14

Un café con leche en el café Monopol. Lo servían con trozos cristalinos de puro azúcar de remolacha, el mejor de Katowice. Nos costó un gran esfuerzo chuparlos en vez de devorarlos. Había algunas parejas de mediana edad sentadas bajo enormes parasoles como el nuestro. El borde de la terraza estaba ocupado por mujeres solas, algunas de las cuales bebían café y otras se limitaban a observar la actividad del local.

—Estás causando sensación —le dije a Lobo, haciendo que nuestras pantorrillas se tocaran por debajo de la mesa—. Eres el único hombre de menos de cuarenta años.

Estiré coquetamente las cintas que colgaban de mi pamela, pero al ver que Lobo no estaba de humor para juegos me aparté.

—Ya lo sé. Tengo la sensación de estar en un escaparate —dijo él.

Llevábamos la ropa que nos habían dado en el refugio: yo un vestido de tirantes y una pamela, y Lobo pantalones de pinzas y una camisa blanca con el cuello abierto. También nos habían dado unos zlotys, suficientes para desayunar y aparentar que el Monopol era nuestro ambiente habitual. A Lobo le habían dicho que se fingiera herido. Su cojera, de camino al Monopol, habría enorgullecido al mismísimo Lionel Barrymore.

—Tranquilo —le advertí—. Witold ya no tardará. ¿Por qué no te relajas? Ha dicho que estaba todo arreglado. Además, deberíamos pedir algo de comer. Me apetece un bocadillo.

—Tú haz lo que quieras —gruñó él—, pero yo esto de esperar no lo soporto. El Witold ese ni me gusta ni me inspira confianza.

—Al menos nos ha dado esta ropa, y dinero para un bocadillo… ¡Camarero! —Busqué uno, y me giré rápidamente hacia Lobo—. Acaba de entrar todo un grupo de calaveras —susurré—. No pongas esa cara de culpable, que nos descubrirán.

Alisé los pliegues del vestido y miré el periódico doblado que tenía al lado de mi taza. Al pie de la primera página ponía que Estados Unidos había cerrado sus consulados en Alemania. Por fin pasa algo, pensé, pero ¿por qué han tardado tanto? Dos años de tiranía alemana, no sólo en Polonia sino en todo el este de Europa. ¿Qué esperaban los americanos?

Vigilé a los soldados con un ojo, mientras leía el periódico con el otro. Había tres páginas de esquelas.

Mañana se celebrará una misa de réquiem por el alma de los difuntos.

La notificación del funeral se producirá tras la llegada de las cenizas.

El breve me dejó abatida. Cenizas… Recordé las chimeneas humeantes de Auschwitz, y la peste a carne quemada. Esos muertos no tendrían esquelas ni ceremonias.

—¿Flores para la señora? —preguntó una voz—. Sin duda el caballero querrá obsequiarla con una rosa. Son de mi jardín, recién cortadas. —Era un viejo encorvado, con algunas rosas desvaídas en una cesta de mimbre.

Le indiqué que se fuera. Los soldados se habían acercado a la barra, donde pedían pintas de cerveza, a pesar de la hora. Con un nudo de rabia en la garganta, apreté el cuchillo que me había dado Witold. Lobo también tenía uno. Conque cenizas…

—Suelta el cuchillo, imbécil.

Sobresaltada, hice lo que me pedía Lobo, pero no había sido su voz. ¡El vendedor de flores!

—Sigue leyendo el periódico —susurró—. Así, muy bien. Y tú cómprame una rosa antes de que sospechen.

Lobo buscó calderilla en su bolsillo. Parecía un pájaro bajo la zarpa de un gato.

—¿Ha dicho dos o tres rosas? —preguntó el viejo, alzando la voz e inclinándose hacia el cesto para elegirlas. Me fijé en la deformidad de su columna vertebral, que daba a su pecho enclenque la forma de una ese. Me dio las flores—. Tenéis que salir de aquí —susurró con voz de hombre joven.

—No sé quién es usted —le dije—, pero le aseguro que ni mi marido ni yo tenemos nada que temer. Somos ciudadanos del Reich como Dios manda. Mi marido fue herido en el frente oriental. Tenemos los documentos en regla.

—¡Imbécil! —repitió el vendedor en voz queda—. No hay tiempo que perder. Habrá una redada dentro de cinco minutos. Os encontrarán, y por muy bien falsificados que estén los documentos, os ejecutarán. Aquí no os conoce nadie, y a los krauts no les gustan los desconocidos. —Tendió la mano a Lobo—. Son veinte zlotys, mein Herr.

Lobo le pagó con los ojos brillantes. Yo miré el café aguantando la respiración. La barra se había llenado de soldados. Me fijé en sus caras obtusas y escuché sus bromas. La mayoría ya empezaba a entonarse.

Tuve un escalofrío. Algo raro pasaba. En el gueto había visto centenares de redadas nazis, y las caras de los apostados para que no escapara nadie siempre habían reflejado la emoción del cazador. ¿Dónde estaba ahora esa energía? Los soldados del café parecían de lo más apáticos.

Una de las mesas cercanas a la nuestra estaba ocupada por un hombre barbudo que no nos quitaba ojo. Llevaba gafas de sol, y lo observaba todo moviendo la cabeza como si…

Tiré la servilleta al suelo y me levanté gritando:

—¿Y a ti quién te ha dejado entrar, cerdo polaco? No queremos tus flores podridas. —Le di un golpe con el bolso al vendedor—. ¡Camarero! ¡Oficiales! ¿Podrían sacar de la terraza a esta escoria, por favor?

Los soldados acudieron desenfundando sus pistolas. Lobo tuvo tiempo de mirarme con los ojos desorbitados, antes de verme salir del café con gran indignación. Recé para que me siguiera.

—Os han delatado —dijo Witold—. Un minuto más y os habría pillado ese tullidito schmalzer. Casi es un milagro que hayáis escapado. ¿Cómo os habéis dado cuenta?

Me encogí de hombros.

—En Varsovia tuvimos tanto contacto con schmalzers que los huelo de lejos.

—Habla por ti —dijo Lobo, riendo—. Yo no tenía duda de que te estabas suicidando.

Le apreté la mano con afecto. Nuestra aventura matinal lo había desorientado. Aunque mi acción nos hubiera salvado la vida, le costaba aceptarla. Desde su punto de vista aún éramos el ZOB del gueto: yo la subordinada y él mi superior.

—No vi ninguna alternativa. Me pareció sospechoso que no te mencionara, Witold; eso, y tu pinta de no reconocerle. Ah, por cierto, gracias por no mover ni un dedo.

—Yo estaba para controlar. Cualquier intervención mía me habría puesto en evidencia.

—A partir de ahí, me fijé en las caras de los nazis para ver qué pasaba. O eran buenísimos actores, o no sabían nada de ninguna redada. Y dudé que fueran tan buenos actores.

—Has hecho bien —dijo Witold. Se giró hacia mi amante—. Enviaré tu informe sobre Auschwitz en el siguiente correo a Varsovia. Peter estará encantado de que hayáis llegado. Hemos perdido a muchos.

Hizo una pausa para ofrecernos una bandeja de tristes galletas. Yo, que no había podido comerme el bocadillo, cogí una.

—Pero no podéis quedaros —dijo Witold—. Nos han dicho desde La Haya que es un buen momento para sacaros del Wartheland. En cuanto hayáis cenado, os llevaremos al bosque eslovaco, donde os dirán el nombre de vuestro nuevo contacto. Sabréis los nombres de los contactos al final de cada viaje. Vuestro destino es Suiza. Una vez ahí, dependerá de ti llegar a Oriente Medio, Lobo. Te comunicarán tu misión en cuanto llegues. Por lo que a ti respecta, Mia, eres libre de hacer lo que quieras. Puedes quedarte con nosotros o podemos intentar que cruces la frontera.

Lobo nunca me había dicho nada sobre Oriente Medio. Rehuyó mi mirada inquisitiva. ¿Había sido el plan desde el principio? ¿Llevarme al refugio y separarnos? ¿Protegerme, pero sólo hasta un momento dado? Por otra parte, ¿qué haría en Oriente Medio? ¿Qué misión le tenían reservada?

La idea de la separación hizo que me fallaran las rodillas, así que me senté. No llores, me dije, pero mi voluntad era impotente. Lobo se colocó a mis espaldas y me puso una mano en el hombro.

—Mia viene conmigo —le dijo a Witold.

Sentada en la parte trasera del coche, con un abrigo pesadísimo de lana, vi pasar muros de piedra iluminados por los faros. A lo largo de las carreteras llenas de baches que conducían a la frontera eslovaca, aparecían y desaparecían pueblecitos y aldeas: Rowien, Michalkowice, Praq…

El conductor del Steyr, un desconocido a quien le sentaba mal el uniforme alemán, contaba malos chistes verdes en polaco a Lobo. Me acordé del comportamiento de mi «marido» con los marineros del vapor, y de la rabia que había sentido contra él, pero ahora los chistes me parecían inocentes. ¿Qué daño hacía Lobo descansando un poco de tanta tensión?

—No se preocupe, señora —dijo el conductor—, que en el bosque no tendrán ningún problema. ¿En los Beskids? ¡Qué va! Los tenemos tan llenos de partisanos que los nazis tienen que colaborar con nosotros para salvar su asqueroso pellejo. Hasta los gitanos se pasean tranquilamente. Ya lo verá.

Gitanos y judíos. El día en que los unos y los otros pudieran vivir tranquilos, yo estaría en el paraíso.

Vimos aparecer las franjas diagonales y rojas del control fronterizo, cuya barrera, cruzada en el camino, tenía la solidez de un mondadientes. El camión frenó y eligió justo ese momento para traquetear y calarse. Un guarda se acercó y levantó la linterna para vernos las caras.

—¡Ah, eres tú, Jerzy! Veo que sigues con el servicio de transporte. ¿Esta vez a quién llevas?

Jerzy le dio al estárter, pero no consiguió meter la marcha.

«Heil Hitler», Karl —dijo—. Esta vez llevo al Führer en persona.

El guarda no lo encajó demasiado bien.

—Muy gracioso.

—No; son el doctor Heller y su mujer. El doctor viene directamente de Berlín, y le estaba contando tus experimentos de horticultura.

—Fascinantes —se apresuró a decir Lobo—. De hecho yo también me dedico un poco a la horticultura.

—¡Qué bien! ¿Le apetece venir a mi casa? He estado injertando albaricoqueros en…

—Será mejor que lo dejemos para el viaje de vuelta —dijo Jerzy—. Ahora mismo tenemos un poco prisa.

—Bueno, pues entonces los documentos, por favor.

—No los llevo encima —dijo Jerzy con calma. Lobo me cogió la mano—. El viaje del doctor Heller ha sido autorizado por el Obersturmführer Wolsong, de la División Panzer 323, sin tiempo para órdenes escritas. Es fundamental que el doctor Heller y su esposa…

—Las nuevas directrices de Berlín establecen claramente que no se puede cruzar la frontera sin salvoconducto en ninguna circunstancia.

—La documentación está a punto de llegar —dijo Jerzy—. La recibirás mañana mismo. Pasado mañana, como muy tarde. —Cogió algo que tenía detrás y le dio al guarda una lata del tamaño de una caja de galletas—. Regalo de Margot. ¡Cógelo, hombre! Es plumcake de manzana. No hay nadie que lo haga como Margot. Seguro que hace meses que no comes nada tan bueno. Venga, cógelo. Cuando te lo hayas acabado ya tendrás los documentos. Ahora la misión del doctor no puede encontrar ningún impedimento. Debe comunicar directamente sus averiguaciones al subsecretario del Ministerio de Salud. —El motor se puso en marcha. Jerzy hizo avanzar ligeramente el vehículo—. «Heil Hitler».

«Heil Hitler». —Karl no hizo el gesto de apartarse—. ¿Qué le digo mañana por la mañana a mi relevo?

—Yo de ti no le diría nada. Y tampoco le daría ni un trozo de pastel, al muy glotón. No sabría apreciarlo.

El guardia retrocedió con una sonrisa cómplice. Segundos después se levantó la barrera, y avanzamos por los baches de la carretera eslovaca sin pavimentar.

Guardamos un largo silencio, hasta que Lobo dijo con voz ronca:

—Gracias.

Miré hacia abajo. Lobo me había hincado las uñas hasta hacerme sangrar, pero no me dolía. Sólo sentía ganas de abrazar a aquel desconocido que se había jugado la vida por nosotros sin quejarse. Me pregunté cuántas había salvado.

El conductor volvió a tantear a sus espaldas y sacó otra lata.

—La verdad es que está muy bueno —dijo, dándomela—. Margot sabe mucho de hornos.