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Halt.

Una marea humana me empujaba por la estación de Lodz, mientras buscaba a mis padres. Habíamos tardado varios días en ir de Dubow a Lublin pasando por Varsovia. Los combates seguían, pero sabíamos que la caída de Polonia era cuestión de tiempo y teníamos que pensar en el futuro. Durante el viaje en tren habíamos acordado que el mejor modo de evitar las sospechas de los vigilantes de la estación era bajar por separado, ya que estábamos haciendo contrabando de lo que nos había dado mi tía Esther por si las tiendas de Lodz se habían quedado sin provisiones. De repente, sin embargo, no estuve tan segura.

—¡Usted! —tronó la misma voz, paralizándome.

Iba cargada de paquetes de trigo, harina, avena y mijo, que engrosaban mis pechos y caderas y me hacían andar literalmente como un pato entre la gente.

Un soldado joven me cerró el paso.

—¿Nombre? —ladró.

Hablaba mal el alemán, con un acento que reconocí como polaco. Era un Volksdeutsche, un polaco alemán orgulloso de ser más ario que sus propios homólogos nazis. Tenía el pelo pajizo y rizado, con la gorra ladeada, y una mirada insolente. Le di la espalda.

Cogió el cuello de mi abrigo y tiró, obligándome a mirarle.

—¡Le he dicho que me diga su nombre!

—Suélteme —le ordené en polaco.

¿Cómo se atrevía a tomarse tantas libertades? Yo era una ciudadana libre, y él una simple parodia de soldado con acné. Dejé la maleta en el suelo y le miré desafiante.

—¡Zorra! —espetó él, abriéndome el abrigo con brutalidad—. ¡Ya te enseñaré a plantarme cara!

Me tumbó en el suelo y, a horcajadas sobre mí, me separó las piernas. Yo no estaba asustada, sino furiosa. Ya se había formado un corro de gente. Seguro que nos protegerían. Pero no, no se movían, y sus exclamaciones parecían llegar desde muy lejos. El guardia me palpó los muslos y los pechos. Yo grité y forcejeé.

—¿Qué ocurre, soldado? —se oyó una voz autoritaria.

El Volksdeutsche se levantó y se cuadró, quitándose el polvo de las mangas. Tenía la gorra torcida y un brillo de sudor en su cara enrojecida.

—Es una contrabandista gitana, teniente.

El oficial sacudió la cabeza. No era tonto. Si algo no faltaba en la estación eran abrigos rellenos, maletas con sobrepeso y carritos sin bebés. Una cosa era que el contrabando en tiempos de guerra fuera un delito de suma gravedad, y otra que se pudiera dejar morir de hambre a la gente.

—¿Es verdad? —me preguntó—. ¿Eres gitana?

Me levanté, compuse mi ropa y le miré a los ojos. Tenía más o menos mi estatura y era fornido de pecho, con cara de bulldog.

—No, señor.

—Miente —insistió el soldado—. Mírela: está llena de bultos. Es una contrabandista gitana, y…

—¡Cállese! —rugió el oficial, dándole una bofetada.

El soldado retrocedió. La gente murmuraba. Supe enseguida que el teniente se arrepentía de su impulso, y que el chivo expiatorio sería yo. Quise correr, pero estábamos rodeados. La muchedumbre me cerraba el paso.

—Esta chica niega ser gitana —dijo el teniente.

—Da igual. Lo que está claro es que lleva comida de contrabando debajo del vestido.

El oficial se había quedado sin margen de maniobra. La acusación era tan directa que ya no podía ignorarla.

—¿Es usted una contrabandista, joven?

—No, señor —dije con un hilo de voz.

—Entonces no le importará que la registren.

El Volksdeutsche se acercó a mí con una sonrisa burlona.

—Ya me ocupo yo —gruñó el oficial—. Levántese la falda.

Los hombres de la multitud se adelantaron. Las mujeres apartaron la mirada. Yo no me moví, pero me ardía la cara de humillación.

—O se la levanta usted, o se la levanto yo —dijo el oficial.

Miré a la gente que nos rodeaba con la esperanza de que mi padre o Jozef acudieran milagrosamente en mi rescate, pero claro, no estaban allí. Entonces la vergüenza pudo más que yo y rompí a llorar.

Al mirar al oficial, que estaba delante de mí, vi en sus ojos… ¿Qué vi? ¿Una especie de placer extraño? Cogió lentamente el borde de mi falda con su fusta y me la levantó por encima de las caderas. Después tocó la cara interna de mis muslos con su mano libre y dejó caer la falda.

—Todo en orden —dijo con voz ronca.

Y, dando media vuelta, separó la multitud como Moisés en el mar Rojo.

Al llegar a casa, me lo encontré todo patas arriba. La entrada de Sophienstrasse estaba completamente abierta, y había un carro de caballos con la parte trasera metida en el porche. Papá cruzó corriendo el césped, que el caballo estaba arrancando a mordiscos. Era evidente que había llegado poco antes que yo.

—¿Qué pasa? —preguntó al conductor—. ¡Retire enseguida este carro!

—Me han contratado para esto. ¿Quién se cree que es?

—¿Que quién soy? El dueño de esta finca. Dispone exactamente de dos minutos antes de…

—¡Suéltalo! —gritó alguien.

Papá entró corriendo en la casa y vio a Stasik, nuestro mayordomo, amenazando con clavarle un cuchillo en la cabeza a Maria, la criada.

—¡Ya ha llegado el doctor! —gritó—. ¡Suelta ahora mismo lo que tienes en la mano!

—¿Se puede saber qué pasa? —quiso saber mi padre—. ¿Qué hace un carro en mi jardín? ¿Qué está haciendo Maria?

—Robar la cubertería de plata de la señora Levy —se lamentó Stasik, tirando de la caja que Maria apretaba bajo el brazo—. ¡Te digo que lo sueltes!

—¡Déjame! —chilló ella, hincándole las uñas en la mano. De repente la caja se abrió y los cubiertos se desparramaron ruidosamente por el suelo del vestíbulo—. No te acerques.

Retrocedió al ver a mi padre, que, acercándose con cara de asesino, le cogió la muñeca y la arrastró hacia la parte trasera del carro, que había sido cargado apresuradamente con media docena de sillas y varios cuadros.

—¿Pretendías robarnos, Maria? Pero ¿por qué, mujer de Dios?

—¡Suélteme! —Maria le dio varias patadas en las espinillas—. Si no me suelta le denuncio a las autoridades. —Miró a mi madre—. Por violador.

—Pero ¿qué barbaridades dices? ¡Si la señora Levy y yo acabamos de llegar!

—Y ¿quién lo creería? —La voz de Maria rebosaba desprecio—. ¿Quién se creería a un asesino de Cristo? ¿A un apestoso y asqueroso judío?

Un fragor como el del oleaje invadió mis oídos. Me lancé sobre Maria como si pretendiera despellejarla.

—¡Bruja! —chillé—. ¡Bruja, bruja, bruja!

La tiré al suelo y le di patadas en todo el cuerpo.

Se salvó gracias a mi madre, que, con una fuerza que ni mi padre ni yo le conocíamos, nos separó y me sujetó hasta que se me pasaron los temblores. Maria gemía a nuestros pies, hecha un ovillo. Costó muchísimo impedirme que le diera otra patada. Al final me di cuenta de que mi madre me estaba dando besos en la cabeza, y oí la voz tranquila de mi padre asegurándole a alguien que todo estaba controlado.

—No pasa nada, agente —dijo, sacando un fajo de zlotys y dándoselo a un policía—. Un simple desacuerdo con el servicio.

El policía tendió la mano.

—Si me necesita, hágamelo saber —dijo—. Éste es un barrio pacífico, y no me gustaría ver alterada su tranquilidad.

—Gracias.

Papá le acompañó hasta la verja y volvió a reunirse con sus pertenencias recuperadas, con Stasik, que temblaba, y con mamá, que me aferraba como si temiera otro arrebato. Pero ya se me había pasado la rabia.

Mi padre levantó a Maria, la depositó suavemente en la parte trasera del carro y pagó al conductor.

—Es para un médico —explicó—, no para usted. ¿Me entiende?

Dio una palmada en la grupa del caballo. Mamá y yo vimos alejarse el carro, demasiado aturdidas para hablar. Mi madre me soltó, pero sin dejar de darme besos en el pelo. Mi padre nos tomó a las dos entre sus brazos.

—No quiero que se vuelva a hablar de este episodio —dijo, llevándonos hacia los escalones de la entrada.

La fachada de nuestra casa de Sophienstrasse siempre me había parecido bonita, pero el crepúsculo le daba un aspecto imponente, y me resistí a cruzar el umbral por miedo a lo que encontraría. Era la casa donde había nacido y crecido, donde había sufrido los berrinches de mi padre, las bromas de mi hermano y las riñas de mi madre, y donde había recibido el amor de los tres. Entramos, con motas de polvo volando como moscas en torno a las cabezas. Olía a cerrado. Nuestra alegría por volver a estar juntos —¡lo que había que ver: contentos de haber podido llegar los tres a casa desde la estación!— dio paso a una profunda melancolía. Hasta Stasik, el primero en entrar, estaba de mal humor. No se alegraba de volver a vernos.

—¡El piano! —exclamé al entrar con mamá en el salón—. ¿Dónde está el piano? —Era donde había pasado mis horas más felices.

Mamá, que iba detrás de mí, se tambaleó como si mis palabras la hubieran golpeado físicamente.

—¿Y el Monet? —chilló.

—Los robó Maria —dijo Stasik—. Los candelabros de plata también. Ayer vino su familia y se lo llevó todo. Yo intenté disuadirla, señora Levy; le supliqué que lo dejara, pero no me hizo caso y no pude impedírselo. Dijo que si lo intentaba me denunciaría a las autoridades. —Bajó la cabeza—. Al menos he salvado la menorá de plata.

—Estoy segura de que hiciste todo lo posible —dijo mamá—. El doctor Levy y yo te estamos muy agradecidos.

—Llevo cincuenta y dos años al servicio de la familia del doctor. Empecé en los establos del señor Levy padre.

—Te lo agradecemos —dijo mamá, con el cansancio grabado en la cara.

Se giró hacia la escalera. El viejo Stasik, mientras tanto, se retorcía las manos.

—He visto crecer a Jozef y mademoiselle Mia. Conozco cada arañazo y cada nudo de esta baranda. He pulido tantas veces la aldaba de la puerta que…

Mamá se volvió para mirarle.

—Y te lo agradecemos —dijo con afecto—. Creo que con tantas dificultades te mereces unas buenas vacaciones. Si quieres ir a Zakopane, a visitar a tu hermano…

—¿Vacaciones? —Stasik se dejó caer en uno de los sillones situados al pie de la escalera y rompió a llorar—. Después de tantos años, esperaba algo más. Seguro que el padre del doctor Levy habría querido que un empleado de toda la vida…

—¿Qué pasa? —preguntó mi padre, asomándose por la escalera.

—Doctor Levy… esta casa… es la única vida que conozco. Mi mujer Bertha murió bajo este techo, y que ahora me despidan sin contemplaciones… no me parece justo.

—¿Quién ha hablado de despedirte? —Se veía que mamá no acababa de entenderlo—. Te proponía unas vacaciones.

—Ya, pero ¿cómo quiere que lo interprete? —Stasik la miró como si estuviera loca—. ¿Es posible que madame y el doctor no hayan leído las noticias? ¿Ni las ordenanzas?

—Claro que no —dijo papá—. Acabamos de llegar.

El anciano sacudió la cabeza.

—El nuevo gobernador alemán de Wartheland dice que es ilegal que los judíos tengan Volksdeutsche o polacos a su servicio. Si me quedo, se lo quitarán todo. Ni siquiera tienen permitido pronunciar el nombre del Führer. Les pegarían un tiro.

Viendo lívido a mi padre, mi corazón sufrió un extraño vuelco, como si alguien tratara de alterar la regularidad de sus latidos. Mi madre profirió un gritito y subió corriendo a abrazar a su marido. De repente parecían más viejos que el propio Stasik. La trampa de la que creía haber escapado con nuestra partida de Krzemieniec parecía cerrarse sobre mí y dejarme sin respiración. En mi egoísmo, sólo pude pensar en París, en el lycée, Jean-Phillipe y mi música. En París podía tocar y cantar. En Lodz ya no quedaba música.

Los nazis conquistaron Polonia en octubre de 1939. Lodz se había convertido en una capital alemana. Cambiaron los letreros de las calles, con el resultado de que el bulevar Pomorska quedó convertido en la Fredericusstrasse, y la calle Kowalska en Sophienstrasse. Los oficiales alemanes se paseaban por la ciudad luciendo el brillo de sus gorras y uniformes negros, como si los ciudadanos fueran ellos, no nosotros. Aprendimos a hablar en voz baja, mirar el suelo y medir nuestros pasos. Éramos un pueblo derrotado, los judíos más que nadie.

Seguíamos sin noticias de Jozef. Al final papá consiguió hablar con la facultad de Cracovia, pero se había ido, y nadie sabía adónde. Por mi parte, nunca recibí el telegrama del lycée con las fechas de su reapertura. Al llamar por teléfono me dijeron que ya me avisarían, pero no lo hicieron. Sin la carta de aceptación de la escuela, sabía que no me dejarían salir de Polonia. Los judíos tenían órdenes de no moverse a menos que pudieran presentar pruebas de que el viaje era por razones de fuerza mayor. Yo era judía, y no tenía pruebas.

Stasik se quedó con nosotros, pero no como mayordomo, sino como huésped. Papá le dio dos mil zlotys para ropa y gastos. Iba vestido como nosotros, pero apenas salía de casa. Vivía con el miedo constante de que le descubrieran, le interrogaran y le obligaran a delatarnos. Por eso pasaba sus días en la habitación de invitados del primer piso, presencia silenciosa en una casa silenciosa.

Mi padre, que tenía prohibido volver al hospital, convirtió en consulta el cuarto de la colada, donde recibía visitas de pacientes judíos sin disponer de los medicamentos necesarios. Tampoco salía mucho de casa. Como mucho iba a la Kehillah, el consejo semanal de notables judíos que debatía los problemas de la comunidad, cada vez más secularizada y aislada.

Cada vez que volvía de una reunión, se tomaba una copa y nos informaba.

El gobierno de Berlín estaba animando a los judíos sanos a alistarse en el ejército alemán, pero el gobierno local arrestaba a judíos jóvenes en plena calle y los mandaba a campos de trabajo. Por lo visto eran las dos únicas alternativas.

Hasta nuevo aviso, quedaba prohibido el matrimonio entre judíos.

Algunos grupos de vándalos se dedicaban a asaltar tiendas y casas de judíos y saquearlas ante la pasividad de la policía.

En las principales industrias, incluida la investigación militar, industrial y biotécnica, estaba prohibido emplear a judíos. Los profesores judíos de instituto y universidad habían sido objeto de un despido sumario. Naturalmente, los judíos tampoco podían tener cargos en el gobierno. Esto último no se aplicaba únicamente a los judíos, sino a todos los polacos, con pocas excepciones. Su lugar había sido ocupado por Volksdeutsche, muchos de ellos sin la menor experiencia.

Papá nos lo explicaba todo con tono monocorde, mirada apagada y movimientos lentos y cansinos. Mamá y yo le escuchábamos con la misma apatía, pero sin captar todas las implicaciones de sus palabras. De día yo salía a comprar comida, hacía todo el ejercicio posible e iba a casa de una amiga a practicar en su piano, pero tocaba sin entusiasmo. De repente las obras de Bach y Beethoven me parecían vacías de significado, como si hubieran sido escritas para otra época, otro lugar y otras personas. Ya no era la chica que había vuelto a Lodz unos meses atrás con un buen vestido, un sombrero elegante, «lo último» en zapatos y todo su desprecio para quien no se hubiera formado en París, la Ciudad Luz. De hecho, casi no me acordaba de ella.

Pronto llegaría el invierno, con su oscuridad y frío, pero la casa de los Levy, en Sophienstrasse, se había quedado oscura y fría antes de tiempo.