9

—¿Cigarrillos, soldado?

—¿Qué tienes? ¿Hierbajos rellenos de pelusa?

—¡No, claro que no! —dije—. Fíjese en la etiqueta y el sello del Reich.

—¡Qué sello ni qué pamplinas! ¿No tienes pitillos franceses?

Me encogí de hombros y le di la espalda. El soldado me siguió con ánimo de pelea. Estaba borracho. Si algo temía yo, era a los borrachos. Busqué rápidamente a mis compañeros por la plaza Tres Cruces, pero el Guiños y el Pecas se habían ido, y Paulus estaba solo en los escalones de la iglesia de San Alejandro, absorto en sí mismo. ¿Y Lobo, el proveedor de cigarrillos? El Guiños me había dicho que siempre estaba cerca, listo para intervenir si surgían problemas.

—¿Cigarrillos, Kommandant? —pregunté a un hombre corpulento que iba hacia la iglesia, esperando que su rango disuadiera al borracho, que me había cogido por los brazos a fin de proponerme follar, no cigarrillos, a cambio de dinero.

—¡Descanse, soldado! —dijo el oficial, al darse cuenta de lo que pasaba—. Tiene diez segundos para desaparecer.

El borracho metió una mano en el bolsillo, pero cuando encontró el cuchillo ya tenía entre los ojos la Luger del oficial, imprimiéndole una «o».

—Podría matarte por amenazar a un superior —gruñó el oficial—. Venga, suelta el arma y retrocede con las manos a la espalda. ¿Cómo te llamas?

El soldado se serenó de golpe.

—Schwitters. División Panzer 242, señor.

—Te dejo que te vayas porque estoy de buen humor, Schwitters, pero que no te vuelva a ver en la plaza Tres Cruces. ¿Queda claro?

—Sí, Kommandant. Gracias, señor. —El pobre sudaba a chorros—. Siento haber…

—Cállate, y pídele perdón a esta joven.

Los ojos del soldado se llenaron de rabia. Me fulminó con la mirada.

—Perdóname, pequeña…

—Muy bien, Schwitters. Con eso basta.

—Sí, Kommandant.

—Y otra cosa, Schwitters: no estaría de más que aprendiera a diferenciar entre mujeres de la calle y señoritas. Esta joven goza de mi protección personal. Como vuelva a molestarla, se enfrentará a un pelotón de fusilamiento.

Heil Hitler!

El soldado hizo un saludo militar y se giró.

Las manos del Kommandant se deslizaron por mi brazo, para alisar la parte del jersey que había estrujado el soldado. Fue un gesto amistoso, sin segundas intenciones. Le sonreí con gratitud.

—Una chica como tú debería tener más cuidado —dijo él—. Esto de noche es peligroso. ¿Cómo te llamas?

—Marisa. Gracias, herr Kommandant. Es usted muy amable.

Su mirada era agradable y paternal.

—¿Dónde vives?

—En Saska Kepa. En una cueva donde compartía un jergón con un niño de ocho años.

Me tendió la mano.

—Me llamo Egon Hildebrand. Llámame Egon, por favor.

—Si lo desea el Kommandant…

—Lo deseo, lo deseo. También necesito un cigarrillo. ¿Qué me ofreces esta noche, Marisa?

—Tengo de todo, Egon. ¿Te apetecen unos Seagulls? ¿Swojaks liados a mano? ¿Egipcios? Son todos auténticos. Nada de imitaciones.

Se le iluminó la mirada.

—Ya lo sé, ya lo sé. A partir de ahora, los cigarrillos te los compraré exclusivamente a ti. Los otros me venden hierba a treinta y cinco zlotys, diciendo que es una ganga; se creen que pueden engañarme, pero sé diferenciar el oro del latón, y veo que tú vendes oro. Esta noche me llevo cuatro paquetes. No, que sean cinco. Seagulls.

Le miré fijamente.

—Pero Komm… Egon… Son ciento setenta y cinco zlotys…

—¿En qué quieres que se gaste el dinero un soldado solo? Si no es en esto es en bebida, o en una prostituta enferma. Dame el gusto. Prefiero saber que no te quedarás aquí hasta altas horas de la noche, corriendo el riesgo de que te molesten.

Me puso doscientos zlotys en la mano y abrió un paquete de cigarrillos.

—¿Te apetece uno, querida?

—No, gracias, no fumo.

—En fin, fräulein, que tu compañía es un placer, y que me gustaría volver a verte. Ya me he dado cuenta de que tu educación no guarda relación con la del resto de chicas de la calle. Un día tendrás que explicarme cómo has llegado a esta situación.

—Me alegro de que piense así.

Me pregunté si él se habría alegrado tanto de saber que yo era judía. La idea me provocó un escalofrío.

—Más me alegro yo. El viernes que viene quizá pueda convencerte de que demos un paseo por la orilla del Bug.

¿Qué pensaría el Guiños? ¿O Lobo? Pasearme con un oficial alemán… Pero si me negaba…

—No sé qué decir —contesté—. El viernes por la tarde siempre hay mucho trabajo.

—Bueno, tú piénsalo. No hace falta que contestes ahora mismo. La semana que viene pasaré por aquí más o menos a la misma hora. Ya te decidirás.

Volvió a tenderme la mano.

—De acuerdo. —Se la estreché, y la solté para hurgar en mis bolsillos—. Un momento, Egon, que se te olvida el cambio.

—De momento guárdatelo —dijo él—. Ya lo arreglaremos el fin de semana que viene.

Su figura achaparrada se alejó hacia el cuartel con pasos rígidos. Soplé el fajo de zlotys para que me diera buena suerte, y me lo guardé en la cintura del vestido. ¡Doscientos zlotys! ¡Un milagro! Ya podía dar por terminada la noche.

Supe que tenía cierto margen de tiempo para mantener a raya a Egon sin renunciar a sus zlotys. Y si sus ganas de llevarme de paseo se hacían demasiado acuciantes… El cuartel del otro lado de la plaza estaba lleno de oficiales alemanes. Lo primero era sobrevivir, y estaba dispuesta a todo por ver a mi familia.

Lobo, cuyo apellido era Rydecki, sólo tenía dieciocho años, pero ya era todo un hombre. Dotado de una estatura que infundía respeto, de una fuerza de levantador de pesas y una resistencia de obrero del metal, no por ello dejaba de manifestar a sus amigos una amabilidad que traslucía su bondad de corazón.

Era como si no se inmutase por nada. Los peligros le hacían sonreír; y los dolores, reír. Mezcla de arrojo y prudencia, cuidaba a su pandilla de ladrones y pillastres como un bondadoso Robin Hood que robase a los goyim para dar de comer a los judíos.

Me cayó bien desde nuestro primer encuentro, a los dos días de mi llegada a la guarida de Paulus. El Guiños me llevó al albergue de la calle Krucza, donde Lobo era como un príncipe en su corte, asignando misiones, planeando rutas de huida por si corríamos algún peligro e inventando las mentiras que usaríamos en caso de interrogatorio. Fue Lobo quien me enseñó a vestirme combinando el atractivo sexual con la compasión, y a modular la voz para captar clientes, parando los pies a los que se pusieran frescos. En una semana, ya gané tanto como cualquiera de mis compañeros de la plaza Tres Cruces.

No nos veíamos como ladrones y pillastres, sino como paladines de la libertad judía. Nos hacíamos llamar Zydowska Organizacja Bojowa, ZOB. Nunca supe si Paulus me había encontrado en la plaza por casualidad o en misión de captación a las órdenes de Lobo. En todo caso, me había integrado en los últimos escalafones de un grupo de soldados judíos menores de edad, un círculo de auténticos amigos que velarían por mí. No me sorprendió en ningún momento ser a la vez la mayor del grupo y la más necesitada de ayuda. No eran los años, sino la experiencia, lo que nos hacía madurar. Los alemanes no hacían distinciones entre nuestro grupo y los millares de desarrapados de origen campesino que se habían refugiado en la relativa seguridad de Varsovia, pero internamente teníamos mucho más que temer.

Algo que me extrañó desde el principio fue que Lobo pudiera permitirse una habitación en la calle Krucza, ir bien vestido, le gustaban las camisas de un blanco deslumbrante y los pantalones de marinero, y repartir dinero cada cierto tiempo a sus adláteres. Debíamos de ser los mendigos mejor alimentados de todo Varsovia. Un día averigüé la respuesta.

Cuando me dirigía a la calle Krucza para entregarle a Lobo los beneficios del día (poníamos todo el dinero en común y él ejercía de administrador, además de presidente y secretario del grupo), vi llegar a un hombre con una bolsa de arpillera muy llena. Miraba constantemente alrededor, sin la sangre fría de los del ZOB. Lobo salió personalmente a la puerta y cogió el saco. La transacción debió de durar menos de quince segundos. El hombre se marchó, pero Lobo, que me había visto, y ya había puesto el saco en lugar seguro, salió a saludarme.

—Vamos a dar un paseo —dijo—. Dame la mano, que iremos de novios. Así podré hablarte al oído.

A decir verdad, no me habría molestado ser la novia de Lobo, pero existía una prohibición estricta contra cualquier tipo de confraternización. Así pues, dejé que me cogiera por la cintura y apoyé la cabeza en su hombro.

—¡Armas! —dijo—. Lo del saco eran armas. Esta noche las introduciremos a escondidas en el gueto, y quiero que nos ayudes.

Me quedé boquiabierta.

—Pero…

—Al ser chica te será más fácil. Cruzarás el control llevando una pistola bajo la chaqueta. Al otro lado habrá alguien esperándote.

Mi cabeza era un hervidero de preguntas.

—¿Para quién son?

—Para el ejército judío. Dentro están formando un ejército de resistentes para rebelarse contra sus torturadores nazis, y luchar como leones en vez de morir como ovejas.

Su tono, de costumbre sereno, se había encendido. Vi brillar sus ojos en el crepúsculo.

—¿Cuándo piensan hacerlo?

—No lo sé. Cuando tengan bastantes armas. Mi trabajo y el del resto es darles todas las que podamos.

—Y ¿a ti quién te las suministra?

Meneó la cabeza.

—No puedo decírtelo. El que las ha traído esta noche sólo es un mensajero. En cuanto a la persona que le envía… digamos que soy el único del ZOB que sabe su nombre. Ten en cuenta que si te pillara la Gestapo podría sonsacártelo con torturas.

¡Torturas! ¡Y Lobo quería que hiciera de contrabandista! No. Me daba mucho miedo. Era demasiado peligroso, y…

Me estaba mirando de manera rara.

—No estás obligada a ayudarnos; ahora bien, si no lo haces tendrás que irte del ZOB y prometer que no hablarás de nosotros con nadie, so pena de muerte.

Curiosamente, sus palabras me reconfortaron. De ningún modo podía irme yo del ZOB. El carácter directo de la amenaza borró de mi cabeza cualquier ambigüedad. Por supuesto que me quedaría con mis amigos. Le cogí por la cintura.

—No tengo documentos. ¿Cómo cruzaré el control?

Sacó un papel del bolsillo y me lo dio sonriendo.

—¡Abracadabra! Te llamas Mira Luxenberg y tienes permiso para entrar y salir del gueto, porque trabajas en el hospital militar.

Lo cogí con recelo y gratitud, viendo mi foto (recordé que el Guiños me la había hecho unos días atrás, con la excusa de quedarse «un recuerdo») y un sello que parecía oficial.

—¡Ahora podré ver a mi tía Esther! —exclamé.

Lobo se puso serio.

—¡De eso nada! ¡Ni te acerques! El gueto está lleno de espías alemanes, y si te siguen será un peligro para todos, incluidos tus tíos.

Tenía razón, pero me dolió aceptarlo. Separada de toda mi familia, imaginé por un momento que jamás volvería a verlos. Pensé que me sorprenderían haciendo contrabando de pistolas, que Esther y David habían sido expulsados de sus casas, que mamá y papá habían muerto en Treblinka, y que Jozef estaba en la cárcel por plantarle cara a un SS.

Lobo dio media vuelta. Volvimos hacia la calle Krucza.

—Tengo que dejarte aquí —dijo poco antes de llegar—. Sé que te he asignado una misión peligrosa, pero los riesgos hay que compartirlos entre todos. El Guiños y el Pecas también están haciendo contrabando de armas. El Pecas, y hasta Paulus, el peque, pasan frascos de potasio, gasolina y ácido clorhídrico. Somos muchos: Peter y Ariel, Kivi y Halinka… Ya va siendo hora de que los conozcas. No sé si lo sabías, pero has estado a prueba. Ahora ya confío en ti. Eres uno de los nuestros. Y no tengas miedo por lo de las armas. Los vigilantes son tontos y se aburren como ostras. Dejarían pasar al mismísimo Franklin Roosevelt en silla de ruedas. No te ocurrirá nada.

¡Confiaba en mí! Lobo, el joven y valiente héroe, el paladín de los judíos, confiaba en mí. El miedo se convirtió en otra cosa: orgullo.

Una tarde, después de varios días, quedé con Lobo en el café Hirschfeld, donde se reunían los especuladores judíos con permiso para tener vida social dentro del gueto. Lobo escurría hojas de té en el borde de la taza. Hirschfeld debía de tener influencias en el Judenrat de Varsovia, porque no le molestaba nadie, y podíamos reunirnos libremente en el café con la única condición de consumir. Lobo usaba el Hirschfeld como lugar esporádico de reunión del ZOB. A los que habían destacado por su trabajo callejero les recompensaba con una buena comida, «para que se mantengan fuertes». Él, sin embargo, sólo bebía té.

—¿Por qué no pides otro? —pregunté—. En esas hojas ya no queda nada.

Frunció el entrecejo.

—Sería derrochar. Necesitamos hasta el último zloty. Ya han empezado las deportaciones. Están haciendo redadas de gitanos por toda la ciudad. Esta mañana Peter me ha contado que cerca de Auschwitz hay un campo de exterminio donde gasean a los presos. Los traen en trenes llenos hasta el techo. Pronto los nazis caerán sobre el gueto como halcones en busca de ratones. Por eso es tan urgente nuestro trabajo, y tan importante el dinero. Es necesario que los del gueto puedan resistir.

—¿Resistir? ¿Para qué? Los alemanes tienen tanques, ametralladoras y bombas. Será una carnicería.

Lobo se irguió en la silla.

—Al menos defenderán sus vidas, en vez de dejarse llevar a las cámaras de gas. Al menos tendrán una muerte gloriosa.

Me di cuenta de que se imaginaba luchando hasta la muerte junto a sus compañeros, pero mi corazón se rebeló. La muerte no tenía nada de glorioso.

—¿Y los americanos? Seguro que entran en la guerra y nos salvan.

Me miró con compasión.

—De eso vete olvidando. Aunque odien a los nazis, les importan un carajo los judíos. Si deciden luchar será en el campo de batalla, no en el gueto. ¿Le están contando al mundo nuestra situación? No. Se callan. El tratado con Rusia ha sido nuestra perdición.

Me daba miedo oírle hablar así. Su estado de ánimo era negrísimo. Quise hacerle otra pregunta, pero me lo impidió con un gesto. Amchu se acercaba en compañía de otros. Se sentaron en nuestra mesa. Lobo me presentó a Ariel, Peter, Halinka y Walter. Todos eran niños o adolescentes, cuyo único punto en común era el fervor, y una mirada dura.

El camarero trajo varias bandejas con remolacha y col en vinagre. Yo me había estado alimentando de pan y alguna manzana que otra, pero no participé en el festín. Ya había dado el primer paso en mi nueva carrera, llevando cinco pistolas al gueto, pero no era un gesto especialmente heroico, ni me sentía merecedora de una ración especial. Al ver mi abstinencia, Lobo sonrió, pero no dijo nada.

El café empezaba a llenarse. La clientela se componía mayoritariamente de polacos ricos, que creaban un ambiente de gran animación. Lobo tuvo que sobornar a Hirschfeld para conservar su mesa. Al ver que Ariel señalaba la puerta, nos giramos y vimos entrar a un gordo sesentón con una chica del brazo. Ella tenía quince años como máximo, y agitaba su larga melena rubia como un purasangre.

—Meltzer, el estraperlista —explicó Ariel susurrando—. La chica forma parte de los beneficios.

—Halinka —preguntó Lobo de sopetón—, ¿y lo del material médico? ¿Cómo va?

—Ni bien ni mal —contestó ella, nerviosa—. De calendario bien, pero está siendo difícil cumplir la cuota de bisturíes. Tampoco he podido conseguir un esterilizador. Creo que hay un par de médicos que sospechan de mí. Supongo que habrá que fiarse de que no digan nada.

—No tenemos más remedio.

Seguí la mirada de Lobo y vi una bandeja de pato relleno y montañas de kasha, cuyo delicioso y tentador olor flotaba entre volutas de humo de tabaco. En el escenario, un cómico contaba chistes sobre Hitler. Casi todas las mesas se reían. En la del ZOB nadie abría la boca. Era una de nuestras reglas: no tomarse a Hitler nunca a la ligera.

Reconocí a uno de los ocupantes de la mesa de al lado, un hombre corpulento de mediana edad. Era Henry Keller, de Cohen y Keller. Su foto estaba enganchada en los tranvías de la empresa, que servían para transportar a los que estaban demasiado enfermos para cruzar el gueto a pie. Pensé que tarde o temprano los usaría todo el mundo. Cohen y Keller también tenía la concesión de rickshaws, «ambulancias» y los únicos coches fúnebres del gueto.

Keller me sorprendió mirándole y me hizo un guiño provocativo. Yo bajé la vista hacia mis manos y toqueteé mi vestido raído. Lobo me estaba observando. Me ruboricé. ¿Le habría fallado en otra prueba de lealtad?

—No te avergüences —dijo él—. Es muy natural que Keller te encuentre atractiva. Por no hablar del comandante Hildebrand.

¡Conque sabía lo del oficial! Egon ya me había requerido varias veces, pero yo siempre había podido quedarme su dinero sin aceptar un paseo. Las palabras de Lobo me dolieron.

—No es mi culpa —dije.

Él se rió.

—Hombre, la verdad es que sí. Si no fueras tan guapa…

Apoyó suavemente una mano en la mía, pero yo la aparté. El resto de la mesa simuló no darse cuenta. Fue uno de esos momentos en que su lealtad fanática hacia Lobo me hizo dudar, y me dio ganas de gritar. Se hacían llamar el ZOB, pero debajo de sus ostentaciones de coraje, y de su fidelidad a Lobo, sólo eran niños jugando a la revolución, demasiado pequeños para medir las consecuencias de sus actos. Planear la resistencia armada era muy emocionante; pasar armas, bombas o material médico de contrabando también, pero ¿quién de ellos sería capaz de apretar un gatillo o de arrojar una bomba? ¿Ariel, con su acné? ¿El Pecas, con su voz de pito? ¿Halinka, que movía la cola como un cachorro enamorado cada vez que Lobo la miraba? ¿Paulus, con sus ocho años?

—¿Hildebrand está interesado en ti?

Era Lobo, que había acercado su silla a la mía y hablaba en voz baja para que no le oyera el resto.

—Supongo que sí. ¿Qué más da? La verdad, no entiendo que siempre tengas que sacar el mismo tema.

—Es importante para todos. Tienes que aceptar el paseo.

—¡Ni hablar! —Comprendí lo que quería decir, pero era pedir demasiado—. Tú estás loco.

La pareja de la mesa de al lado dio una palmada para llamar al maître, que se agachó para oírles entre las carcajadas que provocaba el cómico. Poco después apareció un carro de dulces lleno de galletas, tartas y pasteles, que distrajo a nuestros jóvenes acompañantes.

—No se conformará con un paseo por la orilla del río.

—Tú no eres una niña —gruñó Lobo.

—Ni tú tonto. ¿Te das cuenta de lo que me juego? ¿O no te importa, Lobo? Para ti sólo soy uno de tantos…

—Te vigilaremos y protegeremos.

Una promesa sin sentido, que me hizo odiarle.

—¿Y si decide que quiere estar a solas conmigo? ¿Y si me lleva a un hotel, o a una habitación privada?

Lobo se reclinó en la silla.

—Es con lo que contamos. Tú le sigues la corriente y nosotros organizamos una pequeña distracción que le impida…

—¿Qué? ¿Violarme? ¿Sólo una pequeña distracción? ¿Es lo que tienes planeado?

—¿Qué te crees, que te morirás porque te toque un hombre? —terció Halinka—. Al menos podrías decir que has dado algo por la causa.

¡Maldición! Nos había oído. Tuve ganas de arrancarle los ojos.

—¡O sea que estáis todos de acuerdo en ponerme en sus manos! Es eso, ¿no? Pues lo siento, pero el cebo se niega. ¿Por qué no lo haces tú?

—No hables tan alto. —Lobo (el Lobo autoritario de siempre) me miró—. Primero, que no te ponemos en manos de nadie. Te prometo que no perderás tu preciosa virginidad. Segundo, que creo que Hildebrand es el responsable de la desaparición de Hymie, y me gustaría bastante hacérselo pagar. Y la única manera es que esté solo. —Me miró con una ferocidad desconocida—. La persona elegida eres tú. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Halinka me cogió la mano para darme ánimos.

—Hymie era el hermano de Lobo —explicó.

—Qué noche más bonita hemos pasado, ¿eh? —dijo Egon Hildebrand.

No le faltaba razón. Lejos de ser el depredador sexual descrito por Lobo, había demostrado ser todo un caballero, atento a mi persona y a mis sentimientos.

La cálida noche de primavera había sido muy agradable. Tras un paseo de unos dos kilómetros por la orilla del Bug, habíamos cenado a la luz de las velas en un restaurante polaco, lejos del Cuatro Estaciones, donde iban a cenar la mayoría de los oficiales. La cara y la voz de Egon eran propias de un hombre joven. No podía tener mucho más de veinte años. Me contó su infancia en Baviera, y su afición al esquí y la poesía de Goethe y Schiller. También me habló de sus padres, que habían querido darle la mejor educación posible, un deseo frustrado por su reclutamiento. Dijo que estaba orgulloso de haber pasado por la academia de oficiales, y que esperaba que algún día le enviasen al frente para luchar por su país. Todo ello lo explicó como si no se diera cuenta de que yo era su «enemiga», tal vez por mi perfecto alemán, o porque en el transcurso de esas horas podía albergar la fantasía de estar con una bávara, una de las novias que había tenido en su tierra natal.

Mi situación era extraña. Por un lado, había jurado odiarle. No sólo era el responsable de la desaparición del hermano de Lobo, en circunstancias que este último jamás había explicado, sino un ario, un integrante de la tribu que había mandado a mi familia a Treblinka, y que a mí me obligaba a vivir en una cueva ganándome la vida con el contrabando de armas. Por otro lado, tenía que reconocer que me caía bien. Era un hombre muy dulce, abiertamente romántico, que sabía divertirse y tenía ganas de hacerme pasar un buen rato.

—¿Qué, te apetece una copita? —dijo después de cenar, cuando volvíamos a la plaza Tres Cruces.

—Mira, Egon, lo siento pero no —repuse impulsivamente, olvidando mi misión.

—Ya, ya. No quería ofenderte.

Me sobresalté al recordar las instrucciones de Lobo, y la tarea que tenía por delante. Ya no había marcha atrás.

—¡No, si no estoy ofendida!

—He sido demasiado directo. Con el tiempo, cuando nos conozcamos mejor…

Le cogí la mano.

—No, en serio. Ha sido un momento de cansancio.

Dejé que me rozara un pecho con el brazo.

—Aquí cerca hay un hotel donde van mis amigas con sus novios —dije—. Podríamos ir.

—Perfecto —dijo él, con tal entusiasmo que supe que lo tenía todo pensado de antemano, y que se había imaginado desnudándome, besándome y haciéndome el amor toda la noche—. Si no quieres no tenemos que hacer nada. Sería una manera de alargar la noche. No sé… Podríamos dormir juntos… —Estaba tan violento que no se atrevía ni a mirarme—. Es que llevo tanto tiempo sin acostarme con ninguna chica que no sea prostituta… con una buena chica como tú…

Una buena chica que le estaba llevando a la trampa de Lobo.

—Bueno —dije—. Si sólo dormimos…

Su gratitud me dio lástima. Le rodeé la cintura y me lo llevé de la orilla hacía un edificio destartalado de una callejuela, presentado como el hotel Ritz.

Miré alrededor. Ni rastro de Lobo, ni de nadie del ZOB. No era muy tarde, pero la calle estaba vacía, y en las ventanas de los otros edificios había pocas luces encendidas. Me pregunté si en caso de que Lobo no apareciese Egon sería fiel a su palabra y se conformaría con dormir. No, seguro que Lobo estaba cerca. Me lo había prometido. No verle sólo significaba que estaba bien escondido.

Cuando nos acercamos al hotel tuve miedo, pero al mismo tiempo mis entrañas se estaban despertando a una emoción que no tenía nada que ver con el rescate ni con la traición. Egon era un hombre guapo que se hacía querer. Si pudiera olvidar que era alemán y yo judía, al menos por una noche… Subimos por la escalera de la recepción.

—No te entiendo, Marisa —dijo él con las mejillas encendidas—. Me dices que no a una copa, y luego me arrastras por la escalera. ¡Qué rara eres!

Tan rara que en ese momento no era Marisa, sino Mira, el nombre que Lobo había inscrito en mis documentos, y tenía la sensación de ver a mi presa desde una gran altura, fría, distante, sin piedad.

—Igual me arrepiento —insinué coquetamente—. La cuestión es que tú estés contento —me apresuré a añadir—. Es lo único que quiero.

—Tú contenta y yo contento.

Más que hablar, Egon cantaba.

Estaba tensa, como si me oprimiera un torno. El recepcionista vaciló, pero después de una mirada culpable hacia ambos lados le dio a Egon una llave con una tira de cuero.

—La doscientos diecisiete —susurró, aceptando cobrar en efectivo y por adelantado, sin mirar nuestros documentos.

Antes de encontrar la habitación, recorrimos tres tramos de escaleras y un pasillo polvoriento, oyendo susurros, risas entrecortadas, gemidos y el elocuente ruido de los muelles. A Egon le costó un poco abrir la puerta, porque le temblaban las manos. Cuando entramos sentí sus brazos en mi cintura.

Mis sensaciones habían perdido cualquier componente sexual. Me quedé desmadejada, como una colegiala esperando su castigo.

Mientras Egon besaba mi frente, procuré recordar las instrucciones de Lobo. Me dije que todo saldría como lo habíamos ensayado. «Aprende a no sentir nada. Este hombre es tu enemigo, y el de Lobo. El enemigo de los judíos». Me acerqué a la lámpara de gas y subí la mecha al máximo. Era la señal convenida para que viniera Lobo.

—Demasiada luz —dijo Egon, acercándose para bajarla.

Antes tuve tiempo de ver una habitación pequeña y desnuda, con el empapelado desprendido en varios sitios y trozos de moldura desprendidos del techo. La cama, de grandes dimensiones, estaba cubierta por una raída colcha de algodón. En un rincón había una pila, y al otro lado un tocador barato lleno de arañazos. La capa de polvo de la claraboya, estábamos en el último piso, era tan gruesa que sospeché que no pasaba luz ni en pleno día.

¡Y ni un armario! ¡Era un hotel de prostitutas! ¿Qué se había creído Lobo? ¿Qué estaría pensando Egon? ¿Qué podía pensar, sino que yo era una de tantas prostitutas, más guapa y mejor hablada que las demás, pero del mismo ramo? Probablemente se estuviera arrepintiendo del gasto innecesario de la cena. Me quedé quieta, esperando su siguiente movimiento.

Fue tierno. Si Egon se había llevado una decepción, no se le notó. Cerró la puerta y se puso a mis espaldas. Estábamos solos. No había escondrijo posible para Lobo.

La mirada de Egon encontró la mía en el espejo del tocador.

—No tengas miedo, Marisa —susurró—. Tendré cuidado.

Pero ¿cómo? ¿No me tomaba por una prostituta? ¿Tan grande era su fantasía como para no ver dónde estábamos?

—El espejo no te hace justicia —susurró, mientras me quitaba las horquillas del pelo y me lo acariciaba como un ciego, deshaciendo las trenzas sin ninguna prisa—. Ahora sí. Mírate.

Sus manos delicadas colocaron mi cabeza de frente a su reflejo. Mi rostro estaba enmarcado por largas ondas de pelo negro. Era como lo llevaba para Jean-Phillipe. ¿Cómo se atrevía a verme así?

—Ha sido mala idea venir aquí contigo —gemí al sentir su mano en mis brazos desnudos.

Me acarició la nuca y un hombro con los labios, y empezó a desabrocharme el vestido por la espalda.

—Eres mi recompensa —dijo, desoyendo mi protesta—. Todos los milagros tienen su precio. Me quitaron a Elsa. No creas que no he sufrido por Alemania. Era joven, guapa e inteligente, pero tú aún eres más guapa, y quiero que seas la destinataria de todo mi amor por ella.

Se arrodilló y, girándome, se hundió entre mis brazos con la cabeza apoyada en mis pechos. Al sentir su calor sofocante, y su deseo torrencial, me aparté con un gritito ahogado, buscando alguna escapatoria.

—Por favor —dijo él con voz ronca—, déjame quererte.

¿Quererme? Para Egon el amor era un cuento de hadas, con música de cámara y sonetos ardientes. Tal vez en otra vida, en París, lo hubiera visto yo de la misma manera, pero en Varsovia el amor era un techo, un mendrugo compartido y juntarse con otros para sobrevivir.

Se acercó a la silla del tocador y me miró como si yo fuera un maniquí, mientras yo me fijaba en el reflejo: su nuca, mi mirada de susto… Después se levantó y me besó la garganta y los hombros, sin encontrar resistencia.

—Sí —murmuró—, sí…

Me acarició dulcemente, llegando a mis caderas, pero sin despegar la cabeza de mis pechos. Esta vez no me aparté. Él, animado, me desabrochó el vestido y bajó los tirantes hasta que vi mis pechos presionando la suave tela blanca de mi camisola.

—Tan, tan guapa…

Besó ardorosamente la tela de algodón. Mientras una de sus manos bajaba los tirantes de la camisola, la otra acarició suavemente mis pezones, haciendo que temblaran y se endurecieran. Era la primera vez que me tocaban los pechos desnudos, aunque la mano de Jean-Phillipe sobre mi ropa me hubiera hecho soñar con ello muchas veces. A pesar del miedo, sentí un placer sin nombre y cerré los ojos.

En ese momento, con un estrépito de cristales rotos, alguien cayó por la claraboya. La mano de Lobo asestó un sordo martillazo en el cráneo de Egon. Yo grité y me subí la camisola. Lobo me miró de manera extraña, como si se diese cuenta por primera vez de que era una mujer. Después miró al alemán, que yacía muerto a sus pies, y rompió en sollozos angustiados que hacían temblar su cuerpo.

Yo acabé de vestirme, me puse los zapatos y, antes de llegar a trompicones a la puerta, le lancé la llave. Para él quizá también había sido la primera vez.