16

—Deberías salir más —dijo tía Ceena—. ¡Estás muy pálida! Pareces de alabastro. No es normal que a una chica de tu edad no le interesen los chicos, ni la vida…

Tía Ceena. ¡Qué bien se había portado! Había venido a buscarme al aeropuerto con tío Martin y me habían llevado a su casa de Brooklyn. Gracias a ellos tenía comida, ropa y un trabajo bastante bien pagado como dependienta en su negocio de joyería (bisutería, no como la que me enseñaba mi padre en Lodz). En resumidas cuentas, que me habían acogido y hacían lo posible por tenerme contenta.

El problema es que yo no lo estaba, y que no quería salir. Sólo pensaba en mi familia, a quien había abandonado, y en Lobo, muerto en una playa del lago Constanza.

En Suiza, mi único deseo había sido sobrevivir. Había encontrado la abadía de Saint Gall, donde, aturdida y asustada, me había dejado convencer de que mi permanencia en Europa no beneficiaba a mi familia, probablemente muerta, por lo demás, sino que lo mejor era emprender el viaje a América, donde tenía familia y la oportunidad de empezar una nueva vida. El transporte corrió a cargo de un organismo de ayuda a los judíos. Ya tenía los documentos preparados. Sólo tenía que firmar y sería uno de los afortunados, de los «salvados».

Hice lo que me mandaban. Parecía que estuviera todo organizado de antemano, y que yo no pudiera negarme aunque quisiera. Durante las semanas que tardaron en ponerse en contacto con mis tíos, conseguir un permiso de entrada y reservar un pasaje en el avión, fui como humo a la deriva, como un fantasma sin peso ni sustancia que iba en la dirección que le llevara el viento.

De esa época sólo me quedan recuerdos dispersos. El aeropuerto estaba lleno de gente, pero mi tía me encontró. Era una mujer redonda y de mejillas rojas, cargada de anillos, pendientes, broches y pulseras, que se me echó encima como un águila protectora. El trayecto en coche a mi nueva casa, pasando por toda clase de tiendas, y viendo personas de todos los colores y todas las edades… El calor sofocante de la casa de Ceena —donde llegué a mediados de julio de 1941—, las ventanas luminosas y el revestimiento de madera de mi dormitorio del segundo piso… Las montañas de comida: carne, verdura, naranjas, plátanos disponible a todas horas… Agua potable del grifo, agua corriente para bañarse, el mar para nadar (el mar, al que mi nueva familia me llevó el primer fin de semana)…

Eran tantas experiencias sensoriales —de vista, oído, gusto y olor— que mi cerebro, incapaz de asimilarlas, se cerró aún más. No disfrutaba de nada. Tampoco estaba segura de que la Mia que recibía todos esos regalos tuviera algo que ver con la que había tendido una trampa mortal a un oficial alemán y se había acostado con su asesino, la Mia para quien una sola manzana valía más que todos los diamantes de papá.

Cuando vieron que la alegría de tenerme en la familia no era recíproca, y que la comida, el entusiasmo, las comodidades y el amor —sí, el amor— no podían sacarme de mi desesperación, Martin y Ceena me dejaron sola, y yo se lo agradecí inmensamente. Sabía que podría contar con ellos el día en que optara por cambiar mi viejo mundo por el nuevo, pero aún no estaba preparada, ni segura de poder estarlo. Cada noche, antes de acostarme, veía a Lobo y al soldado alemán abrazados como amantes sin vida.

Había otro problema: el idioma. Yo había aprendido un poco de inglés en el lycée, y Ceena y Martin hablaban polaco, evidentemente, pero cuando salía, o cuando venían visitas, casi no entendía nada, por lo deprisa que hablaban y la diferencia entre su pronunciación y la que yo conocía. Por eso insistí en que Ceena y Martin sólo me hablaran en inglés. De hecho, era cuando teníamos más contacto: expresiones básicas, frases a medias, palabras mal empleadas (ella se aguantaba la risa, pero de vez en cuando a él se le escapaba)… Una comunicación tan elemental que ni yo podía expresar mi pena, ni ellos la decepción de verme tan poco generosa y agradecida.

La verdad es que se desvivían por mí, pero en retrospectiva no es fácil comprender en qué medida podía compensarles una chica tan sosa, que nunca sonreía. A mí me sabía mal. Quería demostrarles que estaba agradecida, pero eso habría significado reconocer mi existencia, y tenía miedo de admitirla. Mis tíos me aceptaron como era, al menos de puertas afuera. De hecho, el único indicio de impaciencia fue que Ceena me incitase a salir.

—¿Salir? —dije—. ¿Adónde?

La posibilidad de que le hiciera caso sorprendió tanto a mi tía que tardó un poco en contestar.

—Al centro judío Beth Israel de Bensonhurst. No queda lejos. Iremos mañana por la noche. Habrá gente mayor como nosotros, pero también chicos de tu edad.

Yo ya sabía que mis tíos frecuentaban el centro en cuestión, Ceena ya lo había mencionado alguna vez, pero no me imaginaba cómo podía ser. Una sala llena de judíos… La última vez que había estado en una comunidad judía era entre muros y prisioneros. Se me pasó por la cabeza que pudieran ametrallarnos a todos.

—Bueno —dije apáticamente.

—¡Martin! —Ceena estaba contentísima—. ¡Mia dice que vendrá mañana!

El centro judío Beth Israel me recordó la sala de Lodz donde iba papá para sus reuniones. El techo estaba lleno de racimos de globos, como uvas gigantes, y en las mesas que rodeaban la pista de baile había manteles de colores, pero la impresión general era gris y anodina: una sala enorme con algunas ventanas polvorientas y grupos de personas a la expectativa.

Primero sirvieron la cena: pollo kosher, guisantes, patatas y una sustancia que Ceena llamó «Jell-O», y que me supo a pegamento dulce. Había una veintena de mesas, cada una para ocho comensales, pero la nuestra no estaba llena. De hecho había algunas vacías. En cuanto a chicos o chicas «de mi edad», no vi ninguno. Sólo había gente del estilo de Martin y Ceena, con la diferencia de que nadie llevaba tantas joyas como mi tía, y nadie se sentaba tan ufano como mi tío.

Retiraron los platos. Cinco chicos subieron a un escenario situado en el frente de la sala: un batería, un pianista, un bajista, un trompetista y un clarinetista. Gracias a un cartel escrito a mano que había leído en la entrada de la sala, supe que era el Paulie Giamvalo Quintet. Lo que no sabía era cuál de los cinco era Paulie, ni el tipo de música que tocarían; supuse que nada de mi gusto, aunque reconozco que sentí curiosidad. Al menos sería música, algo que no oía en directo desde mi llegada a América, sólo la cacofonía de las radios de Brooklyn.

Volvieron a mi mente los recuerdos de Lodz, y de lo feliz que había sido al empezar las clases de piano. La profesora les había dicho a mis padres que tenía madera de concertista. ¡Cómo estaría mi padre de orgulloso, que me había comprado el mejor piano de Europa, un Bösendorfer! En París, en el lycée, mi verdadero amor había sido la música. Me encantaba interpretar a los grandes compositores europeos, como Chopin, Mozart, Schubert y Beethoven. Incluso en Brooklyn, cuando estaba sola en mi habitación, soñaba con tocar en una sala majestuosa de conciertos, con todas las entradas vendidas.

El trompetista se acercó a saludar y recibió aplausos del público. Después de presentarse como Paulie G., recitó los nombres del resto de los miembros del grupo. Yo no me fijé, pero mi tía susurró «católicos» con tono de sorpresa, y mi tío se encogió de hombros. ¿Qué importaba la religión de los músicos mientras supieran tocar?

Paulie anunció el primer tema: Chattanooga Choo Choo. Hubo algunos aplausos. A mí el título me sonaba tan poco como si Paulie lo hubiera dicho en griego.

Empezaron a tocar. Incomprensible. Buen ritmo, una melodía a cargo del piano, que me resultó tan ajena como el título, más ruido que coherencia… No estaba mal, pero no era música. Mientras Paulie cantaba el texto, un puro galimatías, algunas personas se levantaron a bailar. Algunos lo hacían bien; la mayoría, torpemente. Yo les observaba con escaso interés.

Al final de la canción, las parejas volvieron a las mesas y Paulie al borde del escenario.

Begin the Begin —anunció.

Otro galimatías, aunque Ceena sonrió y se levantó.

—Ésta sí que la podemos bailar —dijo, obligando a levantarse a Martin, que se hacía el remolón.

La melodía brotó del clarinete con potencia, erizándome el vello de los brazos. Era como si acabara de levantarse una brisa fresca. Volvía a estar en París, escuchando a otro clarinetista, Benny Goodman, entregada al exotismo de la música. Aquella noche había conocido a Jean-Phillipe. Era la misma música que nos había unido, aunque yo me hubiera negado a bailar: esa música americana tan rara que parecíamos ser los únicos en entender.

¡Qué buen clarinetista! Le miré, y dejé de respirar.

Era delgado, más alto que yo y aproximadamente de mi edad, o al menos me lo pareció. Estaba erguido, pero al mismo tiempo se cimbreaba al ritmo de su propia música, como si fuera una parte de su ser que se expresaba a través del clarinete. Tenía las facciones afiladas, la nariz larga, la boca fina y el pelo negro. Y ¡qué ojos! Oscuros, como el pelo, pero de un ardor y una intensidad perfectamente apreciables desde mi mesa cerca del escenario. Absorto en su música, se expresaba a través de ella, permitiendo que hablara en su lugar. Sus compañeros tocaban a su alrededor, pero estuve segura de que era un solitario, como yo, y que la música era su única compañera.

¡Entonces me miró! Capté su mirada no sólo con la vista, sino con todos los sentidos. Él se equivocó de nota y tuvo que recuperar el hilo de la melodía. Fue el único lapsus en la pureza de su interpretación. Tocaba sin descanso, mientras el resto de músicos se ajustaba a sus tempos y repeticiones. Nuestras miradas, mientras tanto, no se despegaban. Parecía que yo también estuviera confabulada con la música. Las parejas que bailaban se pararon a escuchar. Algunas sonreían. Otras ponían cara de sorpresa. Fue Paulie quien interrumpió la música con una señal de la mano. Entonces el clarinetista apartó el instrumento y me sonrió.

Al principio mi reacción fue de miedo, pero luego comprendí que lo que me asustaba era la reaparición de la vida, el deseo de estar en una sala sin ningún interés en sí misma, viendo parejas maduras que intentaban bailar, con una conciencia tan aguda y repentina de mi ser que era como si mi existencia acabara de empezar. Fue una sensación completamente nueva. Pasado el miedo, la abracé con tanto ardor que se me saltaron las lágrimas.

La gracia y la pureza de la música, su capacidad de llegar hasta las últimas fronteras de la emoción, habían vuelto a adueñarse de mi alma. No había ninguna razón para disimular, ni para negar que fuera una parte esencial de mí como persona. En esa América maravillosa, si quería cantar podía cantar, y si quería tocar podía tocar, sin que me pasara nada malo por ello. En el gueto sólo existían cantos de lamentación. Incluso en la guardería, los destinatarios de la música no eran las personas, sino Dios. Al margen de su significado, Begin the Begin había sido escrito para que la gente pudiera bailar. Para que yo pudiera bailar. En ese momento, una sola canción, un fox-trot escrito, como más tarde averigüé, por un americano que se llamaba Cole Porter, representó toda la música que había llegado a ser mía en la infancia. Tuve ganas de apartar al pianista del grupo para ocupar su sitio junto al clarinetista.

El grupo atacó otra canción —cuyo nombre se me pasó por alto, tan absorta estaba en mis pensamientos—, otro lance rítmico que puso en movimiento a las parejas, pero que a mí no me dijo gran cosa. Vi que el clarinetista, que intervenía poco en la canción, seguía mirándome con la misma sonrisa. No puedo decir que me enamorase de él a primera vista. Lo que me enamoró fue su música, pero él era su portador, y le quise por ello. Sonreí y levanté las manos para demostrarle que se había establecido un vínculo. En ese momento volvieron mis tíos y me preguntaron qué hacía.

—Nada, estirarme —dije.

Sí, estirar mis brazos hacia el infinito.

Después de tres canciones, Paulie anunció una pausa de veinte minutos.

—Estoy cansado —dijo Martin—. Vámonos a casa.

No era una sugerencia, sino una orden. Ceena se levantó.

—A mí me gustaría quedarme un poco más oyendo música —dije—. No hace falta que me acompañéis. Ya cogeré el autobús.

—No creo que… —empezó Ceena, pero mi tío le dio un ligero codazo y dijo:

—Pues claro. Te sentará bien.

Comprendí que había detectado mi entusiasmo, algo que hasta entonces nunca había expresado.

—Cuidado al volver —me dijo Ceena.

—Tranquila —contesté.

Les vi marcharse cogidos de la mano. Eran lo que quedaba de mi familia.

Fui al servicio de señoras con los nervios de punta, y la esperanza de que en la segunda tanda hubiera algún tema reservado para el clarinetista. Cuando volví a mi asiento —la mayoría de la gente se había quedado a hablar en las mesas—, estaba allí.

Se le veía sudado de tocar, con un mechón pegado a la frente, pero me pareció el chico más guapo del mundo. Tenía la cara más blanca de lo normal, con una piel casi traslúcida. Vi manchas doradas en los iris de sus ojos. Había dejado el clarinete en una silla del escenario. Tenía las manos metidas en los bolsillos, como si temiera no poder controlarlas. De cerca esquivó mi mirada. Su timidez me conmovió.

—Tenía miedo de que no volvieras —dijo—. Creía que te habías ido con los otros.

—Son mis tíos. Vivo en su casa, pero me han dejado quedarme.

No me preguntó por qué había querido quedarme. Tampoco se lo expliqué. Sacó la mano derecha del bolsillo y me la tendió.

—Me llamo Vinnie Sforza.

La estreché.

—Yo Marisa Levy, pero me llaman Mia.

—Mia. —Repitió el nombre como si fuera un poema.

—Me gusta cómo tocas —le dije.

Se sonrojó.

—Me alegro. Quiero ser músico.

—¡Pero si ya lo eres!

—No; quiero decir profesional. Mis padres quieren que vaya a la universidad, aunque de momento no la pueden pagar, pero yo creo que sería una pérdida de tiempo.

—¿Aquí no te pagan por tocar?

Se encogió de hombros.

—Diez dólares. Es lo que nos pagan a todos, menos a Paulie, que cobra veinte.

Había empezado a mirarme a los ojos. Fui yo, esta vez, la que los apartó por timidez.

—En mi opinión sería mejor que fueras a una escuela de música, no a la universidad —dije—. Aunque si quieres que te diga la verdad, dudo que tengas mucho que aprender. —Hice una pausa y farfullé—: Me pareces tan bueno como Benny Goodman.

Él se rió, feliz.

—Bueno, mi favorito es Artie Shaw. Para mí es mejor que Benny Goodman.

¿Mejor que Goodman? ¡Qué idea tan emocionante!

—No me suena. Me encantaría oírle.

—Pero ¿has oído a Goodman?

—Sí, en París, y me gustó tanto que fui dos veces.

—¡París! —Silbó—. Tienes acento, pero no parece francés.

—No; es polaco. Nací en Lodz y estudié un año en París. —Borré de mi cabeza la imagen de Jean-Phillipe.

—Y ¿sabes música?

—Sí. Canto y toco el piano. No es que cante muy bien, pero el piano es mi pasión.

—¿En serio? —Le encantó saberlo—. Pues en la segunda parte tocamos Stardust.

Me reí.

—No conozco ni el texto ni la música.

—¡Pero si es la canción más famosa que se ha escrito!

—En mi país no. En Europa la canción más famosa es Der Lindenbaum.

Arrugó el entrecejo.

—Suena a algo clásico.

—Sí, es de Franz Schubert, pero es preciosa.

Se animó.

—Tendrás que enseñármela algún día.

—Sólo si tú me enseñas Stardust.

Quedé sorprendida por mi atrevimiento. Él también puso cara de sorpresa.

—¿En serio?

Parecía su expresión favorita.

—Pues claro —repuse—. Para mí la música es lo más importante de la vida.

—¡Para mí también!

Estaba tan entusiasmado que se apoyaba en una pierna y luego en otra, como si saltara. Yo también tuve ganas de saltar.

—Sólo nos queda una tanda —dijo—. ¿Quieres que vayamos a tomar un refresco con helado cuando acabe?

—¿Qué quieres decir, que salgamos? —Acababa de aprender la palabra.

—Exacto. —Miró su reloj—. Acabaremos de tocar dentro de tres cuartos de hora, a las once. Luego te acompaño a casa.

—Vivo en Bensonhurst. Está muy lejos.

—Por mí como si vives en Alaska. Mientras me dejes invitarte a un refresco con helado…

¡Qué joven! ¡Y qué dulce!

—Vale, me parece bien. —Nunca había probado un refresco con helado.

Se giró hacia el escenario, al que empezaban a volver sus compañeros.

—Espérame. ¡Ah, y acuérdate de que cuando toque Stardust será para ti!

La encargada de Myers Fountain, Ida Cohen, conocía a Vinnie y respondió con un guiño a la petición de preparar «el mejor refresco con helado de chocolate para la señorita Levy». Nos sentamos frente a frente en un reservado y empezamos a hablar. A veces mis rodillas chocaban con las suyas. Era uno de los reservados del fondo, bastante íntimo. Ida le dijo a Vinnie que a ver cómo se portaba con una chica tan guapa. Él se ruborizó un poco y prometió que bien.

Me dijo que acababa de salir del instituto Erasmus Hall, y que estaba trabajando en la tienda de frutas y verduras de su tío Gino, en la avenida Gravesend, debajo del ferrocarril elevado, llevando cajas, amontonando berenjenas y llenando la heladera desde que amanecía hasta que se ponía el sol. Luego, si había algún bolo, una actuación para el grupo, podía tocar el clarinete. Su padre, peón de albañil, se ganaba bastante bien la vida. Gracias a ello Vinnie podía quedarse casi todo lo que cobraba. Por eso había podido comprarse un clarinete tan bueno, y por eso presumió de poder llevarme a un concierto de Artie Shaw.

Tenía cuatro hermanos, dos niños y dos niñas, todos menores que él y en diversos cursos del colegio. Después del tema familiar pasó al deporte, le encantaba el baloncesto, juego que yo conocía muy vagamente, al instituto (le gustaban la lengua y la historia, pero no las matemáticas, las ciencias ni el latín) y a las chicas con las que salía, a ninguna de las cuales daba mucho valor. Aún estaba esperando su primer «gran amor». A juzgar por su mirada, era posible que lo hubiera encontrado en mí.

Hablaba tanto que no me hizo falta decir nada. Mejor, porque no tenía ganas de contar mi historia. Era una asesina, y a veces me sentía viuda. Supuse que Vinnie no llegaría a acumular tanta experiencia como yo en toda su vida, pero me gustaba oírle hablar, y me gustaba que fuera tan intenso. No habría tenido que esmerarse tanto para causar buena impresión, pero me enternecieron sus esfuerzos por parecer sofisticado. Si hubiera sido una persona más refinada, es posible que no hubiera vuelto a verle.

La cuestión es que acepté su ofrecimiento de llevarme a casa, y, aunque mis tíos vivían casi a dos kilómetros, decidimos no coger el autobús, sino ir a pie, porque hacía una noche muy agradable. Mientras caminábamos me di cuenta de que le habría gustado cogerme la mano o pasarme un brazo por el hombro, lo cual me habría parecido perfecto, pero era demasiado tímido para tomar la iniciativa, y yo no hice nada para animarle.

Llegamos a casa más tarde de las doce y media. En la entrada había luz, pero en las ventanas no, señal de que mis tíos no estaban bastante preocupados por mí como para esperarme despiertos. Saqué la llave del bolso, pero no me giré hacia la puerta. Nos miramos sin saber qué hacer.

—¿Podré volver a verte? —se atrevió a decir Vinnie al cabo.

—Esperaba que lo dijeras.

—Pues quedamos en Myers mañana a las ocho. ¿Sabrás encontrarlo?

No tenía ni idea.

—Sí, descuida.

—Muy bien. —Puso cara de alivio, como si acabara de superar una prueba—. Hasta mañana.

Le vi marcharse. Parecía tan joven e inexperto que me pregunté por qué había aceptado salir con él. La respuesta no era difícil. Quizá fuera inocente, y a su manera ingenuo, pero su música tenía madurez. Lo más importante era que estaba protegido y mimado. Que era optimista. Quizá pudiera enseñarme algo de eso.