo hice todo sin reflexionar, sin pensar en lo que estaba sucediéndome, sin preguntarme siquiera si todo aquello era una locura que alguien debería parar…

Un botones me dijo que don Carlos me esperaba afuera en su carro. Efectivamente, allí estaba en la mismísima entrada con el haiga americano descapotable más grande que hayas visto jamás. Era un Chrysler beige de los de asiento corrido. Al verme salir del hotel, Carlos sonrió. Su mirada no se apartó de mí ni por un momento mientras me acercaba al coche. Recuerdo haberme puesto más colorada que un tomate.

El portero me abrió la puerta, me senté en el coche y Carlos, que tenía el brazo pasado por encima del respaldo, me puso la mano sobre el hombro derecho, me atrajo hacia él y me dio un beso furtivo en la comisura de los labios.

—Hola, África. ¿Has dormido bien?

Hice un gesto negativo con la cabeza y añadí «no mucho». Él se rió y puso las manos sobre el volante. Las tenía muy morenas, surcadas por grandes venas que les daban sensación de fuerza, y los dedos eran finos, largos y poderosos. Me fijé en que tenía las uñas perfectamente cuidadas. Hasta aquel mismo momento había pensado que nunca me gustarían los hombres con vello en las manos, ya ves.

—¡Dios mío! —dije llevándome una mano a la boca—. No he hablado con tu madre ni le he dicho que salía contigo.

—No te preocupes, ya se lo he dicho yo.

Carlos daba en todo impresión de calma, de serenidad. Siempre parecía estar seguro de lo que hacía o de lo que acababa de hacer o de lo que se disponía a hacer. Tenerle al lado era como estar junto a una gran fuerza protectora. Creo que esa formidable seguridad en sí mismo, unida a su enorme ternura, acabaron de desarmarme. Aplacé todo juicio hasta más tarde, no sé cuánto más tarde, ni creo que me importara, y decidí dejarme ir. Por un día, bah, por un día en toda mi triste vida de veintinueve años.

Le estoy viendo ahora, vestido impecablemente con un pantalón de gabardina beige clara y una camisa azul con las mangas arremangadas casi hasta los codos. Llevaba unos mocasines marrones muy finos, como guantes, y no se había puesto calcetines. En ese momento, me pareció el hombre más guapo y más encantador del mundo.

Mientras arrancaba el motor, volvió la cara una vez más para mirarme. «Vamos», dijo. En la bajada hacia Acapulco, fuimos hablando de tonterías. Ni me acuerdo. Cuando el tráfico nos obligaba a parar, la gente se detenía y nos señalaba con el dedo: «¡Mira! Es Carlos Mata», decían. «Torero», gritaba alguno. «Adiós, adiós», decían otros.

Carlos sonreía y en ocasiones saludaba levantando una mano.

—No hagas mucho caso —me dijo—, en Méjico los toreros somos muy célebres, casi como héroes nacionales…

—No, si no hago caso. Sólo intento esconderme para que no me vean.

Por fin, después de dar muchas vueltas y acabar siguiendo la avenida del mar, la Costera, llegamos al Zócalo, donde está el puerto deportivo. Carlos aparcó el coche en un sitio que parecía reservado para él, sonrió una vez más y me dijo:

—Vamos.

—¿Adónde?

—Mujer, yo también tengo un barquito. No es como el de Luis Portazgo, claro, pero creo que nos las arreglaremos.

Era una embarcación Riva toda de madera, con un solo doble asiento y un motor que, por el ruido ronco que se oía (lo había puesto en marcha un marinero que andaba por ahí nada más vernos llegar), debía de ser muy potente.

Antes de montarnos, Carlos sacó una bolsa del maletero del coche. Se quitó los pantalones, los dobló y los metió en la bolsa. Llevaba puesto un traje de baño y, aunque de reojo, no pude por menos de admirar su cuerpo. En la parte exterior del muslo izquierdo tenía una gran cicatriz. Era terriblemente larga: le iba desde la rodilla hasta que la cubría su bañador. Debí de poner una cara muy rara, porque se miró la pierna y después me miró a mí y dijo:

Guanero Un toro de seiscientos kilos —Se encogió de hombros—. Me enganchó al entrar a matar

—Duele muchísimo, ¿verdad? —Me había puesto la mano en la boca del horror que me producía la mera idea.

—Bah, tuve suerte. —Me miró sonriendo—. ¿A ver qué cicatrices tienes tú en las piernas?

Me quedé completamente paralizada de la vergüenza y entonces Carlos se dio la vuelta para no mirarme y saltó a su barca. Me quité la falda y me desabroché la blusa y el último pinche botón no se acababa de soltar. Por eso me quedé con la camisa puesta, como él. Pensé «no seas paleta». Carlos se volvió y con gran cuidado de no mirarme más que a los ojos, me ofreció su mano derecha para ayudarme a subir a bordo. Sólo dijo «ponte cómoda ahí», señalando el asiento de babor (oh, sí que aprendí los términos marineros en aquellos meses).

Soltó la amarra y arrancamos. Fuimos a navegar alrededor de la bahía y dimos la vuelta al promontorio para ver a los saltadores de La Quebrada y un poco más al norte buscando playas de aguas poco profundas y, por el camino, nos cruzamos con un enorme yate blanco que se llamaba Malaquita. Carlos se rió y señalándolo dijo:

—Ése es el de Luis. Me parece que has salido perdiendo con el cambio.

Me salió inesperadamente del fondo del corazón exclamar:

—¡No, no, ni hablar! —Y luego, como me dio mucha vergüenza, añadí—: La verdad es que prefiero pasar este primer día con un malo conocido que con un bueno por conocer… Pobre Luis. Me parece que se quedó muy chafado anoche cuando le dijiste que yo con quien tenía una cita era contigo.

Carlos soltó una gran carcajada.

—Qué va, en absoluto, ni por un momento. —Debí de poner cara de extrañeza, porque dijo—: Somos grandes amigos desde el colegio y te aseguro que no le ha importado. —Sacudió la cabeza—. Algún día tendré que dejarte salir con él… pero dentro de mucho tiempo, ¿eh?

Sé que me puse colorada una vez más. Entre eso y el sol del trópico, por mucho aceite bronceador que me hubiera puesto, debía parecer una bombilla. Enciendo, apago, enciendo, apago. Ay, chamaquito, las cosas que se hacen de joven.

Por fin, en un extremo de la gran bahía, Carlos paró la barca y cortó el contacto del motor.

—¿Qué haces?

—En algún momento nos tendremos que dar un baño, ¿no? Pues ahora.

Y se lanzó al agua sin más. Tardó en salir por el otro lado de la barca.

—Pero ¿no hay tiburones? —le grité.

—¡Qué va! En la bahía, no. Anda, ven.

Y así pasamos el día, como dos viejos compañeros, charlando de mil cosas, riendo, discutiendo a veces. Pero en toda la mañana no habló de la noche anterior. Almorzamos en un club marítimo, cóctel de gambas y fruta tropical y una botella de vino blanco helado. Carlos me hizo prometer que saldríamos aquella noche a cenar y a bailar. Me pensaba llevar a La Perla en el Mirador para ver cómo los chicos se sumergían con antorchas de hasta cuarenta y cinco metros, pero sólo a unas horas muy precisas para que no los destrozaran las olas.

—¿Pero y tu madre?

—Ah, no. Nada. Cuando vayamos a cambiarnos, le decimos que salimos con el grupo de los Portazgo y ya está. ¿Por qué te pones tan seria?

—¿Sabes cuánto tiempo hace que no nado? —le pregunté—, ¿que no disfruto de nada, que no bebo vasos de vino y como cócteles de langostinos?

—¿Sabes cuánto tiempo hace que quería besarte?

Bajé la mirada e hice que no con la cabeza.

—Es más. ¿Sabes cuánto hace que te quiero?

Me encogí de hombros. Quise decir «no», pero no me salió sonido alguno.

Encendió un cigarrillo, uno de los pocos que le vi fumar jamás, y me acarició el codo.

—Pues te lo voy a decir. ¿Recuerdas cuando estuve en Cádiz hace cinco o seis años? ¡Claro que lo recuerdas! Me dejaste deslumbrado y pensé en raptarte allí mismo. Pero supe que era imposible porque se te veía el daño que te había hecho tu marido, lo frágil e indefensa que estabas y comprendí que, por mucho que un primo tuyo torero te dijera que te iba a proteger porque se había enamorado de ti en un segundo y te quería llevar a Méjico, me ibas a mirar como si estuviera loco e ibas a salir corriendo en la dirección contraria. —Se rió—. Soy un hombre muy paciente, ¿sabes?, muy paciente. También sabía que en Madrid, con tus padres de por medio, tu niña, el ambiente, todo, me iba a ser imposible siquiera acercarme a ti. Por eso decidí esperar, conformándome con saber lo que hacías… durante años.

—Me das miedo, Carlos…

—… No, no, no —dijo tiernamente cogiéndome una mano—, no es para darte miedo, es sólo para decirte que te quería proteger, que no iba a permitir que te fueras de mi vida y que conspiré, con el mayor de los amores, para que acabaras viniendo a Méjico. —Estuvo conduciendo en silencio durante unos instantes. Sonrió—. Sólo era cuestión de sugerirle la idea a la tía Ramona…

—¡Pero si somos primos hermanos, Carlos!

—¡Bah! ¿Y eso qué más da? ¿Cuántos reyes se han casado con sus primas, cuántas enamoradas de cuento de hadas se han ido a vivir para siempre felices con sus primos? Tonterías, África…

—¡Pero si estoy casada!

—¿Sí? ¿Te consideras casada con aquel miserable?

—No, claro que no, pero la ley sí.

—La ley allá dirá lo que quiera. A la ley aquí parece que el divorcio es perfectamente razonable.

—Estás absolutamente loco. Quedo con mi primo para ir a la playa una mañana y de repente me encuentro discutiendo de mi matrimonio con él. —La idea me pareció verdaderamente cómica y no pude reprimir una carcajada.

—Ríete, ríete más, es el sonido más bonito que he oído en mi vida —dijo Carlos—, como las campanas de una catedral lejana retumbando con su eco en una copa de cristal de roca.

Ésa fue exactamente la frase que utilizó y me enmudeció. ¡La recuerdo tan perfectamente! Dicha por otro cualquiera, me podría haber parecido cursi. Pero dicha por él me pareció una de esas cosas tan hermosas que recitaba de pronto el tío Adolfo Anglés en su estudio.

Ay, Javier. Muy poquito a poco, muy despacito, con el calor del vino y el frescor de la brisa, estaba empezando a perder la cabeza, a ceder sin remedio, a dejar que se me derrumbaran todas las defensas. Y, «¿te he dicho que tienes las piernas más bonitas del mundo? ¿Y el escote más arrebatador?».

—No lo sabes —dije en voz baja.

—Sí que lo sé. Estoy tan seguro que lo sé como si te hubiera visto desnuda.

—¡Carlos!

Fue en mi habitación del hotel Las Brisas, el bungalow 24. El único bungalow que existe ya en el mundo para mí. Lo tengo grabado a fuego en la memoria. ¿Cómo podría nadie olvidar una cosa así? ¿Cómo podría yo llegar a olvidar lo que mucho después tuve que acostumbrarme a considerar como el único recuerdo de mi vida, la locura, el vuelo a las estrellas?

Y cada vez que iba a protestar, me callaba a besos. Y me fue desnudando hasta que dejó de importarme. Hasta que me dio igual que me viera, que me besara donde me besaba, que me tumbara en la cama aquélla que era como de matrimonio. En esa cama, en ese primer par de horas estuve más casada con él que lo había estado en casi doce años con el miserable del padre de Martita. Una sola millonésima de segundo de una sola caricia de sus manos valía más, me enloqueció más que las patéticas, egoístas y patosas babas de mi marido. No sabía que pudieran experimentarse aquellas sensaciones, chamaquito, no sabía que se pudiera volar como si se fuera a tocar el cielo con cada uno de los nervios más placenteros del cuerpo. Carlos me enseñó que yo los tenía a miles y a cada uno lo cuidó, lo acarició, lo hizo enloquecer y lo sació.

Eso era lo que te tenía que contar, Javier, para que supieras que sí tuve instantes de felicidad, para que nunca te quedes con la impresión del fracaso de toda mi vida, con la desolación de mi tristeza sin remedio. ¡Oh, no!

Carlos me hizo mujer, me enseñó todo y lo hizo con tal ternura, con tanto amor, con tanta pasión que aún hoy se me saltan las lágrimas y me bailan los pechos. Pero es una ensoñación porque todavía guardo un secreto. Uno solo.