20

Había esperado demasiado. Ya despuntaba el sol. Si nos habían delatado, los alemanes me estarían persiguiendo, y seguro que estaban por toda la región.

Respiré hondo, crucé la verja y salí corriendo a una carretera bastante ancha, donde no había nadie. Detrás de la hilera de casas oscuras titilaban varias luces. Era evidente que había aterrizado en una zona suburbana, cuya joya era la mansión.

Seguí caminando, muy atenta a cualquier ruido de procedencia humana. Iba como me había enseñado Lobo, deprisa y con la mirada en el suelo, girando la cabeza para que no se me viera bien la cara. Encontré un poste con letreros en alemán que indicaban media docena de direcciones, pero no tuve tiempo de leerlos porque justo entonces me iluminaron la cara unos focos, como los ojos de un gato, y mi adrenalina se disparó. Un coche frenó y esperó. Me agaché para atarme un zapato, mientras miraba de reojo la carretera por donde había venido. El coche me adelantó.

Aparecieron otras luces. Pasó rugiendo un camión. Dominando el miedo, reanudé mi camino. Mi destino era el refugio de París, donde podría incorporarme a la organización. Pero ¿por dónde se iba a París? Un camión me adelantó y frenó a pocos metros.

—¡Eh, tú! —exclamó el conductor.

No tuve más remedio que pararme.

Era un soldado de la Wehrmacht, pero con cara de buena persona. Otro camión frenó detrás. Luego otro. Era un convoy.

—Vamos a París —dijo él—. ¿Te llevamos?

—Gracias —dije. Disimulando el nerviosismo, me monté al lado del conductor. Los soldados de la parte trasera silbaron y aplaudieron. Al menos en la cabina sólo había uno. Cuando acercó la mano a la palanca de marchas, justo al lado de mi muslo, me sobresalté, pero sólo quería cambiar de marcha. Arrancamos. Me dije que sólo era un sargento. Había vendido cigarrillos a sus camaradas en la plaza Tres Cruces.

—¿Hablas alemán? —preguntó.

—Sólo un poco, monsieur.

—Pues intentaré hablar en francés. Es un idioma muy bonito. Me conviene practicarlo.

Se fijó en mis labios amoratados, y en mi blusa rota, y su expresión adquirió un matiz compasivo, pero sin el componente protector que me había sido tan útil cuando iba de colegiala.

Sonreí, crucé los brazos y me enrosqué el pelo en un dedo con gesto de falsa timidez.

—¿Lleva mucho tiempo en Francia? —pregunté.

—Muy poco. París es una ciudad fantástica, con tanto que hacer y que ver… ¡Mierda! ¿Qué pasa? Otro control. Si es que no te dejan ni respirar. Cada vez que meas tienes que hacerlo por triplicado. No te rías, no, que es verdad. Yo aquí en mi camioneta, con una chica guapa, y… Cuando lleguemos al control, será mejor que te agaches. Escóndete bajo mi chaqueta. Si ven tus moratones tendría problemas.

Me agaché debajo del salpicadero. Noté que el camión frenaba.

—¿Ocurre algo, jefe? —preguntó el sargento por la ventanilla.

—No hablo alemán —dijo el vigilante—. Pero usted entiende el francés, ¿no?

O sea que era un control francés. Tuve la tentación de saltar a la carretera y entregarme al vigilante, pero seguro que era un colaboracionista y que me entregaría a la Gestapo.

—No, no lo entiendo, capullo. Toma, mis documentos. Tengo órdenes de ir al Hotel de Ville.

—Estamos buscando…

—Me importa una mierda. Tenemos prisa. —Se asomó para girarse y gritarle al siguiente conductor—: Le he dado una copia de nuestras órdenes. Voy a concederle un minuto para que nos deje pasar. Si se pone tonto le hacemos un culo nuevo. Por tentativa de obstrucción a un convoy de la Wehrmacht.

La bravuconada del sargento tuvo su efecto. El vigilante selló los papeles y nos dejó pasar.

—Ya puedes salir —dijo el sargento.

Me incorporé con cuidado y volví a sentarme. Había conseguido saltarme el control, pero ¿qué buscaban, o a quién? ¿A mí? ¿A Roger y Poincaré? ¿Era posible que el alambre que usaba Poincaré como rosario fuera un dispositivo emisor de alguna clase? Me encogí en el asiento, más asustada que nunca.

Empezamos a rodar por adoquines. Me asomé y vi que estábamos en las afueras de una ciudad. Al pasar por varios cruces vi mujeres en bicicleta con alpargatas, faldas pantalón y pañuelos en la cabeza. Avanzábamos por un mar de rostros fugaces y sonrisas neutras, en cuyos ojos no se leía ningún odio a la presencia alemana. Ni siquiera los polacos, con todo su aborrecimiento a los judíos, solían desaprovechar la oportunidad de hacer un comentario impertinente, poner mala cara o hacer gestos de desagrado referentes a los nuevos amos. En cambio, al parecer los franceses eran imperturbables como ovejas.

—¿Dónde te dejo? —preguntó el conductor—. En los próximos días, dudo que vea algo mejor que tú en este camión. Mañana salimos para el este. ¿Sabes lo que quiere decir?

Asentí con la cabeza. Su mirada era de miedo y resignación.

El frente oriental. Me propuse memorizar la insignia del camión cuando bajase, y contar los vehículos del convoy. Serían datos para mi primera transmisión.

—¿Y si quedamos esta noche? —Quiso tocarme el brazo, pero yo me aparté—. Por favor. No te haré daño. Es que estoy solo, y puede ser mi última oportunidad de ver a una mujer en muchos meses. O en lo que me queda de vida. Podría pasar a recogerte en la torre Eiffel. Iríamos a cenar, y luego a un espectáculo. ¿Qué te parece?

¡París! ¿Era posible? Tenía que bajar.

—Lo siento —dije—. Estoy casada. Es muy amable, pero no. —Fingí reconocer el barrio donde estábamos. Tal vez se tratara de Neuilly, o de Courbevoie. París, en todo caso—. Puede dejarme aquí…

El sargento frenó con cara de frustración.

Poco después, al mezclarme con los transeúntes reconocí el olor de una ciudad querida. Anduve hasta una estación de metro y busqué en mis bolsillos uno de los tickets que me habían dado. Crucé el torniquete de la estación, que era un hervidero de gente.

Me sabía de memoria el plano del metro. Porte de Clignancourt, Rivoli, Raspail… Nombres que me traían recuerdos, escenas callejeras y encuentros con Jean-Phillipe. ¿Cómo era posible que entonces me hubiera dado miedo ir sola en metro? ¡Qué largos parecían tres años! Sentí en mi interior los restos de la ingenua de otros tiempos, tan deseosa de que la aceptasen y de parecer sofisticada. Había sido una época de música y felicidad.

El tren pasó por la parada de Lycée LaCourbe-Jasson. ¡Cómo se habrían sorprendido mis compañeras de clase de verme tan cambiada! Celeste, con su orgullo y su cuerpo voluptuoso; Janine, con sus historias de Egipto y Rusia; Nanette, que nos daba clases de técnicas de magreo…

Pero a «Odette» no la habían entrenado en Inglaterra y luego lanzado tras las líneas enemigas para hacerse la chula con sus antiguas compañeras de clase, que a esas alturas probablemente hubieran hecho realidad su principal objetivo: un buen matrimonio.

Seguí en el metro, mientras decidía adónde ir. Aún faltaban dos días para la cita en casa de Juliette, nuestro piso franco, y el contacto con Gilbert, un jefe de la Resistencia. Llegar antes de lo previsto era peligroso para todos. Evidentemente, nuestro avión se había desviado de su ruta y nos había dejado demasiado cerca de París, pero ¿qué había pasado con Roger y Poincaré? ¿Los habían capturado? ¿Los habían obligado a hablar?

Mientras no lo supiera con exactitud, lo mejor parecía no acercarme al refugio.

Mientras tanto habría que esconder en algún sitio los miles de francos que traía para la Resistencia, y los componentes de transmisores que llevaba cosidos en el dobladillo de la falda. ¿Dónde? La respuesta fue muy placentera: ¡en casa de Jean-Phillipe Cadoux! Dada la posición social de su madre, no era probable que los nazis se hubieran atrevido a deportar a su familia.

Me imaginé la cara de Jean-Phillipe al abrir la puerta y verme. Si alguien era capaz de tenerme entretenida unos días, era él. Quizá la Ópera siguiera funcionando. Quizá Jean-Phillipe aún tuviera entradas.

O quizá ya no estuviera en casa. Podía haberse casado. O podían haberle matado.

En todo caso, lo primero era comprarme ropa. Una falda y una blusa rotas no eran lo más adecuado para ir a ver a Jean-Phillipe. Decidí bajar en Palais Royal, buscar una tienda… y comer algo, porque estaba famélica. Después de varias semanas de té asqueroso con melaza, el café francés quizá no pareciera tan malo. Y un panecillo, o un croissant, serían un festín.

Me fijé en la chica que iba a mi lado demasiado tarde: su mano abierta cortó el aire e hizo un ruido seco al impactar dolorosamente en mi mandíbula.

—¡Puta! —me espetó—. Te he visto bajar del camión. ¿Qué, sólo te has tirado al chófer, o a los soldados de atrás también?

¿Qué quería, quedarse lisiada? Podría haberle roto un brazo o matarla, pero las dos odiábamos a los alemanes, pese a que ella no entendía mi situación. No hice nada. Los otros pasajeros siguieron impertérritos, igual que sus paisanos de los alrededores de la capital.

París se había vuelto peligrosa. Me convenía pasar inadvertida.

A la salida de la estación me recibió una mañana deslumbrante de sol. En las entradas de los museos, los cafés y los hoteles ondeaban esvásticas y estandartes del Reich. Había indicaciones en alemán por todas partes. Los nazis, en su arrogancia, no habían puesto ni un solo letrero en francés.

Se estaba formando una cola delante de una tienda. Cuando media docena de campanarios empezaron a dar las nueve, se abrió una puerta y los parisinos empezaron a entrar en la tienda en fila india, respetando la cola: criadas con vestidos almidonados, tenderos del barrio, hombres de negocios… Hasta una anciana muy elegante, con pendientes de perlas y una estola de piel apolillada.

El establecimiento era una pastelería, con un rótulo dorado que indicaba el nombre de los propietarios y su lista de especialidades (pasteles y petits fours). Un cartel anunciaba: «Día especial de pasteles». O sea, que había auténticos pasteles en venta. Mi estómago rugió de indignación. Yo, recordando todos los días que había resistido Mia Levy sin pan en el Baluty, le dije que esperara un poco, pero acabó venciendo y me puse en la cola para darme el lujo de una tartaleta de albaricoques que sabía a Francia: la mejor repostería del mundo.

Paseé por las inmediaciones del Louvre en espera de que abriesen las tiendas de ropa de la orilla izquierda, buscando un bar donde matar el tiempo con un café. Ya no olía a achicoria, cruasanes recién hechos y queso maduro, sino a café de bellotas, pero había una terrasse en una esquina con un grupo de soldados alemanes tomando auténticos cafés, pan fresco, mantequilla y raciones de carne en conserva.

Me vieron pasar.

Bonjour, mademoiselle —dijo uno de ellos.

Miré de reojo y vi que tenía los dos rayos de las SS en el cuello.

—¿Quiere desayunar con nosotros? Pan de verdad, no del otro, el que parece de serrín. Mantequilla y queso. Y café del bueno.

—No le hagas caso —dijo en alemán otro SS—, que éste lo que busca es un polvo.

—¡Calla, idiota, que entiende el alemán! ¡Mira lo rojos que se le están poniendo los mofletes!

—¡Qué va! Ahora te lo demuestro.

El segundo SS se levantó y me cerró el paso. Yo intenté seguir con la alegre sonrisa de los franceses.

Fräulein —dijo él, haciendo una reverencia con su capa—, quiero demostrarle algo a los ignorantes de mis compañeros. ¡No, un momento! ¡No pase de largo! —Me cogió del brazo y me llevó a la mesa—. ¿Me entiende si le digo lo guapa que debe de estar con las enaguas sueltas, el liguero en los tobillos y el culo desnudo, bailando delante de un espejo?

No tuve dificultad en seguir sonriendo tranquilamente a los alemanes, que se aguantaban la risa.

—¿Sabes qué? Que me gustaría ponerte la boca en el coño mientras pegas brincos al ritmo de una marcha de Suppé. ¿A que suena divertido?

No mucho. Nunca me había gustado Suppé.

Bonjour.

Me aparté con un encogimiento de hombros y, sonriendo al resto de los oficiales, me apresuré a torcer por la primera calle, erguida y orgullosa. Cuando ya no les vi, rompí a sollozar. Volvía a estar en Polonia. Los alemanes tenían el derecho de decir lo que quisieran, humillarme a gusto y tratarme como la última basura.

¡Pues no! Odette LeClerc no lloraría como Mia. Ya no era una inocente sin defensas. Me acordé de mi entrenamiento en las Midlands, y de lo bien que manejaba un cuchillo, un garrote, una piedra o un cinturón. Ésas serían mis armas de mujer, no las lágrimas.

Pensando en aquel SS, me imaginé que el cráneo que machacaba a pedradas era el suyo, y que los ojos que sacaba con una cuchara sopera en el restaurante también eran los suyos. De hecho, al estar delante de él había sido muy consciente del punto de sus costillas que podía partir mediante una fuerte patada, y de la posibilidad de interrumpir con un estilete los latidos de su corazón. Si algún efecto tenía su deseo, era debilitarle, hacerle más vulnerable. De hecho tenía su gracia estar delante de un individuo de su calaña imaginando cien maneras de atacarle, pero sin reflejar ninguna emoción, ni dar señales de que le entendiera.

No necesitaba a Vinnie como protector. Sólo como mi amor. De momento no había nada más allá de la supervivencia y la venganza. Cada dato transmitido, cada resistente salvado, cada puente volado u oficial alemán asesinado contribuiría a que los aliados estuvieran más cerca de liberar Auschwitz. ¿Y Vinnie? ¿Vendría con ellos? Tuve la certeza de que sí.

Así fue como me prometí durar más que los alemanes, relegando al olvido la fragilidad de mi alma, y el cansancio de tantos kilómetros, tantos países ocupados, tantos muertos… París me permitía adquirir una nueva conciencia de mi misión. En Brooklyn me había ablandado. Ahora mi enemigo volvía a tener cara y cuerpo.

Entré rápidamente en una tienda de ropa y compré un vestido y un abrigo, aguantando la respiración mientras la dueña inspeccionaba los números de serie de mis francos, buscando agujeritos alemanes u otras marcas.

Sentía el peso de los transmisores en las piernas, y el roce del cinturón del dinero contra mi piel desnuda. En espera del día de la cita, tendría que dejar ambas cosas en casa de Jean-Phillipe, suponiendo que lo encontrara en su dirección de siempre. La mujer del mostrador me miró y volvió a consultar la lista de billetes falsos. Observé sus gafas bifocales y vi que su mirada se detenía a media lista. Luego osciló entre la hoja de papel y los billetes que le había dado. Al final me entregó el cambio.

—Gracias, madame.

Su sonrisa no me dijo nada. ¿Había visto algo en el billete? En caso afirmativo, ¿cuál sería su siguiente paso? ¿Una llamada a la Gestapo? ¿Una consulta a su marido en la trastienda?

Mi captura costaría a los aliados unos tres millones de francos. Me fijé en las tijeras que había junto a la caja registradora. Nada más fácil que clavarlas en la fina tela de su blusa de algodón, justo debajo del pecho izquierdo. Luego un giro de muñeca, y…

—¿Puedo ayudarla en algo más?

—No, gracias, madame.

—Buenos días.

—Buenos días.

Salí a la acera con la nuca y la espalda empapadas de sudor, escandalizada por mis pensamientos y temores. La paranoia llegaba en oleadas, perjudicando mi sentido común y mi capacidad operativa. Con ella, el asesinato parecía algo dulce. ¿Cuánto me había faltado para atacar a la mujer con aquellas tijeras?

Fui a un pissoir para ponerme el nuevo vestido y dejar la ropa vieja. Lo único que conservé fue el bolso y mi paranoia. Luego me metí por varias callejuelas y caminé deprisa con la vista en la acera, por miedo a delatarme si levantaba la cabeza. Estaba sola. Todo se estaba precipitando demasiado. Ya nos habían avisado que tendríamos esa sensación, pero que se nos pasaría rápidamente.

En la siguiente esquina, crucé un bulevar y fui hacia el apartamento de Jean-Phillipe, justo al lado de la place de L’Opéra. Sólo hice una pausa para mirar el hotel Steinfeld, donde me había alojado cinco años antes con mamá y papá, antes de entrar en el lycée. La puerta estaba tapiada con tablones. Quizá lo reabrieran algún día. Seguro que la máquina exterminadora nazi había destruido a casi toda la población judía de la hermosa ciudad de París. Pero Odette LeClerc no era judía. Antes de ser exterminada, quizá pudiera vengarse un poco.

Sometida a la severa inspección de la portera del edificio de Jean-Phillipe, traté de irradiar una confianza que me habría gustado sentir, pero lo que sentí fue la impaciencia de la vieja bruja, y el desdén que le inspiraban mi vestido barato y la ausencia de guantes y sombrero.

Madame Chanier de Taer, mujer de noble cuna que lo había perdido todo menos el nombre, era una portera estricta y dominante. Cinco años antes, tratándome de refugiada, me había prohibido entrar en el edificio, obligándome a esperar a que llegara Jean-Phillipe en mi rescate. Reviví el miedo de entonces.

—Vengo a ver a monsieur Cadoux fils. Me llamo… —Hice una pausa—. Dígale que está aquí una vieja amiga. Marisa.

O no me había reconocido o no quería hacerlo. El caso es que marcó el número del apartamento de Jean-Phillipe y pronunció unas palabras ininteligibles, antes de desbloquear el ascensor.

—El cuarto.

—Gracias —dije y subí al ascensor.

¡Estaba a punto de verle! Mi amigo, mi casi amante, el primer «chico» de mi vida, antes de que llegara otro aún más querido… Los pisos se deslizaban lentamente, haciendo crujir la cabina. Aún me acordaba de los azulejos de los pasillos, de los balcones de forja añadidos durante la moda del art nouveau, de las ventanas emplomadas, de las paredes de piedra vista con marcos de granito para las ventanas, del paisaje de tejas rojas y buhardillas de pizarra, y del horizonte de campanarios. Todo remitía a un pasado lejano.

La acumulación de cosas familiares me produjo cierto vértigo. ¡Ahí estaba! Era Jean-Phillipe, viendo subir el ascensor con su impaciencia juvenil de siempre. Me fijé en sus lustradas botas de cuero negro —de las que gustaban a los aviadores aliados—, en sus pantalones Harris de tweed con pinzas, en un cinturón de piel, en su camisa blanca y, por último, en su bufanda de seda.

Abrió la puerta del ascensor.

—¡Vaya, vaya! ¡Quién lo diría!

Yo esperaba un abrazo y me preparé para recibirlo, pero lo único que me dio fue un besito en cada mejilla, con formalidad francesa.

—Los últimos cuatro años han estado llenos de sorpresas, pero ésta es la mayor. ¡Qué alegría verte!

Pensé que mentía, y no pude impedir que un zarcillo de miedo se introdujera en mi cerebro.

—¿Qué, has echado de menos a tu hermano mayor? —me preguntó.

—¡Pues claro! Me moría de ganas de verte. En cambio tú seguro que no me has echado de menos.

Me apartó sin soltarme.

—Me despido de una niña, y mira lo que pasa. Gírate. ¡Caray, cómo has cambiado! Ya han pasado cuatro años desde que me escribiste desde un pueblo polaco de veraneantes. Te hacía como mínimo en la luna.

Se le veía nervioso.

—No pareces muy contento de comprobar que aún sigo aquí.

—No, Mia, es que la sorpresa de saber que estabas en la portería, cuando ya creía que te había perdido para siempre… ¡También podrías haber llamado!

Abrió la puerta del apartamento.

—Habría quedado un poco forzado —dije, dolida por su frialdad—. Con las ganas que tenía de verte, he decidido darte una sorpresa.

—Pues lo has conseguido. Estoy atónito.

Echó el cerrojo, se marchó un momento y volvió con una bandeja de salchichón y fruta. Me costó no abalanzarme sobre ella.

Jean-Phillipe sorprendió mi mirada.

—Venga, Mia, no seas educada y come. Cuéntame cómo has vuelto a París.

Di un mordisco a una sabrosa manzana y me pareció lo más delicioso que había probado en mi vida.

—Hemos venido en avión —dije, sincerándome.

—¿«Hemos»? ¿Qué quieres decir, que estás con tu familia?

—No. Llevo casi dos años sin noticias de ellos. Ahora mismo, Polonia es una pesadilla.

—Pero has conseguido llegar hasta aquí. Perdona, pero no me cuadra. ¿Quién te ha enviado?

Sus preguntas me molestaron. No estábamos en una comisaría.

—Nadie.

—Entonces ¿a quién te referías cuando has dicho «hemos»?

—Por favor, Jean-Phillipe. No puedo contarte nada más. Sólo serviría para…

—¿Para qué? ¿Para meterme en líos? ¿Cómo esperas que te ayude si no me dices nada? Porque has venido para que te ayude, ¿no?

—Estoy sola, pero necesito alojamiento. Sólo un par de días.

Torció un poco la boca. ¿Por qué? Su expresión se endureció.

—Por favor —dije.

—¿Cuánta gente te ha visto entrar en el edificio? ¿Diez personas? ¿Cincuenta?

—Sólo la portera. —Me di cuenta de que estaba suplicando, pero no tenía más remedio.

—Le habrá sobrado tiempo para fijarse en tu cara. Supongo que no entiendes lo que significa. Acogerte…

—A una judía…

—Exacto, a una judía. Tú lo has dicho. Podrían matar a mi familia, o torturarla. Mi madre es muy mayor.

—¿Cómo está? —pregunté, en un intento estúpido de ganarme a mi antiguo amigo.

—Pues eso, muy mayor. Mi padre está más o menos en arresto domiciliario. Entraron en su apartamento cuando estaba a punto de huir a Estados Unidos. Sus amigos financieros consiguieron que no les metieran en la cárcel, pero están vigilados, y yo también. El desprecio de los alemanes sólo se parece al de la burguesía hacia los artistas y los ricos. Como nos envidian, les inspiramos una mezcla de amor y odio. Tenemos que comprarlo todo a precios de mercado negro. A los alemanes les parece una forma de patriotismo, pero para mí es chantaje: o pagas o te matan. —Me miró a los ojos—. ¿Ya has comido bastante?

Devoré otra manzana sin pensármelo, y un plátano. ¡Qué penoso espectáculo estaría ofreciendo!

—Resumiendo, que me estás pidiendo que me vaya.

Jean-Phillipe se paseó agitadamente por la habitación, meditando la respuesta. Su tono se suavizó.

—No te preocupes, que no te dejaré en la estacada. Ahora tengo que salir. Le diré a la portera que eres la nueva nuera de mi criada Nanette. Nanette se ha ido a pasar el día al campo, a casa de unos parientes, y te ha enviado para limpiar la casa. Esta noche, cuando vuelva, tendrás que irte.

Era tan amable como implacable.

—Jean-Phillipe, estoy desesperada.

—Pues duerme en una pensión. Hay una en la esquina. Si es cuestión de dinero, ya te la pago yo.

—No es por el dinero. ¿Y si vienen a buscarme?

—Pues les dices que eres amiga mía. Conozco a un miembro de la inteligencia alemana que me protege, el coronel Becker. A ti también te protegerá.

—No —dije—, no puedo irme. Es cuestión de vida o muerte.

Se volvió resoplando.

—Tú siempre tan dramática.

Monté en cólera.

—¿Cómo se puede ser tan tonto? Esta noche me han lanzado sobre Francia en paracaídas. Si resulta que los alemanes han pillado a mis compañeros, estará buscándome toda la Gestapo.

Se detuvo en seco. El silencio fue terrible. Jean-Phillipe era una buena persona. Yo le había querido, y él a mí también, pero la expresión con que me miró era de odio.

—¿Has pensado qué me pasaría si te pillaran aquí? —preguntó.

—Pues que te protegería el coronel Becker. ¿No acabas de decirlo? En cambio, las últimas noticias que tengo de mi padre y mi hermano es que estaban en Auschwitz. ¿Te suena de algo? Lo más probable es que ya estén muertos. La que sí ha muerto es mi madre. Dependiendo del viento, puede que sus cenizas cayeran en la place de L’Opéra.

—¡Ya es mala idea venir aquí! —replicó—. ¿No podías quedarte en Polonia hasta que acabara la guerra?

—¿Acabarse? ¿Cómo? —pregunté con sarcasmo.

—¿Tú qué crees? Los alemanes llevan dos años esperando que se rindan los británicos. Ahora están cansados e impacientes. Cualquier día desplegarán un arma que hará que la V-1 parezca un juguete. ¡Y no me mires con esa cara de sorpresa! Aquí los rumores los ha oído todo el mundo, o sea, que seguro que tú también lo sabes. En cuanto se rinda Inglaterra, Estados Unidos y Alemania atacarán Rusia y dejarán a Francia tranquila. Al menos entonces estaremos en paz y nosotros podremos volver a la Ópera.

Quise hacerle más preguntas sobre la nueva arma, pero entonces sonó el interfono. Era la portera.

—Han traído sus trajes de la tintorería —dijo—. ¿Quiere que se los suba, o aún está con esa mujer?

—No, ya se va —dijo Jean-Phillipe—. Bajo con ella y recojo los trajes. —Colgó—. Tienes que irte. Al menos un rato. Vuelve esta tarde. Pongamos a las cuatro y media. Pero llama antes. Puede que para entonces se me haya ocurrido un plan.

Yo ya tenía el mío. Una de las primeras cosas que nos habían enseñado en la instrucción era hacer lo menos esperado. Muy bien. Jean-Phillipe esperaba mi llamada por la tarde. Decidí presentarme un par de horas antes sin avisar. «Llegad muy tarde, muy temprano o no lleguéis», como decía mi instructor. Pronto comprobaría el efecto de su consejo.

Después de que Jean-Phillipe me acompañara a la salida, compré una revista en un quiosco y me senté en una terraza con muy buena vista de su edificio, simulando leer mientras vigilaba la calle. Jean-Phillipe salió. Dos hombres entraron en el edificio y salieron casi enseguida. Jean-Phillipe no tardó más de diez minutos en volver. Llegó precipitadamente por la rue Taitbout como un juguete con demasiada cuerda y entró en el edificio. Me lo imaginé subiendo la escalera en espiral, con el antiguo ascensor en medio, como una exhalación. Siempre subía a pie.

Seguro que había lanzado el abrigo en cualquier sitio y se había sentado para reflexionar sobre mi caso. Decidí concederle un poco más de tiempo para pensar en la respuesta.

Esperé un cuarto de hora más, hasta las dos y media. ¿Por qué estaban tan mudas todas las campanas de París? Mi regreso imprevisto pondría furioso a Jean-Phillipe. Claro que las reglas de la guerra no eran las mismas que las de la buena educación. En todo caso, ahora que él había tenido tiempo de asimilar la situación de su antigua amiga del colegio, seguro que acabaría siendo comprensivo.

Pagué el café y me puse la revista bajo el brazo y me acerqué tranquilamente al edificio. Una vez dentro, me acerqué a la portería e hice sonar la campanilla. Una cara arrugada me miró con sorpresa entre los visillos. Después de comprobar que no había nadie más en el vestíbulo, me cogió por la muñeca y me arrastró al otro lado de la cortina, a la pequeña habitación que era su vivienda.

—¡Dios mío! —dijo—. ¡Es a la que están buscando! Volverán en un minuto. Su amigo acaba de entrar. Acompáñeme. Gaston, tenemos visita.

—Muy bien, muy bien —respondió una voz débil.

Al girarme, vi a un hombre en una cama ancha y alta arrimada a una pared.

—Gaston, te presento a mademoiselle… —La portera no pudo decir mi nombre, porque no lo sabía.

—Mia Levy —dije, aún estupefacta. Preferí no dar mi nombre falso, porque Jean-Phillipe sabía el verdadero.

—Éste es mi tío Gaston —dijo la anciana—. Chevalier de La Toraine-Bressac. Yo soy madame Chanier de Taer.

El hombre de la cama tenía un nombre casi tan largo como el brazo que me tendió.

—Encantado, mademoiselle.

Le di la mano. Él la rozó con los labios.

—Mademoiselle Levy se quedará un poco con nosotros.

Yo no tenía ni idea de lo que quería decir; tampoco sabía el motivo de su ofrecimiento, pero me impresionó su premura, y me pareció que estaba de mi lado. De lo contrario le habría sido muy fácil delatarme.

Gaston sonrió encantado y dio una palmada en la cama.

—Eres incorregible —dijo madame Chanier de Taer—. Se quedará debajo de la cama, no encima.

Vacilé, pero la portera me hizo tumbarme en el suelo.

—Métase debajo. Tiene un fondo falso. ¡Venga, deprisa, que en cualquier momento vendrán a registrarlo todo! Pero debajo de la cama, con este viejo aquí, seguro que no la encontrarán.

Me deslicé debajo de la cama y tanteando con las manos encontré el escondrijo; lo habían hecho retirando los muelles. Al correr un panel, descubrí un hueco parecido a un ataúd largo y estrecho.

—Deprisa, deje el panel donde estaba —dijo ella con su voz gritona de sargento chusquero—. Puedo oler a los fritzs a un kilómetro, y ahora están a bastante menos. Bueno, tengo que volver a trabajar. Volveré más tarde con la cena. Y no se preocupe por Gaston, mademoiselle Levy, que se porta muy bien.

—Mmmm —oí refunfuñar al viejo.

Me acurruqué en aquella caja. La cama crujió. El chevalier masculló algo y al poco empezó a roncar. Yo también me dormí, sin pensar ni una vez en Jean-Phillipe. El agotamiento y el miedo habían acabado por vencerme.

Una hora después, aproximadamente, me despertó un ruido de botas al otro lado de la puerta, y las órdenes de un comandante alemán furioso.

—Registradlo todo, incluidos los armarios y las cortinas. Todo el bloque de pisos. La encontraremos. El coronel Becker ha dicho que está aquí.

Aguanté la respiración. Los alemanes abrieron la puerta. Gaston murmuró con voz cansada:

—¿Qué quieren? Aquí no hay nadie.

Un hombre se arrodilló al lado de la cama, y como no vio nada volvió a levantarse.

—¡Venga, vamos arriba! —dijo el comandante—. Tiene que estar en algún sitio.

Se lo había dicho el coronel Becker. Por tanto, alguien tenía que habérselo dicho a éste. Ya era más tarde de la hora prevista para mi regreso al apartamento de Jean-Phillipe, que me habría hecho entrar y…

Mi amante imaginario, el compañero melómano de mis días de estudiante, mi querido Jean-Phillipe, me había delatado.