Durante el verano de 1944 mi ritmo de trabajo aumentó, lo cual no me impedía tener libre cualquier noche que solicitara Franz Behrenson, es decir, todas las que pasaba el capitán en París, que disminuyeron a medida que peligraba la situación de los alemanes en Francia, y la del propio Reich.
Cuando venía a París, Behrenson se gastaba un dineral en comida y vino del mercado negro. Íbamos a los mejores hoteles y los bares de peor reputación. Era su manera de relajarse. Gracias a que cada vez bebía más, y a que tenía un apetito sexual cada vez más voraz, yo obtenía datos destinados a ayudar al enemigo al que tanto temía.
Una noche cenamos en el Ritz, y él me miró fijamente con una intensidad feroz. Vi latir sus sienes bajo la piel enrojecida.
—Esta noche estás muy callado —dije—. ¿Has probado los espárragos blancos? Están deliciosos, los mejores que…
Hizo un gesto que nos redujo a nada, a mis palabras y a mí.
—¡Camarero! —Dio una palmada imperiosa—. Más champán. ¿Me has entendido? Bueno, pues contéstame en alemán.
Se giró para mirarme.
—¿Qué, te parece que estoy siendo muy bruto? ¿Te parezco el típico paleto alemán? ¿Uno de esos zafios que…?
—Lo que creo es que has bebido demasiado, Franz.
—¡Y lo que pienso beber! ¿Y tú?
—Yo ya he bebido bastante, pero sigue, sigue.
—¿Qué dices? La noche acaba de empezar. No quiero beber solo. ¡Oye, que no has tocado la cena!
—Perdona, es que me duele la cabeza y no tengo mucha hambre.
En ese momento apareció un hombre alto y delgado con charreteras doradas, que me besó la mano.
—Buenas noches, coronel —dije—. Me alegro mucho de volver a verle. Les presento: el capitán Franz Jozef Behrenson, el coronel Blasingame.
—Encantado —masculló Behrenson, pero no hizo ademán de levantarse. Tampoco disimuló su rabia.
—¿Sabes a quién acabas de insultar? —susurré cuando volvimos a estar solos.
—¿A mí qué coño me importa? ¿De qué le conoces?
—De una de las soirées de madame de Sevigny.
—Di fiestas de follar. Ya. Y anoche fue la del coronel Bechmann, y antes la del coronel Schneider… Dime una cosa, Odette: ¿hay algún oficial del alto mando alemán con quien no hayas follado?
Su grado de rabia y borrachera empezaba a ser peligroso.
—Ya sabes a qué me dedico —dije—. ¿Por qué te has enfadado tanto de repente?
—¡Idiota! —gritó—. ¿Acaso no lo sabes?
Mi sorpresa fue sincera.
—Pues no.
—¡Porque te quiero, maldita sea! Y porque no me correspondes.
Cuando estuvimos en la habitación, le hice un masaje en los hombros y sentí disminuir lentamente su tensión. Franz parecía viejo y derrotado, como si la confesión amorosa le hubiera robado toda su energía. Me miró como si sopesara sus palabras.
—Odette, de joven yo creía sinceramente en una nueva Alemania. Me encantaba el ejército. Trabajé muy duro para llegar a capitán. Creía que Hitler podría conseguir que Alemania volviera a ser la misma de antes. Tuve varios encuentros personales con él, y le consideraba un Dios. Tenía grandes sueños. Quería formar parte del Nuevo Orden. Disfrutaba a fondo cada una de nuestras victorias. Cuando marchamos por Polonia, Hungría, Bélgica y Francia, no hubo un solo día que no fuera emocionante. ¡Qué importante me sentía! Hasta creía que conquistaríamos Inglaterra. De noche soñaba despierto con la emoción de cruzar Londres con la bandera alemana.
»¿Y ahora? ¿Qué ha pasado? No lo sé. ¿Lo habrá cambiado todo nuestra derrota en Rusia? Tampoco creía que Estados Unidos fuera a entrar en guerra. Siempre he sabido que el éxito de la invasión aliada sería nuestro fin.
Rompió a llorar, pero no me dio pena. Además de ser nazi, se había convertido en una persona mezquina y amargada, siempre al borde de la violencia, y sus debilidades me inspiraban desprecio. Robarle secretos se había vuelto fácil y rutinario. ¡Se fiaba de mí! ¡Santo cielo! ¡Qué clase de hombre había que ser!
Un hombre que daba miedo. Sus brazos ya no me brindaban seguridad. Lo más probable era que no tardase en volverse contra mí, como contra su gobierno. En otros tiempos había creído en el Nuevo Orden y la alianza francoalemana. Ahora se había dado cuenta de que su Führer dejaría París en ruinas, sin pensar en las tropas destinadas en la ciudad.
Al menos esa noche no tendría que hacer el amor con él. El alcohol le estaba haciendo perder los últimos restos de coherencia.
—Relájate —susurré, dejando que apoyara en mis pechos su pelo rubio muy corto—. Estás muy tenso, cariño. Desde que se fue de París el general Von Rundstedt, eres como una Luger con el gatillo a punto.
—No se fue, le llamaron. Gerd von Rundstedt nunca habría huido de París, ni ahora ni hace un año, al darse cuenta de que todo estaba perdido. El gran genio militar de nuestra época, y el Führer va y le releva… ¡Y no una vez, sino dos! Tú espera, espera. Seguro que Hitler volverá a convocarle. Y él acudirá, obediente como un perro de caza. Los demás no son dignos ni de lamerle las botas. Su sustituto, Von Kluge, es un lameculos. ¿Que dice Hitler que quiere una ofensiva? Pues Von Kluge se la da… enviando a la muerte a niños en edad de ir al colegio.
Tenía los ojos inyectados en sangre. Al verle tan angustiado y con una mirada tan fija, me di cuenta de que estaba caminando por la cuerda floja.
—Al menos no está aquí y no puede verlo —dije—. Tampoco pueden acusarle del complot del veinte de julio, con el resto de los generales. Como no está en el frente occidental… Me gustaría saber por qué le hicieron irse de París.
Behrenson estaba furioso.
—Lo dices como si su caída en desgracia no tuviera importancia.
—No la tiene, al menos para mí. Personalmente, daría cualquier cosa por salir de París, aunque sólo fuera un día o una tarde.
—¿Cualquier cosa?
—Sí, para ser libre sí.
¡Qué gran verdad! Mis esperanzas revivieron. Si sabía manejarle, quizá Behrenson me ayudara a escapar.
Hizo una mueca.
—¡Ah, porque ahora lo que quieres es ser libre! Ni caviar, ni champán, ni botas de piel: ser libre. ¿De qué? ¿De mí?
Me sonrojé.
—De todo. Estoy harta del pan de serrín, de los apagones y de tantos hombres. Me tienen todos harta menos tú.
El halago no sirvió de nada.
—Ahora que están a punto de asediar la ciudad, no es el mejor momento para irse de vacaciones. —Me miró con recelo—. A menos que tengas otra idea… Tú siempre te guardas algo. ¿Qué escondes esta vez, amor mío?
—Esta noche estás muy desagradable —dije—. Muy cruel, sobre todo desde que te me has declarado. Creo que debería irme.
—Pero te quedarás. Porque buscas algo. Lo veo en tus ojos. Eres un libro abierto. Ahorremos tiempo. ¿Qué pretendes?
—Ya te lo he dicho: libertad. He pensado que si pudiera dar una vuelta en coche por el campo…
—¿Qué te crees, que con la guerra cada vez más cerca mi chófer no tiene nada mejor que hacer que…?
—No me hace falta chófer. Podría conducir Sonia. Le iría bien. Me tiene preocupada. Ya has dicho que la llegada de los aliados es cuestión de semanas. Entonces viviremos como presos.
—Y ¿dónde irías con un coche de la inteligencia militar? ¿Al norte, con los aliados? ¿Qué haríais dos chicas tan guapas al veros rodeadas por nuestras propias tropas, que no han visto una mujer, y menos a dos señoritas de una casa tan distinguida, desde las que violaron en el frente oriental?
—No seas vulgar. Podríamos ir a casa de Sonia, en las Ardenas. Sólo sería un día. ¿No te das cuenta de lo importante que es para mí?
—Sí, sí que me doy cuenta: así podrías estar tranquilamente en las montañas mientras arde París.
—Yo nunca te abandonaría. Hemos pasado juntos demasiados meses. Nunca te dejaría así como así.
—¿Entonces cómo?
—¿Por qué me haces preguntas tan desagradables, Franz? ¿Qué mosca te ha picado?
—Te lo voy a decir: cuando te conocí tenías algo fresco. Me engañaron tus aires de inocencia, y me enamoré de ti.
—¡Y aún me quieres! —exclamé, como si fuera un deseo.
—Más que nunca. Esa Odette inocente ha sido lo único bueno de mi vida, y estoy seguro de que todavía existe, aunque te hayas entregado a tantos hombres; pero cuando te miro a los ojos, buscando inocencia, me parecen ojos mercenarios, ávidos. No sé muy bien de qué. De algo más que de joyas y buen vino. Puede que de hombres. De cualquier hombre. Quieres que te repasen de pies a cabeza, imaginando el gusto de tu coño en sus labios. Les tientas, les provocas, les seduces… Da lo mismo que estemos en Montmartre o tomando el té en el Ritz. No te quedas tranquila hasta que se han fijado todos en ti. Todos, hasta el último.
«Sí, quería que me mirasen los hombres, pero no todos. Sólo oficiales alemanes que pudieran revelar secretos militares».
—Y ¿por qué me lo dices ahora?
—Porque soy un oficial de alto rango. Al margen de que te quiera, podría hacerte fusilar, mandarte a la cárcel de Fresnes o retirarte mi protección, para ver hasta dónde llegas sin ella. A la Gestapo, por ejemplo, le encantaría hacer cosquillitas a mi amante para averiguar si existe algún eslabón débil en la inteligencia militar. Te conozco, Odette. Conozco hasta el último resquicio y el último gemido de tu cuerpo, y el balance final es que eres una puta como cualquier otra.
Oírle decir tan claramente lo que yo ya sabía fue demasiado fuerte. Intenté abofetearle su cara burlona, pero él paró el golpe y me aplastó los dedos contra el respaldo de la silla.
No me soltó. Al mirarle la cara, vi que le temblaban los labios, curvados por una sonrisa muy desagradable. De repente dio un fuerte puñetazo contra la madera, sin soltar mi mano.
Primero sentí un dolor agudo y luego un hormigueo. Me llevé la mano al pecho y se la enseñé para que viera lo que había hecho, por muy borracho que estuviera. Me había roto el dedo corazón.
—Puede que se te cure —murmuró hoscamente.
—Pero no quedará como antes.
Al ver el dedo torcido los ojos se me llenaron de lágrimas. Toda una vida practicando para nada. Era el gran miedo de los pianistas. La música era mi vida. Behrenson acababa de matarla.
—Ha sido un accidente. Lo has provocado tú.
Se notaba que no se lo creía. Ya estaba bastante más sobrio, y con remordimientos. Sacó unas llaves del bolsillo y me las tendió.
—¿Qué son?
—Llaves de coche. De mi Talbot, mi coche para huir. Lo que pasa es que nunca huiré. No soy un desertor. Ya eres libre de dejarme. No intentaré detenerte. Llévate el Talbot. Contiene algo más precioso que el oro: gasolina. Puede que haya bastante para llegar a las Ardenas, o al Rin. Si tienes suerte, hasta la Francia libre. —Me miró con tanto odio que tuve miedo de que se me incendiara la cara—. Pero la gasolina es cara. Tienes que pagarla.
—¿Cómo?
Se sentó en el sillón, dejando caer las llaves en su regazo.
—Acabas de decir que harías cualquier cosa por ser libre. Una posibilidad es suplicarlo de rodillas.
Obedecí, tragándome la bilis. Él se desabrochó los pantalones y se los bajó.
—Siente mi polla por última vez. Tiene ganas de ti. Mírala.
Cogí su pene, que se puso duro. Era feo, con el capullo de un rojo cada vez más oscuro por debajo del prepucio, que lo tapaba casi por completo.
Miré a Behrenson y le vi entrecerrar los ojos de placer. Era como cualquier oficial del salón del burdel, con una sonrisa grosera de tiburón.
—Chupa —ordenó.
No podía. Se me hizo un nudo en la garganta. Tuve arcadas y ganas de vomitar.
—Chupa —repitió él.
Me cogió la cabeza con la mano. Rindiéndome, descapullé su miembro.
—No me odies —dijo, mientras yo empezaba mi trabajo—. Tenía que acabar así. Hace casi un año que me torturas y me castigas. ¡Ahhh…! Te he dado todo lo que podía darte. Te he ofrecido mi amor, te he rogado que me… Mmm, sí, qué bien… Ya estoy harto de rogar. Ahora… me aceptarás… entero… vas a tenerme entero… Vas… a… tener… me…
Su pene chocaba con el fondo de mi garganta. Sentí una contracción, y un gusto amargo. A través del velo de mis lágrimas, le vi arquear la espalda, mientras forzaba mis labios doloridos. Echó la cabeza atrás con un gruñido y dejó los brazos sueltos, fláccidos.
Retrocedí, muy quieta.
—Perdóname —susurró—. Perdóname. Lo siento. Me da tanta vergüenza… No quería…
Cerró los ojos.
Su pistola estaba en la funda, que había caído al suelo con el resto de los pantalones. La cogí. Cuando abrió los ojos, me vio de rodillas apuntándole a la entrepierna. Moví el cañón por su barriga hasta situarlo entre sus ojos, y lo hice bajar muy despacio hasta su pene arrugado.
Lloriqueó.
¡Qué ganas tuve de pegarle un tiro! Habría sido mi manera de vengarme de todos los que habían matado a mi familia. ¡Qué imagen tan odiosa! Un hombre despreciable y que temblaba de miedo, un hombre que había traicionado a su país una y mil veces. Le conocía a fondo.
Pero no dispararía. Tuve la esperanza de que Franz, tarde o temprano, descubriera lo que le había hecho hacer, lo bajo que le había hecho caer. Entonces quizá usara otra pistola —siempre la suya— para quitarse la vida. La certeza de su humillación me pareció preferible a matarle. Era una victoria más dulce. Si hubiera podido matar a todos los alemanes, también habría matado a Behrenson, pero como no era posible me conformé con eso.
Me levanté, me incliné y se lo escupí todo en la cara. Su única reacción fue encogerse. No dijo nada. El semen resbaló por su cara.
—Tragármelo me habría convertido en uno de los vuestros —dije.
Cogí las llaves y me giré para mirar por última vez al hombre derrumbado en el sillón de orejas. Luego me vestí, guardé la pistola en el bolso y me fui.