Encerrada contra mi voluntad. Atrapada. Prisionera. Así recuerdo el verano de 1939, mucho antes, por supuesto, de haber visto una cárcel de verdad y haber sido prisionera de verdad.
Ese verano nos fuimos de vacaciones a Krzemieniec, la «Atenas polaca», una colonia de artistas pequeña, fea y provinciana donde llevábamos diez años veraneando y que hasta entonces siempre me había encantado. Pero las hormonas adolescentes empezaban a hacer de las suyas, subiéndome a un tiovivo de exaltación y desesperación, e induciendo una rabia constante hacia mis padres, los culpables de que tuviera que quedarme en semejante ratonera mientras mis compañeras de clase veraneaban en hoteles chic de la Riviera o en castillos del valle del Loira. La población estacional de la colonia siempre había incluido una minoría judía de cierta entidad. El año al que me refiero no fue una excepción. Las familias polacas como la mía se mezclaban con veraneantes de Alemania o Francia.
El café Tarnopol, antiguo escenario de las tertulias del poeta Slowacki, había empezado a parecerme anticuado, polvoriento y aburrido, como nuestro hotel. La burguesía que alquilaba año tras año las mismas habitaciones llenaba el café con su mediocridad, pero ya no hablaban de Slowacki, Pushkin o Baudelaire; ese año, las conversaciones versaban sobre «judío esto» y «judío lo otro», hasta volverme loca.
Tampoco podía concentrarme en la música. Los años anteriores había tocado el Fantaisie Impromptu o el Nocturno, op. 72, de Chopin, pero ese año los no judíos sólo querían oír a Wagner, el compositor favorito de Hitler, y los judíos no se atrevían a llevarles la contraria. Adolf Hitler era el responsable de que la música aria hubiera pasado a representar la alta cultura por antonomasia, y también de que mis padres, obsesionados por nuestra seguridad, hubieran preferido volver a Krzemieniec desde nuestra casa de Lodz en vez de irnos a Suiza, viaje anhelado que mi padre al fin podía permitirse. Era todo tan cruel… Renuncié a tocar en público y me negué a cantar. Vagaba por el hotel como alma en pena, buscando inútilmente un compañero de miserias. Mi hermano Jozef estaba en Cracovia, preparando su tesis doctoral, y el resto de los huéspedes tenían la edad de mis padres. En cuanto a las chicas del pueblo, me evitaban y me decían cosas.
Mi madre me regañaba por dramatizarlo todo tanto y ser tan impaciente.
—Cuando llueve —le dijo un día a mi padre—, Mia se moja aunque estemos bajo techo.
El triste verano de 1939 se eternizaba. Un día, después de perder toda la tarde en practicar mis escalas en el piano del hotel, huí a mi habitación y me tumbé en la cama. Al desplomarme entre sus cuatro postes me sorprendí en el espejo de cuerpo entero y me levanté alarmada para examinar a la misteriosa criatura que parecía haber secuestrado mi cuerpo: una joven de pómulos marcados, piel oscura, pelo azabache y ojos verdes con ribetes ámbar.
—Tienes ojos judíos —le dije a la desconocida—. Tienes labios judíos, gruesos y sensuales, un cuello judío y carnoso, y grandes pechos judíos.
En cambio mi estatura, y lo alto de mi talle, eran una herencia materna. Tenía un pelo largo y rizado, pero también manos con dedos largos y finos de pianista, piernas delgadas y bien torneadas, y pies pequeños. Quizá, me dije, sólo sea medio judía. Debería estar contenta. Podía disimular mi condición.
Pensé que Jozef tampoco parecía judío. Su cuerpo alto y musculoso y su pelo rubio (¿de dónde lo sacaba?) le daban el aspecto de un príncipe nórdico. Cuando íbamos juntos por las calles de Lodz, con mi pelo recogido bajo un pañuelo de seda, parecía su novia gitana. ¡Cuánto le añoraba!
Contemplé mi perfil, imaginando el contraste de mi piel con uno de esos brazales judíos tan asquerosos con la estrella de David. Justo antes de final de curso, una compañera de clase me había traído uno de Berlín. Según mi padre, si hubiera ido al conservatorio de Salzburgo en vez de al lycée de París, habría tenido que llevarlo.
De repente tuve un arrebato y me arranqué los broches de marfil del pelo, soltando las dos trenzas que mamá había enrollado minuciosa y dolorosamente en mi cabeza. Los largos tirabuzones se derramaron por mis hombros. Casi tenía diecisiete años, pero mamá se emperraba en tratarme como una niña. Me hacía llevar vestidos rectos de algodón como una Heidi cualquiera, y me tenía prohibido el pintalabios.
Oí golpes secos en la puerta.
—¿Schatzie?
¡Mi padre! Corrí a echar el pestillo.
—¿Estás aquí?
—Sí, papá —suspiré, apoyada contra la puerta.
—Ven a tomar el té a la glorieta, que tengo una sorpresa.
Las sorpresas de mi padre solían ser decepcionantes.
—No estoy preparada.
—Tienes cinco minutos —dijo él, pero quizá se arrepintió de mostrarse demasiado duro, porque añadió—: ¿Te pasa algo?
¡Que si me pasaba algo! Se me empañaron los ojos. ¿Cómo explicárselo? ¿Cómo decirle que nada era como tenía que ser, ni el sitio, ni la ropa, ni un verano entre judíos sin Jozef? Hasta Bach me parecía aburrido. Schönberg, el café Tarnopol, los propios mamá y papá… ¡Todo aburrido! ¡Aburrido! ¡Aburrido!
—Ahora bajo —dije.
Empecé a recogerme otra vez el pelo, permitiéndome la rebeldía de algunos mechones sueltos en las orejas y el cuello.
La sorpresa de papá estaba sentada en la glorieta al lado de mamá: un hombre delgado de unos cincuenta años, con un terno completamente fuera de lugar en un lugar de veraneo, y un largo bigote que se retorcía con los dedos.
—¡Ah, ya estás aquí! —exclamó mi madre, con una mirada de rabia a mi desastre de peinado—. Tu padre y yo te estábamos esperando para…
—No pasa nada —susurró mi padre en yidish—. Mia, te presento al profesor Jules Stern —dijo en francés—. Da clases de filosofía en la Sorbona y es un gran aficionado a la ópera. Profesor Stern, le presento a mi pequeño ruiseñor.
¡Ruiseñor! Mi alegría por el enfado de mi madre se borró de golpe, dejándome entre la humillación y la rabia.
—Enchanté —dijo el profesor Stern, levantándose para besar mi mano y pegándome un repaso—. ¿Cómo debo llamarla?
—Marisa, monsieur. Mia —logré articular.
Enseñó los dientes por debajo del bigote. Al sentir la intensidad de su mirada, aparté la mano de sus dedos sudorosos y corrí a sentarme al lado de mi madre.
Papá se interpuso en mi camino y, con un gesto juguetón, me cogió por la cintura para sentarme en sus piernas, como si fuera una niña.
—El doctor Levy ya me ha hablado de sus éxitos, Mia. —El profesor sonrió—. ¡Cantante y pianista a la vez! Si quisiera interpretarme algo…
—¡Pues claro que sí! —exclamó papá, despidiéndome con un cachete cariñoso en las nalgas—. Mi hija es un prodigio. ¡Imagínese! ¡Ha interpretado Erwartung de Schönberg en París!
No quise ni mirarles. ¿Dónde estábamos, en un mercado de esclavos? ¿Me estaban subastando?
—Fue una decisión difícil, como se imaginará —añadió mi padre—, pero tal como se han puesto las cosas para la pobre Austria… —Dejó la frase a medias.
Mi madre sirvió té e hizo circular una bandeja con tarta Sacher en porciones.
—Nuestro hijo Jozef también es un talento —intervino—. Ha sacado muy buenas notas de alemán en la Universidad de Cracovia.
Stern no le hizo caso. Me miraba fijamente.
—¿Conoce la obra de Stravinski? —preguntó—. En París no se habla de otra cosa. Espero sinceramente, Benjamin, que este otoño pueda venir con su familia a ver Oedipus Rex en la Opéra.
Papá suspiró.
—Lo siento, pero dudo que pueda salir de Varsovia. Tendré mucho trabajo en mi clínica. En cambio Mia ya habrá vuelto a París. Le queda un año en el lycée.
El profesor prácticamente babeó.
—En ese caso será un placer acompañarla, mademoiselle. Con permiso de sus padres, por supuesto. —Mordió un trozo de tarta.
Mi cabeza saltó como si la hubiera abofeteado una mano invisible. Stravinski me parecía muy inferior a Schönberg. Ni siquiera habría ido sola, pero con semejante individuo…
Mi padre me miraba con expectación.
—No faltaría más, monsieur. Será un honor —me oí mascullar.
Un trozo de pastel se me cayó del plato y aterrizó en la servilleta de color lila que me cubría las rodillas. Roja de vergüenza, cogí la servilleta por las esquinas, la dejé en la mesa, aparté la silla hacia atrás, bajé volando por los escalones de la glorieta y huí por el camino de grava hacia el refugio de la casa del guarda, al pie de la colina. Las lágrimas fraguadas durante todo el verano habían empezado a derramarse.
Me moría de vergüenza por mis padres. ¿Eran imaginaciones mías, o los demás huéspedes les saludaban con condescendencia? ¿Qué eran para los parisinos y los berlineses? ¿«Patanes de Varsovia»? ¿Una excusa para contar chistes repelentes de judíos?
Papá y mamá querían mandarme a las mejores escuelas porque daban mucha importancia a la educación. Yo había empezado a estudiar piano en Lodz a los seis años, y llevaba mucho tiempo soñando con ser concertista. También me gustaba cantar, y el lycée de París parecía el mejor lugar para mis estudios. Mi padre quería que mi hermano y yo nos beneficiásemos de su éxito como médico.
Dos años antes, en septiembre, había insistido en llevarme al lycée pasando por Austria y Suiza, y aprovechando el viaje a París para conocer la Francia rural.
En Viena, mamá —que no sabía alemán— había pasado malos ratos por culpa de su yidish. Las criadas y los botones del hotel la ignoraban o fingían no entenderla. En Suiza recuperó un poco de compostura, pero en el plácido corazón del valle del Loira los posaderos se reían de su francés, y a espaldas de nosotros, hablando con el resto de los huéspedes, nos llamaban les juifs.
Al llegar a París, papá nos registró en el hotel Steinfeld, uno de los favoritos de los judíos, y mamá se sintió más cómoda. Yo insistí en ir lo antes posible al Lycée LaCourbe-Jasson, donde, después de interminables presentaciones e instrucciones, la directora me indicó el camino de mi habitación, en un edificio situado al otro lado del patio.
Huí de ellos: de mi madre, que por alguna razón parecía estigmatizada, y de mi padre, incapaz de protegerla. Con mi pesada maleta en la mano, corrí sin mirar atrás y subí por la escalera de mi nuevo hogar. Al llegar a la puerta de mi habitación, en el primer piso, hice una pausa para tomar aliento y despegarme mi camisola sudada de algodón. El montante estaba iluminado. Se oían risas de chicas. Supuse que era mi compañera de habitación celebrando una fiesta por su primer día. Llamé a la puerta.
Se asomó una cara redonda.
—¿Quién es?
—Marisa Levy.
—¿Has dicho Levy?
—Sí.
—Pasa, Marisa.
La puerta se abrió de par en par, sometiéndome a seis pares de ojos inquisitivos.
Mi aparición fue acogida con grandes carcajadas, que aumentaron cuando alguien pronunció las palabras «nueva judía». Pensé en mi madre en el hotel vienés, y comprendí que estaba viviendo lo mismo que ella. Lo que siempre viviría.
Durante las primeras semanas, mis compañeras de clase se reían de mi francés de manual, mis trenzas y mis uniformes escolares de confección casera. Yo me refugié en la música. Las teclas del piano eran mis mejores amigas. Su sonido era un bálsamo para mi alma. Tocaba para mis profesores, con quienes me encantaba hablar, mientras que con el resto de las chicas me volvía muda. Me propuse formar un vestuario, dominar el francés e ir sola a cabarets o salas de conciertos.
En esa época llegó un clarinetista, Benny Goodman, para tocar con su grupo en París, y tuve ocasión de comprar una entrada a través del lycée. ¡Qué música! Nueva para mí, melódica, rítmica, con una sensualidad que se metía en el cuerpo. Las notas salían volando de los instrumentos como aves salvajes y revoloteaban en torno a mi cabeza. Algunos espectadores se levantaron de improviso y empezaron a bailar. Yo me moría de ganas de imitarlos, pero cuando se acercó un chico y me lo propuso rehusé con un gesto de la cabeza, y seguí sentada. Cuando sea mayor, me dije. Entonces bailaré.
Sin darse por vencido, se sentó a mi lado y se presentó: era Jean-Phillipe Cadoux, había llegado de Lille dos años antes, vivía en el noveno arrondissement y trabajaba en correos para pagarse los estudios de arquitectura en la École des Beaux Arts. En cuanto descubrí que su desfachatez escondía una timidez innata, pudimos conversar con naturalidad y nos hicimos amigos. De momento la relación no fue más lejos, pero Jean-Phillipe me permitió desahogar mi soledad y alienación, y supe que cuando fuera la hora, en el momento justo, intimaríamos más. Al final de curso nos despedimos con la promesa de volver a vernos. En cuanto regresé a París, se puso en contacto conmigo y reanudamos nuestra amistad.
Volví a Lodz más sofisticada y esnob que todas mis compañeras de clase juntas, para un verano de tristezas y desasosiegos. El bueno de mi padre me irritaba con su ampulosidad. A mi madre, tan llena de buenas intenciones, la despreciaba por ser una ratita eternamente asustada. Me burlaba de la poca elegancia y savoir faire de los dos, pero también me daban pena.
Sin embargo, en aquel momento del verano de 1939, delante de la verja del hotel de Krzemieniec, lo habría dado todo por volver a ser la niña de papá. Cuando miré y vi que llegaba por el camino de grava, di un grito de alegría y corrí a hundir la cara en uno de sus anchos hombros.
—¡Eh! ¿Qué pasa, Mia? —preguntó él, acariciándome el pelo.
—Es por el hombre ese, el profesor Stern —dije—. Me…
Desde un camión negro que se acercaba al hotel empezó a sonar un altavoz. Papá me hizo callar con un gesto de la mano.
—El presidente Mościcki —dijo.
«¡Ciudadanos! Anoche, nuestro eterno enemigo, Alemania, inició hostilidades contra el Estado polaco. Hago constar ante Dios y la historia que nuestra noble Polonia jamás será vencida, y que nuestro gallardo ejército luchará hasta el último hombre antes de…»
Cogidos de la mano, corrimos cuesta arriba hacia el hotel. Los huéspedes se dispersaban en todas direcciones, empujándose. Los niños pequeños llamaban a gritos a sus madres. Mi crisis personal pasó a segundo plano. La vida se redujo al movimiento.
Cuando llegamos a la suite, después de mucho esfuerzo, mamá ya estaba haciendo las maletas.
—Me ha parecido lo mejor —le dijo a papá.
—Has hecho bien en no esperar.
El tono de ambos era entrecortado y temeroso. Papá se quedó en el centro del salón, mordiéndose una uña. Analizaba nuestro dilema como una ecuación química.
Corrí a mi habitación, pasando al lado de mamá, que me miró y por una vez no se fijó en que estuviera mal peinada.
—No pierdas mucho tiempo haciendo el equipaje —dijo—. Tenemos que estar preparados para salir enseguida.
Con movimientos veloces y mecánicos, trasladé los montones de ropa de los cajones a una maleta abierta. Todo se ajustaba por sí solo a una especie de ritmo. En toda la colonia, en todos los montes de Volinia, y quizá en toda Europa del Este, la vida iniciaba un frenético crescendo.
Volví con la maleta a la suite de mis padres. Papá había cogido el teléfono y tenía tapado el receptor.
—Estoy intentando hablar con Jozef, cariño. Sí, justo ahora. Me… Un momento. ¿Telefonista? Estoy llamando a Cracovia… No, Cracovia… Sí, señora, lo entiendo perfectamente… Sí, claro… Pero si me hiciera el favor de intentarlo…
Al cabo de un rato, suspiró y colgó.
Una hora después estábamos delante del hotel, junto a una montaña de equipaje y en medio de una larga fila de gente que se disputaba el primer coche, camión o carro que pasase. Cualquier medio de transporte capaz de llevarles a sus casas.
Cuando nos tocó turno, se acercó un carro de heno conducido por un campesino borracho.
—Oiga, por favor… —dijo papá con su elegante polaco de persona instruida—. Desearíamos contratarle para que nos lleve a mi mujer, a mi hija y a mí hasta Dubow, con todo el equipaje.
—¿Lo oyes? —susurró el campesino al oído de su caballo, con tono de conspiración—. A Dubow. —Dio unas palmadas cariñosas en el cuello del animal y escupió en el suelo—. ¿Cuánto dinero tienen?
Vi que papá contenía el impulso de pegar al campesino por su impertinencia.
—Bastante para un viaje en carro a Dubow.
El campesino arqueó una ceja inquisitivamente.
—¿Y luego?
—¿Luego? —Papá sacudió la cabeza como si se lo planteara por primera vez—. Ya lo decidiremos al llegar. Puede que cojamos el tren a Lemberg, o a Ostrog. Según cómo, el de Lodz.
—En ese caso, el precio son quinientos zlotys.
—¡Pero qué dice! En Lodz, por ese precio podríamos alquilar un Daimler de ida y vuelta a Krzemieniec.
—Usted mismo. Le he puesto un precio de ganga por tener una hija tan guapa. No sé, podría ir conmigo delante para darme calor… Si no, el precio son mil.
—¡Cómo se atreve! —bramó papá en yidish, y se abalanzó contra el campesino, que cogió el látigo con su mano libre y le azotó.
Mi padre cayó al suelo con sangre en la mejilla. Tenía la cara alarmantemente enrojecida.
—El corazón —susurró mamá, arrodillándose para abrirle el cuello de la camisa.
—¡Judío asqueroso! —rugió el campesino, dando un latigazo en el aire—. No eres digno ni de lamerle el culo a mi caballo. —Se giró hacia la fila—. ¡Siguiente!
Alrededor de papá se había formado un círculo de manos tendidas que querían ayudarle a levantarse. El campesino se fue soltando palabrotas, porque no había encontrado pasajeros.
—No somos todos así —dijo una mujer de la fila—. Usted y su familia subirán al próximo vehículo, sea cual sea.
Mi padre, aturdido, la miró con gratitud. Mi madre se echó a llorar. Yo pensé que mi corazón nunca se curaría.
—¡Gran Hotel Dubow! —anunció el conductor.
Papá bajó del carro de bueyes, se desempolvó el traje con gestos dignos y afectados y le dio un fajo de zlotys.
—Para un nuevo semental —le dijo al boquiabierto muchacho—. Para sustituir el que me has dicho que perdiste.
Luego nos ayudó a bajar, quitándonos briznas de barro y paja del pelo y los hombros. Alrededor de nosotros, una interminable sucesión de viajeros iba y volvía de la estación de trenes. Evidentemente no veían nada raro en que una familia de clase media desembarcase de la parte trasera de un carro de bueyes.
Mi padre se identificó en el mostrador de recepción y pidió habitaciones.
—¿Alguna noticia? —preguntó el jefe de botones, un hombre canoso cuyas palmadas estaban convocando a un nutrido grupo de mozos con uniformes rojos.
Papá negó con la cabeza.
—Lo siento, pero no sé nada. Tenía la esperanza de que por la radio…
El jefe de botones se encogió de hombros.
—En todas partes debe de pasar lo mismo. Ayer hubo combates en Poznań. Dijeron que los alemanes también habían atacado un punto más al sur de la frontera occidental.
Mamá palideció.
—¿Y Cracovia?
—A Cracovia, señora, nunca llegarán esos malditos alemanes. Parece que han sufrido una derrota en Katowice. Claro, no están a la altura del ejército polaco. Yo de usted no me preocuparía. Esto que llaman guerra podría acabarse antes de la hora de comer. Bueno, ¿en qué puedo ayudarles? ¿El señor doctor desea una suite, o habitaciones normales comunicadas? Normalmente tenemos demasiadas reservas para aceptar huéspedes repentinos, pero…
Miré la calle principal, que se estaba llenando de gente llegada de todas partes. Dubow se había convertido en una ciudad de juguetes de cuerda enloquecidos.
Papá cogió una suite. Mamá y yo nos sentamos en un sofá de crin para oír sus planes. Con el resto de Polonia a merced de graves convulsiones, papá consideraba preferible quedarnos en Dubow.
—El ejército polaco podría vencer en pocos días —dijo, pensando en voz alta—. Sería una manera de acabar para siempre con la amenaza nazi. Claro que de lo contrario no estaríamos a salvo aquí, en Dubow, o sea que quizá no resulte tan buena idea quedarnos. Para empezar, a diferencia de una colonia de artistas como Krzemieniec, Dubow no es una ciudad donde los judíos sean bien recibidos. —Su entrecejo se frunció—. Lo más probable es que el jefe de botones no vacilara ni un momento en delatarnos para sobrevivir.
Se paseó por la sala sopesando opciones.
—Ostrog no nos es favorable, pero queda justo al lado de la frontera soviética. Si ganan los nazis, podríamos huir a Kiev, o al sur, en dirección a Bucarest. Claro que el viaje hasta Ostrog no sería fácil…
Mamá le interrumpió.
—No pienso salir de Polonia hasta que Jozef se haya reunido con nosotros.
Papá cogió su mano y la miró a los ojos.
—Si la situación empeora, podríamos ir a Chelm o Lublin, donde tengo amistades. Sería más difícil que ir a Lemburg y coger un tren expreso a Lodz, pero hay que contar con que los alemanes bombardearán las principales vías férreas, es decir, que es un camino que implicaría casi con seguridad retrasos agotadores. Suponiendo que llegáramos. —Reanudó su paseo por la sala—. También podríamos ir de Lublin a la capital dando un rodeo, siempre que los nazis no hayan bombardeado las vías, lo cual no es tan probable… En Varsovia podríamos pasar a ver a tu hermana Esther, si es que no ha huido a Ostrog con David y los niños…
Los pensamientos de mi padre se iban complicando. Al final, mi madre y yo nos limitamos a mirarle con impotencia.
—Vayamos a comer —dijo al fin, como si ya supiera qué hacer—. Pero antes daos un baño. Así podréis pensar más claramente. Yo aprovecharé para intentar llamar a Jozef.
No lo consiguió. Fue mamá, desesperada, quien le convenció de ir a Lodz por Lublin y Varsovia. Si Jozef había salido de Cracovia, seguro que volvería a casa, donde le recibiríamos con abrazos y besos, y todo acabaría bien.