31

Mi mano izquierda cogía con fuerza una bolsa de malla muy llena. La derecha se aferraba a la baranda de la escalera de salida de la estación de Lodz. Me dolía mucho la cadera izquierda. La vieja herida me incordiaba más que nunca.

A mis pies, la gente iba y venía de los andenes, bebía café en tazas, se daba palmadas en la espalda y se saludaba desde lejos. Apreté un poco más el pañuelo que tapaba mi pelo muy corto y bajé con disimulo, haciendo una mueca cada vez que oía una voz. Tenía miedo de que me reconociera alguien.

A la salida de la estación había una señal para la cola del taxi. Lo que no había eran taxis. La guerra se había notado menos en París que en Lodz, por cuyas avenidas asoladas por los bombardeos apenas circulaban coches.

Por la calle, las caras eran tristes, demacradas. Había pocos niños, y menos hombres. La mugre y la decrepitud se habían apoderado de todo. Flotaba un polvo de ladrillos, los de los edificios destruidos. Una capa de minúsculos trocitos de vidrio hacía brillar las calles.

«Mi casa», musité, para comprobar el efecto de la palabra en aquella ciudad fea y desolada.

Después de un somero interrogatorio, y de averiguar mi identidad mediante una llamada al coronel Johnston, la inteligencia militar americana me había dejado en libertad. En recompensa a mi trabajo, nada; ni un privilegio, ni un simple gesto de gratitud. Era una persona menos de la que preocuparse. Así de sencillo. Cuanto antes saliera de sus oficinas, más contentos estarían.

Como no tenía dónde ir, me fui a casa.

Mis pasos cansados me llevaron por calles conocidas. El café donde Jozef y yo oíamos conciertos de cuarteto de cuerda se había convertido en una montaña de escombros. La pequeña panadería de la que habíamos sido clientes habituales era literalmente un agujero en el suelo. Al menos habían quitado los letreros alemanes y habían vuelto a poner los de siempre, en polaco.

Caminaba con pasos furtivos, atenazada por el miedo de que me identificaran con una colaboracionista o una judía —a pesar del pañuelo que tapaba mi cabeza, y de que en Lodz ya no quedaban judíos—. Crucé la plaza Walnosci y subí por Nowomiejska hacia el Baluty. Antiguamente había sido un barrio de médicos, abogados, tenderos, amas de casa… ¿Qué sería de toda ese gente?

Recordé el ruido de los carros de caballos, y a los judíos yendo de su casa al gueto, con paquetes a la espalda… Ahora en la calle ya no había cadáveres tapados con periódicos, ni carros de excrementos, ni niños sentados en el barro, metiéndoselo en la boca con un hambre de lobos.

Lo único que había era silencio. Las nubes del cielo ponían reflejos violáceos en las ventanas de las casas deshabitadas.

Era una ciudad de muertos, poblada por mis recuerdos. Vi el lugar donde se había oído durante tanto tiempo el incansable reclamo del vendedor de sartenes. Un poco más allá, el sitio donde había visto llorar a un hombre por primera vez. Me acordé de una anécdota de Nate Kolleck, sobre una pareja que vivía en el apartamento de encima y escandalizaba a las demás familias porque hacía el amor con las cortinas descorridas. Quizá hubieran sobrevivido. Quizá Nate también.

Una serie de escalones en estado muy precario me llevó al piso vacío donde me había enseñado sus fotos. El fuego no había dejado nada: ni un fregadero ni una plancha de madera aprovechable. Ni un simple trozo de cristal. Sin embargo, un rayo de sol hizo brillar algo en un rincón. Al lado de la puerta había un montón perfectamente ordenado de latas de película. Contenían celuloide quemado. Las llamas habían devorado todas las imágenes y todos los recuerdos por cuya conservación Nate se había jugado la vida.

¡Y pensar que yo, con mi cabeza rapada, había tenido miedo de que me confundieran con una judía ortodoxa! ¿Qué pensarían los actuales habitantes de Lodz de una judía? ¿Qué representaría para ellos? En Polonia ya no quedaban judíos. Estaba judenrein, como había prometido el Führer. Purificada por el fuego. En el Baluty, el rey Chaim había perdido su apuesta por la santidad.

Me arrodillé en los adoquines esperando el regreso de los viejos fantasmas, o el saludo de una voz cualquiera. Esperando una razón para moverme. El viento del anochecer empezó a levantarse y me llenó la cara de polvo. Era un viento árido y glacial, tan reseco como mi vacío interior. No me quedaban lágrimas. Tampoco emociones.

Oí cantar a una mujer. Las notas lejanas de su canto subían y bajaban como el aleteo de un pájaro. Logré reconocer la melodía, una de las canciones del gueto que yo le había cantado en otros tiempos a mi padre:

Se quema, hermanos,

se quema. Nuestra casita se ha incendiado,

Y vosotros cruzados de brazos,

Viéndola quemarse.

La voz se hizo más fuerte y estridente. Al verme de rodillas en la acera, la mujer había empezado a acercarse. Era una bruja deforme y amenazadora que me llamaba con su dedo nudoso y retorcido.

Se quema, hermanos, se quema.

Grité, me levanté y eché a correr. Tenía que ver qué le había pasado a nuestra casa.

Llegué a la verja, mientras veía encenderse luces en toda la manzana. Al menos había vida. En esa calle vivía gente, aunque seguro que no les conocía.

Vi a una niña de unos siete u ocho años que me miraba desafiante desde el patio, con los brazos en jarras y unos ojos muy azules y orgullosos.

—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Por qué estás tan sucia?

Abrí la verja y me acerqué a la casa por el sendero de pizarra.

—Me llamo Marisa, y estoy sucia porque vengo de muy lejos y no he tenido tiempo de lavarme. ¿Tú cómo te llamas?

—Junka Kowalska. Vivo aquí con mis padres.

¿Era la misma familia que se había instalado después de nuestro exilio al gueto? No podía saberlo.

—¿Está tu madre?

—Sí.

—¿Crees que me dejaría ver la casa?

—No.

Me quedé donde estaba, indecisa.

—Es viernes por la noche, ¿no?

—¡Pues claro que es viernes por la noche! ¿Por qué?

Sacudí la cabeza y busqué el brillo de las velas del sabbath en la ventana del salón, o la expresión siempre ceñuda de mamá diciéndome día tras día que entrara antes de que se pusiera el sol. Estaba a punto de empezar el sabbath, con sus oraciones, y la bendición ritual del pan y el vino. Qué lástima no poder volver a tener la edad de aquella niña… Entonces me habrían dado mosto.

Siempre pasábamos el sabbath los cuatro juntos. Después de la cena, yo me sentaba al Bösendorfer y tocaba y cantaba con Jozef, que se ponía a mi lado, de pie. Con las velas del salón encendidas, nos embriagábamos de música mientras mamá y papá escuchaban sentados en el confidente, al otro lado del atril. Papá fumaba en pipa. Mamá prestaba esa atención que a Jozef y a mí nunca nos había faltado.

—¡¡Junkaaaa! —dijo alguien por una puerta lateral—. ¡Junkaaa Kowalskaaa!

—¡Estoy aquí, tata! —gritó la niña.

—Pues entra ahora mismo. ¿Con quién hablas?

—Con nadie.

La niña entró corriendo en casa.

Nadie.

Esperé un poco y me acerqué a espiar el interior por unas cortinas. Había un hombre, una mujer y una adolescente (los padres y la hermana de Junka, supuse), bebiendo jerez cada uno en un sillón. Parecían cómodos y confiados, como si formaran parte de la casa. La casa de los Levy. Sí, porque los Levy estaban muertos, y yo —nadie— era invisible.

Cruzando unos setos de alheña, me levanté un poco para ver el salón. Una alfombra china azul claro, un armario esquinero de teca un poco raro, sillas vienesas modernas, una mesa de ébano… Nada de lo nuestro. La fría elegancia de la sala formó un nudo en mi garganta, y el pecho me dolió tanto que me asusté. Creía que no me quedaba bastante corazón para romperse.

Vi que la familia pasaba al comedor y se distribuía por las sillas. Una mujer con delantal, la cocinera, sirvió un magnífico estofado. El padre bajó un momento la cabeza, levantó la mano e hizo la señal de la cruz. La madre y sus dos hijas le imitaron. Eran una familia bien parecida, digna y acomodada. Tan inamovible como lo habían sido en otros tiempos el doctor Benjamin Levy y su familia.

Con las uñas hincadas en las palmas, traté de borrar la imagen de mi memoria. Luego cerré los ojos y tuve ganas de gritar tan fuerte que mis gritos habrían destruido el salón, el comedor y todo lo que contenía, gente y mobiliario por igual.

¿Qué podía hacer? ¿Llamar a la puerta y darme a conocer? Tenía el impermeable sucio, los calcetines grises de mugre y un viejo saco de malla en las manos enrojecidas. La doncella ni siquiera me habría dejado entrar. ¡Por mi puerta, la puerta de mi familia! Una puerta cerrada para siempre a los judíos.

Tuve ganas de ir a la prefectura de policía y volver con un grupo de agentes que me ayudaran a recuperar mi casa. Haría expulsar a Junka y su familia, como nos habían expulsado a nosotros. Era lo justo. El Bösendorfer, los cuadros, la cubertería de plata… Todo lo que nos habían robado.

De repente la casa y todo Lodz, me agobió. No podía quedarme. Tendría que huir, una vez más.

—¿Adónde quiere ir, señorita?

—A otro sitio.

—Sí, claro, pero ¿a qué estación?

—Donde sea. Da igual.

—Entonces ¿por qué no se va a casa? Es medianoche, y el próximo tren no sale hasta la mañana.

—¿Para dónde?

—Para Budapest.

—Pues entonces a Budapest.

—Oiga, señorita… ¿Cómo se llama?

Nadie.

—Mire mi tarjeta de viaje. ¿Qué pone?

—Pone… —El jefe de estación hizo una pausa, mientras sus dedos palpaban el sello en relieve que habían puesto en París los del departamento de desplazados—. Mia Levy.

—Ah, pues no puede ser. Mia Levy está muerta. Murió con toda su familia en Auschwitz. Yo me llamo Odette LeClerc y quiero ir a Budapest.

Me dio el billete. Se lo pagué.

—¿Dónde paso la noche? —pregunté.

—Puede quedarse en la estación, pero es peligroso. ¿Por qué no se va a casa de algún amigo o un pariente?

—¿Amigo? ¿Pariente? ¡Qué gracioso! Son fantasmas. Yo tenía un amigo; bueno, muchos, pero eso era antes de… Me he portado mal. He sido malísima. Por eso me raparon la cabeza. Mire, se lo voy a enseñar.

Me quité el pañuelo y le enseñé mi cuero cabelludo infectado.

—¿Lo ve?

Se estremeció involuntariamente.

—Debería hacérselo mirar —dijo—. Hay una clínica, pero no creo que esté abierta.

—No puedo ir a ninguna clínica. Salgo a primera hora para Budapest.

El hombre empezaba a impacientarse.

—Aquí, a la vuelta de la esquina, hay un hotel. ¿Tiene dinero? Podría pedir una habitación.

—¿Dinero? —Metí la mano en el bolsillo—. Soy rica. Mire.

No saqué un zloty, sino un rollo de celuloide ennegrecido. Después de mirarlo un segundo, grité y lo tiré al suelo dando un salto hacia atrás.

—Señorita…

Me desmayé.

Mi cabeza se convirtió en un estallido de voces, sirenas, gritos y ráfagas de metralleta. Vi a Jozef, que me miraba enfadado desde el techo de la estación. Estaba con mamá, que también me miraba, aunque los ojos se le habían vuelto de cristal. Y papá… Papá estaba a mi lado, empujándome del banco donde me había tumbado. ¿Por qué quería hacerme daño? ¿No sabía cuánto les quería a todos?

—Hice todo lo que pude —le dije—. Me crees, ¿verdad? Luché contra los nazis en París. Luché a base de follármelos. —Mi rabia era infinita—. Me convertí en una puta. Aguanté todo lo que pude por ti. Por ti y por Jozef y mamá, pero me faltó fuerza. No pude salvaros. Estáis muertos. Ya lo sé, pero tenía que intentarlo. Ni siquiera tuve la oportunidad de despedirme, y ahora me vuelves a empujar. ¡Jozef, por favor, no estés enfadado! No fue culpa mía. Además, casi lo conseguí. ¿Dónde está Mia? Abajo, en la sala de música. ¿Oyes lo bien que toca y canta? Sí, papá, igualito que un ruiseñor.

¡Con qué claridad vi a esa joven pianista! ¡Con qué intensidad y qué concentración tocaba! Y era guapa, intacta y pura tras la protección del ventanal de la casa de sus padres. Un día sería una gran concertista y una gran dama.

Levanté la mano hacia los cuatro: mamá, papá, Jozef y Mia. Ahora también estaba Vinnie, que era el más alto. Tenía los brazos tan grandes que podía rodear a toda mi familia. Me sonrieron con adoración, diciéndome que estuviera tranquila, y el sonido de mi voz fue cristalino, radiante, lleno de esperanza…

Me desperté tumbada en un banco. Alguien me había tapado con una lona por la que se filtraban rayos de sol. ¿Cuánto había dormido? ¿Varios días? Me sentía tan repuesta… Aunque tardé un poco en saber dónde estaba.

Un altavoz destrozó la canción con su estridencia.

«Expreso de las seis y media para Budapest, vía tres».

Cansada, con todos los huesos doloridos, pero cuerda y consciente de quién era y adónde iba, me dirigí al tren.