El nombre «Vinnie» casi se perdió en el fuego de artillería. Salí corriendo en estado de shock, ignorando los gritos que salían del interior destrozado de La Maison.
Era verdad. Habían entrado tanques americanos en la ciudad. Los vi en la avenida. La liberación de París era cuestión de horas. Me pregunté qué esperaban los alemanes. ¿Por qué Von Choltitz no había ordenado la destrucción?
En todo caso, si habían llegado los americanos, podía ser verdad que Vinnie les acompañaba. Quizá mi anónimo interlocutor no hubiera mentido. Mi amante y salvador, la parte perdida de mi corazón, podía estar a punto de reunirse conmigo. «Ten cuidado, amor mío. Que no te pase nada justo ahora. Estoy aquí, esperándote ansiosa. Ten cuidado».
Dentro de mí despertaba la vida. Casi podía tocar el final de mi sufrimiento. Lo que estaba pasando quizá fuera la visión que había tenido mi padre al empujarme del vagón de ganado con una sola orden: «Vive». Y había vivido. Ahora quería abrazar a Vinnie sobre unas sábanas bien limpias, y susurrarle mi amor. Iríamos a Polonia. Le había prometido a Nate Kolleck que informaría al mundo del infierno del Baluty, y cumpliría mi promesa, pero con Vinnie a mi lado.
Y con papá, y con Jozef. Si un milagro tan grande era posible, quizá no fuera el único. Quizá (pero no pidas demasiado, me dije; no pidas demasiado) pudieran regresar a Lodz y empezar una nueva vida.
Como no me atrevía a ir a las barricadas sin uniforme, decidí esperar en la cripta de piedra, como Julieta, y despertarme con el beso de mi Romeo. Volví a la casa.
—¡Ya sé lo que eres! —gritaba alguien con La Marsellesa de fondo—. ¡Sé lo de Franz Behrenson!
Busqué desesperadamente algún indicio de calor o perdón, pero en la voz sólo había rabia.
—Estás sucia —decía—. Eres una puta.
De repente me vi sola en la colina de Brooklyn donde Vinnie y yo habíamos hecho por última vez el amor. Lo busqué como loca, y cuando lo encontré corrí a abrazarle, pero él me dio la espalda, negándose a mirarme. ¡Tenía que entender la razón de que no pudiera contarle nada sobre el hotel de Varsovia donde me había acariciado Egon Hildebrand, con el resultado de que le habían aplastado el cráneo! ¿Cómo hablarle de la sala del barón, o de Franz Behrenson, o de Sonia, cuyos ojos, en ese mismo instante, me miraban con reproche infinito? ¿De dónde habría sacado las palabras?
Un fuerte impacto me hizo incorporarme. Me levanté medio atontada. ¿Cuánto había dormido? ¿Por qué no había venido Vinnie?
Otra explosión cercana. ¿Dónde estaría más segura? ¿Cuál era el mejor sitio para esperar a Vinnie? No sé por qué, pero fui a la sala del barón. Una de las paredes estaba reventada, y los rayos del sol daban un aspecto patético a aquel escenario de sadismo y placeres. El piano seguía en su sitio. ¡Menos mal! Vi mi cara en el espejo: tenía las cejas depiladas y arqueadas, y las pestañas con restos negros de rímel. Todo en mí, desde mi jersey hecho jirones hasta mi falda, me hacía parecer una puta desechada por su cliente tras el último servicio.
En un compartimento secreto que había en la pared, me quité las joyas y las envolví en un pañuelo: un collar de perlas de Tourneau, unos pendientes y un broche de Franz, un reloj de pulsera de un soldado cuyo nombre se me había olvidado… Incluso una pulsera de Sonia, un recuerdo sencillo y sin valor económico, pero que era el único que me hacía llorar.
La sala del barón empezó a poblarse de gritos, como un coro espectral que hubiera vuelto para condenarme. Era yo, no mis clientes, quien debería haber recibido los latigazos. Madame me había dejado sentarme muchas veces al piano. Recordé la música que había elegido Poincaré para Westerdorp, y decidí tocar. Tocaría a pesar del dedo roto, y Vinnie, al oírme, sabría dónde encontrarme.
Cuando estuve sentada, aporreé un acorde en do mayor para silenciar los gritos de mi cabeza. ¿Qué podía tocar? ¡Ah, sí, el opus 73 de Schumann para clarinete y piano! Cuando oyera mi parte, Vinnie se uniría a la interpretación y tocaríamos como en los idílicos domingos de otros tiempos. Sin embargo, no logré tocar bien. Tenía el dedo débil. Si pulsaba las teclas con mucha fuerza, me salían las notas muy raras, casi sincopadas. De todos modos, como era para Vinnie, toqué de todo corazón. «Oye la música, Vinnie. ¡Óyela y recuerda, por favor!»
Llamaron a la puerta.
—¿Quién está ahí dentro?
¿Vinnie? No, era una voz desconocida. Fui hacia la puerta, pero me detuve a medio camino. ¡Los látigos! Fuera quien fuera, no podía ver los látigos. Los tiré al mismo rincón que el resto de los escombros. La sala estaba llena de pruebas contra mí: metal brillante y cuero manchado de sudor, manchas de sangre en las alfombras persas…
Mientras intentaba controlar mi mano derecha, que estaba muy dolorida, se abrió un resquicio en la puerta.
—¡Un momento —dije—, que estoy…!
Cuando se abrió del todo, apareció un sargento americano en compañía de un francés con los ojos enrojecidos y un viejo fusil en las manos.
—¿Dónde está Vincent? —pregunté.
—Mademoiselle —dijo el francés—, el pueblo de París la acusa de prostituirse a los alemanes. Acompáñenos.
El susto provocó un calambre en mis manos. Hice una mueca de dolor.
—Pero ¡qué tontería! ¡Si soy de los aliados!
Me miraron fijamente.
—¿Nos acompaña o no? —preguntó el sargento.
—Pero ¿y Vincent? ¿No lo entienden? Espero a alguien que está a punto de venir. Lo sé porque acabo de recibir una llamada del ejército americano.
—Venga —dijo el francés, tirándome del brazo.
Yvonne nos miraba desde la puerta.
—¡Cuéntales lo de la llamada! —imploré—. ¡Tú me has visto recibirla!
Me escupió en la cara.
Retrocedí, y del bolsillo se me cayó el pañuelo con el broche.
—¿Lo ve? —exclamó el francés, triunfal—. Un regalo de los nazis. La prueba del delito. —Acercó tanto su cara a la mía que sentí la rabia de su aliento—. ¿Y tú? ¿Tú qué les diste a cambio? Seguro que no sólo tu cuerpo. Quizá el nombre de los franceses libres que han desaparecido. ¡Dios mío! ¡Eres peor que los boches!
—Muévase —ordenó el sargento.
Me quedé donde estaba. Me abofeteó en la cara.
—¡Que se mueva!
Avancé tropezando, y tan encorvada que temía chocar con los escalones. Cada paso despertaba una fuerte punzada en mi cadera.
Me pasearon por delante del servicio de La Maison, pero esta vez no hubo reverencias respetuosas ni palabras educadas.
—Ayudadme —balbuceé—. ¡Por favor! ¿Nadie va a decirles que soy inocente?
Todos empezaron a pegarme, sin excepción. Me daban patadas, insultándome y tirándome del pelo enredado.
—¡Sonia! —grité—. ¡Que alguien traiga a Sonia!
Sonia estaba muerta. Casi se me había olvidado. Apreté los puños, hincándome las uñas en las palmas para borrar el recuerdo. «¿No veis que era una informadora? No podría haber matado a una inocente».
Se oyeron aplausos fuera de la casa.
—¿Ya hay gente? —preguntó el sargento.
—Treinta o cuarenta en el patio, pero Charles dice que deberíamos llevárnosla a…
—Charles es un gilipollas —dijo el francés—. Quiere que entreguemos a los colaboradores a De Gaulle, pero no nos robará este momento. Mientras él hacía discursos al otro lado del frente aliado, nosotros poníamos en marcha la liberación. Esto lo hemos pagado con la sangre de nuestros camaradas, la sangre de los maquis y los comunistas. Las putas colaboracionistas son nuestras por derecho.
El sargento se encogió de hombros.
—De todos modos, ya se han escapado. Todos los nombres de la lista menos ésta de aquí. Los otros son patriotas. Están arriba, bebiendo champán.
—Bueno, al menos tenemos una. Habrá que conformarse.
Me arrastraron fuera. El sol de mediodía me cegó. Oí gritos, burlas, insultos, abucheos… Después de un rato contemplando el mar de bocas airadas y brazos en movimiento, reconocí algunas caras: Bouvier, el panadero, y la bruja del bistrot de la esquina, envuelta en viejas cortinas de damasco rosa.
—Vive la France! —gritaba, como todos los demás—. Vive la France!
Los que me sujetaban me soltaron, dejándome caer en los escalones. La multitud se me echó encima en un segundo. Se lanzaron sobre mí con las facciones retorcidas por el odio y el hambre, como una lava furibunda, y empezaron a escupirme mientras me daban patadas y me arrancaban la ropa.
El líder del grupo me cogió en sus fuertes brazos con una ternura exagerada y me llevó a una plataforma improvisada. Yo me agarré con fuerza a su cuello, ignorando las punzadas de la cadera, y apreté mis pechos contra su torso. «Tú me salvarás». Abrí la boca y le rocé la nuca con los dedos de la mano izquierda, mientras él se inclinaba para depositarme en la plataforma.
Su mirada recorrió todo mi cuerpo. Le miré con los brazos tendidos. «Sí, desea este cuerpo y esta boca. Te los daré. Podrás hacer conmigo lo que quieras. Te daré placer. Te haré morir de gusto, y pedir más a gritos. Pero sólo si luego me dejas libre».
Él miró los rostros de la multitud, se giró lentamente y me escupió en la cara.
El francés de ojos enrojecidos se acercó y me tiró un papel al pecho.
—Odette LeClerc, se te acusa de traidora y de colaborar con los alemanes. Esta carta contiene los detalles de tu relación con el barón de Tourneau, Franz Behrenson y una docena de nazis menos importantes que te dieron joyas, un coche y más regalos de los que se podrían contar. También se te acusa de delatar a camaradas, refugiados y miembros de la Resistencia. Las acusaciones son irrefutables. Las pruebas, del todo concluyentes. —Levantó las manos por encima de la cabeza y se inclinó ante el hombre que me había llevado hasta la plataforma—. Monsieur Bir, aquí se la dejo.
—Vive la France! —exclamó una voz detrás de mí.
El cúmulo de gente que me rodeaba repitió:
—Vive la France!
Las manos de gigante de Bir me desgarraron la camisa y me la quitaron por los hombros. Otro hombre me cogió del pelo y lo estiró, mientras una mujer con tijeras lo cortaba a trasquilones. Cerré los ojos y recé porque llegara la muerte.
«Colaboracionista. Traidora. Espía». A esas alturas, ya daba igual que me llamaran de una manera u otra. Era todas esas cosas a la vez, y algo peor: la puta más sucia, la peor de las rameras, una alimaña que envilecía su ciudad y sus vidas.
Se oyó un disparo y un grito. La gente se apartó. Se estaba acercando un soldado americano. ¿Vinnie? No estuve segura. Fuera quien fuera, no debía de tener muy buena opinión de mí, porque me agarró por los hombros sin contemplaciones y, cuando estuve levantada, me empujó hacia la gente. ¿Adónde íbamos? Yo sólo sabía que se me clavaba la gravilla en los pies descalzos. El francés de ojos enrojecidos se interpuso con los brazos en alto.
—¡Para, que es nuestra! —gritó.
—Lo siento —dijo el soldado que no era Vinnie, sino un desconocido de cara pálida y ojos tristes—. Nuestras órdenes son llevar al cuartel a todos los colaboracionistas que puedan suministrar información valiosa. Si la dejo aquí, la mataréis.
—¿Qué información quieres que os dé una zorra? —gruñó el francés.
Sin embargo, se apartó para dejarnos pasar.
Yo me derrumbé contra el soldado, abrazándole como lo que era: mi salvador. Medio a rastras, medio en volandas, me llevó al otro lado de la muchedumbre, a una calle relativamente vacía donde nos esperaba un coche.
—¿Conoce a un soldado que se llama Vincent Sforza? —le pregunté.
Él pensó un poco.
—En la 101 de aviación había uno que se llamaba así —dijo—. Entró con nosotros en París y nos ayudó a tomar la ciudad. Me lo encontré una vez. Parecía majo, con muchísimas ganas de llegar a París, pero creo que le han matado esta mañana. Al menos eso me han dicho. En todo caso, ahora no está por aquí.
Ninguna esperanza. Nada ni nadie por lo que vivir. Había dejado a mi familia en un vagón que les llevaba hacia la muerte. Envidié su sacrificio, y el de Vinnie. El soldado me ayudó a subir al jeep. Arrancamos, dijo que hacia el cuartel general, pero ¿no eran iguales todos los cuarteles generales? Bien mirado, ¿no habían ganado las bestias? ¿Qué diferencia había entre aquel soldado y los alemanes, los hombres con los que había follado para nada?
Vinnie estaba muerto. Mia estaba muerta. Que hicieran con Odette lo que quisieran.
—Vive la France! —gritó detrás la multitud.