1975
A los cincuenta y dos años, el espejo es un cruel compañero. Yo sólo lo usaba para lo esencial: limpiarme la cara, peinarme, cepillarme los dientes y vestirme de manera presentable. Por lo demás, siempre que podía lo evitaba. Un cadáver vivo se desintegra más despacio que un cadáver muerto, pero no deja de descomponerse, y yo no tenía ganas de valorar los daños.
Hasta esa mañana.
Esa mañana me miré largamente, como un pintor mirando su retrato. El pelo. ¿Qué era mejor, dejar que cayera naturalmente sobre los hombros, o hacerme una coleta? Aún era negro y, pese a haber perdido el lustre de la juventud, seguía siendo mi atributo más llamativo. Pues entonces suelto. La cara. ¿Cómo remediar el bronceado excesivo, y las arrugas —auténticas grietas— que se marcaban como los caminos de un mapa tridimensional? Un poco de crema limpiadora y unos toquecitos de colorete. Era lo único que tenía. Vestido, el que me había comprado por capricho hacía dos años, porque el guardarropa de cualquier mujer tiene que contener algo más que shorts y camisas de trabajo, aunque sólo sea para ir a las asambleas. ¿Cómo podía disimular su poca gracia? Con el cinturón, que le daba un toque de estilo. Si me lo ceñía bien, me alisaba la barriga, más lisa que en mi juventud, a causa del trabajo en el campo, y me marcaba los pechos. Buenos pechos, todavía. Al acordarme de su mano en ellos, me ruboricé.
Debí de pasarme una hora delante del espejo. Los arreglos, bastante limitados se hacían enseguida. Durante el resto del tiempo, pensé en Brooklyn y en Vinnie, y escuché la música —dulce y ligera, rítmica, tranquila, al estilo del jazz— que sonaba en mi cabeza.
Estaba tan ensimismada que cuando llamaron a la puerta tardé un poco en comprender que, como la casa más próxima estaba casi a un kilómetro, tenía que ser un visitante que viniera a verme expresamente.
—¡Vinnie! —exclamé, y me levante con un salto tan torpe que tiré la silla al suelo.
Bajé corriendo los pocos escalones que había entre el salón y la entrada. Jadeaba como si hubiera corrido mucho más. Esperé un poco, respiré hondo un par de veces y abrí la puerta.
¡Qué guapo! Ni todas mis imaginaciones, ni todos mis anhelos, habían sabido reflejar la firmeza de su mandíbula, la perfección de sus pómulos, su pelo negro (más corto, pero incólume), su cuerpo atlético y la fuerza que irradiaba incluso sin moverse. Un Vinnie maduro, pero tan Vinnie como siempre: una versión afinada de su juventud. Al principio no me atreví a mirar sus ojos penetrantes, era demasiado peligroso, pero al cabo de un rato, estremecida, vencí el miedo y los miré.
Me sonreían. Vinnie sonreía. Yo también sonreí, un gesto casi olvidado.
—Mia… —dijo con dulzura, tendiéndome las manos.
Aún era pronto para tocarle.
—Pasa.
Cogió la maleta que había dejado en el suelo y me siguió. ¿Tendría intenciones de quedarse? Empecé a temblar.
—No he oído ningún coche —le dije.
—Porque he aparcado en el campo. Quería caminar un poco antes de verte, para serenarme.
¡Así que también estaba nervioso! La idea me tranquilizó. Estábamos en igualdad de condiciones.
—¿Quieres café? ¿Té?
—Café, por favor.
Estábamos los dos de pie. Me di cuenta de la desnudez de la sala, con sus sencillos muebles de madera a los que se sumaban el toque de color de unos cojines, una estantería, un televisor, un piano de segunda mano y las lámparas.
—Siéntate, que te lo preparo en un minuto.
Dejó la maleta en el suelo.
—Prefiero acompañarte.
Teníamos tanto que contarnos que ninguno de los dos sabía por dónde empezar. Puse café molido en la cafetera, la llené de agua y encendí el fuego, sintiéndome observada. ¿Qué estaría viendo Vinnie? ¿Se habría llevado una decepción? ¿Tan mal había envejecido yo, a diferencia de él, que seguía tan joven? ¿Me estaría encontrando a la altura de sus fantasías, como yo? (Bueno, las mías las había superado la realidad). ¿Sabría ver dentro de mí tan rápidamente, descubriendo que se me había encogido el alma y secado el corazón? Puse la cafetera en el fuego y la contemplé para no tener que dar la cara.
Sentí su mano en el hombro.
—Estás tan guapa como te recordaba —dijo—. Pienso cada día en ti. Vives en mis sueños.
Me giré y, con un grito sofocado, me pegué a su cuerpo. Vinnie me acarició la cabeza. Levanté la cara y nos dimos un beso.
Era la primera vez en treinta años que mis labios tocaban otros labios.
Estaba casado. Me lo dijo en cuanto nos sentamos, bebiendo café en el salón. Su mujer era Marilyn Schlesinger, el objeto de mis celos aquel día infausto en que él había tocado para su familia elegante. Tenían una hija que se llamaba Elizabeth y entraría el curso siguiente en Wellesley College. Al licenciarse del ejército había estudiado en la universidad gracias a una beca especial para soldados. Después el señor Schlesinger le había conseguido un trabajo en una agencia de corredores de bolsa, Jones & Thompson, donde se ocupaba de fusiones y adquisiciones. Era un trabajo que le gustaba, a pesar de las tensiones y el cansancio, y gracias al cual se había hecho rico. Ahora tenía un piso en Nueva York y una segunda residencia en Connecticut. Con Elizabeth viviendo fuera de casa, esperaba poder viajar más. A su mujer le había dicho que iba a Israel por negocios. Pensaba aprovechar la estancia para llamar a un socio de Jerusalén y proponerle una colaboración, pero esa parte del proyecto aún no era firme. Dependía del tiempo que estuviera dispuesta a tenerle yo en mi casa. Dependía de mí que se quedara más tiempo o se fuera esa misma noche. En todo caso, volvería a Estados Unidos en tres días.
Yo lo oí todo sin emoción. Ni me apené ni me alegré por él. De hecho no esperaba nada más. La única que no había sabido vivir era yo. Disfrutaba con el paisaje, con los cambios del cielo, con una copa de vino, con las verduras de mi huerto y con el pan recién hecho del kibbutz. Me gustaba el calor del sol, y el aire fresco de la noche. Incluso podía dormir sin soñar. Pero a los veintidós años ya lo había vivido todo, y no tenía ganas de más. Vinnie formaba parte de lo mejor de mi experiencia vital. Había oído mi canción.
Pero seguro que se había difuminado en su memoria, o que había sido reemplazada por otra música. El matrimonio, una hija, un buen trabajo, comodidades a la americana… De hecho, yo nunca había tenido la esperanza de vivir con él. Sólo de volver a verle, y ya estaba cumplida. Nos habíamos dado un beso y me había llamado guapa. Con eso me daba por satisfecha.
En cuanto a que se quedase a dormir… No supe qué contestar.
—¿Sabes —dije— que cuando llegaron los americanos a París estuvimos en un tris de encontrarnos?
Se puso muy serio.
—Sí, es verdad. ¡Qué ganas tenía de encontrarte! Los británicos me dijeron que vivías en un sitio que se llamaba La Maison, o algo así…
—Aux Camélias.
—Exacto. Un nombre muy bonito. El caso es que cuando llegué (no te cuento con qué prisa, ni lo que costaba dar un paso), lo único que vi fue un edificio bombardeado y gente furiosa, no sé por qué. También vi que se estaba yendo un jeep del ejército americano, y que en el asiento del pasajero iba una mujer, pero no podías ser tú.
Le miré atentamente, tratando de averiguar si la afirmación escondía una pregunta.
—¿Por qué no?
—Porque tenía el pelo corto, y el tuyo… —Sonriendo, se refirió a mí con un gesto.
Estuve a punto de llorar. ¡Qué cerca habíamos estado!
—No, no era yo —musité—. No era tu Mia.
Nos habíamos sentado el uno al lado del otro. Se inclinó para besarme la mejilla.
—He dicho algo que te ha puesto triste.
—Sí.
—Perdona.
Me levanté.
—Sólo pensaba en lo que podía haber pasado, pero no sirve de nada. Ven, que te enseñaré mi finca, con las manzanas y el huerto. Es lo que cenaremos esta noche.
Puso cara de alegría.
—Así pues, ¿puedo quedarme un poco?
—Claro que sí.
Salimos de la casa. No había ni una sola nube en el cielo. Desde lejos, los cedros eran todo un espectáculo.
—¡Qué bonito! —dijo.
—A mí me gusta.
—¿Eres feliz?
¿Feliz? En otros tiempos, los de Vinnie, quizá hubiera conocido el sentido de la palabra. No contesté.
—¿Te sientes sola?
La gente sola siente su soledad.
—No.
—Me alegro.
Nos paseamos cogidos de la mano por mi preciosa media hectárea, y aproveché para enseñarle todos los sitios especiales: la piedra donde leía algunas tardes, un árbol que por la mañana daba sombra, un promontorio con vistas al Líbano, el huerto, los manzanos… Me había convertido en una guía muy locuaz, inspirada por su público; una guía que lo veía todo con los ojos despiertos. Él no hablaba mucho, pero me miraba constantemente, haciéndome sentir su mirada, su aliento y el calor de su cuerpo.
—¿Te gustan los espárragos?
Sonrió, sorprendido.
—Sí, claro.
—Pues cogeré unos cuantos para la cena. Son los mejores del mundo.
—Mmm…
—Cenaremos patatas y una ensalada. Te advierto que no como carne.
—¡Pero si te encantaba!
Carne equivalía a sangre.
—Ahora ya no. ¿Te importa?
—No seas tonta.
Volvimos a la casa.
—Cuéntamelo —dijo él al llegar a la puerta.
Tuve un escalofrío. De aprensión.
—¿El qué?
—Tu vida. Sobreviviste a la guerra. ¿Qué pasó?
Se me quebró la voz.
—Que tuve suerte.
—Pues cuéntamelo.
Estaba muy cerca, con una expresión muy seria y apremiante. Fue como sentir el contacto de una llave en la cerradura de mi corazón, y que esa llave empezaba a girar.
—Puede que más tarde.
Ya habíamos cenado. Ya estaban fregados los platos. Compartíamos la segunda botella de vino en el sofá. Vinnie había mantenido el contacto con mis tíos Ceena y Martin, enviando postales navideñas y con alguna llamada telefónica, pero no sabían nada de los Levy. Por eso me lo había preguntado a mí, aunque le había costado un poco. Yo le dije que no había vuelto a saber nada de mis tíos. Intentaba olvidar el pasado.
—Toda mi familia murió en Auschwitz —dije—. La primera fue mi madre. ¿Te acuerdas de que me enteré antes de irme de Nueva York? A papá le mantuvieron con vida porque era médico, pero murió de tifus. Me contaron que cultivó el virus del tifus en el campo de concentración, y que se contagiaron muchos prisioneros. Le pareció una muerte más digna que las cámaras de gas. También rezaba a diario porque la aviación aliada bombardeara los campos de concentración, pero en eso no le hicieron caso. A los vigilantes también se les contagió el tifus. Al final mi padre murió de lo mismo. Lo irónico del caso es que él intentaba encontrar una vacuna para esa enfermedad. En cuanto a Jozef… Intentó escaparse, pero le pegaron un tiro antes de llegar a la alambrada.
No me angustió contárselo. Sus muertes —y la de Lobo, y la de Sonia— no habían hecho más que acrecentar mi insensibilidad. Las noticias sobre Jozef y papá, recibidas a través de la agencia judía, no me habían afectado ni más ni menos que cualquier parte de bajas de la guerra de los Seis Días: tragedias lejanas, en uno y otro caso. Al llegar a Israel, donde me envió la resistencia sionista de Budapest hacia finales de 1944, ya no albergaba ninguna esperanza de encontrarles vivos, y la confirmación años después de sus fallecimientos no había supuesto ningún drama. Para entonces mi luto ya había terminado.
Vinnie calibró mi estado de ánimo, y adoptó la actitud solemne y compasiva que cuadraba con él. No dijo «pobre Mia», ni «qué horror»; sólo «lo siento», estrechándome la mano. Poco después reanudamos nuestra conversación de la cena, y volvimos a un tema más seguro, pero también potencialmente más peligroso: el de Mia y Vinnie en Brooklyn.
Los mecanismos de la memoria son muy especiales. Vinnie comentó anécdotas que se me habían olvidado (obras de teatro, viajes juntos, secretos…). En cambio, los recuerdos que para mí eran sagrados no le hicieron vibrar.
—Ah, sí —dijo al oír la historia de un algodón de azúcar, el primero de mi vida, durante los inicios de nuestra relación—. Te sentó mal, ¿no?
Pues no, lo que me había sentado mal era un pastel de queso en Junior’s, varias semanas después. El algodón nos lo habíamos limpiado mutuamente de la cara a lengüetazos, como preludio a un beso tan apasionado que había temido que se me doblaran las rodillas. Un beso que para él no formaba parte de nuestra historia. Otros sí.
Empezaba a ser tarde. Ya hacía varias horas que se había puesto el sol. Los breves intervalos de silencio en nuestra conversación tenían por único telón de fondo los ruidos del campo. (Esa noche no tocaban juegos de guerra árabes). Sentí una agradable languidez. Estábamos aislados en la casita, fuera del tiempo, en Brooklyn y en Israel a la vez: jóvenes y viejos, íntimos y lejanos. Vinnie se levantó y fue por la maleta. Aún no habíamos dicho nada de cómo dormiríamos. Tuve miedo de que saliera el tema antes de haber tomado una decisión, pero no fue así.
—Te he traído algo —dijo—. No estaba seguro de que te gustara, pero me pareció lo más adecuado.
—¿Qué es?
—Ya lo verás.
Sacó una caja alargada de la maleta y la abrió. La luz de las lámparas hizo brillar su contenido.
—¡Un clarinete! —susurré.
—Ni más ni menos.
Ensambló las piezas mirándome con una expresión de… ¿de qué? ¿De esperanza? ¿De expectación?
Mi corazón palpitaba con un temblor extraño, el despertar de un antiguo entusiasmo.
—¿Vas a tocar algo?
Se rió.
—Ni hablar. O tocamos juntos, o no toco.
¿Juntos?
—Es que no tengo partituras…
—Pero tienes un piano. Es lo primero que he visto al entrar. Las partituras ya las traigo yo.
Se inclinó hacia la maleta y sacó una. Me levanté y la miré, poniéndole una mano en el hombro.
—Schumann.
—¿Qué querías que fuera? —preguntó él—. Las Fantasías.
Guardaba de ellas un recuerdo tan nítido que me vi de nuevo en el salón de Ceena y Martin, que nos oían tocar; la fusión de mis manos y su aliento revivían la magia de los sonidos de un maestro.
—Hace muchos años que no toco —dije—. ¿Tú crees que…?
Me miró arqueando una ceja. Cogí la partitura de sus manos, la puse en el piano, me senté con él a la derecha y levanté las manos.
—Ahora —dijo él.
Empezamos.
A pesar de su nombre, la primera de las tres Fantasías es una canción apasionada, de larga melodía y escritura igual de atenta a los dos instrumentos, que navegan juntos como dos barcos por un mar agitado. Mi piano estaba un poco desafinado, y la acústica, al ser la casa de madera, no era buena (el clarinete destacaba demasiado), pero no importó. La voz de la música sonaba en mis oídos como la de todo lo bello que contiene el mundo. Con su calor me llenaba la cabeza, la sangre y el corazón. Era demasiado. Demasiado. Una sensación como de zambullirse de cabeza en lo más profundo de aquel mar. Costaba respirar.
Todo lo que me gustaba de la música volvió de golpe. Después de tanto tiempo inactivos, mis dedos aún eran flexibles. Mis pies se movían en los pedales a las órdenes de Schumann como si el propio compositor estuviera con nosotros en la sala, diciéndonos cuál era la presión indicada y el matiz más adecuado para la expresión.
De vez en cuando miraba a Vinnie de reojo. Tocaba con los ojos cerrados, dejándose envolver por la música y formando parte del mismo mar. Fruncía el entrecejo con concentración, pero su cuerpo nadaba con la música, y en su interpretación había una profundidad desconocida. Volvíamos a estar hermanados: una pareja madura, como habíamos sido una pareja joven. Yo era consciente de que la pieza de Schumann se acabaría, pero me abrió los oídos y dejó volar mi alma en libertad.
La composición acaba con un melancólico pianissimo. Acometí la pieza siguiente sin darme tiempo para pensar en lo que ocurría en mi interior. Era una persecución llena de alegría en que el piano se daba a la fuga, perseguido por el clarinete a la velocidad justa para sonar al alimón. La tocamos a un ritmo furibundo, luciéndonos el uno para el otro, mientras la música reía por nosotros. Cuando acabamos, alcé las manos al cielo.
—¡Basta! —dijo—. Si seguimos, creo que me moriré.
Dejó el clarinete encima del piano, me cogió la mano y me hizo levantarme.
—No, eso no.
Me cogió por la cintura. Yo hice lo mismo. Unidos por la música, y por algo más profundo que el amor, fuimos al dormitorio.
No teníamos prisa. Cuando estuvimos desnudos en la cama, nos dedicamos exclusivamente a darnos besos, dejando que la unión de nuestras bocas anticipara la de nuestros cuerpos. Finalmente llegó el momento en que sus manos, refinadas por la práctica, me tocaron. Primero lo hicieron suavemente —pechos, muslos, entrepierna— y después con más pasión, al crecer su deseo.
—No vayas demasiado deprisa —dije—, que para mí esto es nuevo.
Se moderó. Estuvimos unos minutos sin hacer nada. Luego nos dimos otro beso, mientras yo buscaba mi deseo.
Pero no lo encontraba. Traté de evocar las mismas imágenes que evocaba cuando pegaba a mis clientes en París o me dejaba follar por ellos, imágenes de Vinnie y yo en la cama, pero lo único que percibía era el sonido de su aliento, y las maniobras demasiado expertas de su lengua. Me senté en la cama.
—¿Qué pasa?
La luz de la luna, que entraba por la ventana abierta, tembló en sus ojos nerviosos.
—Podría ser tu mujer o cualquier otra. Una mujer cualquiera.
—No. Eres Mia.
La timidez de su queja me enfureció. Lloré.
—Antes no era así. Lo recuerdo de otra manera.
—Sí, lo sé —dijo él.
Él también se sentó y me hizo girarme hacia la ventana, para que la luna iluminase mi cara.
—Esto siempre lo hacía en el hotel —dijo—. Hacía que te diera la luz para poder adorarte.
Después de un largo rato, se levantó y se puso de rodillas al lado de la cama.
—Túmbate de espaldas y pon las piernas en mis hombros.
En un recoveco de mi corazón, tan escondido y profundo que sólo Vinnie podía destaparlo, sentí nacer un ritmo nuevo… y viejo. Obedecí sonriendo.
—Esto también lo hacías en el hotel.
—Sólo contigo. Es algo nuestro.
Besó mis pantorrillas, haciendo que sintiera sus labios, su lengua y su aliento. Luego metió la cabeza entre mis piernas, con su negro pelo, y obstruyó la luz de la luna. Yo quise tocarle, pero estaba demasiado lejos. El ritmo se aceleró. Vinnie tiró de mí, para acercarse más con sus besos. Se me endurecieron los pezones. Cerré los ojos y me entregué al torrente de sensaciones.
La boca de Vinnie encontró lo que buscaba.
—¡Oh! —grité.
Me separó los labios con las manos y empezó a explorarme con su lengua. Mis piernas se separaron más, abriéndose del todo a él. Esto es el placer, pensé. Esto es el gozo. Sensaciones olvidadas que se fundieron en la boca de Vinnie. Mi cuerpo tembló con tanta fuerza que erguí la cabeza.
—Ven —le dije.
Vinnie subió a la cama y me besó en la boca. Reconociendo mi sabor en su lengua, quise corresponderle, pero ya me había penetrado. Entonces me tumbé, rodeé su cintura con las piernas y me entregué de lleno a su ardor. El deseo le había vuelto muy fogoso. Sus ansias encendieron las mías, alimentando un fuego imposible de apagar. Grité de éxtasis, encadenando un orgasmo tras otro, pero Vinnie no me soltaba. Tuve la sensación de que ya no podía más, pero me llevó aún más lejos, haciéndome entender que mi capacidad no tenía límites, y que mi potencial era infinito.
Sus embestidas se hicieron todavía más fuertes. Me tensé alrededor de su cuerpo.
—¡Sí! —grité.
Y él gritó:
—¡Mia!
Nos derrumbamos juntos, satisfechos. Luego volvimos al mundo y nos dormimos.
Por la mañana me desperté temprano. Volvía a sentirme como una colegiala. Por la ventana de la cocina entraba el sol. Parecía que el mundo hubiera cambiado. Cuando Vinnie entró en la cocina, ya estaba hecho el café, con pan judío fresco, del que preparaban en el kibbutz. La mañana era tan calurosa que Vinnie iba sin camisa. Me dio un beso en la nuca, pero yo le sorprendí y, girándome, me abracé a su cuerpo. Lo sentía tan fuerte…
Decidí enseñarle el kibbutz, explicándole que era como un pueblo muy pequeño donde la gente vivía y trabajaba. Al presentarle a algunos vecinos, fui consciente de estar alimentando las murmuraciones, porque era la primera vez que me visitaba un hombre, pero todos estuvieron muy amables, y le invitaron a tanto vino que pensé que se emborracharía.
La única persona que preguntó de dónde era fue mi amiga Sara, una sionista que había llegado hacía veinticinco años para vivir y trabajar en el kibbutz, y cuando Vinnie dijo que de Brooklyn se le iluminó la cara.
—Yo también soy de Brooklyn.
Estuvieron hablando toda una hora de los sitios de Brooklyn que conocían.
Yo nunca le había dicho a nadie que había vivido en Nueva York. Mi figura era un misterio para la gran mayoría de los habitantes del kibbutz.
Cambiando de tema, Sara le contó a Vinnie que yo tocaba el piano muy de vez en cuando, para algún amigo, y que lo hacía muy bien. Vinnie se limitó a sonreír.
Al final, cuando volvimos a casa, dijo:
—Vamos a cenar a Tel Aviv. Puede que encontremos algún sitio donde toquen música.
Yo estaba tan entusiasmada… Llamé a mis amigos más jóvenes, que me indicaron un sitio pequeño pero buenísimo donde servían comida oriental, prácticamente vegetariana.
Por la noche fuimos en coche a Tel Aviv. Hacía muchos años que yo no cenaba en un restaurante.
Hacia el final de la cena apareció un grupito de música klezmer. Le expliqué a Vinnie que eran grupos que tocaban al estilo oriental, y le dije que a su clarinetista preferido, Benny Goodman, le encantaba la música klezmer. Después de escucharlos, él dijo:
—El clarinetista es muy bueno, Mia.
Se levantó y se acercó al líder del grupo para hablar con él unos minutos. Le dio unos billetes que parecían dólares.
Volvió a la mesa sonriendo. El grupo empezó a tocar Begin the Begin.
—Vamos a bailar nuestra canción —dijo Vinnie.
—Es que hace muchos años que no bailo… Ya no sé…
Me cogió la mano.
—Tú sígueme.
Me pareció increíble recordarlo con tanta facilidad. Tenía la sensación de estar en otro mundo.
Al final de la canción, Vinnie hizo un gesto al director del grupo, que empezó otra vez con Begin the Begin.
Esta vez, al final de la interpretación, ni siquiera me di cuenta de que ya no tocaban. Estábamos en medio de la pista, como si no hubiera nadie más alrededor.
Cuando volvimos a la mesa, Vinnie dijo:
—¿Quieres algo de postre?
Yo le cogí la mano y dije:
—Vámonos, y lo tomamos en mi casa.
Nada más llegar, subí por la escalera.
—¿Y el postre? —preguntó Vinnie.
Sonreí y le llevé arriba, donde nos esperaba el postre.
Durante un minuto, lo único que hicimos fue mirarnos. Él empezó a desnudarme muy despacio. Decidí ayudarle, pero dijo:
—Quiero desnudarte yo solo.
Sonreí.
—Me acuerdo de que la primera vez, en nuestro hotel de Nueva York, me desnudaste de la misma manera.
Él me miró y dijo:
—Contigo tengo la sensación de volver a tener dieciocho años. Sé que eso nunca cambiará.
Esa noche hicimos el amor durante horas. No nos hartábamos el uno del otro. Era como si intentáramos llegar a lo más hondo del otro y ser una sola persona.
Al final Vinnie dijo:
—Estoy exhausto. Déjame descansar un rato.
Y se durmió sobre mi pecho.
Cuando nos despertamos abrazados, el día estaba nublado. Empecé a levantarme para preparar el desayuno, pero Vinnie dijo:
—No, no te vayas, quédate conmigo.
—¡Eres insaciable! —bromeé—. Me acuerdo de que en la habitación de nuestro hotel tampoco querías irte hasta el último segundo. Te advierto de que aún nos queda un día.
Le di un beso en la cabeza. Él se levantó y me abrazó.
Decidimos pasar el día en casa, y preparar la cena juntos. Se respiraba una paz tan grande…
Por la tarde, mientras escuchábamos algunos de mis discos, Vinnie dijo:
—No me has contado qué hiciste durante la guerra.
Yo quería que su Mia fuera la chica a quien había querido en Brooklyn y la mujer con quien había hecho el amor en Israel. Eso quería ser para él. No la Odette de la guerra.
—Nada dramático —le dije—. Trabajé para la OSS, más que nada traduciendo e interpretando informes. No trabajábamos en Nueva York, sino en París, en La Maison, pero no se diferenciaba mucho de lo que había hecho para Robert Sherwood.
Él no dijo nada. No estuve muy segura de lo que pensaba.
Mientras escuchábamos música, me estrechó entre sus brazos y dijo:
—Te quiero. Si hubiera sabido que estabas viva, no me habría casado. ¿Por qué no te pusiste en contacto conmigo? Al menos podrías haberles dicho a tus tíos dónde estabas…
Él no sabía que sí se lo había dicho a mis tíos, pero que no quería que lo supiera nadie más.
—No podía verte, porque la guerra casi me destruyó del todo. No me sentía viva —me sinceré—. Ahora ya no me quieres como en Brooklyn, pero aún queda mucho de ese amor. Lo sé por nuestras últimas dos noches. ¡Y yo te quiero tanto! ¡No sabes lo feliz que me hace podértelo decir!
Por la noche, después de cenar, estuvimos un buen rato abrazados, y Vinnie me susurró:
—Un día volveré a buscarte. No sé cuándo ni cómo, pero sé que tenemos que estar juntos. Esto no puede ser el final.
—Sé que no lo es —dije.
A la mañana siguiente, mientras le preparaba la maleta, se acercó por detrás y dijo:
—Tengo un regalo para ti.
Era la partitura que habíamos tocado juntos tantas veces.
—La guardaré como un tesoro hasta que me muera.
Fuimos hacia el coche, despacio y cogidos de la mano. Él subió y bajó la ventanilla. Cuando incliné la cabeza para darle un beso, se giró.
—¿Qué pasa? —dije.
Se volvió hacia mí y vi lágrimas en sus mejillas. Se las besé. Después fui yo quien se volvió.
Me llamó por mi nombre, pero no lo miré.
Oí alejarse el coche, y no me moví hasta que el ruido se apagó en la distancia.
Un pájaro cantaba. El paisaje brillaba de promesas.