18

Yo sabía que Estados Unidos se incorporaría a la lucha en Europa. Sabía que mis oraciones en Polonia, sublimadas más tarde en un amor americano, serían atendidas, y que en ese combate yo tendría que participar. Si el desenlace era victorioso, comportaría la salvación de los judíos, la apertura de los campos y, en el mejor de los casos, la supervivencia de papá y de Jozef.

Martin me permitió abandonar el trabajo en su negocio. Encontré un empleo en el Rockefeller Center, concretamente en la Oficina de Información de Guerra, nombre pomposo de un organismo federal que se ocupaba de la propaganda doméstica y de captar a las personas de ambos sexos que quedaban al margen del reclutamiento. Mi tarea consistía en traducir cartas interceptadas a civiles de lengua no inglesa y analizar fotos para identificar nombres de calles, monumentos e instituciones de la zona de Poznań y Varsovia. Me aburría como una ostra, pero estaba contenta de aportar mi granito de arena, y trabajaba todo lo que me dejaban mis jefes. Era lo máximo que podía hacer para contribuir al esfuerzo de guerra. Por otro lado, albergaba la esperanza de que me sirviera para encontrar una manera de regresar a Polonia.

Trabajaba hasta muy tarde, a veces después de medianoche, y solía llegar a casa demasiado agotada para ver a Vinnie, que en nuestros pocos encuentros me miraba con reproche. No se lo podía echar en cara.

Estaba claro que tarde o temprano le reclutarían. Lo que no sabíamos era cuándo. Tampoco había manera de enterarse. Sabía tocar un instrumento, pero eso no lo eximiría. Glenn Miller estaba a punto de irse al extranjero para levantar la moral de las tropas. Con competidores de ese calibre, ¿qué podía hacer un clarinetista de tres al cuarto? No, seguro que lo reclutarían y lo enviarían al frente. Más carne de cañón.

Teniendo en cuenta lo tensos que estábamos los dos, era inevitable que nos peleáramos: pequeños altercados sobre fines de semana mal aprovechados, falta de atención, lugares adonde ir… Pero también peleas más serias sobre mi frialdad en la cama. Estaba demasiado cansada, y pensaba en demasiadas cosas, para tener ganas de hacer el amor. Lo que habría querido era que el hombre de quien estaba enamorada lo entendiese.

Una noche me llamó a la oficina para decirme que tenía trabajo y que no podríamos vernos hasta el sábado.

—¿Ah sí? ¿Dónde tocas?

Hizo una pausa y contestó:

—En casa de los Schlesinger. Han organizado un baile para recaudar fondos en apoyo de las tropas.

No me preguntó si quería venir.

—¿Estás aquí, Mia? —dijo una voz, haciendo crujir el intercomunicador—. ¿Podrías preparar un poco de café? Ha venido Thornton Wilder a repasar un material.

Café. ¿Ya he dicho que era una de mis tareas? Se me daba bastante mal, pero a nadie parecía importarle mucho.

—Ahora mismo, Bob.

Me levanté, contenta de poder desperezarme.

Cuando entré, Robert Sherwood estaba sentado delante de un hombre y le leía algo. Yo sabía que Sherwood escribía obras de teatro, pero no había visto ninguna. Como muchos de sus colegas, trabajaba a jornada parcial para la Oficina de Información de Guerra. Contribuían con su tiempo y su talento a los artículos que mandábamos a revistas y periódicos de todo el país para dar ánimos a los lectores.

—Escucha, escucha esto —dijo—: «Jeremy Paddington es un niño muy valiente. Mientras su padre está en el mar del Norte, arriesgando la vida en la lucha contra los hunos, Jeremy y su madre lo ponen todo de su parte para contribuir a la victoria aliada. El ciego avance de las botas de clavos jamás podrá aplastar el orgulloso espíritu de lo mejor que tiene Inglaterra: el ciudadano de a pie». No sé… —Se le apagó la voz—. ¿Qué te parece?

—¿Sinceramente? —preguntó Wilder.

También escribía obras de teatro. Vinnie y yo habíamos visto una, Nuestra ciudad, a su paso por Brooklyn.

—Claro.

—Me parece cargar un poco las tintas.

Sherwood resopló.

—Es que es propaganda, Thornton, no Broadway.

—Pero ¿no debería ir dirigido a los americanos, como mínimo?

—Sí, eso ya lo cambiaré, pero he leído tantas chorradas inglesas que me ha parecido más fácil empezar copiándolas, al menos para la primera redacción.

—De acuerdo —dijo tranquilamente Wilder—, déjame una o dos horas para pensar y te digo si puedo mejorarlo.

Encendió un cigarrillo Lucky Strike y aceptó el café que le serví.

Volví a mi escritorio y a mi fajo de cartas. ¡Qué manera de perder el tiempo!, pensé. Me habían prometido que cuando terminase con la montaña de correo me asignarían un trabajo más útil, pero la bandeja de cartas pendientes crecía día a día, y yo me pasaba más de sesenta horas semanales mirando fotos de turistas, tías solteras rechonchas y sospechosos de colaborar con los alemanes. Por lo general eran cartas chismosas o vengativas que no servían de nada. Luego escribía a máquina tarjetas de doce centímetros por dieciocho, con cinco copias al carbón por ficha, y las guardaba en cajas para que pudieran estudiarlas los «expertos en inteligencia». Me dolían tanto los dedos como en el Baluty.

Me preguntaba por qué América no conseguía más voluntarios, si Alemania no perdía ni un segundo en poner a trabajar a los polacos sometidos. ¿Por qué no venía nadie a liberarme del tedio? ¿Por qué no podían asignarme un trabajo interesante, que me diera la oportunidad de volver a mi país?

De todos modos, la moral de los que trabajaban conmigo era muy alta. Yo era la única impaciente y triste. Estábamos luchando contra los japos y los nazis, y el gobierno no pagaba mal. Tampoco teníamos horarios rígidos, ni supervisores respirando en nuestra nuca. Trabajábamos hombro con hombro con propagandistas del calibre de Thornton Wilder y Stephen Vincent Benét. ¿Cómo no iban a estar contentos? Ellos no tenían parientes en los campos.

Pero yo no había coqueteado, suplicado y mentido para conformarme con un trabajo así. ¿A qué venía acribillarme con preguntas sobre la resistencia judía en Varsovia, si luego me metían en un despacho? Me habían hecho tres entrevistas, y les había contado la introducción clandestina de armas en el gueto y el asesinato de Egon Hildebrand como si hubieran sido ideas mías. Cuanto más descabelladas eran mis mentiras, más me animaban a participar en la liberación de Auschwitz, una misión por la que estaba dispuesta a matar. Sin embargo, al final me habían exiliado a aquella madriguera de cubículos grises de la división de propaganda, donde necesitaban una secretaria polaca.

Tenía sobre el escritorio un cartel con una oreja gigantesca y rosada, bajo un signo de interrogación rojo como la sangre: «Shhh. El enemigo escucha». Sonó el teléfono. Lo cogí con precaución. El enemigo podía oír al señor Sherwood pidiéndome que le trajera otro paquete de Lucky Strike.

—¿Mia? Soy Vinnie.

Me llevé una sorpresa. Casi nunca me llamaba al trabajo.

—¿Pasa algo?

—¿Algo? ¡La repera!

—¿La qué?

—Algo muy bueno. Genial. De hecho no podría ser mejor. Vengo de una entrevista de trabajo, y tengo un notición. ¿Ya has comido?

—No, no suelo salir a comer. Hay demasiado trabajo.

—¿No podrías dejarles que hagan solos la guerra durante una hora?

La verdad es que me apetecía salir a la luz del sol y ver a mi amor.

—Quedamos delante de la estatua de Atlas.

—Vale.

Le dije al señor Sherwood que salía, y saqué la polvera del bolso. La cara del espejo irradiaba alegría.

Me apoyé contra el muro de granito para mirar la enorme estatua de Atlas, con la rodilla en el suelo y el mundo en los hombros. No parecía una carga muy pesada. Su rostro era frío, desprovisto de emoción. Me imaginé con gran dolor de corazón las críticas de Jozef a la estatua. Mi hermano el criticón…

Me lo imaginé prisionero en Auschwitz, demacrado y débil. ¿Le habrían salido canas en el pelo rubio? ¿Tendría las manos nudosas y llenas de callos? A los americanos no les importaba la suerte de los prisioneros, ni siquiera con los partes diarios que llegaban del frente europeo. Sin pesadillas que les refrescaran la memoria, estaban cayendo en la apatía.

No puedo seguir pensando en él, me dije. Saqué del bolso una pequeña biografía de Franz Liszt en francés, regalo de Vinnie por San Valentín. Seguro que si me encontraba leyendo su regalo me miraba con mejores ojos.

Me arreglé la bufanda de lana, y aparté algunos mechones de mi cara. Mi estómago gruñó por la promesa de los dulces que Vinnie solía traerme.

Una sombra cayó sobre las páginas del libro. Miré hacia arriba, fingiéndome molesta y esperando ver a Vinnie, pero era un militar, un capitán alto y delgado cuyos ojos quedaban ocultos por la sombra de la visera.

—Veo que lee en francés. ¿También sabe escribirlo?

Busqué a Vinnie entre la multitud, pero el capitán me tapaba la visión.

—Sí, he estudiado en París. Si me disculpa, he quedado con un amigo.

—Lo siento, señorita Levy, pero tendrá que esperar. Soy el capitán Howard. Bob me ha dicho que la encontraría aquí. Tengo un taxi aguardando. Nos espera el coronel Bickwith.

¿Quiénes eran Howard y Bickwith?

—Lo siento, capitán —dije fríamente—, pero el que tendrá que esperar es usted. He quedado con alguien.

Contestó en voz baja:

—El coronel Bickwith quiere más información sobre sus actividades en Polonia, y lo que vio en Auschwitz. Eso no se puede comentar aquí. Necesitamos personal con sus conocimientos para la sección extranjera, en el centro. Mañana le extenderemos un pase.

¿Eran mis deseos hechos realidad, o un simple traslado para seguir con el papeleo? Probablemente lo segundo, aunque sentí un hormigueo de entusiasmo. ¿Sería la oportunidad de salir del país y empezar a buscar a papá y Jozef? El capitán me ofreció su brazo, pero yo le seguí sin cogerlo. Busqué frenéticamente a Vinnie entre la borrosa sucesión de oficinistas. Aún estaba a tiempo de aparecer y recibir explicaciones.

—No se preocupe —dijo el capitán Howard, abriendo la puerta de un taxi—. Si tiene algo de americano, lo entenderá.

El coronel Bickwith era un hombre moreno y pulcro que no se andaba por las ramas. Explicó que trabajaba para una división del Departamento de Inteligencia, y sus preguntas fueron breves e incisivas. ¿Cuándo había salido de Polonia? ¿Cómo había escapado? ¿Cuál era el verdadero nombre de quien se hacía llamar Lobo? ¿Dónde estaba? «Muerto», contesté, aguantándome las lágrimas. ¿Qué habíamos visto en Auschwitz? ¿Por qué tenía tantas ganas de trabajar en algo relacionado con un lugar tan espantoso? ¿Estaba dispuesta a volver a Polonia en caso de necesidad?

Yo respondí con toda franqueza, sin disimular el ansia que sentía. Bickwith debió de llevarse una buena impresión, porque dijo que me presentara al día siguiente en su despacho, y que ya se encargaría de gestionar mi traslado con Sherwood.

Salí eufórica y lo primero que hice fue buscar un teléfono. Al oír mi voz, el tono de Vinnie se endureció.

—Perdóname, por favor —le supliqué—. No ha sido culpa mía. Llegabas con retraso, y el capitán no ha querido esperar. Tenía órdenes de llevarme al centro. Ya verás cuando te lo cuente, Vinnie…

—¿El capitán? ¿De qué hablas? ¿Adónde has ido?

—A una reunión. Me han encargado una misión especial.

—Y ¿cómo querías que lo supiera? Me has dejado plantado. —Hizo una pausa—. En fin, da igual. Total, ya no nos vemos nunca. Este asco de guerra…

—¿Qué quieres decir, que no quieres verme?

De repente se me enfriaron los brazos.

—Claro que quiero.

—¡Tengo tanto miedo de perderte!

Miedo, sí. ¿Y si me enviaban a Europa? Era mi máximo deseo, pero ¿sería para siempre? ¿Y Vinnie? ¿Estaba dispuesto a esperar?

—Dices que no te han dejado elegir.

—Es verdad, y ahora tengo miedo de que me odies. No podría soportarlo.

—¿Esta noche estás libre?

—Sí. —Podía ser mi última noche libre, pero no se lo diría hasta estar segura.

—Pues quedamos en la avenida Parkside. A las ocho en el Circle.

—Vale —dije, pero sólo podría acudir si Bickwith no me daba otras órdenes. Intenté tranquilizarme, pensando que quizá no me las diera. ¿Qué me tenía reservado?

Encontré a Vinnie esperándome. Me abrazó como si se estuviera ahogando y yo fuera un salvavidas.

—¿Adónde vamos? —pregunté, tras despegar nuestros cuerpos y nuestras bocas.

—Al punto más alto de Brooklyn.

Se refería a Lookout Mountain, en Prospect Park. Era donde habíamos pasado muchas tardes de domingo del último verano, viendo remar a la gente en el lago y oyendo tocar a la Goldman Band. Esta vez seguro que no habría nadie, porque estábamos en marzo.

—Me he olvidado de traer una manta, pero hace calor —dijo él—. He pensado que podríamos sentarnos a hablar en la colina.

En realidad hacía un poco de frío, pero no le di importancia.

—Por mí encantada.

Seguimos los senderos que llevaban a la cumbre en un silencio plácido. Yo nunca había conocido a nadie que estuviera tan cómodo sin decir nada como Vinnie, a pesar de toda su vivacidad y entusiasmo. Tampoco había nadie que respetase tanto mi silencio. Cuando estuvimos sentados, me cogí las rodillas y él me dio un masaje en los hombros. Las luces de Brooklyn titilaban a lo lejos. Me trajeron recuerdos del lycée, de conciertos, cafés y amigos de otros tiempos.

—Echas de menos el pasado, ¿eh? —preguntó al darse cuenta de mi estado de ánimo.

—Queda todo tan lejos… Pero es inevitable que me acuerde. Durante una época fue maravilloso. Claro que si me hubiera quedado en París no te conocería, ¿verdad? —Suspiré con melancolía—. ¿Cómo se valoran esas cosas?

Me dio un beso en la nuca.

—Me recuerdas a mí cuando estaba en París —dije.

—¿En qué sentido?

—Quería ser concertista de piano. Era tan ambiciosa como tú.

—¿Y ahora?

—Sigo teniendo ganas de tocar, pero dudo que pueda.

Me puso de frente y me tocó las mejillas, mojadas por las lágrimas.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

La tristeza de mi corazón tenía dimensiones oceánicas.

—Somos tan diferentes… Tú tienes una vida segura. No sabes lo que es sufrir. Si necesitas a alguien, tienes a tus padres en casa. Te espera el sol, y a mí las sombras.

Por su manera de mirarme, supe que no lo entendía. Busqué las palabras más indicadas.

—¡Eres… tan americano!

Él rió.

—No es mi culpa.

—¡No, amor mío, si no es ninguna crítica! Me encanta que seas joven, que seas americano, que seas tú…

Nos abrazamos, con mi cabeza en su pecho y mi cuerpo arropado en su calor.

—No me dejes nunca —susurré—. Nunca. Esté donde esté, aunque sea muy lejos, prométeme que seguirás conmigo.

—Pues claro —dijo él dulcemente—. Eres mi amor. Mi vida. Dentro de poco, cuando tenga dinero, nos casaremos.

No le llevé la contraria, aun sabiendo que ese «poco» era demasiado.

—Tengo trabajo —dijo—. En la empresa del señor Schlesinger. Es lo que quería decirte a la hora de comer. Un sueldo fijo. Lo ahorraré todo. ¡Podremos casarnos el año que viene!

—No, el año que viene no. Cuando se acabe la guerra. Cuando vuelva.

Se apartó para mirarme.

—¿Se puede saber adónde vas?

—A Europa. Polonia.

—¿Cuándo?

Más que una pregunta, fue un aullido.

—No estoy segura, pero pronto. Es mi nueva misión. Por eso no hemos podido comer juntos. Lo había pedido, lo había suplicado de rodillas, pero ahora que ha llegado el momento… —Me eché en sus brazos—. ¡Ahora que ha llegado el momento, no sé si podré soportarlo!

Me llevó a un bosquecito con más oscuridad e intimidad. Nos tendimos en la hierba y nos dimos mil besos, mientras yo le acariciaba el pelo y sus manos iniciaban la exploración habitual. No pudimos esperar a desnudarnos. Nos devoramos mutuamente con una pasión ardorosa; y por última vez fuimos un solo ser.

Al día siguiente, el coronel Bickwith me dijo que iría a Inglaterra y después a París. Yo hablaba polaco, alemán, francés e inglés. Eso no tenía precio. Una vez en París, me integraría en un ejército invisible, el de la resistencia. No podía decirle a nadie adónde iba. Por lo que respectaba a mis tíos, el coronel les diría que el gobierno me había asignado una misión especial.