Sonia gruñó y, cambiando de postura, se acurrucó de lado en la manta.
Para mí había sido una noche muy larga. El calor de su cuerpo pegado al mío me reconfortaba. Un rayo de luz diurna se filtraba por la persiana. En realidad teníamos permiso para dormir todo lo que quisiéramos, porque casi nunca empezábamos a trabajar antes de mediodía, que era la hora de los «rápidos», los oficiales de baja graduación que estaban a punto de ser enviados al frente. La sala redonda nunca se abría antes de las nueve de la noche. Decidí aprovechar el día para conocer mejor a Sonia.
Cuando estuvimos las dos despiertas, se acercó a la ventana y levantó la persiana.
—¡No, no abras! —dije.
—¿Por qué no? Hace una mañana muy bonita.
—Porque lo prohíbe Madame.
—Bah. La bruja esa es demasiado picajosa.
Se oyó un grito en el patio. Yo me senté en la cama, poniéndome la bata. Sonia se apartó de la ventana. Oí el portazo de un coche y un taconeo de botas por los adoquines, como los golpes de bastón de un ciego.
—La Gestapo —dije.
Me latieron las sienes como dos martillos. Corrí al armario y cogí mi monedero para sacar la moneda envenenada y guardarla en mi bolsillo. También hice un rápido repaso de la habitación. ¿Había alguna prueba incriminatoria? No. Me había acostumbrado a entregar mis notas a Poincaré una vez por semana, y desde ayer, el día de nuestro último encuentro, no había sucedido nada.
Sonia, que había vuelto sigilosamente a la ventana, levantó un poquito la persiana, lo justo para mirar el patio.
—¡Apártate! —susurré—. ¡Vuelve enseguida a la cama!
—¡Schutz, Lipsch! —tronó una voz en alemán, justo debajo de nuestra ventana—. Deprisa, antes de que pueda fugarse.
—¡Dios mío! —exclamó Sonia.
—Tranquila. No nos harán nada. Pero si te pillan espiándoles…
—¿A qué han venido?
—No lo sé.
Sí que lo sabía. Buscaban a una refugiada que había llegado la semana anterior. La operación la había organizado Poincaré con el consentimiento de Madame, siguiendo órdenes de Gilbert. Y ahora se había enterado la Gestapo.
Se oyó un grito, un «¡Nooooo!» desesperado en el piso de abajo.
—¡Se lo suplico! ¡Llévenme a mí y háganme lo que quieran, pero sólo es un bebé! Mi pobre bebé…
Oí puertas abriéndose en el piso de arriba, y a lo largo de nuestro pasillo. ¿Serían las chicas, que habían reconocido la voz lastimera de la nueva ayudante del sous-chef? Una mujer nerviosa, una hormiguita que respondía al nombre de Natalie y que nunca decía nada, ni siquiera cuando Poincaré se la había confiado con su bebé a madame de Sevigny hasta que pudieran sacarla clandestinamente de París.
Natalie era judía. Tenía los ojos muy juntos, la nariz larga y fina y el pelo muy corto, como de reclusa. Al verla llegar con un aire tan triste, yo la había evitado por instinto. Ahora sabía por qué. Olía a muerte.
Un grito de bebé reverberó por La Maison, seguido por otro lamento de Natalie, silenciado por un golpe.
—¡Mierda! —dijo un alemán—. Bueno, ya no hace falta que nos los llevemos al cuartel. Los dejamos aquí y ya está.
Hubo un momento de silencio, seguido por el sonido de las botas por el patio, otro portazo de coche y el de un motor alejándose.
Sonia y yo nos miramos, aterradas. ¿Qué golpe había sido ése? ¿Una culata de fusil alemán partiéndole el cráneo a Natalie? ¿Había muerto con el bebé en brazos? ¿Y el pequeño? ¿También le habían destrozado la cabeza?
Quizá hubiera una mancha en la escalera inmaculada de granito, y pelos o restos de sangre marcando el lugar de los hechos. ¿A quién le tocaría limpiarlo?
Sonia se acercó llorando en busca de consuelo. Yo la abracé y nos mecimos mutuamente.
—No podías hacer nada —dije.
—Ya, pero el bebé… ¿Tenían que matarle?
—No tenían que matar a ninguno de los dos. Esta incursión no era nada personal contra ellos. Ha sido una advertencia para cualquiera que pretenda usar La Maison para esconder refugiados.
Para mí, pensé, y sentí otra vez el incontenible impulso de la fuga. La Gestapo había vuelto a visitarnos, y yo había vuelto a tener suerte. ¿Cuánto tardarían en atraparme y mandarme a los campos de concentración, que ya habían dado cuenta de mi familia y sus vecinos? Si los informes no mentían, las filas de los internados en los campos se habían visto engrosadas por todos los judíos del Baluty, a pesar del ferviente colaboracionismo del rey Chaim.
¿Qué habría pasado con los negativos de Nate Kolleck, sus centenares de retratos de muertos y agonizantes? Documentos que podrían haberle mostrado al mundo lo que nos estaba pasando a los judíos europeos, esa verdad que, para mi eterna vergüenza, yo ni siquiera había mencionado en Brooklyn. Bueno, Vinnie sí sabía algo, pero sólo mi historia, no la de mi pueblo.
Esa mañana habían perecido dos judíos más, sin que nadie hubiera movido un dedo para protegerles. Nos habíamos quedado como conejos en nuestras madrigueras, temblando en silencio. Por la tarde, nadie comentaría el incidente. Se convertiría en una pesadilla más, incluso para mí.
La incursión había sido rápida. Los alemanes sabían con exactitud dónde buscar. Habían entrado por la puerta lateral, que debía de estar abierta. De repente tuve una idea muy desagradable: la certeza de que Natalie había sido delatada por alguien de La Maison.
Idea que llegó acompañada de una pregunta: ¿cuánto valía para mi nueva amiga Sonia su preciosa posadita en las Ardenas? ¿Era una simple coincidencia que hubieran encontrado a Natalie poco después de la llegada de Sonia? Decidí que Odette no necesitaba ninguna amiga, y que Mia tendría que conformarse.
En su lugar reapareció otro «amigo», en este caso de Odette: Franz Jozef Behrenson. En una de nuestras últimas conversaciones, Poincaré me había regañado por mi primer informe, en el que presentaba al oficial como alguien sin relevancia dentro de la inteligencia alemana. Era lo que quería hacerme creer la Gestapo y el barón, pero en realidad esa postura no hacía más que reflejar la lucha por el poder entre la Gestapo y la inteligencia alemana. Habían entablado un combate casi tan cruel como la propia guerra alemana contra los aliados.
Así pues, mientras mi relación con el barón adquiría tintes más barrocos que en nuestro primer encuentro, hasta el punto de que acabé gozando con sus gritos de dolor y sus ruegos de piedad, empecé a pasar casi todo mi tiempo con Behrenson, y me dieron permiso para abandonar La Maison de su brazo. Le gustaba pasearme por París para presumir de amante, sin importarle que algunos oficiales amigos suyos supieran que también era una puta.
A Poincaré le encantó la novedad. Quizá pudiera sonsacarle algún secreto al oficial a base de follar.
Franz Behrenson me llevó por la cintura hacia el hotel Georges V, que tenía cortado el suministro de electricidad. Yo me arrimé un poco, pero me aparté al ver los faros antiniebla de un Citroën en el pavimento del Boulevard d’Alma.
—¿Subes conmigo a tomar una copita? —preguntó.
Sólo había una respuesta posible.
—Si quieres…
Al vernos entrar en el vestíbulo, dos calaveras de las SS con relámpagos de plata en el cuello se cuadraron. Cerca del mostrador había un oficial de alto rango discutiendo con el recepcionista.
Behrenson me apretó el brazo.
—Perdona —dijo.
Se acercó al oficial para anunciarse con un choque de tacones y hacer el saludo hitleriano con el brazo en alto. Era la segunda vez que le veía actuar con tanta deferencia. La primera había sido con el ayudante de Hitler, el general Jodl.
La cara del oficial me sonaba de algo. La había visto en una foto, quizá con más pelo. Me giré hacia el ascensor.
Behrenson me llamó.
—No seas tímida, Odette. Ven, que quiero presentarte a un hombre muy importante. Herr Doktor Roos, le presento a Odette LeClerc. El doctor Roos, Odette, es una eminencia que investiga la vacuna de la rubeola.
El reconocimiento fue como un fogonazo. ¡El doctor Roos había estado en Lodz, en casa de mi padre! Yo, que entonces tenía siete u ocho años, había interpretado a Bach y Mozart al piano. Le miré a la cara para ver si me reconocía. Como supiera que mi verdadero apellido era Levy, no me quedarían más de veinticuatro horas de vida.
—Su fama le precede —murmuré, tendiendo la mano para que me la besara—. He oído hablar mucho de su trabajo con los niños. Es más, tengo un recuerdo: una vacuna en el trasero.
Roos se inclinó.
—Es el máximo honor que puede hacerme. Les invito a una copa de champán, y no aceptaré una negativa.
Dejé que me cogiera del brazo, mientras Behrenson nos seguía echando humo.
—¿Era necesario? —dijo Behrenson—. ¿Hacía falta que te desvivieras tanto por Roos?
Le estaba haciendo un masaje en los músculos de los hombros. Como estaba boca abajo en la cama, su voz se oía en sordina.
—¡Cuidado, que me matarás!
—No dramatices —dije yo, apretando un poco menos—. Si no te hago un masaje a fondo, mañana estarás fatal. En cuanto al doctor Roos, ¿cómo querías que rechazara la invitación?
—Tenías ganas de conocerle.
—¡Pero si nos has presentado tú!
Giró la cabeza para mirarme, la cara enrojecida.
—Sí, pero le has llamado la atención adrede.
No me molesté en negarlo.
—No es mi culpa que me haya encontrado atractiva. Haz el favor de relajarte, que si no…
—No tenías que aceptar su invitación.
—No, claro. Tu amante insultando a uno de los científicos más prestigiosos de Alemania. Una jugada maestra para tu carrera. ¿Qué te crees, que me han apasionado sus historias sobre el tifus? ¿Que me fascina oírle contar las enfermedades de los campos?
—Pues te he visto muy atenta. ¡Tú siempre con los berlineses! Generales, comisionados… Te has puesto como meta seducirles a todos. Te ríes de sus chistes malos, les dejas dar la vara sobre sus intrigas con el Führer… ¿Por qué?
Mis dedos dejaron de moverse por sus omóplatos.
—Por pura educación. No tiene nada de malo.
—¿Ah no? —Se giró y me cogió por las muñecas, haciéndome caer en la cama del hotel—. ¿Qué te crees, que no veo que todos te desean?
—Lo que es deseo, a ti tampoco es que te falte.
—Eso no viene a cuento —dijo, claramente complacido—. ¿Verdad que Roos ha intentado tocarte la pierna por debajo de la mesa?
—Sí.
—Y ¿cómo has reaccionado? ¿Abriéndolas?
—Apartándole la mano.
Su rabia se alimentaba sola.
—¿Cómo puedes hacerte la inocente de esta manera? ¡Me vuelves loco! Si Roos se presenta en La Maison con De Tourneau, y yo no estoy, ¿qué harás? ¿Le dejarás follar contigo mientras vas dando latigazos al barón?
Me abrió la blusa de golpe y me mordió los pechos, mientras metía su mano izquierda entre mis piernas. Las cerré involuntariamente.
—¡Ah, ahora te resistes a mí!
Tenía los ojos rojos de rabia. Tuve miedo de haber ido demasiado lejos.
—No hace falta que me violes —dije lo más suavemente que pude—. Me duele la cabeza. Déjame ir a buscar una aspirina y podrás hacerme el amor tanto como quieras.
—No, como quiera yo no. Lo que quiero es que respondas un poco. Quiero más pasión. Sé que la llevas dentro. Te lo he visto en los ojos. He visto tu mirada de éxtasis cuando das latigazos al barón, Odette. Y a Schmiede. ¿Cómo puede ser que al cerdo de Schmiede le des lo que me niegas a mí? —Sacó una fusta de debajo de la almohada y me la dio—. Pégame —gimió—. ¡Que me pegues, te digo!
Levanté la fusta y vi que sus nalgas se tensaban de expectación. Se agachó para coger la parte inferior de la cama. En ese momento me dio pena.
—¿Qué esperas? Te mando que me zurres como a Schmiede y al barón.
Tiré la fusta, asqueada.
—No puedo.
—¿Por qué no? —exclamó él—. ¡Por favor!
Le besé con ternura.
—Porque no te odio bastante.
Cada vez se apretujaban más cuerpos en los bancos de madera, cargando el ambiente de olor a ajo y estómagos digiriendo amargamente sus propios jugos. Me aferré a mi asiento del pasillo, ignorando las miradas de rabia y negándome a ceder el espacio que ocupaba a mi lado el abrigo de pieles. Me sentía observada por miradas hoscas, que se fijaban en mi ropa: vestido limpio, medias de lana, botas de cuero español… Más allá de los confines de París, la gente sufría mucho más de lo que me había imaginado, mientras que yo estaba bien vestida y bien alimentada.
Tiritando, escondí en los pliegues del vestido mis guantes forrados de piel, mientras volvía a mi memoria la asquerosa sopa de verdura del Baluty. ¿No me había ganado comer bien? ¿Tenía alguna razón para sentirme culpable por la ropa y las joyas que me daban mis admiradores alemanes? Ya que no tenía más remedio que venderme, ¿por qué no podía hacérselo pagar con creces? Si la gente de la iglesia hubiera sabido cómo me ganaba mi ropa, ¿la habrían criticado?
Un hombre medio calvo se puso a mi lado.
—Ya era hora —susurré—. Por poco me lapidan por guardarte el sitio.
Poincaré asintió con la cabeza, ensimismado. En ese momento empezó a sonar el órgano procesional, y Poincaré me hizo señas de que me callara, mientras echaba un vistazo a la iglesia. A nuestra izquierda había un hombre muy alto vigilando la puerta. ¿Eran imaginaciones mías, o en cada salida había alguien?
—Ya sabes lo de la incursión en La Maison —dije. No era una pregunta—. Les hemos perdido a los dos. ¿Lo sabe Gilbert?
Poincaré tenía la mano derecha metida en el bolsillo del abrigo. ¿Una pistola escondida? ¿Por qué? Parecía asustado.
—Henri —susurré, ignorando otro gesto explícito de que me callara—, ¿por qué has querido verme aquí? ¿Quién te envía?
Le latía una vena en la frente. No me miró. En ese momento comprendí la verdad, con la nitidez de un cielo de primavera: había venido a matarme.
Los ensalmos del cura resonaban en la nave. Poincaré se arrodilló. Yo hice lo mismo. Al arrimarme a él, sentí que se apartaba. Como yo de Nate Kolleck en el Baluty.
Quizá ya estuviera muerta.
Cuando volví a sentarme, cogí su brazo y no quise soltarle, ni siquiera cuando los fieles se levantaron para irse y los acólitos empezaron a apagar los cirios.
Me fijé en las cortinas detrás del altar. En Inglaterra, uno de mis instructores me había enseñado fotos parecidas. Gracias a ello supe que estaba en un cuartel de la Resistencia, una parroquia de barrio obrero en las afueras de la ciudad donde se repartían libros de claves y se enviaban mensajeros. En alguna de las habitaciones secretas detrás del altar había un transmisor. Poincaré no se habría arriesgado a reunirse conmigo en un lugar así sin estar seguro de que yo no volvería.
Vi salir al último parroquiano por la puerta trasera de la iglesia. Los hombres de la Resistencia seguían apostados en todas las salidas. Quizá esperaran una señal.
—Ya puedes decirles que se vayan —susurré—. No soy tan tonta como para no saber a qué has venido. Ni tan lista como para escaparme.
Le vi sonreír irónicamente, y lo asocié a la idea de rebanar una garganta. Cuando no quedó nadie en los bancos, me hizo señas de ir al fondo de la iglesia y me siguió. Aún llevaba la mano en el bolsillo.
—Al menos me darás una oportunidad, ¿no? —dije.
—¿De qué hablas? —repuso él inexpresivamente.
—Se me acusa de algo, pero no sé de qué, y quiero tener la oportunidad de defenderme.
—Todas las que quieras. Esta noche te vas a Londres en el Lysander.
¿A Londres? El corazón me dio un vuelco, pero estuve segura de que era mentira. Me giré para mirarle.
—¿Para ver a quién?
—No lo sé. Mis únicas órdenes son llevarte al avión.
—Pero ¿qué he hecho?
—La madre y el hijo no fueron los únicos delatados. Han pillado a Karnak cruzando la frontera en Chenonceaux. Emile subió a un taxi fuera de La Maison, y desde entonces no sabemos nada de él. La semana pasada cogieron a tres de Operación Esfinge y los mandaron a Dachau. Jabalí, que habría sido el cuarto del grupo, saltó por la ventana del cuartel general de la Gestapo en la avenue de Saussaies.
Estuve a punto de caerme. No me sonaba ninguno de esos nombres, pero eran aliados. La Resistencia.
—Y ¿creéis que he sido yo la delatora?
Poincaré se encogió de hombros.
—O sea, que me mandáis a que me ejecuten, ¿no? ¿Por qué? ¿Por qué no tenéis agallas para hacerlo vosotros?
—¡No seas tan dramática, mujer! Dejarte en París sería peligroso. Yo no sé a quién tengo que creer.
¿Y yo? ¿Me atrevería a creerle a él?
—Mírame, Poincaré. ¿Cómo podía saberlo? Gilbert confiaba bastante en La Maison para mandarme de pupila. Le he estado informando a través de ti, y le he dicho…
Sentí una especie de sacudida eléctrica.
—El traidor es Gilbert. ¿No te das cuenta? Cuando esté muerta, le serviré de chivo expiatorio y podrá seguir como hasta ahora sin obstáculos. Seguro que te ofrecerán a Behrenson, aunque dudo que folles igual de bien. Entonces pasarás a ser tú el que informe a Gilbert, para que vea cuánto sabe Behrenson. Nadie se extrañará de que Gilbert vea personalmente a todos los agentes que llegan, incluida yo, ni de que se reúna con todos los jefes de célula de la Resistencia, aunque Londres le haya aconsejado lo contrario. Es su manera de manipularnos. —La importancia del descubrimiento me dejó ronca—. ¿Por qué me miras así? No te habrán comprado los alemanes con tu noviete, ¿verdad?
—Ojalá pudiera creerte —dijo con suavidad, mientras pasaba junto al último banco y hacía una genuflexión delante de la pila bautismal.
Me aferré a su brazo.
—Voy a darte la oportunidad de confirmarlo. Telegrafía a Londres. Pregúntales si Mia Levy tenía a sus padres y un hermano en Auschwitz. Soy judía, Poincaré. Mi madre murió en los campos, y el resto de mi familia puede que también. Tengo más razones que nadie para odiar a los nazis. ¿Entiendes lo que te digo?
Vi que titubeaba.
—Ahora saldré por la puerta —dije—. Si quieres, me pegas un tiro por la espalda, pero no pienso darle al traidor de Gilbert el gusto de matarme en el avión.
Retrocedí con la blusa empapada de sudor. Tenía punzadas en todo un lado del cuerpo, por culpa de mi vieja herida en la cadera. Quizá mis argumentos carecieran de peso. Quizá estuviera todo decidido desde mucho antes de mi llegada a aquella iglesia. ¿El silencio de Poincaré era un silencio de aquiescencia o de resignación?
Al llegar al arco grande de la puerta, esperé un segundo y giré el pomo. Luego miré hacia atrás. Poincaré estaba en el centro del pasillo, sin el menor indicio de conciliación en su sonrisa tensa.
Volví a girarme, esperando el disparo, pero lo que hizo Poincaré fue adelantarme corriendo, mientras me hacía señas de que le siguiera. Crucé la puerta a toda velocidad y le vi correr hacia el seto que rodeaba el jardín del templo. Nos escondimos entre las ramas de los espinos. Siguiendo la dirección de su mano, vi a tres hombres o más corriendo por la zona.
—Nos buscan —susurró Poincaré—. A estas horas ya deberíamos habernos ido, pero no te preocupes, que es puro teatro. Pronto se cansarán y dirán que no nos han visto salir.
—¿Son hombres de Gilbert? —susurré. Interpreté su silencio como un sí—. O sea, que es verdad que quería matarme.
—Sólo está borrando huellas. Londres se ha quejado de que pierde demasiados hombres. Gilbert elige chivos expiatorios y se los entrega a Londres… muertos.
Nuestros perseguidores estaban en el otro lado del jardín. No tuve miedo de seguir haciendo preguntas a Poincaré.
—Pero tú le seguías el juego. ¿Por qué?
—Últimamente, en Londres están muy susceptibles. Querían una demostración de lealtad por mi parte.
—Vaya, que había que elegir entre tú y yo. ¿Qué te ha decidido? Perdona, pero no me parece muy típico de ti arriesgar el cuello.
—Quiero a Westerdorp.
Westerdorp. Vi la imagen del oficial de la Gestapo, gordo y calvo, sometiéndose desnudo de cintura para arriba a otra de las chicas (creo que Erika), que le azotaba con una caña de bambú, haciéndole caer sobre la alfombra entre súplicas de que siguiera.
—¿Me has oído, Odette?
Me interné un poco más en los espinos.
—Quiero a Westerdorp. —Hizo una pausa—. Y a Sonia.
—¿A Sonia? ¿Por qué?
—Gilbert necesitaba una cómplice en La Maison. Si no eres tú, sólo puede ser ella.
Yo también había albergado sospechas sobre Sonia.
—¿Qué hago? —pregunté.
—Matarles.
¡No! Era demasiado horrible. No tanto en el caso de Westerdorp, que sólo me inspiraba asco; habría sido como matar a una rata, pero a Sonia… Era lo más parecido a una amiga que había tenido, aunque fuera una falsa amistad; y yo no me había incorporado a la Resistencia como asesina, sino como espía. No podía hacerlo. Se lo dije.
—Pues entonces entrégamelos, al menos a Westerdorp. A Sonia puede que tengas que matarla tú.
Un portazo de coche me impidió contestar. Vi una limusina que se alejaba rápidamente. Varios ciclistas desaparecieron en la noche. Me había quedado a solas con Poincaré, que miraba fijamente mi perfil, pero no como mis admiradores alemanes. Su manera de observarme no tenía ninguna calidez. Sus ojos de acero carecían de interés masculino.
—Para entregártelo tendré que volver a La Maison.
—Exacto.
—¿Y Gilbert? No puedo volver sin que se entere. ¿Qué le impedirá mandar a otra persona a matarme?
—Que le entregaré a una sustituta. Le convenceré de que eres demasiado valiosa para morir, y que si te matáramos se le echaría encima todo Londres.
Me pregunté por qué no se le había ocurrido antes, pero no lo dije en voz alta.
—Es peligroso volver a La Maison —dije—. Aunque Gilbert esté neutralizado, tarde o temprano los alemanes se enterarán de lo que he estado haciendo.
—Todavía tienes tiempo. Sigues bajo la protección del barón, y Behrenson está demasiado enamorado para delatarte.
Me acompañó a su coche, aparcado en la parte trasera del recinto de la iglesia, detrás de una hilera de árboles. Nos fuimos juntos, esperé que fuese a París.
—Tú aguanta —dijo—, que ya llega la liberación.
—Sí, ya lo sé. Behrenson dice que están protegiendo las V-2 que hay al oeste de la ciudad, y en el último comunicado que me enviasteis puse una lista de campos de minas y localizaciones de explosivos. ¿Pudisteis echar un vistazo a las fortificaciones?
—Hasta el último saco de arena y el último búnker. En Londres estaban muy contentos.
—Entonces ¿cómo habéis podido confundirme con una colaboradora de los alemanes?
—Porque Gilbert te metió en la casa.
—Y ahora que sabes que no lo soy, ¿por qué no me sacan de Francia?
—Porque es justo lo que quería Gilbert.
Sí, pero esta vez sería en un Lysander sin el visto bueno de las SS. Un Lysander que no hubiera manipulado Gilbert, para que tuviera alguna posibilidad de cruzar el canal.
—¿Qué prisa tienes? —preguntó Poincaré—. Creía que te gustaba dar cachetes a los alemanes.
—Muy gracioso. Se suponía que era una misión rápida. A estas alturas ya deberían haberme matado dos veces. No me fío de nadie, Poincaré, ni siquiera de ti. Uso a los alemanes para conseguir información, y sé que cuando les convenga a los de la central me ordenarán matarles. Ahora quieres que también mate a Sonia. La respuesta es no.
—Tenemos que asegurarnos de que La Maison sea segura. No podemos arriesgarnos.
—Asumo la responsabilidad. Me cercioraré de que Sonia no sepa que la controláis. Primero veámosla en acción.
—¿Para estar seguros de que trabaja contra nosotros? Bueno, vale, Odette, pero si tengo razón tendrás que matarla.
—¿Y si me descubren?
—Ruiseñor ya desapareció una vez, y podrá volver a hacerlo. He pedido a Washington que nos manden ayuda.
—Washington —repetí con dureza—. ¿Cómo estás tan seguro de que vendrán los americanos?
—Tú tranquila, que vendrán. Con la puntualidad del correo de París… antes de la guerra.
Tenía la cabeza como un bombo. No había un «antes de la guerra», ni habría un después. ¿Cómo podía haberlo, entre los franceses colaboracionistas y las celdas de la Gestapo? La mera existencia de estas últimas era la prueba perfecta del cruel olvido, y el cruel retraso, de Washington.
Tuve la certeza de que la próxima vez que desapareciera Ruiseñor sería en una tumba. No me quedaban ilusiones. Algún día se acabaría la guerra, y no me parecía mal morirme antes, para unirme con mis padres y mi hermano, mis camaradas polacos y mis antepasados en una línea que se remontaba hasta el rey David.
—Quiero enviar una carta a Estados Unidos —dije.
El coche derrapó. Poincaré tuvo que hacer un esfuerzo para dominarlo.
—Pero ¿qué dices?
—Acabas de decir que en otra época el correo de París era fiable. Supongo que ahora el vuestro también, ¿no? Pues quiero que lleven algo a América. Una carta personal.
—Ni hablar. ¿Te das cuenta del riesgo?
—El riesgo es mío. El nombre del sobre no le sonará a nadie.
—¿Y el mensaje?
—Ya lo he dicho: personal. ¿No te das cuenta? He perdido a toda mi familia. Sólo me queda una persona, que es a quien quiero escribir. Le debo explicaciones sobre la desaparición de Ruiseñor. Así de sencillo.
Poincaré frenó un poco, pensándoselo.
—¿A cambio de Westerdorp?
—Sí.
—¿Y de Sonia?
Me dolió.
—Sí.
—¿Es americano?
Asentí con la cabeza.
—Entonces trato hecho, como dirían allí.