5

El sueño de mi padre de irnos a Varsovia no se hizo realidad. Nos obligaron a vivir en el Baluty, una gran zona industrial creada por los alemanes para que los judíos pudiéramos contribuir a la maquinaria de guerra nazi. A mí me tocó coser botones en uniformes alemanes seis días a la semana y diez horas al día. En un «gesto de amistad», las autoridades nos dejaban el sabbath libre. Trabajábamos en una sala calurosa y mal ventilada del primer piso de un almacén. En verano el ambiente era tan sofocante que muchas chicas se desmayaban. Yo logré soportar el calor, pero mi piel se volvió de un amarillo cetrino.

El Baluty era un lugar frío, sucio y plagado de enfermedades. Antes de la llegada de los alemanes ya había sido un barrio de mala muerte, con edificios viejos que se caían a pedazos y muchas calles sin pavimentar. Con el otoño en puertas, los nazis nos cortaron el suministro de agua e interrumpieron la recogida de basuras. El resultado fue una epidemia de tifus que redujo prácticamente a la mitad a nuestra población. El hambre era constante. Los famélicos suelen enfadarse por nada, y discutíamos por nimiedades. Celebré mis dieciocho años comiéndome yo sola toda una manzana.

En noviembre nos racionaron el combustible, y cuando ya no quedó nada una multitud asaltó y demolió una cabaña de la calle Brzezinska para quemar la madera. Una anciana pereció aplastada mientras intentaba conseguir su parte.

Nate Kolleck, un compañero de clase de Jozef que también había conseguido volver a Lodz, dijo que nos estábamos volviendo como el golem de las leyendas: muertos sin alma que caminaban. Yo rechacé de plano la comparación, pero era evidente que tenía razón. Sabía que lo más probable era que mi piel cetrina acabara adquiriendo un gris cadavérico.

Nate vivía en nuestro edificio. Nos conocíamos de Lodz. No era mucho mayor que yo, aunque parecía mucho más maduro, quizá por su delgadez y porque se le había caído un poco el pelo. Le interesaba tanto la gente que yo ya le veía de psicólogo.

A cada familia le tocaba una sola habitación, independientemente del número de miembros. Nate había tenido «suerte», porque vivía solo, aunque fuera en un ropero. No tenía hermanos. Su padre, David, había muerto apaleado en el café Astoria el primer día de la ocupación, intentando impedir que violaran a una camarera. Más tarde su madre se había arrojado de un segundo piso para no ver ocupada su casa por Volksdeutsche. El Ministerio de Finanzas judío se había quedado con todos sus objetos de valor.

Nate, como el resto, había sido compensando en rumkes, una moneda que llevaba grabado el perfil del «rey Chaim» Rumkowski. Fuera del Baluty, donde eran la única moneda de curso legal, los rumkes no valían nada. Habíamos tenido que entregarlo todo: marcos, zlotys… hasta dólares americanos. El contrabando se había extinguido de un día para el otro, llevándose consigo cualquier contacto con el mundo exterior.

Con el tiempo, hasta los rumkes perdieron su valor. Al final no quedaba nada que comprar. En el gueto de Chaim, la norma era «trabajar o morirse de hambre». Todos los hombres, mujeres y niños estaban atados a una fábrica, como parte del plan de Rumkowski de convertirnos en indispensables para los nuevos amos.

Desde su apartamento en el «palacio de verano», situado junto al muro del Baluty, Chaim ordenó el desvío de las vías férreas de Litzmannstadt y la creación de una línea especial que moría en el gueto. Las materias primas (retales de cuero, pieles confiscadas, colchas, edredones y almohadas de plumas) eran descargadas en la Umschlagplatz, donde un transporte recogía uniformes de invierno recuperados, así como acero y aluminio de nuestras plantas de reciclaje. Había trabajo, cosa que los habitantes del Baluty agradecían.

Sin embargo, cuando el esfuerzo de guerra alemán empezó a empantanarse, también empezó el desmoronamiento de la vida en el Baluty. Acabamos trabajando y muriéndonos de hambre al mismo tiempo. Las raciones de pan, carne y productos lácteos quedaron reducidas a la mitad, y esta mitad a otra. De todos modos, daba igual que te tocara medio kilo semanal o una tonelada, porque no había nada que comprar. Hasta las personas a quienes les correspondía doble ración —las familias del Judenrat, los miembros de la policía judía, los médicos y quienes recogían desechos humanos en carretas— se morían de hambre.

Mamá y papá cayeron en tal aturdimiento que me dio la sensación de convivir con muñecos mecánicos. Lo poco que había de comer lo cocinaba mi madre con desgana, mientras mi padre atendía a una lista de pacientes cada vez más larga, que se quejaban casi todos de lo mismo: disentería, raquitismo, anemia… Inanición, en suma. Jozef, ya recuperado de sus heridas, vivía en un estado de rabia constante, lanzando invectivas contra los dioses y los alemanes con una energía que parecía inagotable, como el mar rompiendo sin descanso en una dura playa.

En cuanto a mí, me perdí en un mundo de fantasías iluminado por arañas del Théâtre de l’Opéra, donde interpretaba a Sophie o Suzanna, según estuviera de humor para Strauss o para Mozart. Jean-Phillipe, que asistía a todas las funciones, pasaba a buscarme por el camerino y me llevaba a Maxim’s, donde bebíamos más de la cuenta, y desde allí íbamos a su apartamento o al mío para hacer el amor lánguidamente entre mullidos cojines. Eran esas visiones lo que me mantenía viva. Cuando un grito, un choque, una pelea o un accidente me obligaban a abrir los ojos a la realidad, lloraba hasta volver a consolarme con la música de mi cabeza.

Durante el invierno de 1940 murieron de hambre miles de judíos. Los supervivientes no tardaron en sucumbir al tifus, duplicando el volumen de trabajo casi inhumano de mi padre. Sin embargo, ni siquiera la epidemia detuvo la incesante actividad de las fábricas del Baluty. Las brigadas seguían mejorando el estado de las carreteras e instalando nuevas líneas de tranvía, mientras nacía en nosotros, muy a nuestro pesar, cierto respeto por Rumkowski, que al menos nos mantenía ocupados con trabajos que permitían albergar cierta esperanza en el futuro de nuestro enclave. Según Jozef, trabajar para Rumkowski era mejor que ser enviado a los campos.

Siempre que hacía falta alguien para un trabajo especial, Nate Kolleck se ofrecía voluntario. En verano o en invierno, fuera cual fuese la naturaleza del trabajo, se presentaba con un abrigo de lana que escondía su vieja cámara Rolleiflex. Con ella, usando películas acumuladas desde mucho antes del establecimiento del gueto, registraba todas las atrocidades que veía: ancianos de largas barbas y patillas arrastrando por el barro sus largos abrigos de lana negra, mujeres con bebés que berreaban tratando de absorber algo de leche de unos pezones que habían dado hasta la última gota, jóvenes milicianos judíos patrullando arrogantes por el gueto, cadáveres en la cuneta con hojas de periódico encima, en espera del servicio de recogida de basuras… También los vivos esperaban en esquinas y puertas, con las piernas hinchadas y la barriga distendida, demasiado débiles para moverse.

Cada noche, Nate revelaba los negativos con productos químicos que guardaba escondidos. Las películas las ocultaba con cuidado en latas, detrás de los ladrillos del armario reconvertido en que dormía. A veces paseábamos juntos por las calles, después de la puesta de sol, y una vez vimos a dos niños desnudos metiéndose puñados de basura en la boca. Me giré, pero Nate cogió mi brazo con rudeza.

—No, Mia, tienes que mirar —insistió, mientras abría el obturador.

Clic. La imagen de los niños quedó inmortalizada.

A continuación pasó un carro sanitario por la calle sin pavimentar, tirado por caballos humanos, esqueletos cubiertos de tendones abultados. El carro rodó por la calle sinuosa, y hasta los niños desnudos huyeron de su hedor. La gente salía a las puertas para vaciar sus cuñas y orinales. Una serie de clics lo conservaron todo.

Nate me miró con cara de satisfacción, mientras escondía la cámara debajo del abrigo, y yo le pregunté, furiosa:

—¿Cómo puedes aguantarlo? Parece que disfrutes con la desgracia ajena.

Se encogió de hombros.

—No soy yo la causa.

—Pero no está bien hacerles fotos. Podrías dejar que escondan su vergüenza, en vez de documentar hasta el último orinal y la última barriga inflada de este infierno.

—Alguien tiene que hacerlo —dijo él con convicción.

—¿Por qué?

—Porque estamos aislados. Ahora que ya no hay contrabandistas, no entra nada de fuera, ni nos dejan salir; y si nosotros no tenemos ni idea de lo que hay más allá de la barrera, ¿tú qué crees que sabrán al otro lado? Fíjate: aquí hay decenas de miles de personas que van por la calle como si ya estuvieran muertos. Por un mendrugo de pan se aplastan cráneos. Hay familias de veinte en una habitación, y niños que comen mierda. Sin fotos, ¿quién se creería lo que nos han hecho los alemanes?

Sacudí la cabeza.

—¿Te acuerdas de que antes pintaba? —preguntó Nate.

—Sí, claro. Jozef decía que tenías muchísimo talento.

—¿Y ese talento me dará un trozo de grasa de vaca para echarlo en el agua sucia que nos dan como sopa en la fábrica? No. El pincel me volvió demasiado romántico. La cámara me ayuda a no perder el realismo, aunque yo sea el único que ve las fotos.

Pensé que no era tan fácil. No podía serlo. Cuando alguien renunciaba al romanticismo, la belleza, la música, el color y la luz, se le atrofiaba el alma, y era como un muerto. Estuve a punto de decírselo, pero me lo pensé mejor. Los cambios infligidos por el gueto habían vuelto inabordable a Nate, aunque tenía la impresión de que quería ser abordado por mí. Creo que hasta es posible que estuviera un poco enamorado. Si las fotografías de lo demoníaco le permitían escapar de los demonios, mejor para él. A mí me daba miedo, la verdad.

—Escucha a tu padre —suplicó mamá, mirando los ojos iracundos de Jozef.

Él se encogió de hombros para apartar su mano.

—No necesito sermones.

—Te digo que le escuches —dijo ella con severidad—. Por fin estás bien físicamente, lo cual significa que tienes que ser más cuidadoso que nunca. Tu mal genio no es sano, y menos con los milicianos por las calles. Por no hablar de los delatores, tus amigos y vecinos.

Jozef se encendió como una llama.

—¿Quién puede no enfadarse con el Führer Rumkowski paseándose por su palacio de verano con botas militares? ¿Y con sus anuncios, encima en polaco, de que si «mis judíos» esto, si «mis judíos» lo otro? Es un malnacido y una vergüenza para la raza judía.

—No existe ninguna raza judía —dijo papá, cansado—. Sólo hay judíos, y tenemos problemas muy serios. Aquí muere gente cada día. El hospital estatal Mickiewicz está desbordado. Necesitamos médicos, desinfectante y medicinas.

—Y ¿esperas que te los dé el rey Chaim?

—Es nuestra única esperanza.

—Un cerdo ignorante es lo que es. Si tenemos mala fama es por culpa de la gente como él, la escoria de la humanidad.

—¡Basta! —bramó papá. Me alegré de que le quedara un poco de pasión—. ¿No lo entiendes? Si hasta ahora los judíos no eran hermanos, la Raza Superior ha hecho que no se nos pueda distinguir a los unos de los otros. ¿Qué te crees, que sólo se mueren de hambre los que no tienen estudios, o que el tifus te perdonará porque tengas talento?

—No me digas que tengo algo que ver con la chusma de Miehlstrasse. ¡Son animales! La mitad casi no habla polaco, y no digamos alemán. Hasta el yiddish lo…

—Precisamente por eso iré al palacio de verano a hablar personalmente con Chaim.

—¿Para qué? ¿Para que pueda pisotearte? ¿Demostrarte su odio a los judíos instruidos?

—Para pedirle que salve a sus hermanos judíos de este gueto podrido. Le besaré los pies. Si es necesario me pondré de rodillas, imploraré y bailaré desnudo por la calle. Una sola vida salvada de Miehlstrasse vale más que todo el orgullo del universo.

Jozef aplaudió.

—¡Bravo! Yo, mientras tanto, iré a intimar con mis hermanos judíos de la fábrica de botones, donde me pasaré seis horas oyendo su cháchara ignorante, y donde haré cola y suplicaré unas hojas de zanahoria o un poco de patata harinosa para darle sabor a mi sopa. Recuerdos de mi parte al palacio de verano.

Las palabras de Jozef cayeron en oídos sordos. Vi marcharse a papá con la espalda erguida por su nueva determinación, y recé porque salieran bien sus planes.

El hombre que volvió era la viva imagen del abatimiento y el desánimo. Se quedó largo rato sentado a la mesa de la cocina, desmadejado, en silencio, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados. No vi si lloraba. Al final mamá le convenció de que tomara una taza de té, y debió de reanimarle el calor, porque tuvo fuerzas para mirarnos con cara de lástima y vergüenza, y de contarnos lo ocurrido.

—Me hicieron esperar un buen rato en la antesala —dijo—. Le oía pegar gritos sobre un sello de correos. Se ve que Berlín se ha negado a emitir un sello en su honor con el argumento de que no se puede pegar una cara judía al lado de una aria, y él se enfadó. Y eso que el sello sólo habría circulado por el Baluty… Habría sido cómico. Pero lo que me preocupaba era salir perjudicado por su mal humor.

»Al final me dejaron entrar. Chaim estaba en la ventana, murmurando de espaldas. En el despacho había un escritorio muy grande lleno de papeles, y al otro lado una mesa con un frutero lleno de manzanas, peras y naranjas. ¡Qué ganas tuve de pedirle fruta, queridas mías! Os la habría traído, y habríais podido disfrutar al menos un día de los dones de Dios…

Se puso la mano en el estómago con los ojos empañados.

—Sigue —dije dulcemente, sabiendo que no podía consolarle.

—Chaim se giró y me saludó. Está gordo. ¡Gordo, y nosotros muriéndonos de hambre! Le cuelga la papada por el cuello de la camisa, como si fueran ubres. Le dije que le veía con buen aspecto. Él contestó que hace ejercicio cada día, y supuse que sería el de masticar. «Imagínate, ayer, por la calle, intentó atacarme un vagabundo», me dijo, y yo le compadecí. Y él siguió: «Siempre es la chusma del Bund. Se esconden como conejos y se creen que no sé dónde tienen las madrigueras, ni quién sale de noche a escribir en la pared de nuestras fábricas abrid la verja y matad a chaim, cuando la verdad es que estoy enterado de todo lo que les pasa a mis judíos. ¡Desagradecidos! No son dignos ni de los campos de trabajo. En vez de trabajar, propagan rumores y mentiras. ¿No se dan cuenta de lo que hago por ellos? Las nuevas líneas de tranvía, las mejoras en las carreteras, la nueva estación de tren… ¿Qué se creen, que para el decano es fácil? ¿No se dan cuenta de que si están vivos es exclusivamente gracias a mí?» Suerte que tosí, porque habría seguido así cinco minutos. «Ah, sí, Levy. A ver, ¿qué es tan urgente como para justificar una entrevista personal?», me dijo.

Tuve que reírme de la cruel imitación, aunque mi madre me miró como si hubiera contado un chiste en el templo.

—«El tifus, decano. Hay una epidemia», le dije. Él me contestó: «Pero ¿los médicos no tenéis tratamientos?» «Sí, pero sin medicamentos no hay gran cosa que hacer. Es necesario mejorar las condiciones higiénicas. Hay que enterrar lo antes posible a los muertos. Necesitamos más suministros y más personal. Con un puñado de médicos y enfermeras no se puede impedir que la enfermedad adquiera proporciones incontenibles». Cuanto más me oía, más se enfadaba, hasta que se me plantó delante con la cara a un palmo de la mía. Le olía el aliento a ajo. «¿Qué esperas que haga?», me gritó. «¿Te crees que vuestro decano es un mago? ¿Que puede hacer un gesto con la mano y sacar suministros de una chistera? Si nuestra comunidad no ha sufrido una hecatombe, es porque he hecho que seamos indispensables para el esfuerzo de guerra. ¿Cómo puedes pedirme que destine médicos y enfermeras, o medicamentos? Sería una locura, como firmar una sentencia de muerte».

»¿Y las brigadas de trabajo?», respondí yo con tono de súplica. «¿Tú crees que modernizar las calles es una necesidad más urgente que el agua potable, o que sirve de algo hacer líneas de tranvía que acerquen unas míseras manzanas a los trabajadores cuando esos mismos hombres hacen falta para recoger cadáveres?»

»Entonces me echó encima toda la caballería, gritándome: «¿Te atreves a poner en duda las decisiones del decano de los judíos? ¿No sabes nada de cómo van las cosas en Berlín? Estoy harto de los judíos polacos. Sois unos lloricas. Os creéis muy listos, pero no sabéis nada de nada». Levantó el puño, y estuve seguro de que me pegaría. ¡Que Dios se apiade de mí! Me había convertido en el judío llorica que acababa de describir. «Perdóname», le dije. «No pretendía ofenderte. Sólo quería ayudarte a salvar a los judíos».

»Chaim bajó la mano y me miró con algo que sólo puedo llamar asco. Evidentemente yo era demasiado vil hasta para merecer un puñetazo. Dándome cuenta de que había fracasado, y de que es imposible cambiar a semejante monstruo, me giré, y al hacerlo me quedé de piedra. En la esquina del escritorio de Chaim había un mapa del Baluty con la leyenda escrita a mano. Al entrar no me había fijado, por la fruta. El transporte a la Umschlagplatz, las válvulas para cerrar el suministro de agua y la central eléctrica del gueto estaban marcadas claramente. Por todo el perímetro había espirales, indicando las alambradas de alrededor del muro, y los sitios donde está previsto un segundo anillo. Las calles principales tenían los nombres cambiados: Getto Nord Strasse Eins, Getto Nord Strasse Zwei… El significado era evidente. Los alemanes piensan encerrarnos y dejar que nos muramos, para usar el Baluty como centro de transporte. Chaim no ha mejorado las carreteras ni ha tendido líneas de tranvía para ayudarnos. ¡Lo ha hecho para los alemanes! Está dispuesto a dejar morir a los demás judíos con tal de salvar el pellejo.

Fue como si toda la energía de papá le abandonara de golpe. Volvió a apoyar la cabeza en la mesa y se quedó muy quieto, aunque tuve la impresión de que las manos consoladoras de mamá aliviaban la tensión de sus hombros. Yo era una simple espectadora. Una intimidad como la de mis padres sólo podía soñarla, y pensé que nunca sería más que eso, un sueño.

Luego, sacudiendo el cuerpo como un oso que sale de su hibernación, mi padre se levantó y fue a la salita que usaba de despacho. Volvió con una caja llena de instrumentos médicos: escalpelos con mango de madera, estetoscopios y otros aparatos cuyo aspecto y uso yo desconocía. Tras repartirlos orgullosamente por la mesa, como un mago a punto de realizar su mejor truco, los desenroscó con un gesto teatral y los giró.

Mamá contuvo un grito. Jozef tenía los ojos como platos. Yo me limité a mirar fijamente la cascada de diamantes, no menos de diez, derramada por la mesa, cuyo brillo era como el de ojos amigos.

—En el hospital —dijo papá solemnemente— hay un administrador que no es judío. Le envió el gobierno para vigilar que los médicos nos portemos bien. Es buena persona. Le horroriza nuestra situación, y con el tiempo le he tomado confianza. —Suspiró—. Le he contado lo de los diamantes, y dice que si se los doy podrá meternos en un tren y conseguir los documentos. Con ellos podremos viajar, aunque… —Imitó el duro acento de sus amos alemanes—. Aunque seamos judíos. Lo que no sabe es que en el sótano de nuestra antigua casa hay más diamantes. Al final de la guerra los recuperaremos y tendremos bastante para empezar una nueva vida.

Mamá se tapó la boca para no gritar.

—Pero podría llevarse los diamantes y no volver…

—Sí, es verdad.

—¡Pues no lo hagas! —dijo Jozef.

Papá hizo un gesto con la mano, un gesto que abarcaba nuestra habitación, nuestra calle, nuestro gueto y nuestra vida.

—¿Qué alternativa nos queda?