15 de octubre de 1973

No estás en Madrid, chamaco. Estás lejos. Ya te has ido hasta por lo menos Navidades y nuestras confidencias tendrán que esperar hasta la primavera. Pero hoy he decidido romper la regla de nunca escribir en el diario si no hemos hablado antes en nuestro banco. Me encuentro mal. Te fuiste y hubiera querido decirte que ya te echaba de menos. Me siento mal, me duele la tripa, estoy nerviosa, a veces me pongo histérica. He ido al ginecólogo.

Hace tres días cumplí cincuenta y dos años. Te quedaste para festejarlo con toda la familia y justo ese día llovió. No pudimos salir de casa. Y salir de casa era justo el regalo que me había prometido a mí misma. Sentarnos en el banco aunque fueran dos minutos. Cincuenta y dos años, chamaco. ¿Y tú? Treinta y cuatro. ¡Dios mío, cómo eres de joven! Me has regalado un pequeño colgante de oro para la cadena que llevo en el cuello. No me lo quitaré nunca.

No me encuentro bien, me duele todo, lloro por cualquier tontería. ¡Ay, cómo te echo de menos!

He releído todo lo que he escrito en el diario y ¿sabes lo que me consolaría? ¿Lo único que me consolaría? Seguir contándote mi violento asalto de amor por Carlos. Pero no. No puedo hacerlo. Y no es por ganas de no sufrir a solas sino porque, si no uno mi historia a la tuya, ¿cómo puedes seguir siendo mi chamaco de mi diario? Sería traicionarte. No, no. Debo esperar a que nos volvamos a sentar en el banco en primavera. Y mientras tanto, me tendré que limitar a mirarte en Navidades, sin poderte decir nada. Lo sé, porque, con la mala suerte que tengo, en Navidades hará un frío pelón y no podremos salir al jardín ni un minuto. Ni un minuto para reconfortarme y poder esperar hasta la primavera. Ganar tiempo al tiempo, ¿sabes?

¡Qué obsesión! No debo obsesionarme.

Me duele todo. Ya me puede decir el ginecólogo lo que quiera y mandarme tomar aspirinas que yo sé que me está llegando la hora de que se me seque el cuerpo. Me llega la menopausia y se me acaba todo. Pero entonces ¿cómo es posible que sienta esto que siento?

Cuando volví de Méjico, me había quedado paralizada por dentro. ¡Hace tanto tiempo ya! Durante años viví insensible a todo. Había perdido toda capacidad de amar. Y ahora resulta que, al mismo tiempo que mi cuerpo me manda señales de que esto se acaba, la he recuperado de golpe, Javier. Ay, chamaco, ¿qué puedo hacer? No me lo puedo esconder más, no me lo puedo callar más.

Te adoro, te quiero. ¿Te enteras? ¡Sí! Yo, África, te quiero a ti, con un amor del que ya no me creía capaz. Dios mío. ¡Quererte a ti que eres un niño! Qué ridículo. Mirarte cada vez que vienes, saber que vas a venir, y no poder hacer nada. Porque, ¿cómo te lo voy a decir? ¿Para que me mires horrorizado, avergonzado, sin saber qué contestar para no hacerme daño?