25

—…O sea, que al principio no estaba yo muy fino, todo hay que decirlo —dijo el general Westerdorp—. Siempre viajando, horarios irregulares, nada que ver con lo que conocía… Lo que ocurre es que necesitan mis servicios de ingeniero en todas las zonas en guerra.

—Echará muchísimo de menos Viena —dije, compasiva.

Estábamos sentados en un sofá de la «sala de música» de La Maison, donde madame de Sevigny había instalado un piano.

Los grandes ojos de búho del general parpadearon adormilados al otro lado de sus gruesas gafas.

—¡Pues claro, querida! Es donde tengo mi familia, mis amigos… De pequeño conocí la ciudad en su apogeo. ¡Había que vernos de estudiantes, siguiendo a Francisco José cuando desfilaba por las calles con aquella maravilla de uniforme!

»Nunca ha habido mujeres tan elegantes, ni siquiera en París. Muchas sabían música, como tú. Hasta la chica más sencilla de la calle se sabía las notas de papá Haydn, Mozart y Beethoven. Y de Schubert, por supuesto, que hace que Wagner, el de Leipzig, parezca un organillero. Pero me estoy enrollando como un carcamal. ¿Me tocas un poco de Mozart? Tengo que relajarme antes de que hagamos el amor.

Al ir hacia el piano, sentí su mirada en mis muslos desnudos, mis calcetines de lana y mis zapatos de cordones. El miriñaque de mi faldita se infló al sentarme en el taburete. Luego la tela se asentó a mi alrededor.

A Westerdorp le gustaba que me vistiera y me portara como una colegiala. Cuando estábamos juntos, mi papel consistía en hacerme la ingenua, quedar sobrecogida por sus pobres hazañas sexuales y no cansarme nunca de sus interminables anécdotas sobre la vida y las costumbres de Viena. La docilidad de Westerdorp, junto a sus rígidas maneras de burgués, eran lo que le diferenciaba de los jefes de la Gestapo y los rudos burócratas berlineses que penetraban en el sanctasanctórum del barón de Tourneau para visitarme. La actitud del viejo general no tenía nada de amenazadora. Sus ojos lechosos no encubrían ninguna violencia latente. Sin embargo, yo sabía que era peligroso, y que se había pasado treinta y seis horas seguidas supervisando las torturas de un camarada de Poincaré, que al final se había derrumbado.

Westerdorp era un bebedor morigerado, un hombre puntilloso y de hábitos fijos. Muchas veces, después de oírme tocar, se acordaba en voz alta de su mujer y sus hijos. A veces me invitaba a sentarme en sus rodillas, como su hija, o bailar con ligas, cosa que su hija no hacía. Más tarde pedía el cepillo, y sometía su culo empolvado y tembloroso a los golpes cortos y secos de sus cerdas. Pero nunca en la sala del barón. La única vez que había venido a verme en ella había pedido cambiar enseguida de habitación. «Son animales», decía de los otros oficiales, asqueado —aunque para mí la diferencia entre los deseos de uno y otros era puramente anecdótica—.

Desde que había conseguido ser su chica «favorita», nos veíamos con frecuencia, y la verdad es que acabó cayéndome bastante bien; mucho mejor, en todo caso, que el barón y el egoísta de Behrenson. A veces hasta tenía dudas de que fuera verdad lo de las torturas, pero luego me recordaba que era un oficial del ejército alemán, y que eso le convertía automáticamente en un torturador.

No me importaría verle muerto. Como no tardaría en suceder.

—¿Por qué se fue de Viena? —pregunté, mientras tocaba la sonata Alla Turca de Mozart.

—Porque no tuve más remedio —contestó él con tristeza—. Estaba todo organizado. Por otro lado, era un honor ir a Berlín.

Para que te nombrasen interrogador del Reich, pensé. ¡Menudo honor!

—Esta noche estoy cansado —dijo al final de la pieza—. Mañana salgo otra vez al amanecer.

—¿Adónde? —pregunté.

—A Vichy. Perdona que te lo diga, pero el mariscal Pétain es un gusano rodeado de aduladores de la peor especie. En Vichy no puedes dar un paso sin redactar un informe. Encima no tienen ni idea de cómo se le saca información a un prisionero. Nadie gira una tuerca ni abre una válvula sin que le hayan dado permiso. Me he convertido en una especie de fontanero que se dedica a adular o reñir a unos primos franceses del Tercer Reich. En fin, prefiero hablar de lo guapa que estás esta noche. Pon la radio, si eres tan amable, y siéntate a mi lado.

Encendí la consola, me quité los zapatos y me senté en el sofá con las piernas dobladas, dejando subir el miriñaque para que se me vieran los muslos. En cuanto empecé a hacerle un masaje en las sienes y los hombros, noté que se excitaba.

—Hacía mucho tiempo que no venía a verme —dije.

Él asintió con la cabeza, y el gesto enfurruñado de sus gruesos labios se convirtió en una sonrisa.

—Ponga la cabeza en mi regazo y deje que le quite las gafas. Así, muy bien. Relájese.

Me incliné hacia él para que pudiera verme el sujetador, imaginando que tenía delante a un inofensivo profesor de mi lycée, un hombre sin fuerza de voluntad, impotente ante la menor demostración de sensualidad femenina.

Le ayudé a desnudarse y fuimos a la mesa del centro de la habitación, donde le hice un masaje.

—Esta noche está muy tenso —le regañé.

—Es que no es fácil trabajar para el Reich. Algunos días lo daría todo por volver a estar en la Universidad de Viena, hablando de algo más noble que la guerra. También echo de menos los parques y los jardines. Mi mujer y mis hijos se han mudado a uno de los apartamentos de lujo que hay justo al lado del Schottenhof, y ven los jardines siempre que quieren. Ya ves, tengo tanto éxito que puedo dárselo todo… menos un marido y un padre.

Endurecí el masaje, luchando contra un arrebato de tristeza. Westerdorp tenía mujer, hijos y los mismos sentimientos que millones de hombres de clase media; y yo, que le había visto sumido en la peor depravación, que había dado crédito a las explicaciones de Poincaré sobre su actividad como torturador, yo, que sabía que Westerdorp era mi máximo enemigo, un miembro de una raza decidida a erradicar a la mía, sentí a pesar de todo…

Cada movimiento de mis dedos le aproximaba a la muerte. Sentí que la rabia de Poincaré se infiltraba en el aire templado de la sala de música, como un veneno. Llevaba una semana fuera de sí, pendiente de los menores detalles. Ahora estaba escondido en un armario, cerca de la mesa de masajes. Veía a Westerdorp, pero éste no le veía a él.

A partir de ese momento, todos mis actos se ajustarían al guión de Poincaré, que era el responsable de todo, hasta de la selección musical, obtenida a través del mercado negro francés y organizada en una secuencia de discos muy meditada. Poincaré no habría tenido ningún reparo en clavarle al general un picahielos en la base del cráneo, pero en ese caso, excepcionalmente, quería una puesta en escena completa. ¿Por qué? No se me había ocurrido preguntarlo. Ya sabía que no me habría contestado.

Resumiendo, que estaba a punto de convertirme en cómplice de un asesinato. La única alternativa era enfrentarme a Poincaré. Matar o morir: lo mismo que habían hecho los nazis con sus prisioneros del Baluty y de Varsovia, convertidos en partícipes de crímenes entre judíos.

«¡Huye! —tuve ganas de gritar—. ¿No ves que la muerte viene a buscarte?» Intenté consolarme pensando que si me negaba Poincaré encontraría otra manera de matarle, algo que no estaría en mí poder evitar. Era la misma excusa que en el caso de Egon, con la diferencia de que Lobo me había utilizado sin mi consentimiento.

Me quité la blusa de seda y el miriñaque, y los dejé caer junto a la mesa. Westerdorp estaba boca abajo, pero yo sabía que el roce de la tela le excitaba. Fui al otro lado de la mesa de masaje, rompí la blusa en cuatro tiras y le até las manos y los pies a las esquinas.

—Esta noche le tengo reservado algo especial —dije.

Suspiró de placer.

Me acerqué al fonógrafo para coger el primer disco: los Niños Cantores de Viena.

—Voy a empolvarle —dije, y empecé a echarle talco por el culo.

Poincaré salió en silencio del armario y esperó a que las voces angélicas hubieran terminado de cantar «O Vaterland, mein Vaterland» para levantar la aguja y poner el disco siguiente: «Un bel dí», de Madama Butterfly.

Percibí un movimiento de rechazo en el cuerpo de Westerdorp.

—Odio a Puccini —dijo—. Cambia inmediatamente de disco.

Le di un golpe de cepillo en el trasero, seguido por otro con la intensidad adecuada. Westerdorp tensó sus ataduras.

—Esto no me gusta, Odette. No estoy disfrutando. Suéltame ahora mismo.

—No puedo. Lo siento.

Dejé el cepillo en la mesa y retrocedí hacia la pared del fondo.

—¿Cómo que no? Si pago tus servicios es para que me obedezcas. ¿Es una broma o qué?

—No precisamente —dijo Poincaré. Su voz tranquila se oyó con nitidez sobre el aria de la soprano—. No precisamente.

Me imaginé la cara de susto de Westerdorp, y el miedo que debió de sentir.

—¿Quién es? —dijo con voz entrecortada.

—No parece muy contento —dijo Poincaré—. Quizá prefiera un vals vienés. Aquí hay uno que oía casi cada tarde. Lo tocaban en cada visita de Francisco José. ¿Se acuerda?

¡Conque Poincaré era austríaco! ¡Claro! ¿Cómo no había reconocido su cantinela, y su lentitud al pronunciar las vocales alemanas? Mi miedo dejó paso a una intensa emoción.

—¿Qué quiere? —preguntó Westerdorp—. Si es dinero, no tengo. Tampoco he hecho nada. Soy ingeniero. No tengo valor político como rehén.

—Sí, claro, ingeniero. —Poincaré no podía disimular su tono de victoria—. Un ingeniero austríaco, como yo. Me sorprende que no haya reconocido mi voz. Quizá le refresque la memoria un poco de música de Auschwitz. ¿Le apetecen unas marchas de Suppé?

Cambió de disco.

—¡Odette! —exclamó Westerdorp—. ¡Ayúdame! —Le estaba costando respirar—. ¿Por qué me haces esto? ¿Qué te he hecho? Te juro que no tengo ni idea de quién es este hombre. Ni siquiera he estado en Auschwitz.

—Pero es un criminal de guerra. Mírale, Odette. Mira cómo intenta soltarse. Te aseguro que este hombre ha visto forcejear igual a muchas personas. Y lo de que nunca ha estado en Auschwitz… es verdad. —Miró con odio al alemán, inerme—. Pero ¿por qué no le cuenta a Odette lo de los hornos especiales que diseñó?

Era un tema sobre el que ya habían corrido rumores. Incineración de judíos. ¿Era así como había muerto mi familia?

—Sigue —le dije a Poincaré—, a ver qué nos cuenta.

—Está loco —gimió Westerdorp—. ¿No lo ves? No sé qué te habrá dicho este imbécil, pero son mentiras. No sé nada de hornos. Nunca he estado en Auschwitz. ¡Dios mío! ¡No permitas que mi mujer y mis hijos sufran por culpa de un loco que…!

—¿Loco? —Poincaré tenía una cordura asesina—. Pero ¿es posible que no me reconozca, Westerdorp? Soy Robert Segal, de Buna Werke, antes de que lo convirtieran en la cárcel de mujeres de Birkenau. También la diseñó usted, ¿verdad? Y después de los últimos retoques, cuando me metieron en la cárcel, como a tanta gente, nos mandó torturar con los instrumentos que había diseñado.

Se puso delante de Westerdorp para que pudiera verle.

—Yo tuve suerte —dijo—. Fui acusado de sabotaje y homosexualidad. Ya se imaginará lo que me hicieron sus esbirros, y las torturas que tuve que sufrir. Me enseñaron que al final el dolor pasa. Y que la muerte no es nada, sobre todo cuando tienes que matar por un mendrugo de pan, o cuando un vigilante con metralleta tiene ganas de divertirse y te amenaza con arrancarte los huevos si te niegas. Fue fácil escaparme: unas cuantas nochecitas de sexo anal con un oficial de las SS. Este momento las justifica de sobra. Una noche matamos a una docena de oficiales, les quitamos los uniformes y nos quedamos sus Steyr 220. Entonces sentí que usted no estuviera entre ellos, pero ahora… Ha valido la pena esperar.

—¡Se equivoca! —aulló Westerdorp—. ¿No sabe que intenté disuadirles?

—Sí, claro, pero la diferencia es que yo me negué a trabajar en los hornos, y usted no. Sube el volumen del vals, Odette. Johann Strauss. Cuentos de los bosques de Viena. Escúchelo, Westerdorp. Es lo más cerca de Austria que va a estar. Muy bien, Odette. Ahora ponlo al máximo.

Westerdorp no dijo nada hasta el final del vals. Tenía la cara arrasada en lágrimas. Tuve ganas de bebérmelas. Habrían sido más dulces que el champán.

—Yo sólo diseñé lo que me habían pedido. No sabía para qué querían los tubos y la ventilación. Pensaba que los usarían para eliminar residuos.

—¿Con gas Zyklon B?

—Sí. Ya se lo dije entonces.

—Mentiras, como ahora. Vi los planos e intenté sabotearlos. El papel y la basura sólo requieren doscientos grados centígrados. Por encima de esa temperatura… ¿Sabe a qué huele la carne quemada? Se lo voy a enseñar.

Poincaré encendió su mechero y lo aplicó bajo uno de los pies descalzos de Westerdorp el tiempo justo para que se formara una ampolla. Los aullidos de Westerdorp y el recuerdo del hedor de Auschwitz me dieron ganas de vomitar.

—¿Qué, reconoce el olor? —Poincaré se estaba divirtiendo—. Cada día que flotaba sobre la fábrica de Buna, me acordaba de usted.

—Yo no le delaté, Robert. Se lo juro.

—Pero tampoco me salvó.

—¿Salvarle? ¿Cómo, si estaba saboteando los planos? Habría sido como cortarme el cuello. No era un encargo normal. Lo había ordenado personalmente el Führer.

Fue capaz de pronunciarlo con orgullo, a pesar del dolor. La poca compasión que me quedaba se esfumó con ello.

—Entonces podrá morir por el Führer —dijo Poincaré—. Lo que me da rabia es no poderle matar más de una vez. —Encendió un cigarrillo, se lo puso a Westerdorp en la espalda y encendió otro. Al final del largo grito de Westerdorp, Poincaré dijo con toda la tranquilidad del mundo—: ¿Sabe que cuando le conté a Odette que había mandado torturar a un amigo mío no se lo creyó? Ahora seguro que sí, y que también se cree que ordenó torturarme a mí. De todos modos, me gustaría que se lo dijera usted. —Acercó el cigarrillo a la oreja de Westerdorp—. Me estoy impacientando. Dígalo.

—No tenía más remedio. ¿Podía negarme a servir a mi Führer? Yo no quería…

Poincaré cogió una pesada cadena —la favorita del barón— de debajo de la mesa de masajes y la usó para golpearlo en los muslos. Al acordarme de la historia de un judío a quien le habían disparado por la espalda cuando intentaba saltar la valla de Auschwitz, los gritos del alemán se convirtieron en música celestial.

La cadena siguió zahiriendo la espalda de Westerdorp, hasta dejarla convertida en una llaga gigantesca, pero Poincaré había llegado a un punto en que nada le satisfacía, y la emprendió a puñetazo limpio con la cabeza canosa del general.

Cuando hizo una pausa y levantó la vista, se encontró con el cañón de su propia Luger, dotada de silenciador. Yo se la había quitado del cinturón durante los golpes más brutales.

—Apártate —le ordené.

Mi tono no admitía discusión.

Tras una mirada que podía interpretarse como de admiración, Poincaré se acercó a la pared.

—¿Me oye? —pregunté a Westerdorp—. Ya está. No tiene nada que temer. No le haremos más daño.

Rodeé la mesa para tenerle delante, y contemplé sus ojos desorbitados. Su nariz mutilada sangraba.

—Ojalá estuvieran aquí mis padres y mi hermano, para decirme lo que tengo que hacer —dije, levantando la pistola—. De hecho, puede que estén.

Westerdorp cerró los ojos, pero tuve tiempo de ver su expresión de pánico.

Yisgadal v’yiskadash sh’may rabah

Abrió los ojos.

—Eres judía —dijo con voz ahogada—. Dios mío…

Disparé.