La americanización de Mia. ¡Qué experiencia! Vinnie me hizo empezar por las atracciones de Coney Island, donde el Tornado y el Ciclón me dieron el miedo que tenían que darme, y donde me uní a los gritos del resto de las chicas, mientras sus acompañantes varones se mantenían firmes y valientes. Vinnie me invitó a mi primer perrito caliente, mi primer batido de vainilla y mi primera y única pulsera de la suerte, adornada con caballitos y perritos. También me llevó a Manhattan, esa espléndida ciudad dentro de la ciudad, que me recordó París, aunque no fuera ni la mitad de bonita.
El teatro se convirtió en nuestra pasión. De no haber ido nunca, como era el caso de los dos, pasamos a hacerlo con frecuencia semanal. La entrada sin asiento salía a noventa centavos. Recuerdo haber visto Life with Father, Arsénico por compasión y Mi hermana Helena. La verdad es que no entendía ni la mitad de los chistes, porque mi inglés era el que era, pero me reía de la risa de Vinnie y compartía su alegría. Tanto como el escenario, miraba su cara, de una pureza y serenidad maravillosas. Era una cara que reflejaba con tanta claridad las emociones que me pregunté si podía sentir algo sin que se le notase. Los sentimientos más evidentes eran los que le inspiraba yo. Los expresaba con palabras y miradas. Cada día estaba más enamorado. En cuanto a mí… digamos que aún no estaba enamorada, pero que me gustaba mucho estar con Vinnie, y que mi gran ilusión eran los fines de semana (y alguna que otra noche de día laborable) que pasábamos juntos. Ceena y Martin sabían que «me estaba viendo» con alguien a quien había conocido en el centro judío Beth Israel, pero como aún no le había traído a casa (por la sencilla razón de que nunca volvíamos juntos) sólo podían imaginárselo, y advertirme de que «tuviera cuidado».
Hubo un espectáculo que fue el más importante para los dos. Se llamaba Pal Joey, con música de Richard Rodgers, y nos pareció extraordinario. Por fin teníamos música «nueva» que compartir, una música que parecía escrita pensando en nosotros: Bewitched, Bothered and Bewildered: ése era Vinnie. If They Asked Me, I Could Write a Book: ésa era yo, aunque no le conté el argumento[3]. De hecho, casi no le había dicho nada sobre mi pasado. Compramos la partitura, y una tarde preciosa de otoño, de picnic en Prospect Park, Vinnie tocó todas las canciones. Otro día se las canté yo a él, y soñamos en formar una pareja de vodevil.
Aprendí una nueva expresión: «darse el lote». Con Vinnie lo hacíamos constantemente. Al final de nuestra segunda cita en Myers, me dio un beso de buenas noches, pero no tardamos mucho tiempo en aprovechar cualquier rincón para besarnos y tocarnos. Lo hicimos en el coche de un amigo de Vinnie; en el parque, después de oscurecer, escondidos detrás de un árbol o un arbusto; en la calle, besándonos con todo el descaro del mundo y abrazándonos tanto que parecíamos una persona gorda con dos culos. Una vez fuimos a Grand Central Station y nos despedimos con un beso, aunque no se fuera de viaje ninguno de los dos. Supongo que podríamos haber tenido relaciones en su casa o en la mía, pero sus padres, católicos practicantes, no nos habrían dejado, y en cuanto a usar la casa de mis tíos para eso, me parecía injusto.
Me encantaba el sabor de sus labios, su lengua apasionada, la sensación de sus manos en mis pechos, sus dedos dentro de mí y la presión de su pene contra mi pierna (parecía que siempre lo tuviera duro), que sólo podían aliviar mis manos. Lo que no permití fue que hiciéramos el amor, en el sentido de la penetración. Me acordaba de mi primera vez con Lobo, y quería entregarme a Vinnie poniendo mis condiciones. Él se quejaba, a veces con amargura, pero le aseguré que no tendría que esperar mucho. Con eso, y con una paja o hand job (¡cómo aprendía inglés!), se quedaba más tranquilo.
A finales de septiembre empezó la temporada de música clásica. Vi un folleto en Myers que anunciaba una actuación de Benny Goodman tocando el concierto para clarinete de Mozart con la Filarmónica de Nueva York, y ni corta ni perezosa pedí una mañana libre al tío Martin y compré entradas en cuanto abrió la taquilla. Asientos de platea, como se merecía la ocasión.
Hasta entonces no había hablado mucho de música clásica con Vinnie, pero la echaba de menos y quise que él la conociera. Cuando le regalé la entrada no reaccionó con mucho entusiasmo.
—¿Música clásica?
—Música eterna —dije yo.
—No sé si me gustará.
—Yo tampoco, pero será cuestión de comprobarlo. —Muchas cosas dependían de la respuesta—. No te preocupes, que no morderá.
Sonrió.
—Como me muerda, te pego yo un mordisco.
—Y si te gusta, si puedes decir sinceramente y de verdad que te gusta…
—¿Qué?
Dejé la respuesta en el aire.
Fuimos el domingo por la tarde. Ninguno de los dos conocía Carnegie Hall, y nos impresionaron mucho las hileras de butacas de madera tapizadas de rojo, la altura de los techos, el silencio del público y los vestidos negros de las mujeres, elegantísimas.
—Yo aquí no podría tocar —dijo Vinnie—. Es como el campo de béisbol de Ebbets Field pero cubierto.
Sin embargo, vi que estaba impresionado.
El programa, compuesto íntegramente por obras de Mozart, empezó por la Sinfonía Concertante K. 364, seguida por el Concierto para clarinete. Después del intermedio estaba programada la Sinfonía Júpiter. Yo sabía que el director, Bruno Walter, era un especialista en Mozart, porque había oído discos suyos en Lodz. Fue recibido con aplausos educados pero sentidos. Mi intención había sido observar a Vinnie durante el concierto, para evaluar su reacción, pero las notas de Mozart fluyeron por mi cuerpo como un elixir de la memoria, y me vi transportada a la época en que la música había sido mi vida. Fue una extraña sensación estar sentada al lado de un chico tan amable sin oír los secos elogios de mi padre, o el análisis de la estructura melódica en boca de mi profesora de piano.
Era una obra llena de alegría pero me entristeció. Sólo miré a Vinnie al final, con el deseo —fútil, pues ¿cómo podía leer mi corazón?— de que compartiera mis sentimientos. Él miraba fijamente el escenario, del que se estaba yendo Walter, pero no supe adivinar lo que sentía. Entonces me cogió la mano y susurró:
—Muy bonito. Me gusta.
No se podía pedir más.
Walter volvió al escenario, seguido por Goodman, que ocupó su lugar al lado del podio, erguido y serio. Vinnie aplaudió hasta que le dolieron las manos. El resto del público estuvo más contenido. Me acordé de París, donde el célebre clarinetista había recibido una acogida tumultuosa. En Nueva York no hubo gritos ni silbidos. Tampoco pateó nadie. De repente tuve miedo de que sólo supiera tocar jazz y no estuviera hecho para Mozart.
¡Ni mucho menos! La primera intervención del clarinete, tocando el tema principal destinado a erigirse en el protagonista de todo el movimiento, dejó clarísimo que no se podía servir mejor a Mozart. Vinnie se inclinó y cogió con fuerza el respaldo de delante, con los ojos muy abiertos, como un niño viendo fuegos artificiales por primera vez. Ahora Goodman se movía, balanceándose al son de la música como un encantador de serpientes. No me habría extrañado ver alzarse al fantasma de Mozart delante de él. A cada nota crecía el entusiasmo de Vinnie, que también se balanceaba y respiraba al compás de Goodman, y de Mozart. Estaba interpretando con el músico del escenario. Le vi marcar las notas en el respaldo de la butaca.
Al final de la obra, aplaudimos de pie como si acabáramos de oír el frenético King Porter Stomp. Los más jóvenes del público gritaban con nosotros, para gran sorpresa de Goodman, que rompió su impasibilidad habitual con una sonrisa y una reverencia dirigida a nuestra zona.
Decidimos que quedarnos para la segunda parte sería estropear la emoción, y salimos a la calle.
—Ya me puedes morder —dijo Vinnie cuando estuvimos fuera.
Yo me había adelantado. Tenía un regalo sorpresa.
—He reservado una habitación de hotel. —Me miró con incredulidad. Le arrastré—. ¿Qué te creías, que lo haría en público?
La primera vez, Vinnie estuvo torpe, vacilante, inseguro y demasiado pendiente de sus propios actos para pensar en mi placer. Aun así, fui más feliz en sus brazos que en los de Lobo. Era más tierno, y también más ardiente. Disfruté con su falta de experiencia, consciente de que era su primera amante y de que podía enseñarle lo que ya sabía.
Estábamos enamorados sin vergüenza ni dudas. Yo le encontraba más guapo que nunca. No había ni un centímetro de su cuerpo que no admirase y adorase. No sé cómo se tomó que yo no fuera virgen. Quizá no lo supo, porque nunca me lo preguntó, y yo no le hablé de Lobo. De hecho sólo le conté lo estrictamente necesario sobre mi pasado.
Un pasado que ya quedaba lejos. Naturalmente que pensaba en Lodz, en mis padres y Jozef, y en los tiempos de Varsovia, y en el asesinato de la playa, pero fui capaz de expulsarlo todo de mi conciencia hasta convertirlo en un vago recuerdo, una especie de colección de fotografías tridimensionales pero remotas. Mi felicidad también hizo felices a Ceena y Martin, que en cuanto se enteraron de que volvía a tener ganas de tocar y cantar compraron un piano de segunda mano.
Cuando les presenté a Vinnie, tuvieron reservas sobre su religión —«no es que vayamos a casarnos», les dije—, pero se los ganó con su carácter abierto y su aspecto enamorado. La llegada de Vinnie hacia las siete, con el clarinete en la mano, se volvió una costumbre, como la de que tocáramos duetos hasta que mis tíos se iban a dormir. Tocábamos piezas de Rodgers, Porter y Kern, pero también de Schumann y Brahms. Aprendimos a interpretar las fantasías de Schumann para clarinete y piano, una música que nos unía tanto como hacer el amor. Nos magreábamos en casa de Martin, en unas sesiones llenas de ardor, pero el amor propiamente dicho estaba reservado a «nuestro» hotel de la calle Cincuenta y seis, al que íbamos las pocas veces en que nos los podíamos permitir.
Todavía recuerdo la primera vez que fuimos al hotel. ¡Qué cohibido estaba Vinnie! Tan nervioso que tuve que ayudarle a abrir la puerta. Cuando entramos en la habitación se limitó a quedarse plantado sin saber qué hacer. Fue el momento en que comprendí cuánto quería a aquel joven guapo y sensible que tenía tantas ganas de vivir el mundo como yo. Comprobé lo tenso que estaba al acariciarle la espalda. Yo también estaba nerviosa, llena de dudas sobre si el paso que daba era correcto.
Cuando se giró hacia mí y le vi sonreír, sentí un gran alivio. Me abrazó y me besó apasionadamente. Sentí sus labios carnosos, y pude disfrutar de su sabor. Luego empezó a desnudarme lentamente. Me pregunté de dónde sacaba la práctica. Yo estaba tan excitada que había empezado a quitarme la ropa, pero me dijo que no, que quería hacerlo él. Al final me quedé desnuda delante de Vinnie, que seguía vestido de pies a cabeza, y me acerqué para quitarle la ropa. Fue una magnífica experiencia que nunca olvidaré. No tenía nada que ver con hacer el amor improvisadamente en cualquier rincón.
Cuando ya estábamos vestidos para irnos, me hizo volver a desnudarme y lo hicimos otra vez. Por alguna razón, a pesar de su juventud, entendía el deseo femenino. Pensé en Lobo, pero me di cuenta de que las condiciones eran muy distintas. En realidad, mi primer amor era Vinnie, que siempre estaría conmigo.
Nos encantaba patinar. Vinnie me había enseñado justo después de conocernos. También nos encantaba ir en metro a las partes más lejanas de Brooklyn y el Bronx, e ir al cine, y enseñarnos mutuamente idiomas, yo era su profesora de francés, idioma que él había estudiado en el instituto, y reírnos de las excentricidades de los transeúntes, y… y… y… No se me ocurre nada que no nos encantase hacer, mientras significara estar juntos.
A finales de octubre, Vinnie llegó a casa con algo más que su entusiasmo de siempre.
—¡Paulie nos ha conseguido un bolo! —exclamó—. ¡Uno de los buenos!
Para entonces yo ya había aprendido lo que era un «bolo».
—¿Dónde?
—En casa de los Schlesinger.
Le miré sin entender.
—Sí, los Schlesinger, los que tienen la casa tan bonita en Sea Gate Point.
Sea Gate Point era una urbanización muy exclusiva al borde del mar.
—Celebran una fiesta —prosiguió Vinnie—. Su hija nos oyó tocar en un baile y le parecimos tan buenos que ha convencido a sus padres para que nos contraten. Cobraremos cien dólares por cabeza en una sola noche.
Bastante para dos noches en nuestro hotel, pensé. Él debió de tener la misma idea, porque me hizo un guiño lascivo.
—Tú también vienes —dijo.
—Pero si no estoy invitada…
—¿Y qué? No pueden dejar fuera al clarinetista en el último momento. Les diremos que eres la cantante, pero que tienes laringitis.
¿Por qué no?, pensé. No haría daño a nadie, y así podría oír a Vinnie y su grupo en otro ambiente que las reuniones de los Knights of Columbus o el centro judío Beth Israel. También era una manera de ver cómo vivían los privilegiados.
—No tengo nada que ponerme —dije.
—¿Cómo que no? El vestido azul que llevaste al Carnegie Hall. Sin duda serás la más guapa…
Al menos a Vinnie se lo parecería, que era lo único que me importaba. Me decidí.
Desde la verja, la casa sólo se adivinaba. Un camino de grava en forma de herradura llevaba hasta la puerta principal. Vi setos recortados con forma de animales salvajes, estatuas de hombres y mujeres desnudos y una pista de tenis.
Paulie enseñó su invitación al vigilante, que dijo:
—Vuestra entrada está a la derecha de la cocina, antes de las casetas de baño.
En la puerta de la cocina nos esperaba una chica. Llevaba un vestido largo y muy escotado de color azul claro, que casi llegaba hasta sus pies, calzados con zapatos plateados. También llevaba un colgante con un solitario, un reloj de oro en la muñeca y una tiara de diamantes. ¿Serían de verdad? En ese caso, valían decenas de miles de dólares.
Paulie le dio la mano, muy serio. Ella sonrió al resto del grupo.
—Soy Marilyn Schlesinger —dijo, por si no lo habíamos adivinado—. Me alegro de que podáis tocar para nosotros esta noche. Poneos cómodos. Ya os avisarán cuando llegue el momento de empezar a tocar.
Lo dijo mirando a Vinnie. Se notaba que le gustaba. ¡De eso nada!, pensé en un ramalazo de celos, pero me relajé al ver que Vinnie me miraba como siempre.
Nos llevaron por el ala del servicio, después de cruzar una cocina más grande que la planta baja de la casa de mis tíos, donde diez o más criados preparaban una sucesión interminable de bandejas: pavos, jamones, verdura, quesos, almejas y ostras sobre montañas de hielo…
Ningún miembro del grupo abría la boca. Era la primera vez que veíamos algo así. Hasta Paulie se había quedado estupefacto. Su arrogancia habitual había desaparecido tras una cortina de asombro.
Después de una hora, durante la que supusimos que los invitados se lo comían todo, apareció un mayordomo para llamar al grupo. Los músicos llevaron los instrumentos al salón de baile, iluminado como el parque de atracciones al que Vinnie me había llevado hacía dos semanas. Al fondo había una barra. La parte central estaba rodeada de mesas, como en el centro judío, pero el parecido no iba más allá. Los invitados eran gente impoluta y refinada. Los hombres llevaban esmoquin, y las mujeres unos escotes que habrían satisfecho a Luis XIV, aparte de joyas como para adornar a todas las duquesas de la corte de Catalina la Grande. Olía a perfumes de Coty y Lanvin. Me senté sola en la última mesa de la derecha, con la esperanza de que no me sacaran a bailar. Lo que me preocupaba no eran mis pasos, porque bailo bien, sino tener que hablar.
El grupo empezó por su canción estrella, Begin the Begin, arreglada para el lucimiento de Vinnie, pero esta vez sólo le escuché a medias. La ostentación de riqueza que me rodeaba se tradujo en unas ansias repentinas de dinero, no para mí, sino para las personas a quienes había dejado en Europa. Estaba pensando en los que pasaban hambre, en los que recibían palizas, en las mujeres que llegaban en vagones al Baluty.
Desde los primeros acordes, la sala se llenó de parejas que bailaban con movimientos llenos de gracia y naturalidad, aunque algunos hombres achispados tropezaran con los pies de sus parejas. Vi a Marilyn Schlesinger bailando con una especie de espantapájaros que la hacía girar como una muñeca mecánica. Él le dijo algo al oído y ella se apartó con mala cara. Tuve curiosidad por su relación. ¿Amorosa? No parecía probable, en vista de lo guapa que era ella y de lo feo que era él.
Paulie anunció la siguiente canción: T’Ain’t What You Do. Busqué a Vinnie, pero había desaparecido. ¡No, estaba inclinado al borde del escenario, sonriendo y hablando con Marilyn Schlesinger! La ola de celos que me inundó fue de tal intensidad que me dejó sin respiración. Justo cuando iba a acercarme, oí una voz masculina a mis espaldas.
—¿Bailamos?
Me giré. Un individuo maduro y distinguido, con una faja roja a juego con el clavel del ojal de su esmoquin, me tendía la mano.
—Soy David Schlesinger —dijo—. Como anfitrión, me parece imperdonable que una chica tan guapa esté sentada sola.
Me fijé en sus ojos, buscando algún matiz irónico, pero me observaba con intensidad, y no tuve más remedio que levantarme.
—Gracias.
Me llevó a la pista de baile.
—¿Es amiga de Marilyn?
Me sonrojé.
—No. Soy Marisa Levy, amiga de uno de los músicos. Me dijo que no pasaba nada si lo acompañaba.
¿Le había sorprendido mi nombre? ¿Eran imaginaciones mías, o había torcido un poco la boca como si notara un regusto no muy agradable?
—¡Pues claro que no! ¿Su amigo es el caballero que está hablando con mi hija?
—Pues… sí, es él.
Fingí no haberles visto hasta entonces.
—Pues la felicito, porque es un músico excelente. Y muy guapo. A Marilyn parece caerle muy bien. —Me hizo un guiño—. Le aconsejo no perderle de vista, Marisa.
No pude vigilarles, porque en ese momento el señor Schlesinger empezó a bailar conmigo con pericia pero sin inspiración, como un pianista que toca las notas sin atender a los matices.
—Sígame —dijo—. Vamos a ver qué se traen entre manos.
Nos acercamos bailando. Vinnie nos miró con unos ojos como platos. Marilyn puso una mano en el brazo de su padre, interrumpiendo nuestro baile.
—Te presento a Vincent Sforza —dijo—. Salúdale. Dice que vendrá a tocar a todos nuestros bailes y fiestas.
¡Vincent! Nunca le había oído llamarse así, ni siquiera el día de conocernos. ¿Por quién se hacía pasar? ¿Por alguien de ese mundo? Tuve ganas de reír, pero la amenaza de Marilyn parecía demasiado seria.
En ese momento terminó la canción.
—Tengo que ir a tocar —dijo Vinnie, claramente aliviado por poder escapar de una situación tensa.
—Claro, claro —dijo el señor Schlesinger—. Marilyn, me debes el siguiente baile. Encantado de conocerla, señorita Levy.
Padre e hija se alejaron. Me quedé delante del escenario, sofocada y con la sensación de estar haciendo el ridículo.
Volví a mi asiento y esperé el intermedio. Vinnie llegó presuroso, pero le di la espalda.
—Ah —dijo—, no te preocupes por Marilyn. En serio, cariño. Ya sabes que mi chica eres tú.
Pues no, no lo sabía. Sólo sabía que me sentía desplazada, rodeada de gente que, si no había destruido a los míos, había dado la espalda ciegamente a nuestros sufrimientos. Con Vinnie nunca había hablado de religión; no tenía ni idea de si le importaba que fuera judía, pero ahora me importaba a mí. Lo miré con una pizca de resentimiento.
—Demuéstralo —le dije—. Vámonos.
Retrocedió un paso.
—No puedo. Tengo que tocar hasta el final. Si no, no me pagan.
—Entonces demuéstralo cuando hayas terminado.
—¿Cómo?
¡A ver si tenía que deletreárselo!
—Usa la imaginación.
Tocaron hasta las dos de la madrugada: una canción tras otra, hasta que se les acabó el repertorio y empezaron de nuevo por el principio. Corrían las copas, los bailarines se desinhibían y la sala se llenó de risas estridentes y exclamaciones. Yo permanecí todo el rato en mi mesa del rincón, con una sensación de abandono. Durante las pausas hablaba con Vinnie, pero sin entusiasmo. Lo único que me alegraba era que Marilyn Schlesinger estuviera ocupada con otros invitados y otras parejas de baile. Yo no pintaba nada. Era una chica de la plaza Tres Cruces de Cracovia que en ese ambiente sólo merecía desprecio y falta de atención. Si mis tíos me habían acogido en su casa, era por deber, no porque fuera su hija. Hasta dudé que me regañaran por pasar la noche fuera.
Finalmente, obedeciendo a una señal de Marilyn, las luces del salón parpadearon, los músicos tocaron Good Night Ladies antes de guardar los instrumentos, y los invitados empezaron a marcharse. Vinnie vino presuroso. Dejé de compadecerme.
—Vámonos —dijo con urgencia—. Ya le he dicho a Paulie que no volveremos con ellos.
Antes de que pudiéramos dar un paso apareció el señor Schlesinger y con un brazo rodeó los hombros de Vinnie. Su otro brazo enlazaba la cintura de una mujer aristocrática y canosa, sin duda su mujer.
—Tiene que venir a tocar sólo para nosotros —le dijo a Vinnie—. A la señora Schlesinger y a mí nos gustaría mucho.
Pensé que a Marilyn también, y me pregunté si era la promotora de la invitación.
—Por supuesto que sí —dijo Vinnie, apartándose del señor Schlesinger. Le dio la mano. Luego cogió la mía y sentí su calor—. Pero ahora nos tenemos que ir.
Prescindiendo de la buena educación, me arrastró hacia la puerta de servicio. Pasamos corriendo al lado de las farolas de la entrada y las antorchas casi consumidas, entre la piscina y la pista de tenis, y al llegar al bosquecillo encontramos un espacio bastante grande para hacer el amor. Lo hicimos como si el sexo fuera comida y nosotros estuviéramos famélicos.
A la mañana siguiente, al llegar a casa, encontré a mis tíos esperándome, llorosos. Me dieron una postal con fecha de hacía dos meses, enviada por Peter desde Varsovia. No había noticias de Jozef y papá. Se podía interpretar como que aún estaban vivos. De quien sí las había era de mamá: había muerto en el campo.
El sentimiento de culpa y el arrepentimiento cayeron con toda su fuerza sobre mí. ¡La había traicionado! En vez de intentar salvarla, había usado la red clandestina en mi provecho, egoístamente, para salvar mi propio pellejo. Había saltado desde Suiza a América sin mirar atrás. Y le había dado mi corazón a un encanto de muchacho, en vez de dárselo a la mujer que se lo merecía.
Quizá pudiera compensarlo parcialmente con mi padre y mi hermano. Estaba segura de que seguían vivos, y si había alguna manera de salvarlos la pondría en práctica. En cuanto a Vinnie, podía esperar a que los hubiera encontrado y rescatado.
Así eran las fantasías que rondaban por mi cabeza como retazos de sueños, pero ninguna respondía a la gran pregunta: ¿cómo?
Lloraba y lloraba. Estaba con Vinnie en «nuestro» hotel, pero lo único que hacía era llorar. Al final le conté todo lo de mis padres y mi hermano, del Baluty y del gueto, y de Lobo. Lo único que me guardé fue el asesinato de Egon y el verdadero alcance de mi relación con Lobo. No lo habría entendido. De hecho, no estoy muy segura de que en aquella habitación americana tan bonita, donde estábamos solos, a salvo, cómodos y bien alimentados, lo entendiera yo misma.
—El gueto es algo que no te puedes imaginar —le conté—. Peste, enfermedades, hambre… Hambre a todas horas. Han rebajado a la gente por debajo del nivel de los animales. Hasta por debajo de los shaygetz. ¿Sabes lo que quiere decir, Vinnie? ¿No? Piojos.
Él me miraba compasivamente, pero sin entenderlo.
—¿Por qué viven en un sitio así?
—Porque no les dejan salir. Si lo intentaran, los alemanes les matarían, por no decir sus propios compatriotas.
—¿Por qué? ¿Qué han hecho?
—¿Hacer? No han hecho nada. Son judíos. —Escupí la palabra como si se tratara de una maldición, aborreciéndome por ser judía y vivir tan a mis anchas, mientras mi familia, mi familia de verdad… La espita de las lágrimas se abrió de nuevo.
Vinnie me abrazó hasta que dejé de llorar.
—Dame un beso —dije.
Lo hizo con pasión y ternura. Me dejé consolar.
Al otro lado de la noche estaba Polonia.
En el fondo daba igual que Vinnie no pudiera entender la situación de los judíos, ni explicar que sus padres nunca me hubieran invitado a su casa, o que el señor Schlesinger me hubiera mirado con tanto desagrado en la fiesta. Lo importante era que él estaba incondicionalmente de mi lado, que sufría conmigo y que me consolaba por la muerte de mi madre, pero que, si se lo pedía, también sabía dejarme a solas con mi dolor.
Cuando le pregunté si le importaba que fuera judía, dijo:
—No sé qué quiere decir «judía». Sé que eres Mia, y que te quiero.
¡Cómo le quise los días que siguieron! Con todo el corazón y toda el alma, con cada centímetro de mi cuerpo. Gracias a la recomendación de los Schlesinger, el grupo de Paulie cobraba cada vez más, y Vinnie empezó a decir que ahorraría bastante para formar su propio trío, a menos que entrase en alguna big band como la de Glenn Miller o Tommy Dorsey, como clarinetista estrella. Me aseguró que en cuanto tuviera el futuro despejado nos casaríamos. Mientras tanto seguiríamos como hasta entonces, con una entrega y un amor absolutos.
Su adoración borró una parte del dolor por la muerte de mi madre. Mamá, papá y Jozef se habían vuelto figuras distantes, figuras muy queridas pero que formaban parte de un pasado lejano y de un país remoto. Al mismo tiempo que sufría pensando en ellos, estaba contenta con mi nueva felicidad. En algunos momentos tenía la sensación de que me volvería loca. Mi amor y mi dolor estaban íntimamente entrelazados.
Un domingo por la tarde, Vinnie vino a buscarme para ir al cine, a la primera sesión, y como llegaba pronto para variar, nos sentamos en el salón con Martin, mientras Ceena iba a la cocina a preparar café. Me acuerdo de la luz de la sala, muy intensa para ser invierno, y del olor del pastel de canela que estaba calentando Ceena para acompañar el café. Mientras Vinnie, que nunca acababa de estar del todo cómodo con mi tío, hablaba de lo que sería 1942 para los Dodgers (que para desespero de sus seguidores acababan de perder las series mundiales contra los odiados Yankees), sonó el teléfono. Lo cogió mi tía. Después de un silencio, oímos un grito en la cocina. Ella salió corriendo con los ojos como platos y la cara muy pálida.
—Era la señora Landman. ¡Dice que los japoneses nos han atacado!
Martin se levantó y le puso un brazo en la espalda temblorosa.
—¿Dónde?
—En Hawai. Un sitio que se llama Pearl algo.
—¿Hawai? ¿Estás segura? ¿No será que han vuelto a ver un submarino alemán?
Encendió la radio y profirió un insulto contra la estática, pero la voz del locutor se oía claramente.
«…Harbor. Repetimos: esto no es ningún simulacro. La Casa Blanca ha informado que siete barcos de la Armada anclados en Pearl Harbor, Hawai, han sido hundidos por la aviación japonesa esta mañana a las seis en punto».
—¡Dios mío! —dijo Martin—. ¡La guerra!
Ceena soltó un gritito y se giró hacia nosotros.
—Ganaremos —dijo Vinnie—. No se preocupe, señora Levy.
Le miré. Tenía la cara enrojecida, y una actitud de gran resolución.
—No entiendes lo que significa —le dije.
Se volvió hacia mí.
—Pues claro que lo entiendo: que los borraremos del mapa. ¡Hay que ver! ¡Qué desfachatez!
Su ingenuidad me partió el corazón.
—No, Vinnie —dije—. Significa que vuelvo.