Crucé la verja de La Maison aux Camélias, sufriendo una punzada a cada paso por culpa de la vieja inflamación de la cadera.
El viaje de vuelta desde las Ardenas había sido una odisea. No había tenido más remedio que parar constantemente. Huía tanta gente de París —sobre todo alemanes, por suerte— que en la carretera no quedaba sitio para el Talbot, obligado a avanzar como un caracol con la marea en contra. Al final había dejado el coche y, mientras los alemanes huían hacia el este, había corrido campo a través por sembrados irregulares, durmiendo en un gallinero, un establo y un pajar.
Al llegar a los suburbios había visto una hilera larguísima de carros tirados por caballos y mulas que cruzaban la Porte de Vincennes. Eran los alemanes robando cuadros, espejos, puros, coñac, joyas… Todo lo que pudieran llevarse de valor. Se movían despacio. No tenía nada que ver con lo que me habían contado del éxodo de los judíos de Varsovia al principio del blitzkrieg. Estos peregrinos saqueaban los alijos de los ricos, con la clara intención de consumir todos los puros y licores que pudieran caber en sus cuerpos engordados por la ocupación.
Con el avance aliado, la ocupación se hizo más cruel, como la de los arios en Polonia. Asistí a la búsqueda de víctimas, que en esa ocasión no eran judíos, resistentes ni comunistas, sino cualquier chivo expiatorio a quien pudieran echar el guante; inocentes, en suma, que les permitieran desahogar su frustración.
Tenía escondido en el sujetador un pliego con la firma del nuevo comandante de París, Von Choltitz, y el sello de la oficina del comandante militar. Era un regalo extra de Behrenson, que me lo había dejado en la guantera. Con el espacio de los nombres en blanco, tenía un valor incalculable como salvoconducto. Podía protegerme de los alemanes que se batían en retirada, o de que me matasen si tenía que salir huyendo y cruzar las líneas para reunirme con los aliados. También podía significar una muerte instantánea. Desde el 20 de julio había muchos oficiales de baja graduación que prescindían de su lealtad hacia los generales, incluido Von Kluge, el brazo derecho de Hitler. Von Choltitz tenía fama de verdugo y destructor de ciudades. Su llegada significaba la condena a muerte de París, como lo había sido para Rotterdam, Sebastopol y la franja arrasada que había dejado al retirarse de Rusia.
Pensé en la excusa que le daría a Behrenson, no sería fácil explicar la desaparición del coche, ni mi retraso de tres días, pero lo único que se me ocurrió fue que me habían asaltado y robado. A esas alturas, el Talbot, con sus distintivos de la inteligencia militar, podía haber sido encontrado por cualquiera: un vecino curioso, un soldado alemán, un niño… Y en dos o tres días también descubrirían la tumba.
Llegué a la estación de metro de Nation justo después de amanecer. Al bajar por la escalera me encontré con un grupo de soldados alemanes que subían. Aprovecharon para meterme mano como lobos famélicos. Poco después se perdieron en la mañana, dejándome asustada y furiosa, pero sin nada que lamentar. Me recompuse la ropa para borrar sus asquerosas huellas. Control. Tenía que mantener el control.
Fui en metro hasta Kleber y retrocedí por Chaillot, evitando las calles anchas. No podía permitirme un encuentro fortuito con Behrenson sin haber tenido tiempo de pensar qué le diría.
Al entrar con sigilo en La Maison, oí voces en la cocina y me asomé. Varias personas se apiñaban alrededor de una radio escondida en una caja de pan.
—Igual que la última vez —se quejó Pascal, el sous-chef—. Hace dos días anunciaron la liberación y no pasó nada. Sonaban todas las campanas, pero los aliados no llegaron.
—Esta vez sí —dijo una mujer a quien no conocía.
—Cállate, tonta. ¿Qué quieres, que nos maten? ¡Acaba de entrar la ahijada de Madame! La puerta está abierta y…
Me miraron fijamente. Estaba sucia de polvo y mugre, con los ojos hundidos y las mejillas chupadas.
—¡Que alguien traiga una silla! —dijo Martine, la bonne de chambre—. ¡Pero por Dios! ¿Qué ha pasado?
—Nos fuimos con Sonia en coche al este, al campo, y…
—¿O sea que has visto marcharse a los cerdos? Espero que los aliados les hayan dejado como un queso suizo.
—No había aliados.
—Imposible. Lo están diciendo todo el rato por la BBC. Han liberado París.
—No te lo creas —dije—. La ciudad es un hormiguero de alemanes. Están por todas partes: en la calle, en el metro… He visto huir oficiales, pero no tropas. Hazme caso. En París quedan veinte mil soldados del Reich. Aliados, ni uno.
—¿A quién nos creemos, a la BBC o a la puta de un oficial alemán? —preguntó Pascal.
Me extrañó que estuviera tan furioso, y empecé a sentir pánico.
—Si no os fiáis de mí, fiaos de vuestros ojos y oídos. Los soldados aún hablan alemán.
—Entonces ¿cómo explicas lo de la Jefatura de Policía?
—¿El qué?
—Pero ¿no te has enterado? Hace dos días fue asaltada por el Comité de Liberación, y el prefecto salió huyendo. En Neuilly también han ocupado el ayuntamiento.
Así que era verdad. ¡Venían los aliados!
—Y ¿resisten?
—Se ha declarado un alto el fuego para que los dos bandos puedan ocuparse de sus heridos.
—¿Que Von Choltitz ha aceptado un alto el fuego? Tiene que ser una trampa.
—Pareces decepcionada. —El tono de Pascal era brusco e hiriente—. ¿No será porque te da vergüenza que tus queridos nazis no sean invencibles?
—Una cosa es que me los haya tirado —dije orgullosamente—, y otra que no los odie. Vosotros no tenéis ni idea de lo que es sufrir. Aquí, protegidos por Madame… Pero bueno, pensad un poco: ¿no os dais cuenta de que Hitler ha dejado retirarse a las SD, las Waffen SS y la Gestapo por algo? La razón es que los alemanes han minado media ciudad: todos los puentes, el Palacio de Justicia y el Arco del Triunfo. Cuando los aliados lleguen a París, volarán por los aires.
Me rodearon sin dejarse influir por mis palabras. En alguna caras vi desconfianza, y en otras odio.
—¡Tenéis que creerme! Os digo la verdad.
El círculo se hizo más estrecho. Estaba acorralada.
—A ver, a ver —dije desesperada—: ¿qué os creéis, que cuando los krauts desfilaron entre Étoile y la place de la Concorde me emocioné viendo las glorias de Prusia? ¿O con el ruido de las botas por las escaleras de la Tour Eiffel? ¿Os creéis que follaba por gusto con esos cerdos que se hacían llamar oficiales?
—Entonces ¿por qué lo hacías? —preguntó Pascal.
—Porque…
Guardé silencio. No podía traicionar a Poincaré. No podía hablar sobre la Resistencia y mi papel en ella, ni siquiera en las postrimerías de la guerra.
Sus miradas se volvieron más amenazadoras. Martine cogió un cuchillo de carnicero.
Me arrimé a la superficie de la mesa, tanteando con los dedos hasta encontrar el mango de un cuchillo de deshuesar.
—Maman… —dijo alguien en el pasillo que llevaba al comedor.
Era la hija de doce años de Martine, Yvonne. Su voz hizo que los criados se apartaran, rompiendo el cerco.
—A Madame le pasa algo —dijo Yvonne—. Vengo de arriba, de peinarla, y parece un fantasma. Tiene una pistola escondida en su camisón. Me ha dado miedo. Dice todo el rato que espera que no le haya pasado nada a Sonia, a quien ha protegido durante toda la guerra. A ella y a todos nosotros. Dice que Sonia era tonta pero buena. Me ha explicado que era inocente, y que lo único que quería era su cabaña, para convertirla en posada.
—¿Qué has dicho? —Casi no me salieron las palabras.
—¿Es usted, mademoiselle Odette? No la había reconocido. Quizá pueda contarle a Madame qué le ha pasado a Sonia.
¡Y yo la había asesinado, a ella y su inocencia! Vi pinaza cayendo en una tumba poco profunda. Reviví la sensación del cuerpo de Sonia rebotando por la fuerza de la cuchillada en la nuca.
Sonia era inocente, y Madame tenía una pistola.
—¿Por qué me miráis así? —grité.
Pascal me cogió del brazo.
—Cálmese, mademoiselle Odette. Nadie le hará nada. Sólo queremos saber qué ha hecho con Sonia.
Había matado a una inocente. Era tan cierto que la había asesinado, como que los alemanes habían matado a mi familia. La había sacrificado por nada, como ellos.
—Perdonad —dije, sintiendo náuseas—. Perdonad. Es que tengo que…
Aparté la mano de Pascal y salí corriendo al pasillo estrecho que llevaba al comedor. Crucé el vestíbulo como una flecha y subí por la escalera de caracol con una mano en la baranda de piedra gastada y la otra en el mango del cuchillo de deshuesar, cortando el aire. Por favor, que llegue a tiempo, pensé. Dios, por favor, haz que no llegue demasiado tarde.