—¡Dios mío! —grité cogiéndome con fuerza, mientras Sonia adelantaba a un camión de tropas manchado de barro y estaba a punto de empotrar el Talbot en los coches que venían por el otro carril—. ¡Que nos vamos a matar! ¡Para locuras ya tenemos bastante con irnos de excursión mientras París se cae a trozos!
—Estoy harta de tener alemanes delante —dijo Sonia, riéndose—. O encima. O debajo.
Su risa me encantó. Poincaré debía de estar equivocado. ¡Seguro! Claro que habría sido la primera vez… Cambié de actitud. Aquella chica era una traidora.
Nos metimos por la siguiente calle, y al derrapar hacia una alcantarilla estuvimos a punto de chocar con un carro que llevaba una montaña de ropa.
—Pues la casita te la ha pagado un alemán —dije.
—Que te quede muy claro, corazón: la casa la he pagado yo. Y bien cara que me ha salido. Los alemanes nunca dan nada gratis.
Moví un poco el retrovisor para ver a los parisinos huyendo y a los oficiales saqueando la ciudad. Había acertado en mis previsiones. Franz no tenía ninguna intención de hacernos perseguir por la Gestapo. Quizá todavía se sintiera culpable por lo que me había hecho en la mano. Ya habíamos salido de la ciudad. Íbamos despacio por una carretera rural muy empinada.
—¡Oye, ten cuidado! —dije—. Creo que has bebido demasiado en la comida. No estropeemos nuestro único día en el campo.
—No, lo que pasa es que tú has bebido demasiado poco —contestó Sonia, guiñándome el ojo—. Tendrías que verte, Odette: estás hecha un manojo de nervios. No nos sigue nadie. Madame nos ha dado el día libre, y nos vamos a mi casa. —Condujo un rato en silencio. Cuando volvió a hablar, se notó que pensaba en la casa—. Qué gusto pensar que pronto estaré en ella para siempre… Yo solita… ¡Con lo que he tenido que esperar! ¡Con la de soldados asquerosos y banqueros guarros que he tenido que aguantar! Son todos iguales: alemanes, franceses, condes, banqueros… A la hora del sexo, todos los hombres te tratan como un juguete de cama con agujeros. Parecen fontaneros. ¡Y aún se supone que tienes que agradecerles que se corran!
Intenté no acordarme del miembro de Franz en mi cara.
—Puede que no sean todos iguales —dije con hastío.
Vinnie no era así. Lobo tampoco. Me recordé que el sexo podía ser amor, aunque fuera un recuerdo borroso.
—A ti lo que te pasa es que no tienes experiencia —dijo Sonia—. En cuanto te pones a vivir con un hombre, empieza a gritarte que le planches la ropa. Si es francés, te monta por detrás para no tener que mirarte. Si es alemán, lo que tocan son ligas y látigos.
—Pero ¿nunca has estado enamorada?
—Una vez me pareció que sí. Me abandonó a los cinco meses de embarazo.
¡Increíble! La observé. Miraba la carretera sin delatar ninguna emoción.
—¿Y el bebé?
—Murió.
—No pareces muy triste.
Se encogió de hombros.
—Porque no lo estoy.
—¿Te da igual que se muera un bebé?
—Los muertos están muertos.
—¿Y el que murió en La Maison? ¿Al que mataron con su madre?
—Eran judíos. No les conocía.
¡Así que era verdad! Una verdad irrefutable. Poincaré tenía razón. Ninguna duda empañaría mis actos.
A ambos lados del coche, una ráfaga de viento aplanaba los campos de trigo y alfalfa. Al este, detrás de los bosques de la meseta, el curso del Mosela aparecía sembrado de colinas con pinares.
—Ya falta poco —dijo Sonia alegremente—. Siempre noto que nos acercamos por el color de la tierra. ¿Te has dado cuenta del cambio? Estamos entrando en zona de pizarras. Lástima que no hayas visto los pastizales antes de la guerra. Todo el valle era como una alfombra verde. Te lo juro. ¡Mira, el bosque!
Una hora después vimos aparecer la casita entre las copas de los árboles. Estaba lejos, pero la reconocí enseguida. El techo cubierto de musgo, el semicírculo de pinos alrededor… Hasta las sombras del bosque eran como las había descrito Sonia.
—¿Verdad que es ideal para una posada? Pues espera a ver el lago. En verano es un gustazo. Tampoco es que sea precisamente Cannes, pero… Vete tú a saber.
Frenamos en el polvoriento camino de acceso. Sonia bajó y corrió hacia una vieja bomba de mano para darle empecinadamente a la manivela hasta que salió un hilito de agua por el caño. Entonces se mojó la cabeza, riéndose, y dejó correr el agua por su cuello y sus pechos. ¡Qué guapa estaba! ¡Qué viva! Recordé vagamente haberme sentido así con Vinnie. También antes, cuando cantaba o tocaba el piano. Al ver mi mano vendada, tuve ganas de llorar.
Sonia volvió al coche y cogió la cesta de picnic de la parte trasera.
—¿Qué esperas? —dijo, tirándome del brazo—. ¡Venga!
Bajé despacio.
—¡Hay que ver qué día tienes! —Me echó los brazos al cuello y me dio un beso en la boca. Yo respondí forzadamente con una palmadita en uno de sus hombros—. Da igual, te lo perdono todo, esto y tus manías, que por algo has conseguido el coche. Ven, que quiero enseñarte la casa. Es donde siempre he soñado que volvería con mi amante.
Me llevó por la cintura hacia la casa, entusiasmada como un niño, y se puso de puntillas para pegar la cara a los cristales.
—Voy a enseñártela por dentro. Las piedras de la chimenea las puso mi abuelo con sus propias manos.
Dentro había una sala de lo más normal, con muebles sencillos de madera, una escalera para subir al piso de arriba y una cocinita rudimentaria en un lateral.
—Mi primer polvo fue aquí, con un chico de una granja; muy musculoso él, pero con una pilila microscópica.
Me reí.
—¡Qué mala eres!
—Sólo digo la verdad. Además, aunque la tuviera tan pequeña le adoraba. Me daba chocolatinas a cambio de jugar con él. En serio, le adoraba. Voy a enseñarte el piso de arriba.
La seguí por una escalera de pino, imaginando el olor de un fuego de roble, un estofado de conejo y el aire de la montaña. ¿Sería lo mismo que habían sentido los ocupantes polacos de nuestra casa de Lodz? ¿Se habían parado a pensar en la suerte de los cuerpos que habían dormido acurrucados y contentos bajo las mismas mantas que ellos? ¿Sabían que papá y mamá estaban muertos? ¿Y que Jozef también? ¿Sabían que Mia estaba muerta? Esperé que se les atragantara la casa, y que se les viniera abajo en protesta por nuestra expulsión.
—Ya es hora de comer —anunció Sonia.
Salimos a buscar la cesta de picnic y bajamos por un camino que, después de muchas curvas, llevaba a un riachuelo. Oí el ruido de una pequeña cascada invisible que desaguaba en el lago justo al otro lado del promontorio.
Llegamos a una elevación rocosa con una gruesa alfombra de pinaza iluminada por el sol. Sonia dejó la cesta en el suelo, extendió una manta y se arrodilló encima. Luego se quitó los zapatos y dio unas palmadas en la manta.
Me dio el champán. Mientras lo descorchaba, vi que se abría la blusa y ofrecía los pechos al sol de la tarde. Me fijé en su cara de placer, más guapa sin el rímel, el pintalabios y el colorete exagerado que se ponía en La Maison. Hizo una pose con la espalda arqueada y los labios fruncidos, ahuecando su melena pelirroja. Era la mujer que Poincaré quería que matara: la delatora de refugiados, la traidora a la Resistencia, la malvada a quien le daba lo mismo la muerte de un bebé.
Brindamos, bebimos y rellenamos las copas. Yo me dejé quitar la gorra. Después de acariciarme, Sonia se quitó la blusa. Luego me rozó la nuca con los labios, me abrazó y me empujó, haciéndome caer de espaldas.
—Es el aire de la montaña. Siempre me sienta así. —Se rió, abrazándome—. Además, estoy contenta de estar aquí contigo.
¡Me estaba haciendo el amor! Perfecto. Así me facilitaría la tarea. Cerré los ojos y sentí deslizarse el pelo de Sonia por mi piel desnuda, calentada por el sol.
—¿Te acuerdas de Natalie? —le pregunté.
Negó con la cabeza, sorprendida.
—Sí, Natalie, la del bebé que mató la Gestapo.
En vez de contestar, me acarició los pechos con los dedos, suspirando.
—Natalie. Esa mañana me pareció que hacías una señal. Para los nazis.
Apartó la mano y se me quedó mirando.
—¿De qué hablas?
Lo sabía perfectamente. Nadie que hubiera oído los gritos podía haberlos olvidado.
—Da igual. Ven, sigue lo que estabas haciendo, que me daba mucho gusto.
Reanudó su suave presión. Yo le di un beso e introduje mi mano entre sus ingles hasta sentir su humedad. Ella murmuró algo ininteligible y cerró los ojos. La cesta de picnic estaba al borde de la manta. La cogí con cuidado para no distraerla.
Encontré lo que buscaba: el cuchillo de pan que había tenido la precaución de guardar antes de la excursión. Saqué la mano de las piernas de Sonia, que intentó retenerla. Noté que empezaba a temblarle el vientre.
—Ven, cariño —dijo—, que ya no puedo esperar. ¡Por favor, por favor! Luego te haré lo mismo.
Por espacio de un segundo abrió los ojos de pánico. El cuchillo se había clavado en su cuerpo, haciéndola gritar con la fuerza de la estocada. Saltó tres veces, una por cada cuchillazo. Luego se derrumbó en mis muslos.
—Pagaste demasiado por la casa a los alemanes —dije, sollozando.
Sonia, en su agonía, puso los ojos en blanco y empezó a toser sangre.
—La casa… Pero si fue Madame… fue Madame la que…
Luego tuvo unas convulsiones. Acunada en mi regazo empapado de sangre, miró fijamente el crepúsculo y murió.
¿Cómo que había sido Madame? La posibilidad de haber matado a una inocente me colapsó la cabeza. Con movimientos mecánicos, envolví a Sonia en la manta y empecé a buscar un sitio para enterrar su cuerpo en el suelo blando del bosque. Tuve que parar tres veces para girarme y vomitar.
Cuando arrastré el cadáver hacia su sepultura improvisada, una luna mate subía por encima de los árboles. Eché puñados de tierra sobre Sonia hasta que ya no se le vio la cara. Luego recité lo poco que recordaba del Kaddish. ¡Qué raro que no me acordara, con la de veces que lo había recitado para los muertos judíos! Al final recogí los zapatos y la blusa de Sonia y también los puse en la tumba, antes de taparlo todo, la ropa, el cuerpo y el recuerdo, con una capa de tierra y hojas. Lo último que hice fue quitarme la ropa manchada de sangre y abrir el paquete con la muda que había escondido en el maletero del Talbot. Insensible al frío, me metí en el arroyo gélido debajo de la cascada y me limpié la sangre de Sonia.
Sus palabras se repetían en mi cabeza como una macabra melodía en tono menor: «Fue Madame… fue Madame la que…» Tuve la sensación de que mis dedos me quemaban la piel.
Salí del arroyo sin respiración y temblé bajo la brisa nocturna. Luego me puse el jersey y la falda de lana que había traído y enterré la ropa vieja bajo una montaña de pinaza, sin importarme que pudieran descubrirla. ¿Quién y cómo podría seguir su rastro hasta encontrarme?
Después de lavarme los pies, me acuclillé en la orilla y me puse los calcetines y los zapatos. Luego, con la cesta de picnic colgando del brazo, regresé hacia la casa de Sonia y el coche de Behrenson.