6

—Se lo diré, Nate —le aseguré—. Se lo haré entender en cuanto llegue a París.

—No te creerán. Es imposible.

Nate, enfadado, manipuló el objetivo de su viejo y maltrecho Rolleiflex hasta enfocar mi perfil invertido con el Baluty al fondo. Después de hacer la foto, me indicó que me apartara de la ventana. Estábamos en el apartamento de mi familia. Era el día antes de irnos.

—Sin las fotos no hay pruebas —dijo—. Tienes que llevártelas.

Me mesé el pelo.

—No puede ser.

—Pondré los negativos en un sobre cerrado con el sello del Baluty. Nadie te pedirá que lo abras. Haré que parezca una carta de amor. Pondré «te quiero» al dorso. —Puso cara de pena.

—¿Y si me descubren?

—¡Qué va! Además, ¿qué podrían decir si te descubrieran? Sólo son negativos de trabajadores de la fábrica y basureros, y del palacio de verano de Chaim. —Me cogió la mano y me miró con la intensidad de un enamorado—. Vale la pena arriesgarse. Sería una manera de abrir los ojos al mundo.

—Sí, pero la que se arriesgaría soy yo. ¿Y si me pegan un tiro?

—¿Por qué? ¿Por llevar fotos de tu familia y enseñar los sitios donde trabaja?

—Por sedición, espionaje, delitos contra el estado… Hay donde elegir. —Me giré hacia la ventana para ver las chimeneas, deseando que ya fuera por la mañana y estuviéramos en el tren.

¿Qué harían los alemanes si me pillaban con la preciada documentación de Nate Kolleck? ¿Tomárselo como una simple travesura infantil? Lo dudé. El primer guardia que viera esos cuerpos raquíticos y muertos de hambre, esos carros de cadáveres y esos niños de vientres hinchados comiendo basura me llevaría directamente a la Gestapo. También a mi familia la harían bajar del tren, y no les pegarían enseguida un tiro, como a mí, sino que serían torturados, obligados a confesar de dónde salían las fotos. Era demasiado horrible. No podía arriesgarme.

El contacto de los dedos fríos de Nate me estremeció.

—Por favor, Mia. Tienes que hacerlo. Mi trabajo lo es todo, y necesito tu ayuda.

—Pondría en peligro a mi familia.

Fue como si no me oyera.

—¿Quién más puede hacerlo? ¿Quién más puede contarle la verdad al mundo?

Fui consciente de que tenía razón.

—Podrías acompañarnos en el tren —dije—. Te haría pasar por un primo o hermanastro.

—No, yo tengo que quedarme aquí haciendo fotos. Me quedaré en el Baluty hasta que me pillen y me maten, y encontraré a otros que hagan las fotos, pero creía que tú…

Pensé que era un héroe. Y yo una cobarde.

Nate puso sus labios en mi boca, labios agrietados y resecos como la hierba del campo después de una helada. Yo aparté instintivamente la cabeza, y sus besos me arañaron la garganta hasta los hombros. Sus dedos azulados aferraron mis brazos, recorrieron mis caderas y subieron en busca de mis pechos. Me había quedado quieta. No hacía nada para detenerle, pero tampoco para incitarle.

Era como estar en un frasco de veneno, abrazada por una calavera y unas tibias. Los sollozos hacían temblar el cuerpo de Nate, que le robaba al mío su calor. Se me puso carne de gallina en toda la espalda. Me mordí fuertemente el labio inferior para insensibilizarme, mientras sentía deslizarse a Nate por mi cuerpo hasta apoyar la cabeza en mi vientre, pero dejarle seguir era demasiado. Demasiado. Me limité a retroceder. Él abrazó el aire y cayó al suelo. Salí rígidamente por la puerta, bajé por la escalera y salí a la calle como un golem.

Nos dejaron subir al tren, pero no en los compartimentos. Encontramos un hueco en un vagón de carga, entre cuarenta o más personas. ¿También habían vendido sus diamantes a cambio de un viaje a Varsovia?

Varsovia. Ése era el destino de nuestro viaje por la oscuridad y el frío. Bien abrigados, y aferrados a las pocas pertenencias que habíamos podido llevarnos, teníamos la esperanza de que las dimensiones y el anonimato de la capital nos permitieran salir de Polonia y, si nos sonreía la suerte, llegar a Francia.

—¿No te han alcanzado los diamantes para comprar asientos? —preguntó Jozef—. ¿Ni siquiera un cojín?

Su voz resonó en el silencio del vagón.

—No hables tan fuerte —le ordenó papá—. Y no pronuncies ni una palabra más en alemán o yiddish. Tienes que hablar sólo en francés. Es una orden. Tú también, Mia. Si os oyen…

—¿Qué? —saltó Jozef—. ¡Esta gente no oye nada! Por eso están en un vagón de ganado: por ser unos estúpidos judíos. Como tú, papá, pero no como yo.

El ruido de una bofetada me sobresaltó como un disparo. Jozef se encogió. Yo miré atónita a papá. Hasta entonces nunca nos había pegado. El «¡Benjamín!» de mi madre no pudo ser más elocuente.

Yo también estaba angustiada. En esa caja móvil de cartón, mísera y pestilente, con mi vestido de lana y mis zapatones que me hacían sentir sucia, cercada por el hambre, la sed, la incomodidad y el miedo, sólo el recuerdo de Nate, y de su desafío a sus amos alemanes, me impedía quejarme con la misma amargura que Jozef. Quise evocar París, y a Jean-Phillipe, pero hasta mi fantasía se había oscurecido. El sentimiento de culpa por no haberme llevado las fotos de Nate me obligaba a desechar hasta la imagen del placer.

De golpe mi padre vomitó, sin avisar.

—Ha estado toda la noche mareado —dijo mamá—. Dios mío…

—No es nada —dijo él—. Demasiado ajetreo y demasiada tensión.

Sin embargo, vi que tiritaba y me quité el abrigo para ponérselo por los hombros. Estaba demasiado débil para resistirse, pero consiguió decir:

—No, Mia, no hace falta.

Esta vez fui yo quien tirité, y no sólo de frío, sino también de miedo.

El tren iba a paso de tortuga. A ese ritmo tardaríamos dos días en llegar a Varsovia, un tiempo en el que podía pasar de todo. Pensé que tarde o temprano Jozef se volvería en contra de papá, y de los demás. Cuando llegara ese momento, mamá y yo tendríamos que tomar una decisión.

Me desperté en las planchas de madera gastada del suelo del vagón, aguijoneada por ráfagas gélidas que se metían en mi vestido. Sentí un hormigueo en el cuero cabelludo, como patas de insecto, pero desapareció enseguida. ¿Serían alucinaciones? «Adiós, desayuno», pensé irónicamente. Luego comprendí que si no había otra manera de aliviar el hambre, dejaría de ser una broma.

La velocidad del tren se había vuelto aceptable. Pronto saldríamos de aquel cuchitril. Busqué a Jozef en la oscuridad y le vi durmiendo, hecho un ovillo de brazos y piernas descarnados. Tuve ganas de pasarle los dedos por el pelo hasta dejárselo tieso, como de pequeña, cuando salía corriendo y gritando, y él me perseguía. Ahora no teníamos sitio para correr, y el humor de Jozef durante la noche anterior no aconsejaba muchas bromas.

Mis padres dormían cerca, abrazados como un solo bulto. Quise acercarme a rastras, para que también me abrigara su calor, y tropecé con algo. ¡Un cuerpo!

—Perdone —dije.

Noté algo raro. No se movía, y eso que el golpe había sido fuerte. Miré hacia abajo. A la luz filtrada por las puertas correderas del vagón me miraban dos ojos. De mujer. Ojos que no parpadeaban. Insomnes. Muertos. ¡Había estado reptando al lado de un cadáver!

Grité. Mi padre se incorporó.

—¿Qué pasa, Mia?

Me había quedado sin habla. Opté por apartarme del cadáver y correr como un roedor hacia el fondo del vagón, donde iban dos soldados alemanes sentados alrededor de un hornillo y una tetera. ¿Qué hacía? ¿Les contaba lo de la mujer muerta? ¿Me atrevería a dirigirme a un soldado alemán?

—Deja los cadáveres para después —dijo suspirando uno de los dos—. Primero tomamos un té y luego los tiramos.

Escuché atentamente, sin respirar.

—Tíralos tú —dijo el otro, más joven—, que yo no tengo estómago.

—Pues ya te puedes ir acostumbrando, porque en todos los trenes hay cadáveres, y se supone que tenemos que deshacernos de ellos antes de llegar a Treblinka.

—¿Y luego?

—Descargamos, media vuelta y por el siguiente cargamento.

—¿Más judíos?

—¡Tú dirás! Nunca se acaban. Son materia prima para los campos de trabajo.

—Qué asco de trabajo —dijo el soldado joven.

—Mejor que el frente. Al menos aquí no te pueden matar.

¡Campos de trabajo! Un lugar desconocido para mí, cuyo nombre era Treblinka. Era el final del viaje, la última parada. Los judíos, la «materia prima», estábamos condenados. Volví sigilosamente con mis padres, tomando la precaución de esquivar los cuerpos vivos o muertos que la luz de la mañana empezaba a perfilar mejor.

Mi padre estaba sentado sujetándose el estómago. Al verme sonrió.

—No puede faltar mucho —dijo.

Le conté lo que había oído, y en su cara vi que empezaba a entender.

—Una traición —susurró—. El administrador nos ha jodido.

Era la primera vez que usaba la palabra «jodido» en mi presencia. Oírla en su boca, en cierto modo, me dio tanto miedo como la conversación entre los alemanes.

—Tenemos que hacer algo —dijo, despertando a mamá—. ¿Sabes dónde está Jozef?

—Sí.

Se lo señalé.

—Ve a buscarle y dile que venga haciendo el mínimo de ruido. Dile que me importa un carajo lo enfadado que esté. Que venga y escuche.

Me reconfortó verle tan decidido. Papá era un hombre enérgico y capaz. Nos salvaría. Cumplí su petición. Jozef me siguió obedientemente, quizá por la urgencia de mi tono. Nos sentamos muy juntos y esperamos a que papá hablara. La gente se estaba despertando, llenando el aire de gemidos, quejas, gritos y susurros. Al fondo del vagón, uno de los soldados se levantó para vernos mejor. Sujetaba su fusil con las dos manos.

—Tenemos problemas —dijo papá—. Problemas gravísimos. Este tren no va a Varsovia, sino a Treblinka, que es donde han mandado a muchos judíos de Lodz. Dicen que no todos sobreviven, que el trabajo es muy duro y que no existe ninguna posibilidad de huir. Vuestra mamá, mi Nora, lo pasaría fatal.

—Y tú, Benjamin —dijo mi madre—. Llevas varios días enfermo.

—Por lo tanto, no tenemos que llegar —prosiguió papá como si no la hubiera oído. Bajó la voz—. Tenemos que escaparnos.

Jozef resopló.

—¿Cómo? ¿Volando?

Me dio rabia su desdén. Sin embargo, compartía su preocupación. El hambre y el miedo habían empezado a darme náuseas. Estábamos prisioneros en el vagón. No había escapatoria.

—Saltando —dijo papá, ignorando el sarcasmo—. Iremos hacia la puerta. Sé que no está cerrada, porque de vez en cuando los soldados la abren para respirar. Iremos en fila india. El encargado de abrirla serás tú, Jozef. Irás el primero y saltarás el último. Mia, tú serás la segunda. Yo el tercero, y mamá se cogerá a mí cuando saltemos. No podemos estar a más de diez o doce pasos largos de la puerta. Esperaremos a que el tren aminore un poco y nos arriesgaremos. No corráis. Caminad deprisa y sin parar, como si fueseis a hacer algo importante. Ahora nos levantaremos, pero no todos a la vez. Intentad que parezca que no somos de la misma familia. Quedaos bastante cerca de mí para oírme susurrar. Contaré hasta tres. Y no dudéis, por lo que más queráis.

Mamá y yo estábamos tan acostumbradas a seguir las órdenes de papá que no discutimos. Si decía que era el mejor plan, lo era. En cambio Jozef tenía sus dudas, y las expresó.

—Suponte que sobrevivimos a la caída. ¿Qué haremos en el quinto pino, sin dinero, comida ni pasaportes? Nos pillarán en unos días a los cuatro, si tenemos la suerte de durar tanto, y a saber qué será de nosotros.

Papá le miró impasiblemente.

—Si no quieres venir es cosa tuya. Lo que necesitaremos es que nos abras la puerta, porque eres el único bastante fuerte. A ti quizá te vaya mejor en Treblinka. Al resto lo dudo.

Mi madre se echó a llorar. Papá la cogió por la cintura. Ella le miró con los ojos brillantes.

—Confía en mí.

Mamá asintió con la cabeza.

—Bueno —dijo papá—, levántate, Mia. —Lo hice—. Ahora tú, Jozef. Sin mirarla.

Jozef obedeció sin rechistar. La gravedad de su expresión me indicó que tenía miedo. Yo reaccioné mecánicamente, aunque se dio la circunstancia grotesca de que me acordé de un trozo de la melodía que acompaña la huida de Konstanze y Belmonte de la casa de Osmin en El rapto del Serrallo.

Papá se levantó, seguido por mamá. Iban cogidos de la mano.

—Uno —dijo él—. Dos. ¡Tres!

Nos acercamos a la puerta esquivando a los demás, saltando por encima de la gente dormida o muerta.

—¡Alto! —El soldado nos había visto. Intenté no mirar, pero vi de reojo que levantaba el rifle—. ¿Qué hacéis?

Jozef ya había llegado a la puerta. La abrió de un tirón descomunal, dejando espacio suficiente para una persona.

«¡Alto o disparo!»

Sentí las manos de mi padre en la espalda, y le oí gruñir al empujarme con todas sus fuerzas. Luego el ruido de un disparo, la sensación de una larga caída, un terrible dolor… y oscuridad.