Llegamos al convento esa misma semana. La paz que me inspiraba era increíble. Habría podido quedarme toda la vida, pero era consciente de que al cabo de dos días reemprenderíamos el viaje. Nuestro destino final estaba cerca.
Abrí la puerta destartalada de la torre de la abadía, y subí por la escalera con la precaución de no pisarme el hábito de monja. Sería mi último paseo por las antiguas murallas.
Mis zapatillas de novicia pisaron escalones gastados por el tiempo. Imaginé a miles de monjas subiendo por la misma escalera para ver amanecer sobre el paisaje montañoso del lago Constanza. ¡Al otro lado del lago estaba Suiza! Si llegábamos, allí estaríamos a salvo. Apoyada contra el granito, vi formarse las cimas y brillar sobre las nieblas matinales, un milagro que me hizo cerrar los ojos.
El lago, enorme, quedaba oculto por las nubes, pero el valle estaba lleno de pájaros cuyo canto me alegraba los oídos. Debajo, fuera del pequeño claustro, se estaba formando un grupo de monjas que llegaban por el camino sinuoso de la abadía. También eran pájaros, de canto igual de dulce. Al llegar a la entrada de la iglesia, penetraban en ella silenciosamente una tras otra. Pronto, doscientas voces entrelazarían sus líneas melódicas para entonar himnos a Dios.
Era música en toda regla, la primera que oía en varios meses. ¡Qué ganas tuve de sumarme a ellas! Mi pieza favorita era el kyrie de Ockeghem, tan inquietante en su extraño modo de subir paso a paso por la escala tonal, saltándose una octava sólo para descender nuevamente en una lastimera sucesión de corcheas. A pesar del texto, tenía algo alegre, la idea de una vida sin guerra. A menos que fuera lo que me apetecía oír a mí…
Kyrie eleison. Dios, ten piedad. Pero el Dios de los judíos no era misericordioso. Era Elohim, el iracundo. «Soy el que es». El dios de Lodz, Varsovia y Auschwitz. Y yo no estaba dispuesta a cantarle.
Cuando sonaron las primeras notas del kyrie, bajé presurosa por la escalera, crucé corriendo la vetusta muralla del convento y avancé por la orilla del arroyo que lo rodeaba, salpicándome el hábito de barro. Al llegar a la esquina del establo estuve a punto de chocar con la anciana abadesa.
—Tendrías que estar en los maitines —dijo ella con severidad fingida.
—Estaba arriba, eminencia, en el mirador. Viendo amanecer.
—Te echaremos de menos, hermana Marisa. Si dependiera de la directora del coro, te ataríamos a los bancos de la iglesia.
—Y tendría que convertirme —repuse—. Es la única manera de quedarme. Lo dijo usted.
La abadesa suspiró.
—No sólo convertirte, sino hacerlo con sinceridad y un corazón pletórico de amor a Dios. De lo contrario no nos arriesgaríamos. Si nos descubrieran escondiendo a una judía, a dos judíos, nos matarían.
Negué con la cabeza.
—No puedo amar a Dios. Quiero a Lobo por lo que ha hecho por mí. Con quien tengo que estar es con él.
—Naturalmente. —Me sonrió con cariño—. Tenéis que iros.
—No sé cómo darle las gracias —dije, a punto de llorar—. Habernos concedido estos dos días, y habérselo jugado todo por nosotros durante todo este tiempo…
Ella levantó una mano.
—Las gracias dáselas a Dios, no a mí. —Miró el agua a mis espaldas—. En el lago Constanza hay patrulleras. Tú y Lobo tendréis que estar atentos. El barquero lo sabe, pero es viejo y ya no ve muy bien, sobre todo al anochecer.
Para Lobo, Suiza sólo sería una escala. Proseguiríamos el viaje hacia Saint Gall. Peter nos había dado la dirección de un luchador por la causa. Sería en su casa donde Lobo esperase el momento de ser llevado en secreto a Palestina por su nuevo contacto. Ahí dedicaría sus esfuerzos a que, una vez terminada la guerra, los judíos polacos tuvieran su propia tierra. Claro que ¿en qué ayudaría eso a Jozef, o a mis padres, o a mi tía Esther? Dudé que pudieran acostumbrarse a un nuevo país.
En suma, que yo me quedaría con Lobo, y después de la separación trataría de descubrir si mi familia aún estaba viva. En cuanto a rescatarla… ¿Cómo hacerlo por mis propios medios? Escribirles era imposible. Ni siquiera podía decirles que me encontraba bien, ni dónde estaba. Tal vez lo mejor fuera irme a Nueva York, donde vivían mis tíos; Nueva York, un lugar que me parecía tan remoto e inaccesible como el paraíso… Sin rumbo y sin Lobo a mi lado, sería totalmente vulnerable: una judía alemana de Polonia cuyo único talento, la música, no servía de nada en un mundo desgarrado por la guerra. Me quité el rosario de madera de rosal por la cabeza y se lo tendí a la abadesa.
—Consérvalo tú —dijo ella—. Te dará suerte. Te he traído ropa limpia. Esta noche, cuando os vayáis, las monjas os darán pan y queso. En el paquete habrá un cuchillo bien afilado. Podéis usarlo para cortar rebanadas de pan… o de alemanes. Quédate con Lobo hasta que os llame alguien. Sería demasiado peligroso que se dejara ver antes del anochecer. Despídete de él de mi parte, y deséale buena suerte. Puede que volváis algún día, cuando haya terminado la guerra, y podamos celebrarlo a pleno sol.
Me limité a darle un beso en la mejilla, demasiado emocionada para hablar, y me giré para disimular el llanto. Me había demostrado que en el mundo aún había gracia y bondad, pero ¿era posible que sólo existieran entre paredes? ¿Volvería a encontrarlas yo alguna vez?
Un viejo barquero nos esperaba en su casita de la playa. Lo encontramos zurciendo una red de arrastre y nos miró con nerviosismo. Luego nos llevó al embarcadero, donde tenía su lancha a motor destartalada debajo de una red. Lobo escudriñó la costa. Yo también intenté ver algo, pero el lago estaba oscuro y no se veía el rastro de ninguna embarcación. El barquero nos indicó que subiéramos a bordo y estiró la red para tapar a Lobo. Luego, con un francés sibilante, me pidió que le ayudara a achicar el bote.
Al agacharme, me di cuenta de que intentaba atisbar dentro de mi blusa, y le miré con tanto desprecio que apartó la vista, quizá avergonzado. Cogió una garrafa de vino y procedió a beber con manifiesto placer. Supuse que no era la primera vez que recurría a ella en el transcurso de la tarde. Me pidió que me sentara a su lado y al poco sentí su mano en mi pierna.
Lobo iba tumbado en el fondo, sin darse cuenta de nada. Pensé en llamarlo en polaco, pero me contuve. Pronto no habría ningún Lobo que pudiera acudir en mi rescate. Tendría que aprender a no depender de él. Por otro lado, le conocía lo suficiente para saber que habría sido una imprudencia. A pesar del uso que hacía de la razón y la lógica, ya había demostrado que cualquier amenaza a su virilidad podía desencadenar una explosión. ¿Qué habría hecho? ¿Pegarle gritos al viejo, alertando de nuestra presencia a cualquier barco? ¿Pelearse con él y clavarle el cuchillo que nos habían dado las monjas? Entonces ya no tendríamos a nadie para gobernar la lancha.
Un solo movimiento en falso podría delatarnos a cualquier vaporetto de la policía italiana, que nos entregaría diligentemente a los alemanes como sospechosos. La mano del barquero se desplazó hacia la cara interna de mi muslo. Aguanté la respiración.
De repente, Lobo salió de su escondrijo sacudiendo el cuerpo para quitarse la red, y la mano del barquero desapareció. Aliviada, tiré de la falda para bajarla. Estaba en la absurda situación de tener que disimular delante del único hombre que tenía permiso para subirla.
—Mírale los ojos —dijo Lobo en polaco, vigilando inquietamente la parte del lago que cruzábamos—. Seguro que ya se ha bebido la mitad de esa garrafa.
Me incorporé, intentando no caerme.
—Sí. Podríamos darle pan para que no se emborrache. Siéntate a su lado. Ya lo saco yo. ¿Te apetece un chusco?
—¡Qué va! Tengo la barriga como si me la estuviera pisando el ejército alemán. —Sorprendió mi mirada de inquietud—. No es miedo, es que me mareo. Es peor que cuando íbamos en el vapor por el Vístula.
Esa vez, lo que le había mareado había sido el vodka, pero no discutí. Lobo ya había pedido disculpas por su comportamiento, y lo había compensado de muchas maneras. Estaba perdonado.
—¡Mira! —dije—. Se ven las luces de las montañas. ¡Suiza!
—¿Contenta?
—¡Claro!
La expresión de Lobo se entristeció.
—Yo no. Qué raro.
—¡Pero significa que hemos escapado! Suiza es neutral. Podrás esperar tus instrucciones en territorio seguro.
—Sí, pero ya no estaré contigo. —Se giró para mirarme—. El tiempo que hemos pasado juntos ha sido el más feliz de mi vida. Incluso en las peores situaciones, resistiendo juntos… Mia, estoy enamorado de ti y no soporto la idea de perderte.
Una intensa emoción se apoderó de mí. No era amor ni compasión, sino una extraña mezcla de los dos. En ese momento Lobo me pareció tremendamente joven, desorientado e indefenso.
—Tranquila, que no pasa nada porque no me quieras —dijo él—. No, no protestes. Has sido mi mujer por unos días, y yo tu amante. La felicidad de haberte querido la guardaré como un tesoro hasta el día que me muera.
—Siempre había querido que el primero fuera un lobo —repuse con alegría fingida, echándole los brazos al cuello—. Sé que has intentado tratarme con dulzura y con ternura.
—Podrías acompañarme a Palestina. Podríamos empezar una vida juntos. Te cuidaría y te haría olvidar… —Dejó la frase en el aire. Sabía que eran fantasías. No hizo falta que yo dijera nada.
Me acordé de nuestro primer encuentro en la plaza Tres Cruces. Recordé su valentía, su rabia y determinación, su modo de proteger a los demás… Era joven, pero a la vez tan complicado… ¿Se daba cuenta de lo que me había hecho? Era a la vez Dios y el diablo. ¿Cómo me sentaría la separación?
La lancha se acercó a la orilla con un traqueteo del motor. Vi la silueta de un granjero en la ladera, mirándonos con curiosidad, o quizá lasitud. Me agaché instintivamente, pero Lobo me sujetó con firmeza. Debíamos evitar cualquier gesto o actitud que pudiese levantar sospechas o recelos.
La lancha se detuvo bruscamente a varios metros de la orilla. El pescador soltó unas palabrotas y empezó a gritarle instrucciones a Lobo, que se quedó mirándolo. El viejo cogió la palanca del timón y la movió a ambos lados, imprimiendo un vaivén tan pronunciado a la embarcación que nos hizo chocar con el mamparo.
Lobo fue a popa para ver qué pasaba.
—¡La hélice se ha enredado en la vegetación! Voy a intentar soltarla.
Se quitó la camisa y se lanzó al agua con nuestro cuchillo entre los dientes. El agua sólo le llegaba a la cintura. Vi que empezaba a arrancar ramas y juncos por debajo del agua, mientras el pescador le daba al motor.
—¡Apágalo, idiota! —exclamó Lobo—. ¡Que me harás picadillo!
El pescador apagó el motor, pero en ese momento oí acercarse otro mucho más potente e inquietante. Una patrullera. ¡Alemana! En su cubierta iban varios soldados uniformados.
—¡Lobo! —chillé.
Una ráfaga de ametralladora ahogó cualquier otro sonido. El pescador se desplomó junto a mí como si le hubieran cortado las piernas de un tajo. Lobo intentó correr, pero recibió un balazo en la espalda, levantó los brazos y cayó de bruces en el agua. En un segundo de locura, pensando que podía salvarle, me tiré al agua, le cogí por un brazo y le arrastré hacia la orilla, mientras recuperaba el cuchillo. Alrededor de mí, las balas agujereaban el agua. Sentí una punzada en el brazo. Oí una explosión a mi derecha y me noté la cara ensangrentada.
Respirando con dificultad, gateé arrastrando a Lobo por la orilla suiza. Los disparos sólo duraron unos segundos más. ¿Ya estaba a salvo? Intenté llenarme los pulmones, pero me faltaba el aire. Inmóvil, me dejé sumergir por una ola que no era de agua, sino de desmayo.
No estuve mucho tiempo inconsciente. Un ruido me sobresaltó, y me hizo levantar la cabeza. Lobo estaba a mi lado, vivo o muerto. Otra vez el mismo ruido. Se acercaba alguien, haciendo un sonido de succión con los pies por la arena.
—No se mueva —dijo una voz en alemán.
Me quedé quieta. Unas manos me obligaron a girarme bruscamente. Mis ojos encontraron los de un joven soldado, que me apuntaba con cara de haberme visto caer del cielo. Llevaba un uniforme. Un uniforme alemán. ¡Dios mío! ¡Estaba perdida!
—Es usted mi prisionera —dijo con voz temblorosa—. La detengo por espionaje, según la convención de Ginebra.
Tonterías. Mi derecho a estar en un país neutral, como Suiza, era el mismo que el suyo. Por desgracia se notaba que tenía miedo, y cuanto más asustado estuviera, más peligroso sería.
—Déjeme levantarme y le seguiré donde quiera —dije dócilmente—. Me entrego, aunque no haya hecho nada malo.
El soldado gruñó y me indicó con el fusil que me levantara. Al hacerlo casi se me doblaron las piernas.
—¿Quién es? —dijo, refiriéndose a Lobo.
—Mi marido. Estábamos cruzando el lago en ferry y han empezado a dispararnos. No sé si eran alemanes o suizos. Le han dado, y se ha caído por la borda. Yo le he rescatado del agua.
—¿Está vivo?
—No lo sé. —Tampoco quería saberlo. ¿Lobo muerto? Era una idea monstruosa.
El soldado le dio una patada brutal en las costillas. La fuerza del golpe sacudió el cuerpo, que no dio señales de vida.
—Por favor, déjeme comprobarlo —dije.
Quise arrodillarme, pero él me levantó.
—Ya lo hago yo. —Se agachó y palpó la cara de Lobo como si fuera él, no yo, el amante de mi esposo—. Sí, está muerto.
Aquello era demasiado obsceno. Saqué el cuchillo de mi cintura con un grito y lo hundí con todas mis fuerzas en la espalda del alemán, que se giró con los ojos muy abiertos de incredulidad. Di un paso atrás. El alemán cayó de bruces. Hacía gárgaras y le salía sangre por la boca.
Volví a gritar. Cayó sobre el cadáver de Lobo, formando una escultura inmóvil y grotesca de la que no salía ningún sonido. De hecho no se oía nada en toda la playa ni el lago, aparte del graznido de los pájaros.
Paralizada de terror, sola en el mundo, contemplé los dos cadáveres. Tenía una dirección en Saint Gall, otra en Nueva York, un cuchillo, ropa mojada y con manchas de barro y limo, una familia prisionera que podía estar muerta y un camarada muy querido que había perdido la vida. El sueño de Lobo, Palestina, ya no se haría realidad. Estaba sola.
Siempre existía la posibilidad de llegar a Saint Gall, si mis fuerzas me lo permitían. La noche se había enfriado. Caminando entraría en calor.