Capítulo 29

Era por la tarde del mismo día.

Estaban juntas delante de la ventana de Nora y lucía el sol del atardecer.

—¿Sabes que debajo del puente, en el arco, está escrito Agnes Cecilia en la pared? ¿Lo has hecho tú?

Sí. Acostumbraba a veces a sentarse allí y copiaba las piedras de la orilla y el agua que fluía entre ellas. En una ocasión se le ocurrió escribir su nombre en la pared.

—¿Quieres que te llame Tetti o Agnes Cecilia?

—Pues no sé… Mamá dice Agnes Cecilia. Y yo no tengo nada en contra. Es un nombre de familia, me llamo así como mi abuela y mi bisabuela paternas. Pero cuando era pequeña, y no podía hablar claramente, decía Tetti en su lugar… Es más corto.

Se le marcó una pequeña arruga entre las cejas y adquirió expresión seria. Carita, su madre, llevaba muy en serio aquello de la familia, y también ella, pero no de la misma manera. Carita le había hablado muchas veces de Nora y de su madre; le hubiera gustado mucho que fueran amigas. Era su deseo más vivo…

—Pero ¿y tú? —Nora la miró—. ¿No querrías tú?

Naturalmente que quería. Siempre había querido conocer a ambos, a Dag y a Nora. Pero no por el hecho de ser parientes. Ante todo, no quería ser aceptada solamente por esa razón. Por eso no dijo su verdadero nombre cuando se encontraron, sino sólo Tetti. A pesar de que Dag lo había sabido al final.

Sonrió. Aquel dibujo que había hecho, y que después Dag describió a Nora, fue lo que la descubrió. Entonces Dag comprendió quién era ella.

Nora afirmó. Lo sabía. Era el dibujo de la casa del jardín de pinos.

—Desde entonces me llama Agnes Cecilia. Pero tú tienes que decidir cómo quieres llamarme.

El sol del atardecer entraba en el cuarto. Agnes Cecilia abrió la ventana y se asomó a ella.

—Ahora las noches son claras —respiró profundamente—. ¡Qué hermoso es esto!

Nora se colocó junto a ella. El sol le calentaba el rostro y el viento arremolinaba sus cabellos.

—¡Mira las gaviotas! Cuando el sol las alumbra parecen casi transparentes.

Agnes Cecilia sacó un cuaderno de dibujo. Se inclinó sobre él y el lápiz se deslizó sobre el papel. Sonreía mientras dibujaba. Durante un momento, sólo existió para los movimientos del lápiz. De pronto, cerró el cuaderno.

—Ya lo verás cuando esté terminado.

Se inclinaron juntas lo más posible sobre la ventana.

El viento soplaba con fuerza. Las gaviotas iban y venían por el cielo y proyectaban ligeras sombras errantes por las paredes de la habitación. Las cortinas se agitaban.

—¡Y pensar que aquí estamos, tú y yo!

Agnes Cecilia cruzó sus manos detrás de la nuca y se estiró. Después dejó en libertad sus cabellos, que llevaba recogidos en una trenza a la espalda, y flotaron al viento. Cerró los ojos ante el sol, los volvió a abrir, se volvió con presteza hacia Nora y le cogió una mano.

—¡Cuenta otra vez cómo ocurrió! ¿Cómo pudiste saber que yo estaba en la consulta del médico? ¡Y esa conversación telefónica!

Dag había dicho que Agnes Cecilia era tímida y callada. Pero no ahora precisamente. No cuando estaba con Nora. Cuando supo que Nora había ido a la consulta exclusivamente para encontrarla, le desapareció toda la timidez. Podría oír cien veces aquella historia de la conversación telefónica y la visita de Nora al ambulatorio. Y cada vez que Nora repetía lo sucedido, aparecían nuevos detalles y la historia resultaba más apasionante.

Después quedaron en silencio. El sol adquiría por momentos un tinte más rojizo, y descendía más y más. El viento se calmó, pero las gaviotas continuaron proyectando sus ligeras sombras en el cuarto.

—Mi madre conocía a la tuya. Y ahora yo y te conozco a ti.

La voz de Agnes Cecilia era seria. También sus ojos cuando miraban a Nora. Seguidamente se distendió y soltó la mano de Nora con un pequeño golpe de risa.

—Me pongo a veces tan sentimental… No soy en absoluto valiente, me comprendes…

—Yo tampoco —Nora empezó también a reír—. Voy a preparar el té.

Agnes Cecilia quería acompañarla y ayudarla, pero Nora la obligó a sentarse en una silla.

—Si vienes tú, no vamos a hacer nada.

Se marchó, pero en el cuarto redondo oyó una llamada y volvió. Agnes Cecilia estaba en el marco de la puerta, con el sol crepuscular, radiante como el oro, detrás de ella.

—Estoy contenta —dijo, y sonrió a Nora.

Cuando, al cabo de unos minutos, Nora volvió a la habitación con la bandeja del té, sintió inmediatamente que algo había ocurrido mientras había estado ausente. El ambiente había cambiado.

El sol se había puesto y la habitación estaba dormida en la penumbra. Allí, junto a la ventana, estaba Agnes Cecilia con el pequeño despertador en la mano. No se había dado cuenta de la presencia de Nora. Acercó el reloj a la oreja y escuchó.

Nora dejó en la mesa la bandeja del té.

—¿Tomamos el té?

Pero Agnes Cecilia estaba totalmente ocupada con el reloj despertador. Lo agitaba con fuerza y se ponía a escuchar.

—No merece la pena intentar que marche. El mecanismo está roto. ¡Ven, vamos a tomar el té!

—¿Qué decías? —Agnes Cecilia clavó la mirada en Nora con expresión indiferente—. ¡Ahora funcionaba! ¡Un buen rato!

Las tazas tintineaban en las manos de Nora. Sentía que estaba temblando y no sabía qué decir. Agnes Cecilia hizo un gesto extraño con la mano.

—Nora, aquí ha ocurrido algo mientras estabas fuera…

Nora se sentó en la cama. El corazón le latía de tal manera, que se sentía totalmente extenuada. Agnes Cecilia estaba allí, con las mejillas pálidas, y parecía pedirle ayuda.

—¡Ven, siéntate aquí!

Se aproximó con el reloj en la mano y se sentó en la cama junto a Nora. Miraba asustada al reloj, y su voz era algo angustiosa.

—Marchaba hacia atrás, ¿sabes? ¡Naturalmente, creerás que bromeo, pero es verdad! ¡Iba hacia atrás!

Nora sabía muy bien que no era una broma. Trató de tranquilizarla. Tanto ella como Dag habían tenido la misma experiencia.

—Es algo extraordinario lo de este reloj —dijo—. ¡Cuenta! ¿Qué más ha sucedido?

Agnes Cecilia miró con precaución a su alrededor e hizo un pequeño gesto extraño con la mano.

—Iba por aquí hace un momento, Nora… Por ahí fuera…

—Sí, ya lo sé.

Después se aproximó… La voz se transformó en susurro.

—Oíste pasos, ¿no?

—Sí. Creía que eras tú que venías.

—Pero no era yo…

—No.

Se aproximó a Nora y le habló con la voz más baja posible, como si tuviera miedo de que alguien escuchara.

—A mí me ha pasado esto anteriormente…

Seguidamente le contó.

Sucedió inmediatamente después de que Nora se fuera a la cocina. Estaba sentada en la silla y había cogido el cuaderno para hacer un dibujo de la estufa que había en el rincón. De pronto, oyó pasos que se aproximaban. Estaba segura de que era Nora y la llamó. Pero nadie contestó. Entonces creyó que Nora quería gastarle una broma y pensó devolvérsela. Se levantó y fue a esconderse detrás de la puerta, que estaba abierta.

Pero no vino ninguna Nora.

Ni nadie más.

Solo se oían los pasos, que se detuvieron de pronto. Al otro lado de la puerta, precisamente junto a ella.

Allí había alguien. Miró con cautela por la rendija, pero no vio a nadie. En un principio, no tuvo miedo alguno. Había reaccionado muy despacio, como si comprendiera lo que pasaba… Estaba incluso a punto de reír. Continuaba creyendo que Nora la quería engañar; alargó la cabeza rápidamente y miró detrás de la puerta. Pero allí no había nadie. No podía ver a nadie. No había ser viviente. No, ni un alma…

Se calló y se agarró con fuerza a la mano de Nora. Ésta la miró y dijo lentamente:

—No…, tal vez ningún ser viviente… Precisamente era un espíritu lo que tú oíste.

—¡Qué dices! ¿Un fantasma?

Nora afirmó en silencio con la cabeza, y Agnes Cecilia cerró los ojos. Hablaba tan bajo que Nora tenía que esforzarse para oír lo que decía.

—Sentía muy claramente que alguien estaba allí, sólo a algunos centímetros de mí. Imagínate que únicamente había una delgada puerta entre nosotros. Además, la puerta estaba abierta, de modo que nos podíamos haber dado la mano. He permanecido allí totalmente paralizada.

En ese momento oyó que el reloj despertador comenzaba a funcionar. Un tictac que iba en aumento, cada vez más fuerte. Parecía como si fuera una llamada…

Por causa del reloj abandonó la puerta. No podía resistir seguir oyéndolo, era un sonido insoportable, y cruzó la habitación hasta la ventana, tal vez con la idea de silenciar el reloj; no sabía…

Entonces se dio cuenta de que el otro también se movía y venía detrás de ella. Tan próximo, que si se hubiera detenido hubieran chocado. Si hubiera sido un ser viviente, debería haber sentido su respiración, tan próximos estaban. Pero sólo había sentido su misteriosa e indescriptible presencia.

Precisamente en aquel momento, como había dicho, no tenía miedo, no sentía una sensación desagradable; al contrario, más bien algo casi protector. Fue después; cuando todo había pasado y empezó a reflexionar, entonces se sintió asustada. Tuvo que pasar un rato antes de que se diera cuenta de lo que había sucedido.

—¿Qué pasó después?

El corazón de Nora latía con tal fuerza que no podía decir palabra.

Sí, después, Agnes Cecilia sintió que quien iba detrás de ella se detenía en medio del cuarto. Ella también se detuvo. Y en ese momento empezó a oírse música en el cuarto de al lado. Muy suave. Era música de piano.

Las notas llegaban envolventes, ligeras como nubes, y el otro, el invisible, dio unas vueltas lentamente.

Agnes Cecilia le acompañó. No podía dejar de hacerlo. Estaba como hipnotizada. Vuelta tras vuelta, giraban con lentitud. Ella le seguía, como si fuera un baile en el que uno baila por sí mismo y el otro le sigue. Hasta había olvidado por completo que ella estaba sola.

Pero entonces se reflejó en el espejo de pared de Nora y se dio cuenta de ello. Agnes Cecilia bailaba para ella misma; pero la presencia del invisible era tan fuerte, que se estremeció cuando se dio cuenta de que estaba sola.

Guardó silencio.

—No estabas sola —cuchicheó Nora—. Solamente que no podías ver al otro. ¿Y después?

Después no había mucho más. La música se fue apagando, el baile resultó cada vez más lánguido y finalmente terminó. Allí estaban de nuevo, quietos sobre el suelo, ella y el invisible, muy próximos.

Después sucedió algo. Agnes Cecilia fue presa de un sentimiento de tristeza. No sabía cómo explicar todo aquello; era tan doloroso… Miró a Nora…

Nora suspiró tranquila y dirigió sus ojos a la estufa de azulejos; sabía muy bien lo que sentía Agnes Cecilia y lo que quería decir.

Era el sentimiento que se tiene cuando se acompaña a alguien al tren. Alguien por el que uno siente interés. El tren está allí y pronto va a partir. Hay que separarse. Tal vez para siempre. No se sabe si se volverán a ver.

Los ojos de Nora se volvieron hacia Agnes Cecilia, que estaba allí sentada con sus grandes ojos brillantes.

—Así es la vida. No se sabe nunca.

Agnes Cecilia se concentró en sus pensamientos y continuó la idea de Nora.

—Después parte el tren. Se desliza despacio. Y vienen los lloros. Pero uno los esconde. Da media vuelta y regresa.

Eso era aproximadamente lo que había sentido en medio del cuarto de Nora. El otro se deslizaba despacio y desaparecía. Y Agnes Cecilia sintió por un momento un fuerte dolor.

Pero, allá en la ventana, el reloj continuaba su tictac. Se aproximó a él. Su rostro estaba mojado por las lágrimas, que caían en el borde de la ventana. Se secó las lágrimas y fue a cambiar de sitio el reloj; entonces se dio cuenta de que las manecillas se movían hacia atrás. Precisamente en aquel momento no sentía nada extraordinario, nada resultaba incomprensible. Entonces ella estaba dispuesta a todo.

Pero cuando levantó el reloj, éste se paró súbitamente y todo quedó en silencio. Era como cuando un corazón deja de latir.

Entonces le entró miedo.

Sentía que estar allí era como estar con un pájaro muerto. Un pájaro que vivía hacía un momento y picoteaba de su mano y ahora estaba muerto y frío. Sí, era un sentimiento horrible.

Ella trató de infundirle vida y empezó a agitar el reloj…

En ese momento había llegado Nora.

—Después no hubo nada más. Apoyó su cabeza contra el hombro de Nora. Nora la meció tranquilamente como acostumbraba a hacer con la muñeca. Comprobó entonces lo mucho que se parecían, la muñeca y Agnes Cecilia. El mismo rostro cambiante.

Tetti levantó la cabeza y miró a Nora.

—¡Yo bailaba! Imagínate… No acostumbro a bailar jamás… No sé. Yo sé dibujar.

Se miró las manos con aire asombrado.

Nora se levantó y fue hacia la estufa.

Tenía que enseñarle a Agnes Cecilia la muñeca. ¿No haría mal? Hedvig le había dicho expresamente que no la debía enseñar a nadie. Pero eso no podía referirse a Agnes Cecilia. La muñeca tenía que ver tanto con ella como con Nora. Tal vez más.

Levantó las manos hacia la hornacina.

Pero, precisamente cuando iba a abrir las puertas de latón, se resistió con repentina seguridad.

No, ahora no. Debía estar sola cuando abriera las puertecillas. Las lágrimas aparecieron repentinamente en sus ojos. Se volvió rápidamente y miró a Agnes Cecilia. ¿Se había dado cuenta de algo?

En absoluto. Allí estaba Agnes Cecilia delante de la ventana, sonriente y abstraída del mundo que la rodeaba. Había vuelto a tomar el cuaderno de dibujo y precisamente ahora no vivía más que para los movimientos rápidos del lápiz sobre el papel.

Nora estaba tranquila y la contemplaba. Su pena iba desapareciendo poco a poco.

Ahora tenía a Agnes Cecilia. Era ella a quien necesitaba. Ambas se necesitaban mutuamente, ella y Nora, y eso era maravilloso.

La muchacha levantó en aquel momento los ojos del cuaderno.

—¡Ya lo verás cuando lo haya terminado!

No muy tarde, por la noche, cuando todos los otros se habían ido a acostar, y Nora estaba sola en su cuarto, se armó de valor y se dirigió a la chimenea.

Estaba acongojada. Sospechaba lo que iba a ocurrir. Durante un largo tiempo permaneció con la frente apoyada contra los fríos azulejos, antes de atreverse a abrir las puertecillas de latón. Las manos le temblaban.

Sí. Era como había pensado. Cuando antes iba a mostrar la muñeca a Agnes Cecilia, había sospechado lo que ocurriría. Estaba preparada. Lo sabía.

La muñeca había desaparecido.

El pequeño almohadón rojo de la hornacina estaba vacío.

Permaneció allí un largo rato y lo miró fijamente. Jamás había mostrado la muñeca a nadie; sólo ella la había visto, y nadie más la vería. Había sido exclusivamente de ella.

Pero ahora tenía a Agnes Cecilia. No tenía por qué llorar.

Levantó el almohadón para retirarlo y vio que el pequeño medallón, que la muñeca llevaba alrededor del cuello, estaba allí con su fina cadenita de plata.

El medallón estaba abierto y la fotografía de Cecilia la contemplaba. Casi eran los mismos ojos con los que Agnes Cecilia la había mirado hacía un momento. Nora permaneció largo rato observando aquella cara y sonrió.

Sí, la Cecilia de diecisiete años se parecía extraordinariamente a la Agnes Cecilia de hoy. Pero pertenecían a épocas diferentes. Nora y Agnes Cecilia, sin embargo, vivían en el mismo tiempo y eso estaba muy bien.

Cerró el medallón. Comprendió que debía ser para Agnes Cecilia. Por eso estaba allí. Para que Agnes Cecilia lo recibiera como recuerdo de la abuela.