11

En algún momento de la noche, el Vístula se había vuelto más ancho y profundo, y las llanuras que nos rodeaban se habían convertido en acantilados de seis o siete metros de altura. Desde nuestro miserable ojo de buey, el agua revuelta parecía subir hasta el horizonte, donde se unía a un cielo bermellón. Apoyada en un codo, vi que el alba dibujaba una franja luminosa en el río.

La corriente, cada vez más fuerte, hacía rugir las hélices del barco. De tanto ver balancearse las orillas acabé mareada. A la velocidad que íbamos, probablemente tendríamos que pasar otro día y otra noche a bordo del carguero.

Lobo y yo compartíamos una litera muy estrecha, ligeramente ablandada por un jergón de paja. Estábamos tan agotados que habíamos dormido profundamente toda la noche. Cuando la luz del alba penetró tímidamente en el camarote —poco más que un pequeño almacén lleno de cajas, sogas y otros artículos náuticos—, sentí que la mano de Lobo se deslizaba por debajo de la manta hasta posarse en uno de mis muslos. Los dos estábamos vestidos, pero sentí su calor. Aparté su mano y le di la espalda.

Me obligó a girarme.

—Mia —dijo—, te quiero. —Su voz rezumaba dolor—. Tengo miedo de perderte. Quiero sentir todo tu cuerpo. No sabemos qué nos espera. Pase lo que pase, quiero recordarte.

Al arrimarme a él, sentí la resistencia de su pene duro.

—No, Lobo; soy virgen, y no es ni el lugar ni el momento adecuados para hacerlo.

En la penumbra, su cara reflejaba una juventud inverosímil.

—Antes nunca se lo habría dicho a nadie, pero supongo que ya no importa. Nunca he estado con ninguna mujer. Vaya, que supongo que también soy virgen.

Quizá le estuviera afectando la tensión del viaje. En todo caso, no era el Lobo que conocía. Fuera del gueto, mi valeroso combatiente de las calles era vulnerable, y me di cuenta de que en muchos aspectos me necesitaba.

Le di un beso en la boca. Él me abrazó. Tenía la barba rasposa y el aliento caliente. Temblaba. Al verme desnuda, murmuró:

—Qué guapa, Mia…

¡Teníamos tan poco sitio! Fue un milagro, pero el caso es que ocurrió.

Lobo se sentó y, tras una mirada a la mancha de sangre de la sábana, bajó de la litera y se vistió. Al llegar a la puerta del camarote, se giró para mirarme. ¿Lo que vi en sus mejillas eran lágrimas?

—Ya tenemos algo que nunca olvidaremos —dije.

Cerré los ojos, y en ese momento sonó sin querer en mi cabeza la música que Mozart había puesto a don Giovanni para seducir a la inocente Zerlina.

Entramos en una zona de mesetas. Encima de los barrancos de la orilla, que parecían fiordos, una manta de robles y hayas retorcidas llevaba hacia los Cárpatos lejanos.

Era un día caluroso, más propio de agosto que de abril. Yo había subido a la cubierta. Las corvas se me pegaban a la silla por debajo de mi vestido de lana. El aire estaba tan denso y cargado que el cielo se había vaciado de pájaros, sólo quedaban nubecillas que zumbaban, compuestas por millones de insectos invisibles.

Adelantamos a una barcaza cerca de la orilla oeste. Estaba tripulada por adolescentes, desnudos de cintura para arriba, que la impulsaban mediante largos palos de madera, haciendo ondular sus espaldas y sus fuertes antebrazos. Percibí la potencia de sus músculos y casi sentí tensarse sus tendones.

En el Baluty había mirado muchas veces los pechos y estómagos desnudos de los trabajadores, imaginando que sus ojos soñolientos recorrían mi cuerpo, y ardiendo en deseos de sentir sus labios en los hombros y el cuello. ¿Dónde estaba ahora ese inquietante misterio, con su promesa de éxtasis? ¿Dónde estaba la fascinante ternura?

Oí las voces de los marineros, que le tomaban el pelo a mi marido y contaban sus conquistas. Sus risas relajadas me daban dentera, pero no tanto como las protestas de Lobo.

Traté de imaginar la indignación que habrían sentido mis padres al enterarse del bochornoso comportamiento de su hija en un vapor que navegaba por el Vístula, pero no conseguí ver sus caras. Estaban tan lejos como el paraíso.

Me levanté para acercarme a Lobo, que estaba sentado en una caja, rodeado por varios marineros.

—Estábamos tomando una copita, cariño —dijo él con voz pastosa, dando unas palmadas a la caja—. Ven, que celebraremos nuestra noche de bodas.

—Una copa. Trae una copa del comedor para la señora. ¡Venga, muévete!

Las palabras del segundo de a bordo iban dirigidas al grumete, que salió corriendo entre las carcajadas de la tripulación. ¿Podía haber algo más gracioso que una recién casada ruborizada y un recién casado achispado?

Lobo volvió a llamarme a su lado. Luego se giró hacia la tripulación.

—Vamos a sobornar al cocinero. Treinta zlotys por otra botella de su slivovitz. Y si brindáis por la novia, invita el novio.

¡Treinta zlotys! Dinero que necesitábamos para menesteres mucho más importantes.

Justo entonces, cortando mis protestas, por otra parte inútiles, se acercó una patrullera alemana, y en cuestión de segundos me quedé sola con Lobo en la cubierta, mientras los marineros salían corriendo en diversas direcciones.

Un oficial alemán solicitó subir a bordo, petición que le fue concedida. El capitán del vapor salió al puente de mando, con su reluciente uniforme blanco. Lobo me cogió por la cintura en actitud protectora.

Fingí aceptar su abrazo.

—Estás borracho —le susurré al oído—. Si nos pregunta algo, déjame hablar a mí.

Le llevé a la borda de babor, donde los marineros estaban echando un cabo a la lancha del oficial.

Lobo se aferró a la barandilla. Me pregunté qué había sido del sagaz y arrogante partisano de otros tiempos. ¿Y del joven marido jactancioso? Mientras miraba su perfil, tuve el vago deseo de que se girara y me guiñara el ojo, dispuesto a estafar veinte zlotys al enésimo canalla de la Gestapo a cambio de falsos cigarrillos, pero evitó mi mirada y apretó los puños. Temiendo que su miedo fuera tan patente que nos delatara, le apreté la mano con todas mis fuerzas y traté de sonreír.

El alemán y nuestro capitán parecían conocerse. Se dieron la mano e inspeccionaron juntos a la tripulación. Oyéndoles hablar, deduje que el capitán era un contrabandista y que el oficial lo sabía, pero como el uno hablaba en polaco y el otro en alemán no me quedaron claros sus tejemanejes. Quizá hacía varios días que habían ultimado la operación.

El alemán se refirió a nosotros con un gesto de la mano.

—¿Y éstos? ¿Quiénes son?

—Nuestra pareja de recién casados: Stephanie y Johan Pavlovski.

El capitán tuvo que repetirlo, porque se le trababa la lengua con el alemán.

—Encantada de conocerle —dije yo en alemán con una reverencia, tendiendo la mano.

—No, señora, el gusto es mío. —El oficial frunció el entrecejo y miró a Lobo a los ojos—. ¿Y usted?

—Le pido disculpas por mi esposo, señor. Casi no habla alemán, aunque lo entiende un poco.

—Entonces es polaco. ¿Eso quiere decir que es judío?

—¡No, por Dios! ¿Cómo podría casarme con un judío? La madre de Johan, que en paz descanse, era Volksdeutsche de pura cepa. De Warta.

—Pero usted domina perfectamente el alemán, mein Liebchen. ¿Significa eso que tiene ascendencia aria?

Bajé la mirada, diciéndome que la próxima vez tendría que adoptar un dialecto regional. Mi alemán era demasiado bueno.

—No, mis padres también eran polacos, pero trabajé de au pair en casa de un fabricante alemán de lentes ópticas.

Por su manera de mirarme, era evidente que estaba encantado con lo que veía.

—Espero que no se encuentre en el vapor de este buen amigo mío porque ha huido de su jefe…

—Le juro por Dios que no. —Metí la mano en el escote para sacar el pequeño crucifijo que había comprado meses atrás para emergencias de esa clase, y lo besé fervientemente—. El hermano de la madre de Johan tiene una granja en Ostrowiec, y siempre le había prometido a Johan que el día que quisiera trabajar en ella…

El alemán se encogió de hombros.

—¿Creen que los rusos habrán dejado algo en pie?

Lobo y yo nos miramos con los ojos muy abiertos.

Weiss nicht[2] dije yo.

Weiss nicht —repitió Lobo.

Nos quedamos callados en espera de más información. Me pregunté si era posible que los rusos estuvieran liberando las llanuras del sur. Ojalá.

—Bueno, pues ya se pueden ir. Capitán Jaslo, voy a poner rumbo a la orilla occidental. Usted haga lo mismo. ¿Le apetece que cenemos juntos, suponiendo que esté todo en orden con los permisos de desembarco y los documentos? A condición, eso sí, de que la novia nos haga de intérprete.

—Le aseguro que nada me complacería tanto, herr Kapitän —balbuceó nuestro capitán.

—Para mí también será un honor —dije yo.

—Pues nada, decidido. —El alemán volvió a mirarme—. Estoy seguro de que encontraremos intereses comunes.

La patrullera alemana atracó al lado de unas huertas de albaricoqueros y almendros. Cenamos en la cubierta. Con el telón de fondo de un coro de ruiseñores, y de las aguas salobres del Vístula lamiendo el casco, oímos las notas de Pequeña serenata nocturna mientras comíamos pescado fresco con verdura, como si fuera nuestro menú diario. Mi intención era guardarle un poco de comida a Lobo, escondiéndola en una servilleta o pidiéndola con franqueza, pero me avergüenza reconocer que al final me lo comí todo, y que me costó guardar la compostura para no devorarlo en un santiamén. El capitán no tuvo tantos reparos.

Aunque el sonido de los violines estuviera distorsionado por un rudimentario altavoz, Mozart me conmovió tanto como siempre. Apasionado, alegre, profundo… Daba la impresión de que los comensales —el capitán, el segundo de a bordo, yo y los propios alemanes— hacían un gran esfuerzo por olvidarlo todo y concentrarse en las cadencias y las melodías.

Nuestro anfitrión nos contó con orgullo que Alemania estaba consolidando su control del norte de Francia. Imaginé sin gran dificultad el ruido de las botas y los tanques por los adoquines. Pronto el ejército estaría en París. Mi lycée sería un excelente cuartel para algún general alemán, quizá el jefe de una división Panzer. Podrían tomar coñac en la biblioteca y celebrar bailes en el auditorio.

¿Y mis compañeras de clase? ¿Qué sería de ellas una vez las fábricas, despachos y castillos de sus padres hubieran sido requisados, y no quedase nada de sus obras de arte, coches, muebles y cubertería de plata? Cierto que había cosas peores que coser botones en uniformes o vender cigarrillos en el mercado negro, pero para mis compañeras de clase sería un trabajo insoportable. A mí, en el ínterin, me habían desvirgado en el sucio camarote de un vapor. De momento, sin embargo, disponía de unas horas para volver a ser humana, aunque fuera en calidad de invitada de nuestro máximo enemigo. Nos sirvieron una galantina de carpa con crema de rábano picante, tarros de encurtidos y conservas requisados, budín de castaña y vodka dulce. Sentada delante de una mesa de teca pulida y lacada, yo no comía únicamente con el obsequioso oficial alemán y nuestro capitán polaco, sino con las velas y con Mozart.

Nuestro capitán me dio un suave codazo.

—Buenísima, la cena. Buenísima.

Lo traduje.

—Confío en que se queden un poco más como mis invitados.

—Sería un placer, pero tenemos que desembarcar en Sandomierz antes de mañana por la noche, conque si me disculpa, Kommandant…

La mirada del alemán pasó de mis labios al bigote movedizo de nuestro capitán.

—Dígale que ha subido la tarifa. Me conformo con cinco mil zlotys.

Al entender lo que le pedían, el capitán palideció.

—¡Pero si ese dinero no lo veo junto ni en un mes! Imposible. Además, aunque llevara tanto dinero a bordo, ¿cómo podría explicárselo a mis superiores?

—No proteste —gruñó el alemán—. Los polacos no discuten con oficiales del Reich, y menos cuando hacen contrabando de licores en su barco y transportan ilegalmente a personas de dudosa condición. Si se niega a pagarme, tendré derecho a reventar su carraca o mandarle fusilar. —Se giró hacia mí—. Traduzca exactamente mis palabras.

Así lo hice.

—Tiene que aceptar —le dije al capitán—. Sólo hay dos opciones: o pagar el soborno, o que nos maten a todos.

Él suspiró.

—Bueno, pues dígale a ese cerdo apestoso que se quede sus zlotys de mierda. Si quiere se los meto uno a uno por el culo a su Führer.

—El capitán polaco acepta con mucho gusto los términos que ha expuesto usted —dije en alemán—. También desea regalarle una caja de schnaps a título personal.

El alemán sonrió.

—O este hombre se sale de la media de los tontos polacos, o es usted una joven muy lista. Y mentirosa.

—¡No, no, señor! Le aseguro que es exactamente lo que ha dicho.

—Da igual, acepto. Guardias, llevaos a este imbécil y comprobad que no nos engañe. Si se pone desagradable, le tiráis por la borda. Habrá alguno de vosotros que sepa contar hasta cinco mil. Cinco mil, ¿me explico? Ya decía yo. —Me miró—. Ahora, querida, antes de que se marche, tomemos otra copa de coñac y sigamos escuchando a Mozart.

Palidecí.

—Es que…

Él se rió.

—No, no, tranquila, que me ha interpretado mal. No la obligaré a follar conmigo la misma noche de su boda. ¿Por quién me toma, por una especie de monstruo?

—¿Se puede saber qué demonios hacías?

Lobo cerró el camarote de un portazo.

Me encogí de hombros.

—Estás borracho, camarada.

—¿Ah, sí? Puede ser, pero no has contestado a mi pregunta. «¿Qué has estado haciendo en el otro barco?»

Le fulminé con la mirada.

—¿Esto qué es, un tribunal revolucionario? Y yo que creía que era un camarote de tres al cuarto en un vapor de mala muerte…

—El sarcasmo no te sienta bien.

—Bueno, camarada, pues me declaro culpable de haber bailado el vals con alemanes. Muchos alemanes. Primero el capitán, luego el segundo de a bordo, y luego no sé qué oficial. Es más: me he zampado su comida y me he bebido su vino.

—Confraternizando con el enemigo, vaya. —Lobo se paseaba por el diminuto camarote—. En el gueto, por algo así ejecutaban a las chicas.

—Pues ejecútame, ejecútame. ¿Cómo quieres hacerlo? ¿Asfixiándome? ¿Qué te parece el estrangulamiento? Siento no tener un garrote como Dios manda, pero en mi bolsa hay medias, y seguro que podrías…

Me golpeó sin reparar en la fuerza de la bofetada.

—Te ha gustado, ¿verdad? Tantas manos de cerdos alemanes en tu cuerpo… Seguro que cuando bailabas con ellos les dejabas que te manoseasen el culo.

Viendo su angustia, me ablandé un poco.

—¿Es que no sabes pensar? Ha sido como en la plaza Tres Cruces: te compran cigarrillos y esperan cierto grado de permisividad. Al final te acostumbras. El capitán alemán me ha metido cien zlotys en la camisola. ¿No te parece bien pagado, para un vals?

—Pero es un nazi de mierda, y tú te has divertido. Has disfrutado de cada minuto.

—¿Por qué no? La música, la comida, el vino… Nada de eso era nazi. No ha sido idea mía ir a cenar. He ido como intérprete. Y por si te consuela, no me ha gustado tener que bailar a la fuerza. —Le miré con desagrado—. Si es que los hombres sois más tontos… ¿En serio creéis que a las mujeres les gusta que las sobe cualquiera? ¿Que les pellizquen el culo y les rocen las tetas «accidentalmente»?

Se quedó callado, luchando como un gladiador contra sus propios sentimientos.

—Y ahora, no aprietes tanto los puños y apaga la luz —dije—, que estoy agotada.