En comparación con la palangana de nuestro camarote, donde había intentado quitarme la suciedad moral que se me había enquistado en los poros, el agua gélida del estanque fue un verdadero bálsamo. En ese momento, ni las propias catacumbas de los muertos de Sandomierz, por donde habíamos huido, me parecían peores.
Sintiendo la mirada de Lobo, me metí un poco más en el agua. Él se estaba quitando los pantalones. Ya tenía la camisa abierta hasta el ombligo.
—No entres —le advertí.
Sonrió con suficiencia.
—Lo dices en broma.
—No, lo digo en serio. Espera a que yo esté limpia. Luego te bañarás o no, que eso ya es cosa tuya, y ahora déjame en paz.
—¡Qué tonterías dices! —Se inclinó hacia el estanque, como si quisiera sacarme a la fuerza—. Hay que seguir. Faltan varios kilómetros para Mielac y debemos llegar hoy. Tendremos que viajar a la luz del día, y cada minuto que perdamos empeorará la situación. ¡Venga!
—Vete a la porra. Como metas el pie en el agua, te mato. Venga, alcánzame el peine y no me mires tanto.
Obedeció y se quedó entre las aneas, rumiando su mal humor. Yo peiné lentamente mi cabello, centímetro a centímetro, hasta quitarle todo el barro, los piojos y los nudos. Sintiendo que el frío se filtraba en mi cadera mala (la izquierda), miré mis brazos y mis piernas escuálidos. Ahora que habíamos salido sanos y salvos tanto del gueto como del vapor, me atreví a imaginarme que lo recuperaría todo: mi familia, mi música y mi propio cuerpo. Todo lo que me había sido arrebatado dos años atrás.
¿Volvería a estar sentada en el salón de nuestra casa, cantando, discutiendo con Jozef y escuchando música? ¿Oiría de nuevo las riñas de papá y las palabras de consuelo de mamá? ¿Podían borrarse los recuerdos? Litzmannstadt, Nate Kolleck, los cigarrillos, Lobo…
… cuya voz me gritaba:
—¡Mia, por amor de Dios!
—Ya salgo, ya salgo.
Salí de mala gana andando por el fondo cenagoso del estanque.
Lobo me tendía su camisa en la orilla, para que la usara de toalla, pero pasé de largo y, pisando con cuidado, llegué a un claro. Me tumbé cerca de un sauce. El sol hacía brillar las gotas de agua de mi cuerpo. Poco a poco fue volviendo el placer, una sensación tan extraña que al principio no la reconocí. Dejé que la yema de mis dedos acariciasen mis brazos y mi ingle, gozando de mi cuerpo, y de estar viva.
Una sombra tapó el sol. Vi a Lobo justo delante, con los brazos cruzados y mi camisola arrugada entre las manos. Me incorporé enfadada.
—¿Por qué me haces esto? —gruñó él, tirando la bola de ropa a mis pies.
—¿El qué?
—Tocarte aquí tumbada. Me vuelves loco de deseo, y ahora no tenemos tiempo para eso. ¡Sería peligroso entretenernos!
Me vestí deprisa, avergonzada, y abrí el hato que había dejado en la orilla.
—Mira, Lobo, he encontrado un nido en la orilla. —Se lo enseñé—. Hay tres huevos. Nuestra comida. —Hablaba con dificultad. En mis pulmones ardía una tristeza que no me dejaba respirar—. Toma —dije—, cómete dos.
—Despierta, que tenemos que irnos.
Las manos de Lobo zarandearon suavemente mis hombros. Habíamos caminado tres o cuatro horas hasta que, sintiéndome agotada, nos habíamos echado a dormir un poco. Lobo prefería viajar de noche. Era como si tuviera un reloj interior que le marcaba un plazo, mientras que a mí me daba lo mismo el momento en que llegáramos a la frontera, siempre que no nos pillaran de camino.
—Son unos ciento veinticinco kilómetros por la orilla, y en las últimas dos noches no hemos hecho más de sesenta.
Le miré con sorpresa. ¿Ciento veinticinco kilómetros?
—Creía que el barco nos había acercado a la frontera —dije—. No puede estar tan lejos.
Me miró muy serio.
—Es que no cruzaremos la frontera.
—¿Cómo que no? ¿Qué quieres decir? Creía que el plan era…
—El plan es llegar a un refugio y seguir luchando. ¡Tú, yo y centenares de los nuestros!
¡No! Me rebelé interiormente. Estaba harta de luchar y de correr, harta de refugios que no refugiaban y de planes que acababan siendo simples mentiras para engañarme.
—Yo me voy a la frontera, digas lo que digas. —Le pegué con los puños—. No aguanto más.
—Tus padres están en Auschwitz —dijo él inexpresivamente—. Auschwitz queda cerca de Cracovia. El refugio está cerca de Cracovia. Desde allí podrás llegar hasta ellos.
Era tan absurdo que estuve a punto de reírme. ¿Se había vuelto loco? ¿Por qué mentía?
—No das ni una. Mis padres y Jozef están en Treblinka. ¡Treblinka! No sabes lo que dices.
Me cogió en sus brazos y me susurró como a una niña:
—Shhh. ¿Te acuerdas de la carta de tu padre, la que le dictaron a la fuerza? Pues estaba escrita el último día que pasó en Treblinka. Bueno, que pasaron él y tu madre. Conseguí que Peter les siguiera la pista. Aunque no te lo creas, me sentía preocupado por tu familia y le pedí que averiguase cómo estaban. Les trasladaron a Auschwitz, otro campo peor que el primero, pero tuvieron suerte. La mayoría de los que iban en el mismo tren fueron exterminados. —El dolor se reflejó en su cara—. Tu padre es médico, y en Auschwitz necesitan médicos; no para los judíos sino para los alemanes, porque todos los médicos alemanes están en el frente.
Eran tantas noticias que me desbordaron. Mi cerebro era como un avispero de preguntas.
—¿Y mi madre? ¿Por qué se salvó?
Lobo se encogió de hombros.
—Ni idea. Quizá sepan que mientras ella esté viva tu padre no intentará nada raro, como equivocarse de medicamento o dejar una burbuja de aire en la jeringuilla.
—¿Y Jozef? —Habría preferido no preguntarlo.
—Es el problema. Peter no pudo averiguar nada.
El sentido de sus palabras fue como un mazazo. Se me humedecieron los ojos.
—O sea que está muerto. No me mientas, Lobo. Tengo razón, ¿verdad?
Me abrazó con más fuerza.
—No necesariamente. Nuestras fuentes no pueden preguntarlo todo. Si se pasaran de la raya nos pondrían a todos en peligro. Peter se informó sobre tus padres como un favor personal. No podía pedirle que…
—Ya lo entiendo. —Las esperanzas eran ínfimas, pero me aferré a ellas—. Cuando lleguemos al refugio, puede que me entere por mis propios medios.
Él negó con la cabeza.
—Podrías intentarlo, pero te suplico que no lo hagas.
¿Que no me informara sobre Jozef? Era como pedirle a una muerta de sed que no bebiera. Me aparté de él.
—En Auschwitz hay cuatro o cinco campos de trabajo —me explicó—. Cada uno con unos veinte mil reclusos, o el doble. El conjunto ha recibido el nombre de «zona de campos de Wartheland». Debe de estar plagado de soldados alemanes, sin contar los vigilantes y los perros. Sería un suicidio.
Desahogué toda mi rabia.
—No lo entiendo. Dices que no cruzaremos la frontera porque tenemos que seguir luchando, y yo te digo que no quiero. Entonces me cuentas que estaré cerca del campo donde están mis padres, y puede que mi hermano, pero me dices que no puedo intentar ponerme en contacto con ellos. Me has estado mintiendo desde el principio, y usando nuestro «matrimonio» como una excusa para acostarte conmigo. ¿Lo de los documentos fue idea tuya? ¿Le pediste a Peter que los falsificara para poder follar conmigo? Y ahora… —Respiré hondo para controlarme—. Si mi familia aún está viva, tengo que encontrarla. Es lo único que me queda.
Me tendió los brazos.
—Me tienes a mí.
Conque era eso. Lobo había dicho que me quería. Yo no acababa de entenderlo, pero ¿qué otro motivo podía tener su comportamiento, no ya de los últimos días, sino de los últimos meses, sino el amor? Quería tenerme a su lado. Me necesitaba. Lo que quisiera yo, lo que necesitara, carecía de importancia. Fue el día en que odié más a una persona, y eso que había recibido toda clase de maltratos.
El mero hecho de verle era una tortura. Me giré, pero él me cogió por la muñeca y me impidió salir corriendo.
—No sabes hacia dónde ir. No sabes dónde queda la frontera, ni dónde hay un refugio. Ya es bastante difícil sobrevivir los dos juntos. Sin mí estás condenada.
—¡Me da igual! —grité—. Prefiero morirme a estar contigo.
No reflejó el dolor que debí de causarle.
—La única posibilidad de volver a ver a tu familia es quedarte conmigo. Te prometo que te ayudaré. Iremos directamente a Auschwitz, pero tendrás que dejar que te guíe.
Lo dijo con serenidad. Yo, sabiendo que tenía razón, y que el amor familiar era más importante que el odio que pudiera inspirarme Lobo, asentí en silencio. Él sacó el mapa del bolsillo y lo estudió.
—Hay unas vías a diez kilómetros. Si las seguimos en vez de ir por el río, nos ahorraremos unos cincuenta. Será más peligroso, porque cerca del agua se está más protegido, pero quizá valga la pena arriesgarse.
Me observó tan fijamente que no tuve más remedio que acabar mirando sus ojos apenados.
—No sé —dije—. Decide tú.
Caminamos toda la noche y parte de la mañana. Yo le seguía como un autómata, obediente y con imágenes de Jean-Phillipe en la cabeza. Era la única manera de imaginar que me guiaba un hombre a quien quería. Lobo era fiero y decidido, carecía de ternura. Sabiendo que también estaba enfadado, no aflojé el paso ni un momento, para no darle la satisfacción de verme flaquear, a pesar de que tenía la cadera inflamada y de que cada paso provocaba un aguijonazo en mi pierna.
Lobo había optado por seguir las vías. El paisaje se volvió más agreste, y más espesos los bosques de abedules y abetos nudosos. Nos detuvimos en un pinar e hicimos turnos de vigilancia mientras el otro dormía. Al anochecer reanudamos nuestro viaje, agradeciendo que la luna nos permitiera esquivar los troncos y las ramas del suelo. Siempre caminar, y caminar… Parecíamos las únicas personas vivas del planeta.
—¿A cuánto calculas que estamos de Cracovia? —le pregunté a la mañana siguiente.
—A cinco o diez kilómetros. Con estas estribaciones del demonio es difícil saberlo.
Suspiré.
—La última vez que fui a Cracovia le pregunté a mi hermano dónde estaban los judíos. Me contó que habían huido porque no les gustaba cómo les trataban, pero también me dijo que el antisemitismo no le parecía tan grave.
—¿No se te ocurrió preguntarle por qué iba a una universidad donde los judíos tenían que sentarse en bancos separados? ¿Ni qué opinión le merecía que recibieran palizas gratuitas de sus compañeros de clase? Todo eso antes de que llegaran los nazis, Mia.
—Ya lo sé. Supongo que por alguna razón éramos inmunes. A fin de cuentas era la Universidad Jagellónica.
—Yo también tuve la tentación de ir —dijo Lobo—. Antes de la guerra, mi sueño era ser médico y salvar vidas. Me parecía muy importante tener un título de una facultad de medicina, pero cuando vi lo que pasaba opté por una escuela judía. Luego, cuando estalló la guerra, los nazis reunieron a los profesores en el patio y los ametrallaron.
—Y tú te uniste a la resistencia —dije, simpatizando con él a mi pesar.
—No tenía sentido quedarse en Cracovia. Para mí sólo es una avanzada nazi en la frontera con el Wartheland. Según Peter, está plagado de transportes alemanes. Han enviado todos los judíos a Auschwitz. Será lo que nos pasará a nosotros si nos cogen. Eso en el mejor de los casos. Y te aseguro que no es la forma de encontrar a tus padres.
—Pues entonces vayamos directamente a Aushwitz.
—¿Para qué?
—Para encontrarles. Para rescatarles.
—O para que nos encuentren a nosotros… y nos maten.
—¡Me da igual! —grité—. Tú dices que nos matarán allá donde estemos. Al menos estaré con mamá y papá.
Lobo asintió.
—Y yo contigo.
La sencillez de sus palabras me conmovió hasta lo indecible. Ahora ya no hablaba de ningún refugio. Lobo moriría conmigo, y por mí. Se me hizo un nudo tan grande en la garganta que casi no podía tragar. El ladrido lejano de un perro nos hizo adentrarnos por el bosque, que al ser tan frondoso reducía las posibilidades de que nos vieran. Lobo me animó a seguir caminando. A mediodía llegamos al fondo de un barranco y encontramos un matorral con suelo de musgo donde forcé un descanso.
—Tienes que dormir —dije—. Esta vez me toca a mí el primer turno de vigilancia. Tendrías que verte. Se te cierran los ojos.
Lobo se tumbó boca arriba con una rodilla doblada, los ojos cerrados y la respiración regular. ¡Pobre! Con toda su inteligencia y valor, vivía en un mundo infantil de blancos y negros, de indios y vaqueros, como esas ridículas películas americanas que habíamos visto alguna vez en Lodz. Pensé en lo reconfortante que debía de ser ver el mundo sin ambigüedades. Un mundo donde todos los judíos eran buenos y todos los alemanes malos, y donde era irremediable que lucharan hasta el último superviviente. Seguro que en cualquier grupo de gente había buenos y malos. ¿Qué razón podía tener Dios para elegir a los judíos entre toda la humanidad para ese favor tan especial que nos había granjeado el odio de los no judíos? Y suponiendo que sí, que nos hubiera elegido, ¿para qué? ¿Para favorecernos, o para el sufrimiento que nos estaba infligiendo? ¿Qué Dios podía ser tan cruel, incluso si en el cielo nos esperaba la redención?
Lobo se despertó a medias. Le dejé apoyar la cabeza en mi regazo y volvió a dormirse. Estaba claro que me quería. Lo había demostrado con creces, pero ¿cómo podía pensar en ser correspondido? Mujeres asediadas por la guerra, mujeres en guetos, escondidas, vendiendo tabaco en las esquinas a los nazis, poniendo trampas mortales a oficiales alemanes… ¿Cómo podían amar esas mujeres?
Le dejé dormir plácidamente en mi regazo, mientras acumulaba todo mi valor y fortaleza. Al amanecer estaríamos en la zona de campos de Auschwitz, recientemente repoblada.