Soplé la vela de mi habitación y me quedé mirando los rayos de luna que se filtraban por las partes rotas de la persiana. Las imágenes del barón, de Poincaré y Gilbert no tardaron en desvanecerse. Me dormí. Soñé que estaba en Brooklyn, y que hacía el amor con Vinnie en un prado de hierba mullida. Era feliz. ¡Feliz! Sin embargo, a partir de cierto momento me cansé y le pedí que parase. Él siguió como si no me hubiera oído, gozando sádicamente con sus embestidas. La hierba se volvió dura. Estábamos fuera de Auschwitz, rodeados de humo, pero la cara de Vinnie se veía claramente. No gozaba del sexo, sino del dolor que infligía. No le mires a los ojos, me ordené, pero fue más fuerte que yo: tenía que ver el monstruo en que se había convertido. Era Egon, muerto y vengándose. Abrió la boca, llena de dientes afilados como de chacal, y estuve segura de que me arrancaría la cabeza.
Grité. Al segundo grito, me desperté. Estaban llamando a la puerta.
Temblando, me eché una bata por los hombros y fui a abrir. Era una chica pelirroja, descalza y con bata, como yo. Estaba despeinada, con un brillo de preocupación en los ojos.
—Perdona —dijo—; es que te he oído gritar cuando volvía a mi habitación.
Era muy joven.
—Entra, que tienes cara de frío.
—Gracias.
Entró sigilosamente y de puntillas, como si tuviera miedo de lo que pudiera encontrar.
—Era una pesadilla —le dije—. No pasa nada.
—Tenía miedo de que estuvieran haciéndote daño. De que hubiera venido alguno de esos cerdos nazis a repetir.
Se sentó al lado de la cama, en una silla. Era una chica delgada, que al sentarse con las piernas dobladas me recordó la ilustración de uno de los libros que leía de niña: Heidi calentándose delante de la chimenea. Cogí una manta y la arropé. Luego me senté en el borde de la cama para tenerla de cara. Me fijé en que era verdaderamente guapa, con un aspecto más fresco que el de la mayoría de las chicas de La Maison.
—¿Eres nueva? —pregunté—. ¿Nos habíamos visto?
—Sólo llevo dos semanas. Me llamo Sonia.
—¿Rusa?
—No, francesa, pero mi madre leía a Dostoievski.
—Yo soy Odette.
—Sí, lo sé, la ahijada de Madame de Sevigny. Las chicas te tienen rabia. Creen que recibes favores especiales, pero yo no veo que sea tan bueno tener que ir a la habitación del barón.
—¿Cómo lo sabes? —dije, sorprendida.
—Te vi salir. Estaba en la sala redonda pero no me viste.
Cierto. En ese momento sólo pensaba en volver a mi habitación.
—O sea, que trabajas en la sala especial.
—Sí, desde el día que llegué. —Hizo una mueca—. Supongo que me acostumbraré.
—Sí. Yo ya me he acostumbrado, pero sólo porque me da gusto pegarles. —Me miró con una cara rara. Quizá no estuviera muy segura de lo que podía decir. La ayudé un poco—. ¿Tú también les odias? Como acabas de llamarles cerdos nazis…
—¡Pues claro que les odio!
—Entonces ¿qué haces aquí? ¿Por qué te acuestas con ellos? Una chica como tú, tan guapa y joven…
—Por cruzarte de brazos no te paga nadie —dijo con amargura.
—No lo decía en ese sentido. ¿Por qué trabajas aquí?
—Porque es la manera más rápida de ganar lo que necesito. Tengo una casita en las Ardenas, una cabaña muy bonita, y estoy ahorrando para convertirla en una posada, un sitio rústico para vacaciones. Cuando se acabe la guerra, vendrá gente a puñados. Tendrán ganas de ir a un lugar tranquilo para olvidarse de todos sus problemas. ¿Me crees?
Me pareció una fantasía, pero no quise ofenderla diciéndoselo a la cara.
—¿Por qué no iba a creerte?
—Ricki se ríe de mí. Dice que soy demasiado romántica para ser una puta.
—Yo también soy romántica —dije, pensando en Vinnie. Me acordé del sueño—. Al menos antes.
Se quedó un rato callada y luego dijo:
—Me caes bien.
Yo me reí.
—Tú a mí también.
—No, en serio. Eres la única de aquí con corazón. —Hizo una pausa—. ¿Crees que podríamos ser amigas?
Las amistades eran peligrosas. Las mías habían desaparecido, estaban muertas o me habían delatado. Aun así, contesté:
—Pues claro.
Sonia se acercó sonriendo. Nos tumbamos en la cama, una al lado de la otra.
—¿Puedo quedarme a dormir? —susurró.
De pronto sentí la misma necesidad de compañía que rezumaba su pregunta. De día sería Odette, la dominatrix. De noche, sin nadie que me diera órdenes, podría ser Mia, aunque sólo fuera por un rato. Y fue Mia quien se tumbó junto a la pobre Sonia y respiró hondo, hasta que nos quedamos dormidas.