21

Tres días después abandoné de mala gana la seguridad del apartamentito de madame Chanier de Taer, pensando que me había delatado un amigo y que me había salvado una mujer que había tomado por enemiga. También pensé en Vinnie, que antes de delatarme habría dado la vida, como yo por él.

¿Seguro? ¿Se habría sacrificado? ¿Me habría sacrificado yo? Nunca se sabe lo que te hace la guerra.

En todo caso, estaba muy afectada. El miedo es una enfermedad difícil de controlar. Afrontar el peligro, como tendría que hacer cuando empezara mi misión, podía ser una manera de acabar de inmunizarme.

La rue Jean Carrier estaba llena de niños corriendo. Me dirigí al Champ de Mars, cerca de donde estaba el piso franco, esquivando un flujo continuo de bicicletas y peatones. Un adolescente pasó driblando con una raída pelota de fútbol, y me miró a la cara con impertinencia. Cambié de acera. Aparentaba dieciséis o diecisiete años, más o menos mi edad cuando la guerra había llegado a Polonia. Parecía rico, en dinero y en afecto. Y ésa era la gente por cuya salvación me jugaría el cuello… Claro que si los Levy no hubieran sido judíos, yo quizá hubiera sonreído de la misma manera.

El piso franco, un simple apartamento de un edificio pequeño, daba a una avenida muy transitada, un escondrijo de lo más improbable. Me abrió la puerta Poincaré, con su desgaire y su desinterés de siempre, aunque pareció sorprendido de verme viva y no necesariamente para bien.

—Comuniqué a Londres que te habían capturado. —Le dio el tono de un simple comentario—. Como no constabas en ningún centro de detención, te dimos por muerta. Te felicito por sobrevivir.

—¿Y Roger?

—Muerto.

¡No! Mi amigo y jefe, muerto.

—¿Cómo?

—Le rebané la garganta. —El tono de Poincaré era indiferente, pero sus ojos me observaban con atención.

Mi corazón se encogió de miedo. Si había matado a Roger, y lo reconocía, seguro que a mí también me mataba. ¿A qué clase de piso franco acababa de llegar? Tuve ganas de echar a correr, pero me quedé plantada en la puerta con la sensación de que el mundo se había vuelto loco.

—Era mi misión. Órdenes de Johnston. Fue Roger quien delató a Operación Esfinge la última vez que le enviaron aquí. Hizo transmitir información falsa a Londres.

No me lo creí.

—Entonces ¿por qué no lo mataste en Inglaterra?

—En Inglaterra los nazis se habrían enterado de que íbamos por él. Era mejor que atribuyeran su muerte a uno de los suyos en Francia por equivocación. —Se encogió de hombros—. Bueno, la verdad es que no lo maté. Ya me lo encontré muerto. Los árboles me ahorraron la faena.

Vaya, que me había puesto a prueba.

—¿Y si era inocente?

—Pues habrá muerto un inocente. Pero tranquila, que no lo era. —Sonrió—. Ya sé que le tenías cariño. Por eso sospechaste de mí en el avión. Menos mal que no te encaprichaste de él, porque podrías haberle salvado la vida. —Me cogió del brazo y me hizo entrar—. El traidor era Roger. Ven, que te presento a Gilbert.

Le acompañé de mala gana, sin saber a quién creer ni en quién confiar. Tampoco qué pensar. Después de lo de Jean-Phillipe, no estaba preparada para esto.

Un hombre flaco, casi cadavérico, se levantó de un sofá y se acercó para darme la mano. Nuestro enlace con la Resistencia tenía cara alargada, pelo mate y castaño y unos ojos negros que ya habían visto demasiado. No era fácil adivinar su procedencia. En todo caso, ni americano ni alemán. Daba una sensación de frialdad.

—Tenemos un problema, Odette —me dijo—. Conocen tu cara. Tienen tu foto porque se la dio Roger. Lo mejor sería que en Londres siguieran dándote por muerta. Así la información llegará a los alemanes. Lo malo es que ya no nos sirves como correo. No puedes viajar por el país.

Entonces, pensé, mi viaje había sido en balde para todos: los ingleses, la Resistencia y sobre todo yo.

—Te he asignado otra misión —dijo Gilbert—. Ya que has llegado tan lejos, más vale que nos eches una mano. Además, según Poincaré eres una buena luchadora.

Pasé por alto el tibio halago.

—¿Qué misión?

—Una que te permitirá seguir concentrándote en el objetivo de Will Johnston: Franz Jozef Behrenson.

¡Conque Gilbert lo sabía! Tendría que resignarme a la idea de que todos lo sabían todo, y adoptar el silencio como norma básica.

—Como nuestro interés por Behrenson es mucho menor, mientras le buscas también trabajarás para nosotros.

Intrigante. Empecé a animarme.

—¿Dónde trabajaré?

Se le iluminaron los ojos. ¿De qué? ¿De regocijo?

—En un burdel.

—¿Qué? ¡Ni hablar!

Levantó una mano.

—No he dicho que tengas que hacer de puta. La madame del burdel se llama Camille de Sevigny. Te harás pasar por su ahijada. Madame de Sevigny alterna sus servicios a la Resistencia con favores a un colaborador de los nazis, el barón de Tourneau. Parece que De Tourneau estaba tan impresionado por su trabajo, y sabía tan poco del que hacía para nosotros, que le montó un burdel para sus prácticas sádicas.

—¿Y el capitán Behrenson? ¿Participa en las sesiones de sadismo? —Eso del sadismo ya me parecía demasiado. Mi cerebro empezó a buscar alguna manera de salir del paso.

—Lo dudo, pero el burdel se ha vuelto el más exclusivo de París. Las chicas tienen fama en toda la ciudad. Tarde o temprano, el capitán Behrenson se pasará por allí, como todos los oficiales alemanes, y tú le estarás esperando.

Volví a plantearme la posibilidad de negarme, pero Johnston había dicho que Behrenson podía llevarme a la fábrica de los alrededores de Auschwitz. Además, seguro que no tenía que acostarme con él ni con nadie. Iría al burdel, pero no como prostituta sino como espía. ¿Qué opciones me quedaban? ¿Irme de allí y vagar por las calles de París sin amigos ni medios de transporte?

—¿Y bien? —preguntó Gilbert.

Asentí con la cabeza.

—Me alegro. Ten, la dirección.

Me guardé el papel en el bolsillo y me volví.

—Por cierto, ¿no nos traes ningún regalo de parte del coronel Johnston?

Se me había olvidado por completo. Fue un alivio entregar el dinero y el equipo de transmisión.

—Tu primera y última misión de mensajera —dijo Gilbert—. ¿Te has fijado en el nombre del burdel? «La Maison aux Camélias». Me dijeron que te gustaba la música. De ahora en adelante serás la Dama de las Camelias. O la Traviata, como la llamó Giuseppe Verdi.

A La Maison aux Camélias se llegaba cruzando una verja rococó, y un largo camino de acceso circular. La mejor palabra para describir el edificio era «villa», aunque estuviera en plena ciudad. Sus hileras de ventanas con balaustres daban al césped, o bien (como no tardaría en descubrir) a un patio interior rodeado por suntuosos jardines.

Gilbert debía de haber avisado a madame de Sevigny, porque cuando llamé al timbre me abrió ella misma, deparándome una acogida llena de languidez y superioridad. Era una gran dama, rígida y muy pendiente de sí misma. Se notaba que era rica gracias a su propio esfuerzo. Tuve que recordarme que trabajaba para Gilbert.

Mis años en el lycée me habían familiarizado con esa clase de mujeres. Muchas de mis compañeras tenían madres así. Mientras fuera servicial y mostrara el debido respeto, se me toleraría. Las mujeres como madame de Sevigny no eran benévolas con la insubordinación.

Debía de tener unos sesenta años. Se teñía el pelo con un tono de henna, detalle que en las mujeres de su edad solía ser una equivocación, pero que en ella producía un efecto magnífico, ni severo ni vulgar. Era baja, y lo que mi madre habría llamado zaftig: una hembra rellena y sensual que a pesar de sus años irradiaba todavía una gran sensualidad. No me extrañó que hubiera seducido a De Tourneau.

Me llevó en una breve visita guiada por la planta baja. Las paredes, decoradas al modo medieval, las vidrieras talladas de las ventanas altas y estrechas, y los arcos majestuosos de las puertas parecían concebidos para caballeros o príncipes. El foyer estaba alicatado en blanco y negro. Una escalera de mármol blanco formaba dos espirales gemelas. En un lado había una enorme cocina; en el otro, una biblioteca y una sala de reuniones. No vi chicas ni clientes. Quizá estuvieran en el primer piso, o no llegaran hasta última hora de la tarde.

Madame de Sevigny vivía en un gran dormitorio del primer rellano. Me dijo que las chicas tenían sus habitaciones un piso más arriba. A mí me asignó una minúscula antecámara, cerca de sus aposentos. Al ver una campanilla colgando de una cuerda, deduje que en algún momento la había usado la doncella de madame. Era una habitación bastante cómoda, pero tuve miedo de que tarde o temprano me enviaran a trabajar al segundo piso. Mientras Madame me enseñaba la Maison, no dejó de estudiarme ni un momento. Sus comentarios parecían indicar que le gustaba lo que veía.

Me presentó a las demás chicas y al servicio, dando a entender en todo momento que era alguien especial. Su simpatía natural acabó por conquistarme. Salimos cogidas de la mano.

—Esto es más que un burdel —dijo—. La Maison es un refugio para hombres, mujeres e incluso niños que necesitan un sitio donde esconderse, pero sólo pueden quedarse unos días; si no, los alemanes podrían sospechar. Nunca se puede bajar la guardia.

Me pregunté de quién era la casa. ¿De Madame?

Lo explicó ella misma en voz baja.

—La Maison era del barón de Tourneau. Fui su amante durante treinta años, hasta que se cansó de mí y descubrió otros placeres. Es un burdel muy bonito, para ricos y gente influyente. Ahora vienen los alemanes a evadirse, y hacer realidad sus fantasías. La Maison es mi casa, aunque de vez en cuando recibimos la visita del barón.

—¿No está arriesgando la vida? —pregunté.

Madame se encogió de hombros, de esa manera tan francesa que yo ya conocía.

—¿Y tú?

En el fondo nunca lo había pensado. Mi misión era recabar toda la información posible y vengar a mi familia si podía, porque empezaba a estar segura de que todos habían muerto. Por eso, si tenía que morir, prefería posponerlo al máximo. Personalmente me daba igual lo que pasara. Los muertos no sufren.

Al verme tan pensativa, Madame me abrazó.

—Mientras estés aquí, considérame tu maman —dijo.

Estaba segura de que mi misión en La Maison era una prueba. Gilbert la había presentado como un hecho consumado, pero no le había visto muy convencido de que yo supiera llevarla a buen puerto. Ahora que ya no podía ejercer de mensajera, mi valor estribaba en la calidad de la información que fuera capaz de obtener. ¿Y si no me adaptaba a La Maison? ¿Me enviarían a Londres? Supuse que no, pero no me imaginé qué destino podían tenerme reservado. No me fiaba de Poincaré, y a Gilbert apenas le conocía. Ellos se fiarían del veredicto de Madame. Todo dependía de mi éxito o fracaso en La Maison aux Camélias.

Al volver a entrar en La Maison, Madame me cogió de la mano y descendimos al subsuelo.

—Voy a enseñarte una habitación especial para invitados importantes, hija mía.

Entramos en una sala grande, redonda y con luz tamizada. Cuando se me acostumbró la vista, comprendí perfectamente el uso a que se destinaba. Había látigos, máscaras y una serie de instrumentos que me parecieron más propios de un gimnasio. Pronto aprendería a dominarlos.

Madame dijo:

—Está casi insonorizada. A veces los invitados hacen mucho ruido.

La idea me dejó petrificada.

—Ahora te enseñaré otra sala, pero no se lo cuentes a nadie; es la habitación privada del barón, que la construyó para su uso exclusivo. A veces vuelve y solicita sus placeres especiales.

Se acercó a la pared, y al principio pareció desorientada, hasta que encontró un punto y lo apretó con el dedo. La pared se abrió, dejando a la vista una sala grande, ligeramente perfumada e iluminada con refinamiento. La decoración consistía en espléndidos cuadros colgados en paredes de damasco, muebles revestidos de brocado, sillones de cuero y una mesa de masajes. También había un pequeño escenario, y un piano de cola fabuloso que parecía una gran escultura.

—Es la sala privada del barón. Nunca le digas a nadie que te la he enseñado.

Seguía cogiéndome la mano.

—¿Y el piano?

—El barón es un gran amante de la música. Antes solía tocar aquí solo.

Ya había encontrado mi sitio en La Maison.

—Me gustaría trabajar en la sala redonda, a condición de poder tocar el piano de la sala privada del barón durante mis horas libres.

Madame sonrió.

—Bueno, pero nunca se lo digas al barón. Tendremos que extremar las precauciones para que no se entere.

Así pues, fui asignada a la sala redonda. Comprendí que Gilbert me había mentido, por el simple motivo de que no esperaba poder convencerme con la verdad. Al menos ahora tenía mi evasión. En la sala no pasaban cosas tan terribles como me había imaginado al principio: bastante dominación, mucho sadismo, jueguecitos relativamente rutinarios y algunos aparatos francamente curiosos. Me recordaba un cuadro del Bosco, aunque en el Baluty ya había visto muchas perversiones, y había aprendido por mis propios medios a ofrecer un rostro impenetrable a mis enemigos. Después, en Inglaterra, me habían enseñado a protegerme.

Madame empezó mi aprendizaje con oficiales de baja graduación, demasiado ansiosos para no dejarse controlar fácilmente. Antes de entrar en la sala redonda ya estaban casi fuera de sí. Lejos de casa y de cualquier restricción, eran como niños traviesos con sed de cosas prohibidas, pilluelos que no aguantaban que les ignorasen o les negasen nada. Yo nunca me dejaba tocar. Aquel contacto perverso era tan diferente de mis felices sesiones amorosas con Vinnie que no se me ocurría situarlas en el mismo plano.

Cuanto más brutales eran mis masajes a los clientes de Madame, y más despreciativa mi actitud, más se excitaban ellos. Por otro lado, darles lo que pedían no estaba tan mal: pegarle a Eric en el culo, pasarle a Rutger un cepillo duro por el interior de los muslos mientras se inclinaba con los calzoncillos en los tobillos… Los oficiales de más alto rango y mayor experiencia pedían el cinturón (algunos con hebilla incluida), y en ciertos casos suplicaban cadenas. Fue un paso que no di hasta que Madame consideró finalizado mi aprendizaje.

Mi odio era tan generoso que nunca les negaba nada a los clientes. No tenía el miedo de hacerles daño que refrenaba a otras chicas. En mi caso era lo que quería, hacerles daño, lo cual hizo crecer mi fama como dominatrix. No dudaba en satisfacer a un oficial solo, y cuanto más salvajemente mejor.

La sala especial del barón, con su piano, era mi sanctasanctórum. Cuando no trabajaba, tocaba a solas en el pequeño escenario. Eran los dominios privados del barón, reservados para sus visitas. Me imaginaba tocando en Varsovia para un gran auditorio, y esa fantasía me ayudaba a superar mis pesadillas (bastante habituales). Siempre pensaba en el piano, hasta cuando estaba prestando mis servicios al enemigo. Era como cambiar de mundo y de época.

Una noche entré en los aposentos de Madame y me la encontré tomando coñac con un oficial alemán. Debía de ser alguien importante, porque nunca recibía a nadie en su dormitorio. El oficial se levantó para ofrecerme un asiento. Madame sonrió.

—Tengo entendido que es la ayudante de Madame —dijo él.

No supe muy bien qué contestar. Era alto, muy guapo y parecía tímido.

—Espero que podamos cenar juntos algún día. Pronto —dijo.

No pidió verme en La Maison.

—Mis horas libres las decide Madame —dije yo.

El oficial me estrechó la mano con fuerza. Nos miramos a los ojos. Los suyos eran muy tristes.

—No veo la hora de cenar juntos —dijo—. Espero que nuestra amistad sea muy larga.

Madame le acompañó a la puerta. Me sorprendí mirándole la espalda. Madame se giró hacia mí y me dijo:

—Era el capitán Franz Jozef Behrenson.

Al cabo de un mes de empezar a trabajar en La Maison, fui a dar el parte al piso franco —o mejor dicho al apartamento de Poincaré—, tal como me había indicado por teléfono Gilbert. Llegué demasiado temprano. Justo en ese momento, Poincaré estaba acompañando a la puerta a un oficial alemán, cuya cara de satisfacción aclaraba cualquier duda sobre lo que habían estado haciendo.

—Era Klaus —me dijo Poincaré—. Yo también me dedico al sector del «cuerpo a cambio de información». Me ha dicho madame de Sevigny que te va muy bien.

Su familiaridad me irritó.

Subimos al apartamento, de una sola habitación. La cama estaba deshecha. Vi sangre y semen en las sábanas. Poincaré me sorprendió mirando.

—No voy a andarme con rodeos, Odette. Disfruto tanto del juego como Klaus. No es que sirva de nada para la Resistencia, pero me quedo más tranquilo. Te agradecería que no se lo contaras a Gilbert.

Pensé que seguramente Gilbert ya lo sabía, y que tenía sus razones para no intervenir, pero no dije nada.

Poincaré encendió un cigarrillo y se sentó en la cama. Yo me senté delante, en una silla.

—Le dijiste a Gilbert que tenías información. ¿De qué se trata?

Vacilé.

—¿Qué pasa? —preguntó él—. ¿No te fías de mí?

—¿Cómo quieres que me fíe, si acaba de salir de tu cama un oficial alemán?

Se rió.

Touché. Ya ves, chérie; llegamos a París y buena la montamos. Si los alemanes me soltaron después de atraparme, fue gracias a Klaus. A ti te trajo un convoy alemán. Estamos los dos sucios. Mejor dicho, apestamos desde lejos. Yo nunca me fiaré de ti, y viceversa. Entonces ¿por qué no te marchas por donde has entrado?

Reflexioné.

—No; es verdad que tengo información. Gilbert, de quien sí me fío, me dijo que te la diera a ti. Bueno, pues te la daré, pero tengo que salir de La Maison, y necesito que me ayudes. Prométemelo. Sé que si no te convenzo de que digo la verdad puedo darme por muerta.

Poincaré dio una calada al cigarrillo. Se notaba que se estaba divirtiendo. Sacó el humo por la nariz.

—Empecemos por tu oficial de inteligencia militar. Behrenson.

—Cuando llegó, yo sólo llevaba unas semanas en la casa. Se notaba que Madame le conocía de otras visitas. Nada más vernos me di cuenta de que le interesaba. Me dijo que no me parecía al resto de las chicas. También me dijo que teníamos que cenar juntos. Madame tuvo el detalle de contarle que era su nueva ayudante personal, para que sonase importante.

—Tengo entendido que Franz Jozef Behrenson informa directamente al general Blumentritt, el bufón de la corte del general Von Rundstedt. —Me miró con dureza—. ¿Qué tenía que decir?

—Muy poco. Es probable que Johnston haya sobrevalorado su importancia. Es un soldado solo, nervioso y tímido a quien de vez en cuando es posible que le guste un poco de disciplina.

Poincaré me miró con mala cara y dijo.

—O sea que no tienes información.

—No, de Behrenson no, pero me presentó al comisionado Schmiede, de Berlín. Schmiede pasó por París con el encargo de Albert Speer de preparar el terreno para hacer razias y enviar gente a trabajos forzados en Alemania. Los retrasos en la producción empiezan a ser críticos, pero no pueden recurrir a los judíos porque los están matando. Sólo en las fábricas de munición mueren tres mil judíos por semana. Informa de eso a Londres. Los campos de trabajo son campos de exterminio. Las chimeneas no son de fábricas, sino de crematorios. ¿Entiendes la magnitud de lo que te estoy diciendo?

Yo sí que la entendía. Era la confirmación de que papá y Jozef estaban muertos. Curiosamente, al oír la noticia y darme cuenta de sus implicaciones, no había podido llorar. La insensibilidad que me protegía de lo que pasaba en la sala del barón se me había contagiado a los lacrimales, y al alma. Lo único que me excitaba era la venganza. Dispensar dolor. Nada más.

Poincaré no pareció dar importancia a la noticia.

—¿Qué más has averiguado?

—Que los alemanes de Francia están asustados. Tienen miedo de la Resistencia, sobre todo desde la emboscada contra la guarnición de Clermont. Hasta el oficial de la Gestapo parecía preocupado.

Esta vez la noticia despertó su interés.

—¿Cómo se llama ese oficial?

—No estoy segura. Es rechoncho y tirando a calvo. Un tío asqueroso. Alguien le llamó Hans. Casterdorp o algo así.

—Westerdorp. Tiene que ser Westerdorp. ¿Cuándo le viste?

—El viernes pasado, pero no es la primera vez que viene a La Maison. Estoy segura de que es cliente habitual.

Se incorporó para inclinarse hacia mí.

—Necesito que averigües algo más sobre él. Sus gustos en comida, música, sexo… Dónde come, si toma el café con o sin leche, la marca de cigarrillos que fuma…

—¡Es que tengo que salir de La Maison! —exclamé.

—¿Por qué? —repuso él—. ¿Te ha delatado alguien?

—No, no es eso, es que no lo soporto. Aunque mientras sea la protegida de Madame, y ella la del barón de Tourneau, no corro ningún peligro.

—Por eso es tan importante que te quedes. En el norte, la cosa está que arde. La emboscada de Clermont no será la única. Necesitaremos más que nunca La Maison como refugio de urgencia para noches sueltas. Resistentes que no tienen dónde ir, fugitivos judíos…

Pensé que era una locura.

—Es demasiado arriesgado. Madame puede alojar a una o dos personas, pero no más. Las otras chicas no son de confianza.

—Ya encontraremos un sistema para que entren. Las chicas no se enterarán.

—Pero madame de Sevigny no lo permitirá…

—No tiene opción. Y te recuerdo que está de nuestro lado. Además, si se negara… —Poincaré se encogió de hombros y se pasó un dedo por el cuello.

—Bueno, pero a mí no me necesitáis. No sé cuánto podré aguantar. En serio, Poincaré. El panorama de La Maison es cada vez más sórdido. Ahora me encargan lo más duro, cosas que no se pueden ni explicar. Estoy rodeada de prostitutas colaboracionistas y oficiales alemanes, y me está afectando mucho.

—¿Qué te crees, que sería mejor en otro sitio? Lo dudo. Y no me digas que Johnston no te avisó.

—Sí, pero no me dijo que trabajaría en un burdel.

—¿Qué querías, que Behrenson te llevara a su casa?

—¡Claro que no!

—¿Enamorarte de un ario guapo?

—No más que tú de Klaus —repuse indignada—. ¡No soy ninguna puta!

Poincaré suspiró y se apoyó en un codo.

—¿Se te ocurre otra manera de describirlo? En cuanto a Klaus, es un encanto de chaval. Le han trasladado de la cárcel para ser secretario de traducción de uno de los altos cargos de la intendencia.

—¿Qué pensaría Gilbert? ¿O Londres?

—¿Me estás amenazando? Ya saben que soy marica. Es un punto a mi favor. En cuanto a Klaus, el día en que note que me he encariñado demasiado para ser objetivo, me lo quitaré de encima.

—¿Así de fácil? ¿Qué te crees, que puedes acostarte con el enemigo y…?

—Te aconsejo que vayas acostumbrándote a la idea. Hay cosas peores que acostarse con un alemán. Seguro que la información sobre Schmiede no la conseguiste sin…

—No me acosté con él. Pasamos la noche sin tocarnos con nada que no fuera una fusta.

Soltó una carcajada.

—¡Qué distinciones más sutiles! En fin, da igual. Lo único que cuenta es la información, y Gilbert se alegrará de la que me has traído. Se lo diré esta noche.

—Pues aprovecha y dile que quiero salir. ¡No te imaginas lo que es, Poincaré! Cada noche fustas, látigos, gritos que te taladran el cerebro… ¿Qué me sugieres para remediarlo?

No tuvo clemencia.

—Sugiero que aprendas a disfrutar.

—Soy el barón de Tourneau —dijo la voz del interfono de la sala redonda—. He admirado mucho su trabajo. No sé si sería posible que me recibiera esta noche…

La llamada del barón me pilló sola en la sala, limpiando un látigo especialmente cruel. No sabía que se dedicara a observar las sesiones, pero no me extrañó, y la llamada tampoco.

—Detrás del panel hay una puerta. Para abrirla, presione el dibujo de la flor de lis, pero sólo cuando se haya vestido como le indicaré.

Me explicó sus preferencias.

Hice lo que me ordenaba. Al barón no se le desobedecía. La puerta era la de su habitación privada.

Era un hombre alto y de porte majestuoso, de frente ancha, ojos castaños y hundidos, nariz aguileña y mejillas rosadas, tal vez por exceso de vino. Parecía agradable. Me saludó con formalidad, a pesar de mi atuendo (el que me había pedido: ligas negras de encaje y una bata corta de seda sin nada debajo).

—Me ha dicho Camille que toca el piano —dijo.

—Hace mucho tiempo que no practico.

Sonrió, señalando el piano.

—Pues adelante.

—Pero…

—Adelante.

Me senté en la banqueta y levanté la tapa del piano.

—Brahms —señaló él.

Toqué el primer movimiento de la tercera sonata para piano de Brahms, con su melodía de falsa sencillez. La obra, una de las primeras que había aprendido, me devolvió con tanta intensidad la alegría de tocar, el goce de la música, que casi me olvidé de dónde estaba, de mi atuendo y del público. Además de serenarme, le perdí todo el miedo al barón. La música era una fuerza mucho más poderosa.

Es posible que mi calma lo excitara.

—Basta —dijo, haciéndome señas de que me levantara.

—¿Qué me exige mi esclavo? —pregunté, según la vieja tradición de las dominatrix.

—Para la primera vez, nada especial. Antes de pedirte que uses el látigo tengo que acostumbrarme al tacto de tus dedos.

Durante mi interpretación, se había servido una copa. Me ofreció un sorbo. Bebí con avidez y el calor del coñac me reconfortó.

Se desnudó despacio. Para un hombre de su edad tenía muy buen cuerpo, y un pene grueso y largo. Deslizó mi bata por mis hombros con un suspiro de satisfacción y la dejó caer al suelo. Me había hecho ponerme de espaldas para facilitarle la tarea. Luego volvió a girarme y me acarició los pechos, suavemente, con gran delicadeza. Acordándome de las caricias de Vinnie y de su amor, tuve ganas de llorar.

El barón se tumbó en la mesa de masajes, suspirando. Trabajé los músculos de su nuca, le relajé los hombros y deshice las tensiones de su columna vertebral. Al llegar a sus nalgas, le eché unos polvos de una lata que había en la mesa y repartí el talco con movimientos lentos y circulares. Él se puso tenso. Le acaricié la curva de las nalgas con las manos, poniéndole carne de gallina. Luego introduje mis dedos con habilidad, más hondo cada vez, hasta arrancarle un grito de éxtasis y un orgasmo convulso.

—Muy bien, para empezar muy bien —dijo él—. Ya te diré cuándo tienes que volver.

Se levantó de la mesa sin mirarme, cogió la copa de coñac y se la acabó de un trago sin haberse vestido.

Así empezó mi relación con el barón de Tourneau.