29

Cuando encontré a madame de Sevigny, su cadáver colgaba de una viga del techo como un móvil dadaísta. La corriente que entraba por la ventana la hacía balancearse como un péndulo. Cada oscilación hacía crecer la rabia de que me hubiera escamoteado la venganza. Reprimí las ansias de clavar el cuchillo en su pecho sin vida. Tenía ganas de darle un tajo por cada muerte que había provocado, sobre todo la de Sonia. Después de mirar un rato el cadáver, lo descolgué cortando la cuerda.

En ese momento, de fuera llegó ruido de batalla: un tableteo de ametralladoras de 88 milímetros. O los aliados estaban atacando la ciudad, o eran los alemanes defendiéndose. En ambos casos, la conclusión era que habían llegado los americanos. Tarde o temprano, Von Choltitz dictaría la condena a muerte de París.

Todo parecía decidirse en un juego cósmico demasiado enrevesado para que lo desentrañase un mortal: quién viviría, quién moriría, quién condenaría a una muerte inmerecida a gente a quien ni siquiera conocía, como Madame, y quiénes serían los elegidos para pagar crímenes ajenos, como Sonia.

Odette LeClerc había sido creada para enfrentarse a los nazis, y a su manera, muy modesta, había desempeñado su papel. Poincaré había recibido información que tal vez hubiera allanado el camino de París a los aliados. Pero Odette también había dado placer a los nazis, a cerdos como el barón, Behrenson y Roos, y su única hazaña consistía en haber matado a un ingeniero de aspecto afable apellidado Westerdorp. También había matado a una chica inocente. Eso no podía compensarse ni estrangulando al mismísimo Hitler.

—¿Mademoiselle Odette?

Era Yvonne, que subía por la escalera hacia el dormitorio de Madame. Cerré la puerta y fui a su encuentro.

—Tiene una llamada —me dijo.

La cogí por la cintura y me la llevé de vuelta a la escalera.

—¿Una llamada?

Increíble. Tomé nota de que la red telefónica seguía en funcionamiento. Pero ¿quién podía llamarme a La Maison? Mis clientes alemanes debían de tener asuntos más importantes entre manos.

—Sí, mademoiselle, un señor. Inglés. Habla muy mal el francés.

¿Johnston? Imposible. ¿Poincaré? Su francés era impecable. No conocía a nadie más.

—¿Ha dicho su nombre?

—No, sólo que era urgente.

—Bueno, pues ya lo cojo abajo.

—Si mademoiselle ya no me necesita, debería ordenar el dormitorio de Madame, porque estaba todo patas arriba, y se enfadará mucho cuando vea que…

No podía dejar que Yvonne viera el cadáver. Todavía no.

—Ni hablar —dije—. Ahora no puedes molestarla.

—Pero ¿y si Madame me necesita? Ya sabe lo furiosa que se pone…

—No te necesitará. Esta mañana no. Te lo aseguro. Tú a lo tuyo, y ya te llamará Madame cuando esté lista.

No se quedó muy convencida, pero se fue por el pasillo hacia el sector de los criados. Sus pantorrillas blancas y sus brazos, que aún no se habían rellenado después del estirón, parecían temblar a cada paso. Pensé que sólo tenía doce años. La futura mujer sólo se adivinaba un poco en sus caderas, y en el volumen incipiente del trasero. No sabía nada de la desolación que le reservaba la vida.

Bajé por la escalera y fui al rincón del teléfono.

—¿Diga?

—¿Mademoiselle LeClerc?

—¿Quién es, por favor?

Estaba segura de que me escuchaban. Podían ser los espías de Madame, los del barón o lo que quedaba de la Gestapo. Hasta el propio Poincaré podía estar espiándome.

—¿Es Odette LeClerc? —insistió la voz.

Oí ruido de botas por la escalera. Eran dos oficiales alemanes rezagados, que se fueron a su limusina haciendo eses por culpa de la resaca.

—Sí, soy Odette LeClerc —susurré.

—¿Por qué no lo decía? Mademoiselle, soy Bor…

Un traqueteo al otro lado de la línea me impidió oír el resto.

—Tendrá que hablar más alto, monsieur. Casi no le oigo.

—Disculpe. Son los tanques sobre el pavimento. Hacen un ruido infernal.

—¿Tanques? ¿De quién?

—Nuestros, claro. Americanos.

¡Americanos! ¿Estaban muy cerca?

—¿Desde dónde llama?

—Desde el café Au Vieux Sanglier, al otro lado de la Poste.

—¿En qué ciudad, por favor?

—¿En cuál va a ser? ¡París! Estamos a punto de entrar. Por eso la llamo. Llevo dos horas intentándolo. Tengo un mensaje.

¿Un mensaje?

—Debe de equivocarse —dije, con un germen de esperanza.

No. Era absurdo. Ni pensarlo. Contuve la respiración, atenta a cualquier ruido que pudiera indicar que el teléfono estaba pinchado. Sólo podía ser una trampa. Esos trucos tan burdos me los habían explicado hasta en América.

—Lo siento, pero tengo que colgar.

—¡Un momento, por favor, que me ha costado una barbaridad encontrarla! Me he imaginado que sería de la Resistencia. Sólo podía estar enamorado de una luchadora. Yo soy de inteligencia. Resulta que un chaval que debe de ser muy amigo suyo, doy fe de que está enamoradísimo, me pidió de rodillas que me enterara de si usted estaba en Francia. La verdad es que no sabía ni por dónde empezar, pero nos hemos encontrado a un hombre que dice llamarse Poincaré. No sé de qué nacionalidad es. Supongo que francés. Es el que nos ha indicado la mejor manera de llegar a París. Parece que sabe dónde hay alemanes y dónde no. Total, que le he preguntado por usted, así, por preguntar, por si la conocía, y me ha dicho que sí, pero que no sabía dónde estaba. Me ha aconsejado que llamara a Inglaterra, a un tal coronel Johnston, que me ha explicado dónde la podía encontrar. Su nuevo nombre también me lo ha facilitado Johnston. A otros no les habría hecho el favor, pero al llegar a Francia su amigo me salvó la vida, y me ha parecido que se lo debía. Tendría que haber llamado él personalmente, pero está en la infantería, y ahora mismo avanzan.

Johnston. Fue un nombre mágico. A menos que se tratase de una trampa tan sutil que no le vi sentido.

—¿Cómo se llama el chico?

—Sforza, Vinnie Sforza.

«Dios del cielo, sé un Dios justo».

—Y ¿cómo es físicamente?

—Alto, mademoiselle. Pelo negro y abundante. No sé qué más decirle. No se me dan muy bien las descripciones, la verdad. Seguro que usted ya lo sabe, sin que se lo tenga que explicar.

Sí, sí que lo sabía; tenía tan clara su imagen en la mente, a pesar de las lágrimas… Entonces afloró en mi corazón un sentimiento que había dormido en mi interior durante muchos meses, un sentimiento tan olvidado que ya ni siquiera sabía que existiese, y lo hizo renacer.

—¿Dice que el soldado está en París?

No sólo me temblaban las manos, sino la voz.

—Sí. Me ha dicho que se ponga guapa, porque va a ir a verla.

Antes de que la sorpresa, la alegría, la vergüenza y la euforia hubieran hecho su efecto, cayó una bomba en La Maison, que explotó a mi alrededor.