—¡Levántate! ¡Deprisa! —dijo una voz bronca.
La luz de una bombilla desnuda hirió mis ojos desde el techo. Sentí un regusto de bilis. Unas manos brutales me arrancaron la manta, me estiraron el camisón y me despertaron a bofetada limpia.
Protesté en inglés y alemán, mientras trataba de orientarme. Mi último recuerdo era un campo de las Midlands por donde iba al encuentro de mis camaradas Roger y Poincaré, los otros dos miembros de nuestro pelotón de tres. De repente se habían acercado dos soldados con uniforme alemán —a quienes había estado a punto de preguntar si querían cigarrillos— y me habían atacado sin avisar. Mientras uno de los dos me sujetaba, el otro me había tapado la boca con un trapo empapado en éter. Luego se había puesto todo negro. Ahora estaba en una habitación llena de mugre, impotente y prisionera. ¿Quiénes eran los soldados? ¿Cómo habían esquivado a la patrulla inglesa? ¿Cómo me habían encontrado? ¿Cómo sabían que era su enemiga?
Los que me habían despertado eran los mismos.
—Coge el abrigo y no intentes nada raro —dijo el más viejo—. Kurt está tan dispuesto a interrogarte como a rajarte desde el coño al cuello. ¿Me explico?
Asentí con la cabeza y cogí mi abrigo, que alguien, en un exceso de pulcritud, había colgado en el perchero del rincón. Al lado de la cama había una mesa con mi monedero. También lo cogí, temiendo que lo hubieran abierto, y tuve escalofríos al pensar en la moneda de chocolate rellena de cianuro que había dentro.
—¡Muévete! —dijo el más viejo de los dos alemanes—. A ver cuánto tarda Kurt en hacerte cantar.
«Me llamo Odette LeClerc. Padre: Paul, granjero. Madre: Noe Trinkmann, alsaciana. Tengo veintiún años y soy de un pueblo de las afueras de Estrasburgo. Empleada de verdulería. Vine a Inglaterra hace unos meses a buscar trabajo».
Fue lo único que les conté, a pesar de los gritos del alemán más viejo y las amenazas del más joven. No sabrían que trabajaba para el gobierno británico, ni que mi nombre en clave, elegido por mí misma, era Ruiseñor.
Mi entrenamiento en las Midlands sólo había durado una semana, pero había sido agotador. Sólo éramos cuatro, tres hombres y yo. Al principio me miraban de manera rara. Claro, al verme tan joven y delgada, con tan poca fuerza… Pero luego me habían aceptado lentamente. Antes de la guerra, yo nunca había usado pistolas ni cuchillos. Pensé en lo que habrían pensado mis padres. La primera vez que disparé con pistola tuve la sensación de haberme roto la muñeca. Cuando usé un fusil, el culatazo casi me sacó el hombro. Aprendí rápidamente a usar ambas cosas. En cuanto al cuchillo, era un arma que me traía malos recuerdos, pero bastó acordarme de por qué estaba ahí, jugándome la vida, para aprender deprisa. Era una modalidad de autodefensa tan antigua como excitante, en la que destaqué más que en ninguna otra.
La sala de interrogatorio estaba poco iluminada. Me habían atado las muñecas y los tobillos a una silla de madera con el respaldo recto. Dos focos me iluminaban la cara. El martilleo de mis sienes era tan fuerte que tuve miedo de que me explotara la cabeza. De momento no me habían infligido ningún dolor físico. Cuando lo hicieran se demostraría si tenía aguante. Conocían a Roger y Poincaré. ¿También estaban prisioneros? ¿Me habían delatado? ¿Sería inútil toda mi resistencia?
—Tenemos un experto en interrogatorios —dijo el soldado más viejo—. Voy a buscarle.
Su sonrisa cruel reflejó que le encantaba la idea. Salió y cerró la puerta. Kurt también parecía impaciente porque empezase el siguiente nivel del interrogatorio.
«Piensa en Auschwitz —me dije—. Piensa en el Baluty. No puedes ceder ante los nazis, al menos mientras haya alguna posibilidad de liberar los campos y encontrar a papá y Jozef».
La puerta chirrió. Giré la cabeza para no ver la cara de mi torturador.
—Magnífico, magnífico —dijo la voz del coronel Will Johnston—. Muy, pero que muy satisfactorio. Ha habido un momento en que he creído que te vendrías abajo y delatarías a Poincaré.
¡Todo era un montaje! ¡Me habían puesto a prueba! En ese momento, si hubiera tenido las manos libres, le habría sacado los ojos a Johnston. Estaba furiosa, sobre todo con mis reclutadores americanos, que me habían entregado a sus homólogos británicos con el argumento de que podía ser más útil en sus operaciones.
—No he delatado a nadie —dije con los labios secos y agrietados.
—En efecto. Lamento haber dudado de ti, pero teníamos que asegurarnos.
—¿Qué lamenta? ¿El éter? ¿Arrancarme la ropa? ¿Pegarme un susto de muerte?
Se encogió de hombros.
—Teníamos que asegurarnos de que no te derrumbarías.
—Y ¿por eso me han drogado y me han hecho secuestrar por soldados nazis?
Kurt hizo una reverencia.
—De nazis poco. Soy Ted Shaw.
—Y yo —dijo el más viejo, que había entrado detrás de Johnston—, Maurice Alexander.
Al verles tan contentos de sí mismos, se me pasó la rabia. Pensé que la prueba tenía su razón de ser. A fin de cuentas, cuando acabara mi entrenamiento y tuviéramos que valernos solos en territorio ocupado, necesitarían a una persona con una fortaleza a toda prueba, por si no tenía tiempo de ingerir el cianuro.
Johnston despidió a mis «secuestradores» y me desató.
—De verdad que lo siento —dijo—. Si te consuela, a Roger y Poincaré les hemos hecho la misma jugarreta y también han aguantado el tipo.
Mejor, ya que teníamos que trabajar en equipo…
—Nuestra situación ha empeorado —dijo Johnston, acercando una silla—. Los alemanes han descifrado el código que usábamos en París. Madeleine, la madame de un burdel de la ciudad, es una de nuestras mejores fuentes de información. Tiene entre su clientela a algunos de los oficiales de mayor rango del ejército alemán, pero su «caligrafía» no concuerda con nuestros archivos. Los alemanes llevan varios meses, puede que hasta tres, enviándonos mensajes engañosos a través del transmisor de Madeleine.
Sentí enfriarse mis mejillas. ¿Habría algún agente en manos de la Gestapo por culpa del transmisor de Madeleine?
—¿Está seguro de que robaron sus códigos? —pregunté.
—O los robaron o se los dio alguien. De lo que estoy seguro es de que no fue Madeleine. Si fuera una traidora, sabría que la cogeríamos.
—¿Entonces quién? Y ¿por qué me lo cuenta?
—Porque serás quien nos lo diga. Estamos siendo traicionados por un miembro de la sección francesa. A estas alturas, es posible que conozcan los nombres de la mitad de los agentes de la Operación Esfinge. Nuestra situación es delicada. Mañana por la noche habrá un Lysander esperando en la pista para llevaros a los tres a Francia. No sé dónde, pero cerca de París.
El corazón me dio un vuelco.
—Pero si aún no he aprendido del todo a transmitir…
—El encargado de las transmisiones será Poincaré. Roger hará de coordinador con los demás contactos. Tu misión será obtener información. Si consigues descubrir quién nos ha traicionado, perfecto, pero también necesitamos datos sobre el armamento y el personal alemanes. Estáis autorizados para prescindir de la sección de París. Transmitiréis directamente a Londres.
Poincaré: un hombrecillo empalagoso, con ojos de comadreja y acento irreconocible, que no me merecía la menor confianza. Roger era otro enigma. No sabía si era americano o británico, pero me parecía casi demasiado competente y seguro de sí mismo.
—¿Se fía de ellos? —pregunté.
—Ni más ni menos que de ti. No porque os considere posibles traidores, desde luego. Es que no estoy seguro de que estéis bastante entrenados. Claro que casi no me fío ni de mi perro cuando no lleva correa… Cuando despegue el Lizzie, ya no podré hacer nada. Por eso te pido que pienses en la posibilidad de renunciar. No es demasiado tarde, Odette. Tampoco tiene nada de vergonzoso. Una mujer con tus conocimientos de idiomas puede ser útil a los aliados de muchísimas maneras. Muerta no nos servirás de nada. Piénsalo. Comprendo que todos tenemos nuestras razones para luchar en esta guerra, pero…
—No, no en la guerra, sino contra los nazis. Si supiera lo que nos han hecho a mi familia y a mí, también subiría al avión.
—Lo sé todo —dijo él—, y me doy cuenta de que ir a Francia es otro paso en la búsqueda de tu familia, pero es posible que te pidan cosas que te repugnarán. No es como estar aquí en casa, practicando puntería. Matar es fácil, Odette. La gente se acostumbra. Un cuchillo entre las costillas, una aorta seccionada, un objeto punzante entre la primera vértebra y el cráneo… Crea adicción.
Si las costillas y los cuellos eran nazis, no era una mala adicción.
—¿De qué tiene miedo? ¿De que sea demasiado impresionable? En ese sentido no creo que tenga que preocuparse. —A Egon no podría haberle matado, eso era verdad, pero sólo porque le conocía y me caía bien. En cambio Lobo no había vacilado. Muerto él, me convertiría en su versión femenina—. No pienso cambiar de idea —dije.
—Pues ya está todo dicho.
Johnston me dio una foto grande y de grano grueso. Era de un alemán que miraba la cámara con arrogancia. Podría haber estado apoyado en el capó del Talbot de su padre, esperando a alguna de mis compañeras de clase en el patio del lycée. Sus facciones tenían la delicadeza y el afeminamiento propios de la aristocracia, y su boca sonreía despectivamente. En el colegio, los hombres de su tipo ya me habían inspirado antipatía. No tendría ningún reparo en matarle.
—Franz Jozef Behrenson, bautizado así en honor del emperador austríaco —dijo Johnston, que no pensaba precisamente en matarle—. Vas a hacerte muy amiga de él.
—¿En qué sentido? —salté—. ¿Tendré que llevármelo a la cama?
Johnston se encogió de hombros.
—¿Ya han organizado nuestro encuentro?
—No, pero es un hombre, y tú una mujer muy atractiva. Ya se te ocurrirá alguna manera.
—¿Y si no le interesa?
—¿Qué quieres decir, que sea de la otra acera? Te aseguro que no.
—¿Por qué lo han elegido a él? —pregunté.
—Porque necesitamos información, y Behrenson está en París como miembro de la inteligencia militar, asignado al mando del ejército occidental de Von Rundstedt. Podría llevarte hasta el traidor de nuestra sección francesa, pero lo más importante es que necesitamos información sobre una nueva arma que, según Hitler, aniquilará Inglaterra de la noche a la mañana. Tu principal misión será actuar como correo al servicio de la Resistencia, de la que recibirás todas las órdenes. Pero Behrenson… —Hizo una pausa—. Behrenson es nuestro objetivo principal. Tendrás que encontrar tiempo para seducirle.
Estaba hipnotizada por la foto. Pensé que quizá pudiera acostarme con él acordándome de mi familia. Aun así, me daba repelús.
—Pero si no sé nada de armas… Habrá algún ingeniero, digo yo…
Claro que si era una manera de acercarme a mi padre y Jozef, me sentía capaz de todo.
—Lo que buscamos no es información técnica sino geográfica, y todos los nombres y direcciones posibles. Tenemos motivos para creer que algunos componentes del arma en cuestión se están fabricando en Polonia, en una fábrica cerca de Auschwitz.
Entonces mi consentimiento ya no estaba en duda. Y Johnston lo sabía.
—¿Me enviarán a la fábrica?
—Nosotros no, pero los alemanes puede que sí. El propio Behrenson, sin ir más lejos. Eso ya depende de ti. Antes de partir recibirás instrucciones del capitán Czweniakowski. Te explicará la mejor manera de llegar a París, y lo que probablemente encuentres por el camino. Ahora bien, una vez estés en suelo francés, ya no sabremos nada de ti. Tu dossier personal desaparecerá del archivo. Tendrás prohibido escribir, ponerte en contacto con tus amigos… Todo menos ser Odette LeClerc, una chica que simpatiza con los alemanes y a quien le gustan los oficiales con buena planta.
Tuve la impresión de que Johnston se encogía, eludiendo mis ojos, y que miraba nerviosamente la foto del alemán. ¿Qué esperaba? ¿Quedaba algo por decir? Se levantó.
—Es todo.
Tendió su mano. Yo me levanté, hice un saludo militar y se la estreché.
Johnston me estrechó entre sus brazos.
—Cuídate mucho, por favor —dijo, abrazándome con fuerza.
Como si no esperara volver a verme, pensé. Como si me enviara a la muerte.
Esa noche escribí una larga carta a Vinnie, consciente de que no me dejarían enviarla; vaya, que en el fondo me la escribí a mí misma, para recordarme que aún podía querer, y que el amor existía al otro lado del océano. Debía de estar muy dolido por mi desaparición, pero quizá le encontrara esperándome a mi regreso. Eso si no se lo tragaba la guerra, que era lo más probable. Desahogué mis sentimientos, expresando lo más hondo de mi corazón. Las aspiraciones de Vinnie eran propias de un mundo sensato: familia, música y amor. Lo mismo que quería yo, y que durante un tiempo había tenido. Vinnie aún no había visto la cara del mal, ni había sentido en su nuca el fétido aliento de la humillación. No había visto lo que lleva a la gente a suplicar la muerte. Yo sí, y me aferraría a la vida hasta haberle sacado todo el jugo a la venganza.
Acabé la carta con un simple «te quiero». Luego salí y la quemé, sin soltarla hasta que el fuego me rozó los dedos.
Me cerré bien el cuello y bebí el último sorbo de chocolate caliente. Delante, la cabina estaba sembrada de lucecitas amarillas, verdes y rojas. Fuera, donde un aire gélido corría por las alas, todo era negro.
Faltaba poco para que nos lanzaran a los tres a la zona de Brie, donde nos esperaban nuestras respectivas misiones. Nos habían dicho que la visibilidad era inferior a dos kilómetros.
Dejé de buscar con la mirada el triángulo de focos que identificaría al comité de recepción de la Operación Esfinge. Roger, nuestro jefe, que iba sentado a mi lado, me ofreció un cigarrillo. Lo rechacé. Él se encendió uno protegiendo la cerilla con la mano, y tosió.
—Gauloises. ¡Caray! Son como para arrancarte la garganta.
—Pues acostúmbrate —le dije—, que en París no hay Benson and Hedges.
Poincaré, el otro camarada, iba arrodillado en un rincón. Me había caído mal desde el principio. No tenía la sensación de poder fiarme de él en ninguna circunstancia. Parecía una serpiente enroscada y a punto de atacar.
Los motores aminoraron. El Lysander inclinó su morro y se hundió en la capa de nubes. Al ver las luces del fuselaje, todo mi entusiasmo se convirtió en miedo. En los entrenamientos en Inglaterra había sido una paracaidista de primera, pero estábamos en Francia, un territorio sembrado de peligros, como se había ocupado de explicarnos el capitán Czweniakowski.
Aprovechando que era polaco, yo le había preguntado por la zona de campos de Auschwitz, y su respuesta no me había tranquilizado mucho. Czweniakowski conocía la existencia de la fábrica de Buna, donde era posible que estuviera fabricándose la nueva arma. También sabía que había transmisores ocultos, depósitos secretos y movimiento de tropas alemanas entrando y saliendo de la zona. Lo único que desconocía era la situación de los judíos dentro del campo. No había sabido responder a mis preguntas sobre su número y localización. Según él, vivían separados de los demás reclusos y no habían podido organizar ninguna resistencia, pero en el fondo los judíos le eran indiferentes. Lo que quería era salvar a la madre patria.
La puerta se abrió, dejando entrar una ráfaga de aire gélido.
—¡Ya falta poco! —gritó Roger por encima del ruido de las hélices—. Lástima que no se vea un carajo.
Justo cuando iba a contestar, vi que Henri Poincaré se guardaba algo brillante en el bolsillo lateral del mono.
—¡Poincaré tiene algo en el bolsillo! —exclamé.
La reacción de Roger fue inmediata.
—¿Qué coño es?
Poincaré se encogió de hombros.
—Nada especial. Un recuerdo.
Hablaba con unas eses muy sibilantes.
—¡Qué recuerdo ni qué cojones! ¿Qué quieres, que nos maten? Nunca me he fiado de ti, Poincaré, y esto no me hará cambiar de idea. Tienes dos segundos para enseñarlo, o…
Poincaré lo fulminó con la mirada.
—Vete a la mierda.
Roger se abalanzó sobre él. Al segundo siguiente apareció un estilete en la mano de Poincaré. Roger se apartó, con el cuchillo a pocos centímetros de la yugular.
—Tranquilo —dijo Poincaré. Se sacó el objeto brillante del bolsillo: era un cable de antena que formaba un bucle con cuentas blancas—. ¿Ves como no es nada? Un rosario —dijo amargamente—. Tenía miedo, ¿vale? Con algo tenía que consolarme. ¡Y ahora suéltame, joder, y vete preparando para el salto!
Roger miró las cuentas con desconfianza.
—Perdona. Hay que extremar las precauciones. Es mi trabajo. No me guardes rencor.
Le tendió la mano, pero Poincaré no quiso estrechársela.
Yo estaba perpleja por lo ocurrido. Notaba algo raro, pero no tuve tiempo de pensar, porque el piloto ya estaba haciendo las últimas maniobras. Roger se puso en cuclillas al lado de la puerta del fuselaje, que hacía un ruido ensordecedor.
—¡Ahora!
El supervisor le lanzó de cabeza al vacío.
Al ver saltar a Poincaré, supe que era mi turno y el corazón me palpitó. ¿Por qué no se veía ninguna luz? Parecía un bosque demasiado llano. No era el paisaje de Brie que recordaba de una excursión con el lycée. Por desgracia ya era demasiado tarde para retroceder. Una mano me empujó por la espalda, ayudándome a obedecer las órdenes de mi cerebro en contra de la última negativa de mis músculos. Fui succionada por un chorro de aire mientras veía subir y desaparecer el avión.
Me revolví en la oscuridad. El suelo se acercaba peligrosamente. ¡Estaba cayendo demasiado deprisa! Al tirar de la anilla del paracaídas, sentí un tirón que me tranquilizó. La lona se abrió entre mi cuerpo y la noche. Al sentirme impulsada hacia arriba, reí como una loca. Finalmente mis pies chocaron contra el suelo y caí rodando. La tierra y el cielo se mezclaron. Noté un sabor de barro. Me levanté de un salto para quitarme el paracaídas.
—Vous avez vu un cheval gris, mademoiselle? —preguntó una voz en la noche.
—Non. Le cheval est noir —contesté yo.
Silencio.
Monté la pala y empecé a excavar tierra y raíces, mientras buscaba a mis compañeros en la oscuridad. No podían estar muy lejos, pero no se veía ni oía nada. Plegué el paracaídas y lo tiré al hoyo, junto con el mono. Al levantarme sentí una punzada en la pierna derecha pero aplané la tierra removida sin hacerle caso.
Eché un vistazo al terreno brumoso donde había aterrizado. ¡Césped! Vi siluetas de álamos en la distancia. No había caído en el bosque, sino en plena civilización. Distinguí gradualmente la forma de una casa grande. También oí voces.
Asustada, me arrastré hacia unos arbustos. Detrás se oía ruido de agua. Al mojarme la cabeza en el riachuelo, la adrenalina disipó mi confusión. Me lavé manos y cara. Luego fui hacia la casa bordeando un jardín. La persona que había pronunciado la contraseña ya no estaba. Me había quedado sola.
Voces. En francés y en alemán. Al acercarme a una verja, vi varias limusinas negras estacionadas alrededor de un camino de acceso muy grande, en forma de herradura. Por dentro, la casa estaba muy iluminada. Un coche cruzó la verja y se acercó. Me escondí entre los arbustos, aguantando la respiración.
Las puertas del coche se abrieron. Oí la voz de un soldado alemán borracho. Luego bajaron otros dos y caminaron hacia mí. ¿Me habían visto? ¿Moriría o caería prisionera a los pocos minutos del principio de mi misión?
Mis dedos abrieron el cierre de un bolsillo. Busqué la moneda de cianuro, más decepcionada que asustada. Los pasos se interrumpieron. Oí el ruido de un chorro de pipí sobre el borboteo del agua, cerca, en los arbustos.
—¡Por la gloriosa unión francoaria! —gritó un soldado.
—Por el culo de nuestra anfitriona —dijo el otro.
—Cállate, burro —dijo el primero—. ¿Y si nos oyen?
—Pues depende del sexo que sean. O nos las tiramos, o les pegamos un tiro.
Volvieron al coche, que avanzó lentamente hacia la fachada de la casa. Todo volvía a estar en silencio. Me había quedado sola entre la vegetación.
Tonta, me dije. Debería haber aceptado la propuesta de Johnston de quedarme en Inglaterra. Me horrorizaba volver a estar cerca de los nazis. Seguían teniendo el mismo poder. Podían destruirme, como a mi familia. La idea de que hubiera algún modo de luchar contra ellos era una locura.
No tenía ni idea de dónde estaba. ¿Y Roger y Poincaré? ¿Habían aterrizado cerca? ¿Y si los franceses nos habían delatado a la Gestapo? Saber la contraseña no significaba nada. Podía averiguarse con torturas. ¿A qué distancia estaba París? Quizá lo mejor fuera esconderme unos días en el bosque y presentarme en el refugio de emergencia de París. Suponiendo que llegara, claro…
Oí arrancar dos motores seguidos. Lo que estaba ocurriendo dentro de la casa llegaba a su fin. Reconocí el olor de mi propio miedo. Con los nervios al límite, me agazapé entre los arbustos y me arrastré como un animal herido.
—Vinnie —susurré—. Oh, Vinnie…
Sabía que no volvería a verlo. Mia Levy ya no existía.