10

El gueto se convirtió en mi segundo hogar. Era una ciudad donde vivían casi quinientas mil personas. Si tenía que cruzar el control en una u otra dirección, esperaba a que la policía local, que parecía indiferente a todo, relevara a las SS.

En poco tiempo nos volvimos tan osados que atravesábamos los controles sin ningún miedo, y hacíamos gestiones «legítimas» a ambos lados de la barrera.

Yo escribía a Treblinka dos veces por semana, poniendo la calle Krucza en el remite, y un día —¡milagro de milagros!— recibí una respuesta. Me la dio Lobo mientras íbamos con nuestra mercancía por un barrio comercial.

Treblinka, 17 de abril de 1941

Bueno, hija y hermana de nuestro corazón,

por fin tenemos la oportunidad de escribirte desde el campo de trabajo. No podemos decir que las condiciones sean malas. Yo, Benjamin, trabajo en el campo, pero no es una labor penosa. En atención a mi edad, nuestros jefes no me presionan tanto como a los demás. Nora trabaja en la cocina, ayudando a preparar las comidas del campo, que son poco abundantes pero sanas. En cuanto a Jozef, le va mejor que a nadie. Se ha convertido en la estrella del equipo de boxeo.

Te escribo para pedirte que nos envíes mantas de lana, y también, si es posible, botas de cuero y almohadas de plumón. Preferiría no tener que mendigar así, pero hace frío, y los administradores del campo, a pesar de sus esfuerzos, no han podido conseguir bastantes suministros de Berlín. Por otro lado, si te sobra algo de oro, el comandante del campo nos lo entregará sin falta y lo usaremos para comprar artículos de primera necesidad, como jabón y maquinillas de afeitar.

Dales muchos recuerdos a Esther y David. También a nuestro querido tío Horowitz. Dile que siempre le tenemos en nuestros pensamientos.

Con todo nuestro amor

Le di la carta a Lobo.

—¿Es la letra de tu padre? —preguntó.

—Sí, pero floja, como si no tuviera fuerzas. —Mi alegría era incontenible—. ¡Pero está vivo!

—No sé hasta cuándo —dijo Lobo, extremadamente serio.

Sentí la opresión del miedo.

—¿Qué quieres decir?

—Esta carta es una sarta de mentiras. Supongo que ya te has dado cuenta. —Resopló—. «El tío Horowitz siempre está en nuestros pensamientos». Es como llamaban los judíos a Hitler en los chistes de antes de la guerra. Lo que te está diciendo es que la carta se la ha hecho escribir Hitler, o en todo caso sus secuaces.

Yo lo del «tío Horowitz» ya lo sabía, pero la emoción de leer la carta me había hecho pasar por alto el comentario de mi padre.

—Entonces lo de que en el campo no se trabaja mucho, lo de la buena comida, lo del equipo de boxeo…

—Mentiras.

Me resistí a creerle.

—Pero ¿qué sentido tiene?

—Es evidente que necesitan provisiones: mantas y cuero para las tropas, y oro para ellos. Por eso le han dictado la carta a tu padre. Seguro que en Polonia hay miles de familias que han recibido la misma. —Sacudió la cabeza—. ¿Cómo se puede ser tan sádico? ¡Dios mío! ¡Qué talento para torturarnos!

Me convencí de que tenía razón. La carta no era un bálsamo, sino un veneno.

—¿Qué podemos hacer? —pregunté, con la misma sensación de impotencia que en casa de la vieja ciega.

—¡Seguir luchando!

Sus palabras eran animosas, pero le vi abatido y muy cansado. Miré nerviosamente a un grupo de calaveras SS que salían de un café para alemanes de la plaza Tres Cruces. Me acerqué a ellos.

—¿Los oficiales desean cigarrillos?

Compraron diez paquetes en total, entre comentarios insinuantes a los que yo, a esas alturas, ya me había acostumbrado. En cuanto a Lobo, fue como si se esfumara, pero volvió en cuanto los soldados se hubieron ido de la plaza.

La plaza era el escenario de todos mis negocios. Parecía mentira que hubiera cambiado tanto. Antes de la llegada de los alemanes había sido muy bonita, con su catedral bizantina y su colegio moderno, pero ahora era un nido de prostitutas y vendedores de cigarrillos.

El sol de abril aún no había calentado el gueto. Lobo llevaba un grueso abrigo de paño, con pantalones de pana y una chaqueta de manga larga.

—Ya no tendrás que preocuparte por los soldados —me dijo—. Tengo una manera de protegerte.

Sus palabras no me alegraron. A esas alturas ya me consideraba capaz de cuidarme sola.

—¿Cuál?

Se abrió la chaqueta. Tenía una Luger alemana metida en el cinturón.

—Al que intente hacerte daño, le reviento la cabeza.

—¡Es la de Egon! —exclamé.

—Exacto —dijo él con una sonrisa burlona.

—Dios mío…

El horrible recuerdo de aquella noche en el hotel volvió como una ola, y en mi angustia vi a Lobo como agresor y a Egon como víctima.

Él sonreía, esperando que le felicitase. Lo que hice, con los ojos llorosos, fue darle una bofetada tan fuerte que se me quedó la mano medio dormida.

—¡Asesino! —dije—. No tenías que matarle.

—Mira, Mia, aparte de ser un nazi de mierda, mató a mi hermano, y estaba recogiendo información sobre los nuestros. Nos habrían matado a todos en cuestión de semanas. La pistola es mi botín. ¿No es mejor que esté muerto? Así podremos seguir luchando.

Volví a la plaza Tres Cruces, dando un rodeo para no acercarme al cuartel del ejército alemán. Desde la muerte de Egon todo estaba infestado de agentes de la Gestapo que buscaban pistas. Mi gran temor era caer prisionera y confesar. De vez en cuando me refugiaba en las sombras, creyendo ver la silueta de Egon.

Los días siguientes estuvieron dominados por el miedo. Mi libertad de entrar y salir del gueto corría grave peligro. La policía local se había puesto muy severa en todos los puntos de acceso oficiales. Las partes nuevas del muro, hechas con ladrillo, estaban siendo reforzadas con alambradas, y había guardias por todas partes. Otro problema era la Gestapo, que con sus uniformes bien planchados y sus zapatos brillantes parecían máquinas de guerra aterradoras.

Y siempre jóvenes polacos acechando en la oscuridad y esperando el momento de practicar el chantaje, el robo o la violencia física, dejando a sus víctimas ensangrentadas e inconscientes en el suelo para que las rematasen los alemanes.

—¡Mia! —Era el liante de Paulus—. Espera, Mia, que soy yo. Tengo que decirte algo.

Se acercó corriendo, tan imbuido de la importancia de su mensaje que su cara redonda brillaba.

La noticia, fuera cual fuese, podía esperar.

—Vete —gruñí.

Le di la espalda y me alejé deprisa, dejándole atónito.

—¡Espera, Mia! —dijo él con voz llorosa—. Tienes que saberlo. Los schmalzers están buscando un ratón. Un ratón que engañó a un gato alemán muy gordo, llevándole a un hotel del que no salió vivo. ¡Ten mucho cuidado, Mia! ¡Te conviene! Los alemanes te están preparando una ratonera.

Ya no podía seguir en Varsovia. Quedarme en el gueto equivalía a poner en peligro a tía Esther y tío David, que eran mi único recurso. Tarde o temprano la única vía de salida sería hacia los campos. En cambio, si me quedaba en la parte aria, acabaría interrogada irremediablemente por la Gestapo, y en ese caso el desenlace sería la muerte. Por otro lado, para el resto del grupo era muy peligroso que les vieran conmigo.

Caminé buscando un plan, con el cerebro embotado y el cuerpo exhausto. Al llegar a Chlodna subí a la acera elevada, construida para que las líneas de tranvía pudieran pasar por la zona de trabajo. El tranvía era el medio de transporte que usaban los de fuera para ir a trabajar. La zona estaba vigilada para evitar la huida de judíos. Subí al «pasillo polaco», que comunicaba las dos partes del gueto. La baranda estaba llena de curiosos y de niños que tiraban piedras a los hasidim. A mis pies, grupos de figuras con brazales se movían como abejas en un panal, buscando «traidores» incansablemente entre una población tan castigada que se movía como bestias de carga, por no decir escarabajos: hombros endebles y encorvados, para protegerse de las botellas y las piedras.

El gueto parecía impenetrable, pero yo sabía que el mejor momento para entrar y salir era el cambio de guardia. Las chimeneas de la fábrica Toebbens tenían un brillo rojo. Pensé en el Baluty, donde había chimeneas parecidas que presagiaban las mismas desgracias. En Lodz no nos había salvado trabajar. En Varsovia, la codicia mantenía abierto el pasillo para los artículos manufacturados por los judíos de la ciudad, que gracias a ello podían acceder a un nivel de pobreza por el que los súbditos del rey Chaim habrían sido capaces de matar.

Sin embargo, faltaba muy poco para que los alemanes se lo llevaran todo de los cuerpos y los corazones de los judíos del gueto de Varsovia. ¿Qué sería entonces de sus habitantes? ¿Qué les esperaba? ¿El tifus, el cólera, la inanición? De repente, las pocas armas que habíamos logrado introducir me parecieron dotadas de la misma potencia que un juguete. ¿Que morirían algunos alemanes? Sin duda, pero al final el precio de la rebelión sería la tortura y la muerte. ¿Cuántos guetos había en el imperio alemán? ¿Uno por cada capital de provincia?

Me imaginé a Nate Kolleck mirando por la cámara, contrayendo sus ojos enfermizos para enfocar los carros de cadáveres, tan presentes en Lodz como en Varsovia. En Lodz, la idea de que nuestra agonía pudiera prolongarse, y de que tantas ciudades, tantas decenas de miles de judíos, pudieran sufrir hasta ese punto mientras la vida seguía su curso en el resto del mundo me había parecido descabellada. Seguro que en París las chicas de mi lycée planeaban incursiones por las boutiques de Saint-Germain. Se habían reído de mí, llamándome judía, y me habían tratado como a una especie animal inferior. Pues quizá tuvieran razón. El espectáculo que bullía a mis pies parecía demostrarlo en toda su crudeza y nitidez.

Cuando la apisonadora de Hitler llegara a París, Ruán, Lieja, Amsterdam, Londres… ¿Qué resistencia encontraría? ¿Sería la única manera de que el resto del mundo prestara atención al grito de Polonia? Yo sabía que mi padre tenía un hermano en Estados Unidos: Martin Levy, que vivía con Ceena, su mujer, en un lugar llamado Brooklyn (parte, al parecer, de la ciudad de Nueva York). Mis padres no hablaban mucho de ellos. Quizá fuera porque en su día se les había presentado la ocasión de acompañarles, de emigrar, y habían decidido quedarse en Lodz. Como decía papá, tenía obligaciones con los suyos. ¡Ja! ¡Pues valiente pago habían recibido a cambio él y su familia!

Decidí escribir lo antes posible a mi tío americano, y a Jean-Phillipe, y al mundo entero si era necesario, para contarles lo que estaba viendo, y hablarles de los campos de trabajo y del racionamiento y de las ratas, y hasta del estraperlo y el colaboracionismo. Les hablaría del tifus, de la inanición y de una loca que vagaba de noche por las calles cantando canciones yidish a pleno pulmón.

Los alemanes la llamaban «el ruiseñor del gueto». Un ruiseñor como yo… Me juré no cantar jamás para los alemanes, ni trabajar en los campos, ni dejarme torturar. No tenía adónde ir. La desesperación se abatió sobre mi espíritu. Me aferré a la barandilla. El suelo estaba a unos veinticinco metros. Era una caída a la que no se podía sobrevivir. La muerte me tendía sus brazos consoladores.

Un policía polaco tocó mi hombro.

—Documentos.

Sacudí la cabeza para despejarme y le di mi tarjeta. Al sentirme observada, mis rodillas empezaron a flaquear de miedo. Era la primera vez que me paraban desde el asesinato de Egon.

—Mira Luxenberg —leyó—. Sí, eres tú.

—¿Yo? ¿Quién?

Se desahogó.

—¡Lo sabes perfectamente, so zorra! Estoy harto de las Volksdeutsche. Os creéis que podéis ir de insolentes por el mundo sin que os pase nada. —Hizo una pausa para respirar, mientras se le ponía rojo el cuello bajo las ondas de su pelo rubio—. Cuando acabemos contigo, habrás cantado el himno nacional.

Me dio una bofetada en la oreja y, cogiéndome del pelo, me arrastró por el puente hacia un Daimler negro, entre los gritos y las ovaciones de los espectadores polacos.

Me arrepentí de no haber saltado.

El olor a tapicería de cuero y grasa de caballo del coche me inundó de recuerdos. Cientos de veces, al subir al Daimler de mi padre, había cerrado los ojos y al abrirlos me había visto transportada como por arte de magia a la campiña. Ahora, al abrirlos, sólo vi a mi captor y al oficial alemán uniformado que conducía. ¿Un oficial? ¿Por qué? Fue una pregunta fugaz. Estaba demasiado asustada para darle muchas vueltas.

Había estado dispuesta a saltar por la baranda. Y justo entonces me habían pillado y arrastrado al coche. Mi captor tenía los ojos de un azul hielo, y su bigote era como una pincelada clara en medio del rostro.

Tardamos menos de cinco minutos en llegar. El soldado me sacó del coche y me empujó hacia una casa muy normal. Al fondo del pasillo había una salita sin ventanas. ¡Una sala de torturas!

De repente tuve náuseas. Me dolía la oreja por la bofetada. También me escocía el cuero cabelludo, en la parte donde me había tirado del pelo. Me pregunté si involuntariamente ya habría revelado algo. ¿Había gritado llamando a Lobo, cuya nueva Luger ya no servía de nada? ¡Qué lástima no haber saltado a tiempo!

Nos sentamos frente a frente, con una mesita de madera en medio. Aparte de ésta sólo había una lámpara de pie con una bombilla desnuda que proyectaba una luz horrible. Tuve la seguridad de que tarde o temprano llegarían otros para llevarme a un sitio todavía peor, con instrumentos de tortura. Resiste, me dije. No delates a tus camaradas. Pero no sabía si sería tan fuerte.

—No tengas miedo, hermanita —intervino en mal yidish el soldado. Su tono era amable. Una trampa.

—Mi idioma materno es el alemán, si no le importa.

—El mío también. Pues hablaremos alemán. —Tendió la mano por encima de la mesa—. Me llamo Peter y he trabajado con los vendedores de cigarrillos a través de Lobo.

—¿Lobo? ¿Eso es un nombre de persona?

Se rió.

—Eres tan guapa como me dijo Lobo, y mucho más inteligente. Felicidades.

Si era una trampa, no carecía de atractivo. Tuve ganas de confiar en él, pero no me atrevía.

—¡Qué cosas dice!

—Me gusta la gente peleona. Ya veo que te llevarás bien con nosotros.

—¿Nosotros?

—El Comité Nacional. Creía que Lobo ya te lo había explicado. Corres un gravísimo peligro. Lobo sólo recurre a nosotros en circunstancias extremas. Me ha sabido mal hacerte daño, pero teníamos que hacer una buena interpretación.

Sentí una alegría tan grande que casi me mareé. No era una trampa, sino una posibilidad de salvación.

—¡Dios mío! —dije—. Cuando me ha llevado al Daimler, creía que era un alemán.

—Es que lo soy.

—Y el chófer, con uniforme alemán…

—Es polaco. —Peter sonrió—. Lo siento, Mia. Es lo único que puedo decirte. Participamos en la lucha por la supervivencia, aunque me duele decir que no quedamos muchos. Claro que si consiguiéramos crear una red en toda Polonia, una resistencia…

Yo ya no escuchaba. El chófer llevaba uniforme de oficial.

—¡El uniforme de Egon! —exclamé. Un grito nació en lo más profundo de mi garganta. Oí el impacto del martillo en la cabeza de Egon, y vi su cara—. No tenían que matarle. Lobo podría haberle robado la pistola y el uniforme, pero sin asesinarle.

—Contrólate —gruñó Peter—. Nos están matando a razón de doscientos cincuenta al día. ¡Doscientos cincuenta! Y esto sólo es el principio. Nuestro único recurso es plantarles cara de todas las formas posibles. Puede que te interese saber que el batallón de tu querido Hildebrand invadió el gueto, hizo una redada y mató a todos los rehenes, después de violar y torturar a dos adolescentes y una octogenaria.

Me resistí a creerlo.

—Imposible.

—¿Por qué? ¿Porque parecía amable y educado? No seas ingenua, y alégrate. La persona que llevaste a la trampa de Lobo era un viejo conocido. Entre otras cosas, había delatado a su novia a la Gestapo al descubrir que tenía una octava parte de ascendencia judía.

¿Y Liza, su esposa muerta de neumonía? Peter me había dejado sin palabras.

—La situación es la siguiente —dijo con premura—. Hemos ido a buscarte porque el recepcionista del hotel te delató a la policía. Te conocen, aunque sea por un nombre falso. Tu vida, por decirlo en pocas palabras, no vale ni un zloty, a menos que sea para los schmalzers. Si te quedas en Varsovia eres mujer muerta, y los únicos capaces de sacarte de aquí somos nosotros. —Su mirada era penetrante. No se podía dudar de que decía la verdad—. Nuestra especialidad es salvar vidas. Y preparar a las personas que salvamos.

—¿Prepararnos? ¿Para qué?

—Para la guerra. Para rebelarse contra los nazis y recuperar nuestro país.

Era patético. Me pregunté si su sala de guerra sería igual de mísera, y si todos sus uniformes procederían de cadáveres.

—Lo único que conseguiréis es que nos maten más deprisa.

—¡Pero si ya estamos muertos! ¿No lo ves? Al menos podremos llevarnos por delante a diez por cada uno de nosotros.

—Seguiremos estando muertos.

—No, todos no. Algunos de los que huyan, como tenéis que hacer Lobo y tú, sobrevivirán, y vuestros hijos crecerán en Palestina.

Me giré, asqueada.

—¡Ah, es eso, sois sionistas! Pues te digo una cosa, Peter: ya me harté de vosotros en el Baluty. El rey Chaim, decano de los judíos, también era sionista. Decía que había que trabajar duro para el estado alemán, volverse indispensables para que nos mandaran a la Tierra Prometida. ¿Qué Tierra Prometida? Fantasías.

Peter me cogió la mano y me obligó a mirarle.

—Si luchas por ella no será una fantasía.

—No tengo esa clase de valor. Cuando creía que me había encontrado la Gestapo, pensé en tirarme del puente.

—¿Qué te crees que es ser valiente? Aguantar un cuarto de segundo más. Lobo me ha hablado mucho de ti. Sé lo del vagón de ganado, y que te empujó tu padre. Eso es ser valiente, y no lo que hice yo escondiéndome en el sótano mientras oía a los soldados alemanes derribando la puerta y atacando a mi mujer, mientras mi hijo berreaba en sus brazos. Ahora, si tengo valor, sólo es porque no puedo quitarme de la cabeza lo que vi y oí. Sin el sueño de Jerusalén, no quedaría nada.

Supe que tenía razón, pero yo no compartía el mismo sueño, ni la misma esperanza. Mi único deseo era reunirme con mi familia y volver a oír canciones y risas, aunque fuera la última vez.

—Bueno, más vale que te vayas —dijo él—. Dentro de un rato vendrá un niño que te llevará a una alcantarilla cerca del gueto. Ve hacia el norte por la cloaca y llegarás a la puerta este de Grzybowska, donde estará esperándote Lobo, que habrá falsificado salvoconductos para los dos. Esperad a que aparezca un carro de heno. Escondeos bajo el heno y no hagáis ruido hasta que el conductor os diga que no hay peligro. Os incorporaréis a una brigada de trabajo, de peones del campo. Habrá alemanes. Vigilan que se trabaje bien, pero no os harán nada porque no sabrán que sois judíos. Tendréis que quedaros una temporadita.

—¿Cuánto?

—Hasta que os consigamos un pasaje en el vapor que navega por el Vístula. Desembarcaréis cerca de la frontera checa y podréis pasar a Suiza. Tendréis que cruzar Alemania, pero es el camino menos peligroso. Cerca de la frontera alemana, en el lago de Constanza, hay un convento donde os albergarán unos días. —Sonrió—. Las monjas no se dejan amedrentar por los nazis. Les han desafiado prácticamente a que les cierren el convento, y de paso se han enemistado con el Papa. No será la primera vez que nos ayuden. Si conseguís llegar, os harán pasar a Suiza. —Debió de ver mi cara de preocupación—. Hazme caso. Es lo mejor.

—¿Y si nos detienen?

Abrió las manos en señal de que no había nada que hacer, y suspiró al entregarme una hoja de papel.

—Es la dirección de la joyería de Nueva York donde viven tus tíos. Tarde o temprano, Dios mediante, llegarás.

No le pregunté cómo había averiguado la existencia de mis tíos. No, pensé, mi lugar está aquí. Lo que tengo que hacer es rescatar a mis padres y a mi hermano.

Llamaron a la puerta.

—Debe de ser el niño —dijo el sionista—. Vete con él, y con Dios.

Metí la mano en el bolsillo y saqué las cartas que había escrito para mi familia y Jean-Phillipe.

—¿Podría mandarlas?

Nos levantamos al mismo tiempo. Peter cogió las cartas.

—Bueno, aunque no te garantizo que lleguen a sus destinatarios.

Me dio otro papel.

—Guárdalo. Si llegas a Suiza puede que lo necesites.

Lo miré. Era una dirección.

—Adiós —dije.

No contestó.

—Bueno, pues ya está todo listo —le dije a Lobo—. Cogeremos el vapor.

Estábamos sembrando un campo con cincuenta personas o más, a una distancia desconocida de Varsovia.

—Sigue pareciéndome demasiado arriesgado —dijo él, repitiendo la misma cantinela que desde el día en que habíamos subido al carro de heno—. Es una locura navegar por el Vístula con documentos falsos. En el agua no hay escapatoria. ¿Tantas horas entre Volksdeutsche y polacos? Para un judío, sería una locura acercarse menos de quince kilómetros a uno de esos barcos.

—Es que la idea es ésa. Puede que no vigilen tan de cerca.

—¡Pero Mia, por favor! —Cogió mi mano y me miró a los ojos—. ¿No lo entiendes? Tu alemán y tu polaco son perfectos, pero los míos no. Si te pasa algo y me quedo solo, no sobreviviré. Es posible que en el barco vayan tropas. Si les excitas, la situación será imprevisible.

Me di cuenta de que fuera del gueto Lobo tenía miedo. Sabía muy poco del mundo exterior. Yo había viajado, hablaba varios idiomas y tenía más seguridad. A Lobo le sentaba fatal tener que depender de mí. Mi obligación era ser fuerte.

—¿Desde cuándo el Comité Nacional está tan preocupado de que una chica joven esté cerca de alemanes con intenciones poco honorables? —dije—. La semana pasada no tuviste ningún inconveniente en incitarme a que me violasen.

—¿Cuántas veces te lo tengo que explicar? Ya te dije por qué era necesario. Además, lo único que hizo…

—No, si lo que hizo ya lo sé. Y sé que sigues sin arrepentirte.

Me alisé el delantal y me puse el gorro. En ese momento se acercó un coche, y todos los trabajadores cogieron las palas y los picos. Todos se cuadraron, Lobo el que más.

Un oficial se acercó a mí y me puso una mano en el pecho. Sonreí con cara de tonta, pero tuve ganas de matarle.

—Es hora de recoger —les gritó a los demás—. Hay que sembrar otro campo antes de que anochezca.

Subí con el resto de los trabajadores a la parte trasera del camión, y esperé a que arrancase para acercarme a Lobo. Tal como íbamos, pegados como la basura, nadie se fijaría en nuestra conversación.

Lobo me rodeó con un brazo protector.

—Tienes razón —susurró—. Tenemos que subir al barco.

Apreté su mano, agradecida.

—Ah, otra cosa —dijo él—. No sé muy bien cómo decírtelo.

—Diciéndolo.

—Le sugerí a Peter que sería más seguro que viajáramos como marido y mujer. Es lo que pone en nuestros documentos, y lo que tenemos que fingir.

Miré la negra noche del campo. A través de las rendijas del camión, vi soldados con ametralladoras en los coches que iban detrás de nosotros.

—Mira, Lobo —suspiré—, para sobrevivir haría cualquier cosa.