Marta no volvió. Quizá hubiera muerto mucho antes de mi llegada, o se hubiera fugado con un hombre. Quizá la hubieran matado el mismo día. No lo sé, pero el caso es que por momentos la granjera me confundía con ella, o con una compañera de clase, pero casi siempre me reconocía como lo que era: una desconocida. De hecho no parecía demasiado angustiada por la ausencia de Marta. Era como si las vicisitudes de la guerra la hubieran vuelto inmune a la tragedia. Se limitaba a vivir sus últimos años de la mejor manera.
La verdad es que era muy amable. Me dio comida y ropa, y me trató como a un miembro de su familia. Yo la correspondía ayudándola en la casa, y hasta salía a hacerle la compra: viajes al pueblo que vivía con miedo, segura de que me descubrirían, aunque nadie dio indicios de fijarse en mí ya que ni siquiera me prestaban atención.
Yo, sin embargo, que había aprendido a desconfiar de la amabilidad, era reacia a interponer a otra persona entre mi familia prisionera y yo, y en cuanto supe que la granja estaba a menos de cien kilómetros de Varsovia decidí emprender el viaje. En Varsovia vivían mis tíos Esther y David. Podría alojarme en su casa, ganar un poco de dinero y buscar una manera de liberar a mi familia. A esas alturas me había convencido de que papá no estaba muerto, sino en el campo de trabajo, con mamá y Jozef. En el peor de los casos, estaría a salvo hasta el final de la guerra.
No sabía muy bien qué encontraría, pero me imaginé que la situación era mejor que en Lodz. A pesar de los rumores que corrían sobre Varsovia, tenía la impresión de que mi única esperanza era encontrar a mis tíos.
Por eso, al cumplirse una semana de mi llegada a la granja —una semana de incesantes pesadillas y con un miedo creciente a que me descubrieran—, me fui con unas botas de Marta que me iban como barcas. Sabía que la vieja se quedaría sola, pero su suerte, extrañamente, no me preocupaba. Era una buena persona, pero lo primero era mi familia. Por otro lado, aun a riesgo de equivocarme, la consideraba una Volksdeutsche. De lo contrario no estaría viva, y yo no sentía la menor piedad por los polacos que estaban de parte de los nazis.
Me fui una mañana fría y soleada en que el aire empezaba a oler a primavera. Aparte de las botas de Marta, llevaba un vestido de Marta, un abrigo de Marta y la mochila de Marta con ropa de recambio. Tampoco tuve reparos en coger un pan de la cocina. Lo necesitaría.
Caminé sin descanso doce horas, evitando la carretera principal a Varsovia. Iba por caminos secundarios, fingiendo naturalidad cada vez que paraba algún camión de tropas y los soldados intentaban convencerme de que subiera con ellos a la trasera. Al final, la rodilla de mi pierna mala me obligó a sentarme. Sobrevino la noche, y con ella el miedo.
¿Qué haría la vieja cuando echara en falta la ropa de Marta? ¿Avisar a la policía? Tarde o temprano me descubriría la Gestapo, me identificaría como una judía escapada del tren y me condenaría a muerte por haber robado a una ciudadana polaca. Ni mi familia ni nadie sabría que había muerto. Jean-Phillipe encontraría otra novia —si no la tenía ya—, y yo acabaría en una tumba anónima, porque nadie sabía mi nombre.
Me dolía todo el cuerpo. Las lágrimas afloraban a mis ojos como si tuvieran vida propia. También reía a ratos sin querer. Empecé a temer volverme loca. Pasé la noche en un olmedo, que me protegió del viento.
A la mañana siguiente reemprendí el viaje contando mis pasos para no pensar en el dolor de la pierna. Supuse que al llegar a un millón ya estaría en Varsovia.
Tardé dos días más. Al llegar ya había perdido la cuenta de mis pasos, pero me daba igual. Había llegado. Justo antes de que el campo se convirtiera en ciudad, me puse otro vestido de Marta, limpié sus botas de barro, me peiné con su peine y fui en busca de mi tía Esther, como una polaquita guapa y serena. Todos los letreros de las calles habían pasado a estar en alemán, como en Lodz, pero al llegar a Eisentrasse reconocí la panadería de la esquina y supe que estaba cerca de la casa de Esther.
En la siguiente esquina me quedé de piedra. Habían erigido una enorme barricada de madera, de tres metros de altura, con una doble alambrada muy tupida en cada lado. Detrás había dos barrios conectados por un puente, llenos de peatones que se movían por las calles como bancos de peces.
Vi acercarse una brigada de obreros con palas, picos, martillos y cinceles, seguida por varias bestias de carga humanas que transportaban ladrillos a hombros, en capazos que se mantenían en equilibrio gracias a unas barras de metal. Miré sus barbas, sus cabezas rapadas y las cintas azules que llevaban en la cabeza con la estrella de David. Al llegar a la barricada, doblaron a la derecha. Era evidente que hacían un rodeo para acceder a la zona acordonada. Los judíos de ambos lados del muro les ignoraban.
¿Un Baluty? ¿En Varsovia? ¿Una ciudad donde vivía más de medio millón de judíos, y varios millones cuyos antepasados se habían convertido al cristianismo? Era una de las razones por las que Esther y David se sentían cómodos en la capital, pero saltaba a la vista que ahora estaban tan encerrados como nosotros en Lodz. Si algo semejante podía ocurrir en la capital polaca, ¿qué refugio quedaba?
No había pasado ni un día en aquella granja sin soñar con Varsovia y mi feliz reencuentro con David y Esther. Varios judíos de clase alta habían huido a la capital justo antes de la creación del gueto de Lodz, y a nadie le había sorprendido no saber nada de ellos. ¿Qué noticias podían enviar, a fin de cuentas? Sólo rumores sobre la caída inminente de los aliados, y la acumulación de éxitos por parte del ejército alemán.
Como decía mi madre, que nadie hable del mar no significa que se haya evaporado.
Me acerqué a la alambrada, y arrimé tanto la cara que el frío metal rascó mi frente. Al otro lado del muro, los judíos parecían llevar una vida normal, con una calle normal. No parecían tan pobres y abatidos como los del gueto de Lodz, pero supuse que si todo seguía el mismo curso acabaría llegándoles su hora. Bordeé la valla siguiendo a los obreros hasta una entrada en Kaiserstrasse, cuyo antiguo nombre, recordé, había sido calle Zlota.
Varios grupos de curiosos polacos observaban a distancia prudencial el control al que los centinelas alemanes sometían a todos los judíos que entraban al recinto. Al otro lado del muro había policías con la estrella de David que hacían lo mismo con cualquiera que quisiese salir. Un grupo de niños polacos profería obscenidades desde un callejón. Otros tiraban piedras y botellas por encima del muro.
Vi que los hombres —había pocas mujeres— exhibían documentos de identidad con foto. ¿Los llevaba todo el mundo? A saber. Pero yo no tenía ninguno. Y si Varsovia era como el Baluty, eso se castigaba con la muerte.
De pronto me di cuenta de que la ropa y las botas de Marta, que no eran de mi talla, me conferían un aspecto ridículo. De polaquita guapa, nada de nada. Era una simple judía sin documentación, una refugiada que se había fugado del tren a Treblinka.
Sintiéndome observada, traté de mezclarme con la multitud. La gente se había apretujado para asistir a la paliza que los soldados alemanes estaban propinando a un pobre anciano que volvía al gueto. Quedé hipnotizada por la imagen del viejo pidiendo ayuda a gritos.
Uno de los guardias se giró y abrió la boca, como a punto de decirme algo. ¿De acusarme? Mi corazón se disparó.
—¡Apártate, sucio asesino de Cristo! —grité a la patética figura del anciano, y clavé la punta de la bota de Marta en su fláccida barriga.
La multitud siguió mi ejemplo. Cuando los guardias lograron contenerla, el viejo estaba inconsciente en el suelo, y yo lejos de allí.
Todos mis sueños de seguridad habían sido en vano. Mi situación era desesperada: el hambre, el cansancio… Había perdido hasta el sentido común. ¿Cómo esperaba cruzar el muro y encontrar a tía Esther y tío David sin que me detuvieran? ¿O sin que les detuvieran a ellos? Vagué por el corazón de la Varsovia aria, en un laberinto de autobuses, tranvías, coches y uniformes. Aturdida, insensible, temblorosa, sin saber dónde pasar la noche, recorrí lo que ahora se llamaba Bahnhofstrasse. ¿Cómo podía zafarme de las SS sin un documento de identidad?
Me pregunté si no habría sido mejor quedarme en el tren, o entregarme a las autoridades cerca de la granja de la vieja, suplicando piedad mansamente. Quizá me hubieran puesto a trabajar en el campo. Quizá me hubieran enviado a Treblinka para correr la misma suerte que el resto de mi familia, pero fortalecida por el amor de los míos.
O quizá lo mejor hubiera sido quedarme en el Baluty con Nate Kolleck. Como mínimo, haberme llevado los negativos. Al menos entonces todo mi sufrimiento, mi muerte, habrían servido de algo.
Estaba en el corazón de la ciudad. Gracias a nuestras frecuentes visitas familiares, lo conocía todo, y podía identificar las calles por sus nombres polacos sin mirar los letreros. Con mis enormes botas, que me hacían tropezar por los adoquines, pasé deprisa al lado del antiguo ayuntamiento de la calle Konopnicka, convertido en un cuartel, y llegué a la plaza Tres Cruces. Mis pasos vacilantes me llevaron a las inmediaciones de la gran iglesia bizantina de San Alejandro, donde se conservaba el corazón de mi amado Chopin en una urna negra, encima del altar. Vi erguirse las enormes paredes de ladrillo y acero del colegio femenino vienés. Al llegar a ese punto, el miedo se apoderó definitivamente de mí.
Estaba todo lleno de soldados, caminando por la plaza o apoyados en barandas y farolas. Aparte de sus voces, graves y amenazadoras como truenos, sólo se oían los gritos de algún grupo de niños que corría tras ellos tratando de ablandarles con halagos y marrullerías.
—¡Venga, señor, anímese!
—¡Eh, que estaba yo primero! Mire estos cigarrillos, señor. Son egipcios, se lo juro.
—¡Quítate de en medio, polaco hijo de perra! —vociferó un soldado, dando una bofetada al segundo niño.
El bofetón me llegó al alma, haciendo que me apartara de la puerta del colegio.
Volví a cruzar la plaza con la exasperante sensación de que me perseguían. De repente me paré a escuchar. ¿Eran pisadas, o un simple periódico arrastrado por el viento? Seguí caminando sin rumbo, pero más deprisa. El ruido se acercó. Contemplé mi sombra en espera de que apareciese alguna otra.
Al final me decidí a girarme, pero sólo encontré la luz del sol poniente tras la cúpula encendida de la catedral. Un eco de carcajadas resonaba en la plaza casi desierta.
—Por favor, señora, un zloty, cincuenta groszys, lo que sea… —dijo una voz quejumbrosa a mis pies. Era un niño envuelto en un abrigo de pieles—. Tengo mucha hambre…
—Si por mí fuera… —dije, fijándome en su acento.
Hacía tanto tiempo que no oía el habla melodiosa de los judíos que vivían más al norte de Lodz que no podía jurarlo, pero…
—¿No tiene nada? ¿Ni un mendrugo de pan? ¡Deme algo, señora, por favor! Los niños me han robado los cigarrillos, y ya no puedo vender nada.
De cara redonda, mejillas peladas por el frío, ojos enormes y castaños y pies hinchados, tenía unos siete u ocho años. Por alguna razón me cayó bien.
—No tengo ni un zloty. Te lo juro. Ni siquiera sé dónde dormir.
Pareció alegrarse de que hubiera alguien aún más desgraciado que él.
—Puede dormir conmigo. Tengo mi guarida. Venga y se la enseño.
—¿Guarida? —pregunté, intrigada.
—Sí, en lo que era el puente Poniatowski, en Saska Kepa. Al menos se está seco. No; tengo una idea mejor. Podría ir a la calle Krucza. ¿Le gustaría?
Ninguno de los nombres me decía nada, pero la idea de estar seca me sonó a gloria bendita.
—Y ¿cómo puedo encontrar…?
Pero ya no me escuchaba. Algo había llamado su atención. Se oyó un silbido. Contestó con otro muy estridente. Después se fue corriendo por la plaza, sujetando la cuerda del abrigo para que no se le abriera.
La noche cayó sobre Varsovia como una capucha de verdugo. La escasez de farolas, de gas o eléctricas, creaba una atmósfera siniestra en la ciudad ocupada, pero agradecí la oscuridad. Quizá me ayudara a pasar inadvertida.
Había aprendido que existían varias clases de miedo. El de tener delante a un soldado alemán era un miedo tórrido, abrasador, porque podían volarte la cabeza a la menor provocación. En cambio, en la calle el enemigo no tenía rostro. Podía ser una campesina, un mendigo o un cazarrecompensas. Cualquiera podía convertirse en delator, hasta otro refugiado, o un perro callejero. De niña nunca me habían dejado ir sola por Varsovia. ¿Qué habría pensado la tía Esther en ese momento de su sobrina, siempre tan modosita y tan decente?
Intenté que el arrullo de las palomas que corrían por la plaza me infundiera coraje. Era la única música que quedaba en mi cabeza.
—Hola —dijo alguien.
Me tocaron el hombro y di un respingo. Era un hombre con la gorra en la mano. Detrás había otro. Temí que me atacaran, pero sólo hasta que vi que no eran hombres, sino niños.
El primero de los dos, que era el mayor, llevaba una camisa limpia y unos pantalones de lana nuevos, pero sus zapatos, negros y puntiagudos, estaban muy raspados.
—Nicht verstehen, nicht verstehen —dije, apartándome con un encogimiento de hombros.
—Tranquila —murmuró él en polaco—. No te asustes, por favor. Paulus me ha dicho que no sabes dónde dormir. Ahora que te veo, creo que me suenas. —Cambió de postura, avergonzado—. Antes trabajaba en el café Tarnopol. ¿Tú no cantabas y tocabas el piano?
Me hinqué las uñas en la palma de la mano. El segundo niño, pelirrojo y con pecas, debía de tener diez u once años. Cabía alguna posibilidad de que fuera judío, pero el otro… Comparado con él, Jozef parecía un rabino. Por otro lado, mencionar el café Tarnopol era como enseñar una estrella de David.
—Te habrás confundido —dije, temerosa de arriesgarme—. No me suena ningún café Tarnopol. Tengo que irme a casa. Seguro que mi padre me…
Me giré, pero él me cerró rápidamente el paso.
—Pero ¿no te das cuenta de que estamos todos igual? Nos la estamos jugando por ti.
Tuve ganas de creerle. Ansiaba que me ayudara alguien, aunque sólo fuera un niño, pero…
—No sé qué quieres decir —contesté.
—Buscamos a los nuestros —susurró él—. Fíate de nosotros. Es la única manera.
—No sé qué buscas —repuse con frialdad.
—Me llamo Amchu. —Vi que se le humedecían los lagrimales—. Ich bin ein Yid.
Vacilé, tratando de quitármelo de encima.
—Déjame, por favor.
Al final se rindió.
—Bueno, vete —gruñó—, pero te he visto en el muro del gueto y lo sé todo. Somos muchos. Nos ayudamos mutuamente. Somos listos y sobrevivimos. Ven al número treinta y siete de la calle Krucza. Es tan pequeña que los alemanes no se han tomado la molestia de cambiarle el nombre. Te abrirá una mujer. Dile que te manda Lobo. Ya le conocerás. Llama dos veces a la puerta, espera y da tres golpes más. —Se giró hacia el otro niño, que nos miraba boquiabierto—. Venga, vámonos. —Y añadió—: Si quiere ya irá.
Estuve una hora pensando y vagando sin rumbo, como si fuera a alguna parte. Mis breves incursiones en las callejuelas de la zona no dieron resultado. De hecho, ni siquiera sabía qué buscaba.
Plantarme en una puerta sin documento de identidad era como pedir una invitación al cuartel general de la Gestapo, mientras que quedarme mucho más tiempo en la calle era un suicidio. Haciendo de tripas corazón, pregunté a una transeúnte por la calle Krucza. Señaló hacia la estación de trenes, que asomaba un poco por detrás del cuartel. Salí en la dirección indicada. Era consciente de que podía estar yendo a mi captura y mi muerte, pero no tenía alternativa.
Al acercarme a la calle en cuestión, un niño de unos nueve años cruzó la calle y se me puso delante.
—Tienes que acompañarme —dijo sin girarse—. Lobo cree que pueden haberte seguido. Ahora es peligroso ir a la calle Krucza. No me conoces. Quédate a media manzana. Llegaremos a un bar. A esta hora de la noche siempre está muy lleno. Nadie te molestará. Entra, espera cinco minutos y vuelve a salir. Si me ves, sígueme. Si no… buena suerte.
Le hice caso. Al salir del bar, le vi al fondo de la calle. Creo que nunca he estado tan contenta de ver a nadie. Si la intención de los niños hubiera sido delatarme, no se habrían andado con tantos jueguecitos.
Le seguí por un laberinto de callejones que nos llevó hasta el río Bug. Al acercarnos a los cobertizos de la Wehrmacht, el niño caminó más despacio y me hizo señas de que le alcanzara. El dolor de la cadera me impedía caminar muy deprisa.
—Date prisa —susurró—. Es mala zona, plagada de alemanes. Si intentan detenernos, tú no digas nada. La mayoría son schmalzers.
Me miró para asegurarse de que le hubiera entendido, y arrugó la frente al ver mi cara de sorpresa.
—¿No sabes qué es un schmalzer? Hay diez por cada uno de nosotros. Te obligan a pagarles para que no canten, y la siguiente vez te pillan y te piden más, los muy asquerosos. Es lo que le pasó a nuestro compañero Hymie. Contribuimos todos, trescientos zlotys, pero no sirvió de nada porque al final desapareció.
Dio una patada en el suelo.
—Lo importante es ser listo. Tú quédate conmigo y te protegeré de los schmalzers.
Miré a aquel niño de la calle, de actitud tan adulta y precavida, con algo parecido al afecto. Nos volvimos a separar. Me llevó a Saska Kepa por el Puente Nuevo. Sin darme cuenta, casi habíamos vuelto al punto de partida. Bajé por un terraplén y un bosquecillo, ayudándome con las manos. El niño me esperaba abajo, tirando piedras a la base del puente con gestos de impaciencia. Al verme siguió caminando. Le seguí por las vías de tren, hasta un pequeño olmedo.
Le di alcance entre los árboles. Él levantó una mano para hacerme callar.
—¡Paulus! —susurró—. ¡Soy yo, el Guiños! Sal. Traigo pan. Y una visita.
—¿Pan? —El niño de la cara redonda y el abrigo de pieles asomó la cabeza por la boca de una cueva, escondida por una maraña de arbustos y zarzas—. ¡Hola, señora! —Sonrió—. Estaba seguro de que vendría. ¿Lo ve? Es mi guarida.
—¿A qué esperas? —gruñó el Guiños, dándome un empujoncito—. Entra. Compartirás la guarida con mi hermano, que es éste.
Me arrastré entre paredes de barro hasta sentarme en una especie de hornacina de caliza. Paulus puso un camastro de paja en el suelo y lo tapó con una manta muy gastada, casi transparente. Al lado había una lámpara de aceite cuya luz me reconfortó. Sólo entonces me di cuenta de lo cansada que estaba. Me parecía más cómoda esa cama que la mía de la calle Kowalska, con sus cuatro postes. Lo único que me apetecía era acostarme y dormir.
Pero primero el pan. El Guiños partió la hogaza en tres y nos dio un trozo a cada uno.
—Lo he robado en la mejor panadería de Varsovia —dijo con orgullo.
En efecto: ni en París había comido yo un pan tan bueno. Todas mis dudas y preguntas pasaron a segundo plano. La experiencia me había enseñado que las palabras eran para cuando no había comida.
El Guiños repartió las migas, metió una mano en el bolsillo y sacó un fajo de zlotys.
—Toma, los cien de esta semana —dijo, dándoselos a Paulus—. Más vale que te duren hasta el martes, porque no te tocan más. ¿Lo has entendido? El resto nos iremos al amanecer. Hemos quedado con Lobo.
—Puedo llevarla. Me sé el camino de memoria —propuso Paulus.
—Lo siento, pero tendrás que quedarte unos días aquí. Órdenes de Lobo. En la plaza la cosa está que arde, y esta vez sólo quiere reunirse con los mayores. —Alargó el brazo para apagar la mecha de la lámpara—. Lo siento —repitió.
Después de alborotarle el pelo a su hermano, se alejó hasta confundirse con la oscuridad.
Paulus lloraba. Me dejó abrazarle y compartimos el camastro.
—Buenas noches —susurré—. Que duermas bien.
Se hizo un ovillo entre mis brazos, sin dejar de sollozar. Me lo imaginé antes de la invasión, paseándose muy acicalado de la mano de su papá, con su pelo castaño ondulado peinado hacia atrás desde la frente. Se volvió y abrazó el aire, como si hubiera cogido un osito de peluche invisible. Al oírle gemir volví a rodearle con mis brazos, reconociendo la pauta de mis pesadillas recurrentes.
¿A Paulus también le despertaban sus propios sollozos, como me había pasado a mí en mil y una ocasiones? ¿Veía caras en la ventana, de soldados con casco y metralleta?
—Tranquilo —dije.
Le canté en voz baja la nana de Brahms. En el silencio de la cueva, mi voz y la belleza de la melodía me conmovieron profundamente.
Paulus me sonrió medio dormido. Luego su mano se cerró y se levantó, como si le diera un puñetazo a alguien. ¡Dios, qué cosas debía de haber visto y vivido! Seguí canturreando, hasta que se rindió a mis arrullos y cayó en un sueño profundo. Sólo se movían sus labios, chupando el pulgar.
Agotada como estaba, y a pesar del calor y el silencio de la cueva, tardé mucho en conciliar el sueño. Tenía la cabeza llena de imágenes de mi familia. Vi a mi padre muerto, o herido, o golpeado por los guardias como castigo a su intento de fuga. También vi a Jozef recibiendo una paliza por haber acudido en su ayuda. Mi madre —mi pobre madre— se quedaría sola y no sobreviviría. ¡Qué mala idea había sido dejarles! Debería haberme quedado a su lado, aunque significase la muerte.
La nana resonaba en mi cabeza. Me puse a llorar. Podía usarla para consolar a un niño, pero ¿quién me consolaba a mí?