Me despertó un foco muy intenso, deslumbrante. Cuando mis ojos se movieron a izquierda y derecha por el pánico, sentí un dolor insoportable en todo el cráneo, y tuve miedo de volver a quedarme inconsciente. Poco a poco comprendí que no era un foco. Aquella luz cegadora era el sol de mediodía.
Un remolino de hojas secas giraba sobre mí. Cuando intenté mover la cabeza, me dolió toda la columna vertebral. Estaba empapada de sudor. Tenía las mejillas ardiendo, pero la espalda y las piernas insensibles. Haciendo un gran esfuerzo, me senté. ¡Al menos no me había roto la columna! Miré alrededor. A la izquierda, un campo descuidado con algunos árboles. A la derecha, dos bolas de fuego que brillaban como los hornos de la fundición del Baluty. Otra vez el sol. Junté los círculos con gran concentración, como si enfocara una de las cámaras de Nate Kolleck. Las bolas se fundieron y se separaron. Luego volvieron a juntarse, y se me despertó un zumbido agudo y persistente en los oídos. Al mover la cabeza para despejarme, tuve náuseas.
Perdida. Sola. Magullada. Me puse a cuatro patas y dejé la cabeza colgando para que se me pasara el mareo. Tenía el abrigo roto. Vi las heridas en brazos y piernas.
Me arrastré hacia un terraplén. Vías de tren. ¡Dios mío! Me acordé.
¿Qué había sido de papá? Me había empujado por detrás, justo antes del disparo. ¿Le habían matado? ¿Habían muerto todos a manos de los alemanes, papá, mamá y Jozef? ¿O continuaban su viaje hacia Treblinka, sin escapatoria, hacia un destino aciago? Sollocé. A unos cincuenta metros había un bosquecito y hacia allí me arrastré. Decidí ir a Treblinka, por si podía rescatar a mi familia. Quizá pudiera comprarles con el dinero que ganara de camino, o como mínimo darles a entender que tarde o temprano recibirían ayuda y que no había que desesperar. Nada más pensarlo, me di cuenta de que eran fantasías, pero las alimenté porque me daban fuerzas. Tumbada entre los árboles, cerré los ojos y evoqué la imagen de la casa de la calle Kowalska en mi niñez.
Me quedé dormida. Al despertar, el alba ya teñía los campos. Al principio me sentí revitalizada (el largo descanso había suavizado mis dolores físicos), pero luego me acordé de dónde estaba, y de todo lo que había pasado, y me angustié otra vez. Sólo me alegraba de una cosa: de no haberme llevado las fotos de Nate. Así, si a lo largo de mi viaje —¿adónde?, ¿en qué dirección?— encontraba algún control, no podrían acusarme de espionaje. De hecho nadie sabría que venía de Lodz, ni lo más importante: que era judía. Fue una sensación un poco rara. Podía adoptar cualquier identidad. Podía inventarme un pasado, y justificar mi estado con cualquier pretexto. Hasta podía… No, mi nombre de pila decidí conservarlo. Era un regalo de mamá y papá.
Me levanté con cuidado y volví al terraplén, sintiendo unas punzadas tremendas en la cadera izquierda, donde se había desencajado el hueso. Al llegar al terraplén examiné mis heridas, como si Marisa Levy fuera un espécimen de laboratorio. Tenía los pies hinchados, las piernas llenas de cortes y arañazos y los morados más negros que antes. Las costillas, magulladas; el abrigo, perdido e irrecuperable. Debajo de la rebeca, mi vestido de lana se había roto en varios puntos, dejando a la vista la ropa interior. Tendría que solucionarlo de alguna manera, pero ¿cómo? La sangre seca había pegado el vestido a la piel en varios puntos.
Crucé las vías arrastrando la pierna izquierda entre tallos de hierba segados. El sol, ya en todo su esplendor, era una bendición. De repente me di cuenta de que estaba muerta de hambre. Divisé una granja al borde de un campo labrado, y la superficie entre azulada y negra de un estanque donde se reflejaba el sol. Ya decidiría en su momento si me acercaba a la granja. Lo que necesitaba urgentemente era agua. Arranqué un puñado de hierba que había sobrevivido al invierno y mastiqué los tallos, absorbiendo su humedad con mi lengua rasposa.
Pronto podría beber en el estanque. Beber y darme un baño. ¡Agua fresca! ¡Agua limpia! Después buscaría comida, en la granja si me atrevía, o por la carretera. La falta de dinero, dirección y planes era lo de menos. Estaba a punto de beber, y de lavarme.
Tiré el abrigo, que ya no servía de nada, y di unos pasos vacilantes. Iba encorvada, midiendo cada paso y controlando mi equilibrio, atenta a cualquier ruido de pasos o de perros que pudieran perseguirme.
Al llegar al borde del estanque, me arrodillé y toqué el agua helada con la boca. Luego incliné la cabeza y rompí el reflejo tembloroso de mi cara. El impacto del frío fue una emoción indescriptible. ¡Estaba viva!
No tardé ni un minuto en desnudarme, para lavarme todo el cuerpo de tierra, mugre y enfermedad. Me sumergí en el agua una y otra vez, aunque estuviera tan fría que me cortaba la respiración. Al final salí, me tumbé en la hierba y sonreí mirando el sol.
—¿Marta?
Era una voz de mujer. Venía del campo. Una silueta se acercaba a trompicones. Debía de tener unos ochenta años.
Volví a ponerme los harapos. La vieja casi estaba en el estanque. Mi única esperanza era escapar. Me levanté con los zapatos en la mano, pero se me dobló la pierna izquierda y caí con un grito involuntario de dolor.
La vieja se acercó más y me miró confusa.
—¿Marta? ¿Estás bien?
Sus ojos oscuros, hundidos, pasaron de largo. ¡Era ciega!
Caminaba con los brazos extendidos como antenas, moviendo los dedos en busca de algo sólido.
—¿Quién es? —exclamó alarmada—. ¿Por qué no contestas, Marta? ¿Por qué no dice quién es?
Mis dientes empezaron a castañetear. Ella tropezó hacia atrás.
—Sé que hay alguien —dijo con tono lastimero—. No me haga daño, por favor. Soy una vieja indefensa. Los alemanes ya se han llevado todo el trigo y las patatas. Ni siquiera me queda la vaca lechera. Le juro que no tengo nada. Por favor, deje a esta vieja…
Avanzó de puro miedo, concentrando sus sentidos en mi presencia invisible.
—Sé que hay alguien —gimió tambaleándose.
Después hizo un movimiento aparatoso con los brazos y se cayó al agua.
Yo me lancé en su rescate sin pensar en mi seguridad, ni en las posibles consecuencias. Se había caído de cabeza, y le estaba costando mantenerla fuera del agua. Le cogí un brazo y la arrastré a la orilla.
—Tranquila, no le haré nada —dije—. Conmigo no corre peligro. Se lo prometo.
Me miró con sus ojos velados por las cataratas.
—Pero ¿por qué no has contestado cuando…?
—Tenía miedo —respondí rápidamente—, pero ahora ya no. Es la guerra. Nos tiene a todos asustados. ¿Vive en la granja de la colina? Venga, la acompaño a casa.
Me dejó cogerle el brazo y llevarla a la cabaña. Me reconfortó tocarla, y me alegró poder reconfortarla a ella.
—Creía que eras mi hija Marta —dijo—. No sé nada de ella desde el amanecer. Ha ido a Vishna a comprar pan y lleva todo el día fuera. Es la primera vez que deja apagarse el fuego. Ya debe de estar anocheciendo.
—No —dije con calma—, aún no es mediodía. Seguro que Marta no tardará.
Tuve un mareo. No había comido nada en veinticuatro horas. Las piernas ya no me sostenían, ni a mí ni al peso de la anciana. Se me estrechó tanto el campo de visión que al final veía la granja como un juguete al final de un largo túnel. Hice un gran esfuerzo por seguir moviendo los pies. A cada paso, la casa se acercaba y volvía a alejarse. Marta había salido a buscar pan. ¡Ojalá la vieja pudiera darme un poco!
—Tranquila, que ya le enciendo el fuego —dije—. Luego…
¿Luego qué? Había oído demasiadas historias de judíos traicionados por campesinos polacos para ahora esperar alguna atención de la tal Marta. Seguro que me delataba. Si no por odio, por miedo a las represalias alemanas. Tendría que dejar a la vieja en su casa e irme enseguida. Si no tenía comida, me conformaría con tomar al vuelo una taza de té.
—¿Por qué no me has contestado en el estanque? —volvió a preguntar ella—. Deberías haberme dicho algo. Me has dado un susto… Dime la verdad: ¿eres gitana?
Me maravillé de la ironía.
—No, abuela, claro que no.
—Perdona —se disculpó—; es que desde la invasión se oyen unas cosas…
Faltaba muy poco para llegar a la casa.
—Ya, ya lo sé.
—Marta, cuando vuelve de la compra, no habla de nada más. Que si la guerra, que si los soldados… Coquetean descaradamente con las chicas. Con Marta no, claro; ella no se dejaría tocar, pero van con algunas de las más alegres, que a veces hasta están casadas. Bandas de gitanos que merodean por el campo, judíos renegados… Da asco que dejen a sus mujeres…
Me estremecí.
—Tienes frío —dijo ella—. Pero ¡qué delgada estás! Pareces un palo. Te noto las costillas. ¿Y tu abrigo? ¡Pobrecita! ¿Qué pasa, tus padres no te dan comida y ropa? ¿O tu marido? —Llegamos a los escalones de entrada y empezamos a subir, aunque habría sido difícil saber quién aguantaba a quién. La vieja siguió hablando por los codos—. Pregunto demasiado. Soy una vieja entrometida. Queda un poco de borscht de la cena. Si tienes hambre, caliéntalo para las dos. ¿Cómo has dicho que te llamas?
—Saskia —dije.
Cruzamos el porche y entramos en la cocina. Resultó que Marta había encendido fuego por la mañana. Me arrodillé delante de los últimos rescoldos, puse otro tronco y soplé hasta que se encendió. La olla que había encima del fuego se calentó rápidamente, llenando el aire con un dulzón aroma de sopa que casi me hizo desmayar.
Cogí el atizador que había al lado de la chimenea y moví el tronco, mirando el hierro, la cabeza de la vieja y mis nudillos blancos. ¡Podía hacerlo!, pensé, horrorizada por mi propia fantasía. Si llegaba Marta, y se daba cuenta de lo que era —una judía sin ropa ni comida—, podía matarlas a las dos. Mi padre, traicionado por un polaco «amigo», había pagado mi libertad al alto precio de su propia vida. Mi deber era sobrevivir. Era papá quien había puesto en marcha la cadena de acontecimientos que acababa de llevarme a aquella granja llena de calor, comida y peligro. Seguro que había tenido algún motivo para salvarme la vida. O él o Dios.
La anciana no dejaba de mover las sillas, los cubiertos y los cuencos. Era para volverse loca. Al final me dejó servir la sopa, y nos sentamos cada una en un lado de mesa. Tragué la primera cucharada sin importarme que me quemara la lengua y la garganta. Nunca había probado nada tan bueno. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Mis ideas de asesina eran demasiado horribles y crueles. Levanté el cuenco y bebí directamente. ¡Menos mal que la vieja estaba ciega!
Después de comer, se fue a otra habitación y volvió con un vestido de franela.
—Toma, póntelo —dijo—. Así podrás secar tu ropa delante del fuego.
—Sí.
Sacudí la cabeza, como si me despertara de un sueño. La vieja no podía imaginar lo que escondían mis lacónicas respuestas: una mezcla de alegría y angustia, un alma que se debatía entre el éxtasis y el miedo.
Recé con todas mis fuerzas porque Marta no volviera nunca.