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—«Desde este momento, el domicilio de la familia Levy queda trasladado a Adolf Hitlerstrasse, 21, dentro de la zona judía, en la parte conocida anteriormente como el Baluty. —Papá leía la carta del Judenrat con voz temblorosa, aunque sin emoción en el rostro.

»En cumplimiento de la normativa establecida por el Regierungspräsident Matthias Ubelhoes, aprobada por el Consejo de Judíos y sancionada por el Praesidium, se les reembolsará con un valor equivalente al de su casa y posesiones mediante un fondo especial del Tesoro Judío designado a tal efecto. Mientras no hayan ocupado su nuevo domicilio, el Tesoro Judío gestionará una cuenta de garantía por todas las sumas cobradas a su nombre, que serán convertidas en marcos alemanes de curso legal.

Según han demostrado los últimos acontecimientos, la tardanza en el cumplimiento de la ley, y el contrabando, son gravemente perjudiciales para la comunidad judía. Los tribunales judíos harán recaer todo el peso de la ley en las personas que no acaten las órdenes aquí expuestas, con una pena máxima de cinco años de prisión y trabajos forzados, una multa de diez mil zlotys o ambas cosas.

Cualquier pregunta debe ser dirigida al Ministerio Judío de la Vivienda, c/o Judenrat, Munsenstrasse, 20 (antiguamente calle Sworske)».

La carta no tenía firma, pero sí una inscripción en mayúscula: «C. Rumkowski, decano de los judíos».

—Traidor —dijo papá, mientras mi madre guardaba un silencio atónito y yo empezaba a catalogar mentalmente nuestras posesiones. Jozef se retiró a su habitación, sin otra muestra de rabia que un portazo.

El establecimiento de una zona judía era inevitable. Había pasado lo que tenía que pasar.

Pensé que quizá fuera mejor. Los actos violentos contra los judíos se habían incrementado. Las tropas de las SS habían establecido unas pautas muy claras de controles y extorsión, mientras proseguía el reclutamiento forzoso o el envío a los campos de trabajo. Lodz se había llenado de bandas de polacos arios que organizaban ataques nocturnos. Detrás de la segregación recién anunciada estaba el régimen alemán, pero el agrupamiento de los judíos en una sola zona podía ser una manera de mitigar las hostilidades que sufríamos. Me di cuenta, sin embargo, de que mi razonamiento era sesgado. El gobierno nunca tomaba decisiones que nos favorecieran.

La orden se dio en febrero, pero no todos la acataron. Hubo miles de personas que presentaron peticiones de exención al Judenrat. Sin embargo, a principios de marzo los soldados alemanes sacaron a la calle a más de doscientos judíos a punta de pistola y pusieron énfasis en que había que colaborar. Fue entonces cuando empezaron en serio los traslados, incluido el nuestro.

El día antes de marcharnos, recibimos la visita de un rabino joven y mofletudo a quien aborrecí a primera vista.

—Les hemos reservado el mejor sitio —dijo, sirviéndose una rebanada de pan racionado que le había ofrecido mamá—. Naturalmente, quizá sea posible mejorar su posición hablando con las personas indicadas.

Como papá hacía caso omiso de su torpe incitación al soborno, miró con lástima a mi hermano, con cara de decir: «¿cómo has podido hacerle esto?».

—Le aseguro que dispondrá de instalaciones sanitarias acordes con su estatus, doctor, pero sus habitaciones serán pequeñas, a menos que pueda usted disponerlo de otro modo.

—Aceptaremos lo que se nos dé —dijo papá.

Le acompañó a la puerta.

Al verle contemplar los restos del jardín, supe qué pensaba: que en verano, cuando aún teníamos una oportunidad, deberíamos habernos ido a Kiev, dejándole a Jozef algún tipo de mensaje para que pudiera seguirnos. Ahora estaban cerradas todas las fronteras, y pronto estaríamos cautivos, sin acceso a las noticias ni a nadie que no fuera judío. La simple posesión de una radio podía ser castigada con la muerte. La nueva ley, por otro lado, impediría a mi padre volver a investigar o ejercer la docencia en su campo, e incluso atender a un paciente ario. La vida que conocíamos había llegado a su fin.

Como el dolor reflejado en el rostro de papá me resultaba insoportable, fui a ver a Jozef. Estaba en la cama, oyendo la Séptima Sinfonía de Beethoven en el tocadiscos. Me senté a su lado, demasiado nerviosa para quedarme callada.

—Pero ¿no entiendes lo que pasa? —dije—. ¿Cómo puedes quedarte aquí tumbado? Tenemos que hacer algo. Podríamos perderlo todo: el solario de cristal que diseñó nuestro abuelo, la casa, las alfombras, los muebles, el jardín, la biblioteca… Todo. Nuestra familia ha dedicado varias generaciones a construir esta casa y llenarla de cosas bonitas.

Cuando Jozef me miró, vi que las heridas habían penetrado profundamente en su espíritu.

—Mia, ya sabes que te quiero, y a mamá y papá también, pero no tengo esperanzas. En la universidad intenté fingir que no era judío, pero los demás estudiantes no me dejaban olvidarlo. Todo lo que dices se puede sustituir, pero tenemos que encontrar una manera de sobrevivir. La vida es lo más importante.

—Pero ¿cómo puede haber pasado todo esto? Somos de procedencia alemana. Nuestra casa siempre ha sido germánica a más no poder; más vienesa que polaca, si vamos a eso. Cada vez que el emperador Francisco José visitaba Lodz, nuestro padre y los suyos salían a la puerta a saludar, y cuando el emperador venía a nuestro barrio insistía en ir detrás de los ancianos judíos y sus textos sagrados. Papá nos ha contado mil veces que Francisco José besó la Torá en el templo, y que dijo que era la madre de su religión.

—Es otro mundo. No se puede mirar atrás. Ahora hay que mirar el futuro y encontrar una manera de sobrevivir. Somos la esperanza de nuestro pueblo.

Al poco se durmió. Le pasé la mano por la frente y le di un beso en el pelo. Las notas de Beethoven se mezclaban con el ruido de la calle, el ruido de la emigración. Salí y fui a reunirme con mis padres.

—Mia —dijo papá con actitud resuelta—, sal a buscar un carro y un cochero. Necesitaremos todas las provisiones que podamos encontrar. Es el momento de irnos. No hay tiempo que perder.

—¡No puede! —dijo mamá con voz entrecortada—. No te das cuenta de cómo están de peligrosas las calles, Ben. Ya es bastante malo que la envíes de día por el pan, pero…

Mi padre la miró con dureza.

—Una mujer joven y guapa tiene más posibilidades de alquilar un carro y un cochero que yo. Cuando salgo a buscar comida, vuelvo con las manos vacías una vez de cada dos, y esto es una emergencia. Tenemos que sobrevivir. Si queremos llegar a Varsovia, deberemos ser todos muy fuertes. Recuerda que Varsovia es una gran ciudad, donde tenemos muchos amigos no judíos que podrán escondernos hasta que haya pasado toda esta locura.

¡Varsovia! Yo sabía que papá soñaba con el viaje desde que la ocupación se había vuelto asfixiante, pero me parecía una fantasía como la de irse a América. Sería un viaje sembrado de peligros, y de una constante incertidumbre. Varsovia quedaba a unos doscientos kilómetros de distancia, pero nuestras esperanzas de llegar, como judíos, parecían escasas. Estábamos encarcelados, ésa era la verdad. Por otro lado, saltaba a la vista que mis padres ya lo habían discutido alguna vez, porque a mi madre no le sorprendió el anuncio.

Lo que estaba era horrorizada. Papá hizo caso omiso de su mirada hostil y explicó que en cuanto Jozef se hubiera puesto bien podríamos emprender el viaje, para el cual necesitaríamos comida y ropa de abrigo, si no queríamos morir de frío.

—Mientras tanto, esperaremos en Adolf Hitlerstrasse a estar en condiciones de viajar.

—Pues entonces no mandes a Mia. Ve tú al mercado negro.

Mi padre se dirigió al salón y al llegar a la puerta empujó el marco con ambas manos y todas sus fuerzas; pero no era Sansón, y la casa no se derrumbó.

Se giró hacia mi madre.

—Pero ¿no lo entiendes? —dijo—. Cuentan con que nos quedemos paralizados. Con que paguemos cada segundo de libertad a costa de nuestros ahorros. Con que compremos en el mercado negro para evitar el hambre y no pasar frío. Ya has oído al rabino con cara de bebé: nos ha aconsejado el soborno para tener una casa mejor, más seguridad y un trato preferente.

—Ya, pero así es la naturaleza humana —dijo mi madre—. ¿Qué esperas demostrar negándonos lo que mendiga todo el mundo, sobre todo teniendo en cuenta que nos lo podemos permitir?

—¡No es la naturaleza humana! —rugió papá—. Y espero que tampoco sea la tuya, ni la de Mia, ni la de Jozef. No tenemos derecho a ponernos por encima de los demás. Ya no.

El tono de mi madre se enfrió.

—Entonces qué quieres, ¿que nos muramos de hambre antes de irnos a Varsovia?

—No, lo que quiero es resistir. Cualquier céntimo pagado al Judenrat como soborno acaba en manos de los nazis. Es como cavar nuestras propias tumbas y esperar educadamente a que nos arrojen dentro. Lo que no pueden confiscarnos se lo damos nosotros.

—Y ¿cuánto tiempo piensas aguantar? ¿Hasta que se muera Jozef? ¿O yo? ¿O Mia?

—Hasta que me convenza de que no existe otra manera.

No le entendí. ¡Estaba dispuesto a sacrificarnos por un ideal! Estaba dispuesto a dejarnos morir. Fue la primera vez que nos tuvo en contra a las dos, y se dio cuenta.

Apretó mi brazo.

—Busca un carro, Mia, y cárgalo con todo lo que puedas encontrar. Es la hora de hacer el equipaje, Nora. Me voy arriba a dejar algunas cosas arregladas para los nuevos inquilinos, no vayan a pensar que somos malos administradores.

Salí corriendo hecha una furia, sin hablar con papá por miedo a decir barbaridades. Iba en contra de mi manera de ser, porque yo nunca me aguantaba la rabia, pero ese día me pareció peligroso y tuve miedo de infligir heridas incurables.

Las calles estaban llenas de carros de todos los tamaños, y de carretillas que rodaban por los adoquines; era una caravana de vehículos desvencijados cuya gran mayoría servía para transportar las pocas pertenencias que habían podido rescatar las familias.

—¿Ves esa casa? —le comentó un polaco a otro—. Pues es donde nos instalaremos mañana por la noche.

—Muy bonita —dijo su amigo con un silbido de admiración—. ¿Cómo has conseguido una tan grande?

—Es que mi cuñado trabaja en las SS.

La casa que señalaba era la nuestra. A mi lado pasó una anciana, con las encías desdentadas bajo una babushka descolorida. Con la frente sostenía una cinta de la que, a su espalda, colgaba una caja de cartón en la que transportaba sus pertenencias.

La reconocí. Era una de las campesinas judías que buscaban restos en las carretillas del mercado cuando los vendedores cerraban por el sabbath, una de las que discutían en las tiendas de ultramarinos por unos pocos groszys. Ahora tendríamos como vecinos a mujeres como ella. Papá tenía razón. Sería intolerable.

Miré alrededor y sentí náuseas al ver las expresiones aturdidas de especies de caballos humanos que arrastraban sus carretas llenas de baúles y cajas. Se suponía que eran mis hermanos y hermanas en la tierra de Abraham. La gente a quien papá llamaba «el prójimo» eran bestias de carga, una humanidad contrahecha que ofendía la vista.

¡No! Yo no era una de ellos. Mi mundo era París, la música, las salas de ópera y de conciertos. Jean-Phillipe. Me apoyé en una farola y sentí un vuelco en el estómago, que intentaba expulsar una comida para la que había hecho tres horas de cola.

Pensé que estaba cerca del café Astoria, donde tantas veladas habíamos pasado Jozef y yo bebiendo oporto y oyendo valses vieneses en el Wurlitzer. Quizá siguiera abierto. Decidí pedir una granadina con soda para calmar mi estómago. Así podría calentarme delante de la reja de la estufa de carbón, como con Jozef y sus amigos.

Bajé por la calle esquivando el tráfico.

—¿A quién tenemos aquí, yendo en dirección contraria? —tronó una voz en alemán—. ¿A una ladrona? ¿A una saboteadora gitana?

Di media vuelta y me encontré con un SS.

Nein, mein Herr —dije con voz temblorosa—. Iba al café Astoria.

Me miró de los pies a la cabeza, imperturbable.

—O sea, ¿que eres judía, eh?

Empezaba a costarme respirar.

—Sí, señor. Mi padre me ha mandado a buscar un carro para mudarnos al barrio judío, pero ya están todos alquilados, y como tengo frío he pensado que en el café…

—¿Llevas alguna identificación?

—Sólo mi tarjeta del colegio. —Busqué en mi bolso y la saqué—. Está en francés, porque voy a un lycée de París, pero aquí pone mi edad y mi nombre: Marisa Levy. Le juro que sólo buscaba un carro. De verdad. Tengo a mi hermano enfermo en casa, recuperándose de…

—Tranquilízate —dijo.

Me serené. Quizá no me metiera en la cárcel. Entonces apoyó sus dedos de salchicha en uno de mis hombros, y me quedé helada. ¡No, la cárcel no! ¡Algo peor!

Al principio, viéndole tan corpulento en su uniforme de soldado alemán, me asusté, pero después la afabilidad de sus ojos azules y sus palabras me calmaron.

—Eres muy guapa —dijo—. Yo también tengo una hija, Annaliese. —Se sacó un billetero del bolsillo y me enseñó una foto—. Tiene cuatro años, y es un cielo. La de al lado es mi mujer. —La foto tenía los bordes gastados, y estaba resquebrajada por el centro. Se notaba que la había mirado mucho. Sacudió la cabeza—. Esta guerra… Nos vuelve a todos locos. ¿Se puede saber qué hago enseñándole mi familia a una judía, como si fuera mi sobrina? Mira, ¿sabes qué? Que voy a acompañarte a la plaza Wolnosci, porque aquí no puedes estar. Esto está lleno de purria. El café Astoria ya no es como antes. Al oír que ibas hacia allí he pensado… Digamos que hay ciertas chicas… ¿Me entiendes?

Asentí, sofocada.

—Bueno, pues déjame que te acompañe fuera de este barrio. Iré dos pasos por detrás. En las SS está prohibido ir con judíos, aunque sea con una tan guapa como tú. Pero primero iremos a buscar un carro, antes de que anochezca.

Señaló una callejuela. Entré en primer lugar, sintiendo su mirada por mi espalda, mis caderas y mis piernas, y estuve a punto de echar a correr. Me obsesionaban las imágenes de mi humillación en la estación de tren. Esta vez no podía protegerme ninguna multitud, aunque sólo estuviera compuesta por testigos silenciosos. Me obligué a dar pasos rápidos y regulares, temiendo que el soldado me tocara, temiendo su aliento en mi nuca.

Salimos a la plaza Wolnosci. Él me adelantó y requisó un carro tirado por dos chicos corpulentos, sin prestar atención a las protestas de la familia que caminaba al lado.

—Deprisa, bajad vuestras cosas. ¡A ver si os doy una patada! —gruñó—. Cerdos judíos…

Me entristeció mucho. Mi padre nunca se habría llevado un carro de otra familia. Habría buscado hasta encontrar uno desocupado. Sin embargo, me dije que su búsqueda podría haber sido en balde, porque todos necesitábamos carros. Toda la gente había salido a la calle. Hacía frío y teníamos poco tiempo. Aún me faltaba conseguir toda la comida y el carbón posibles. Me avergüenza reconocer que la pena se convirtió en alivio, y que cuando la familia descargó sus pertenencias deseé en mi fuero interno que se dieran prisa.

—Llevad a esta chica adonde quiera —gruñó mi benefactor a los que conducían el carro—. Y si me entero de que le cobráis de más a su familia, os mando a los campos de trabajo. —Me guiñó un ojo y me dio una barra de chocolate—. Auf Wiedersehen.

Auf Wiedersehen —murmuré yo—. Danke schön.

Los chicos me ayudaron a subir al carro, y salimos en busca de las provisiones que tenía que llevar a mi familia para nuestra última noche en casa.