¿Qué quería decir Dag? ¿Qué había visto que no le podía explicar a Nora? ¿Iba por buen camino para descubrirlo? Eso decía Dag.
Ella no tenía impresión alguna de que iba a descubrir algo. La había dejado completamente desorientada. No comprendía nada.
No se arrepentía de haberle contado lo que había ocurrido. Al contrario, tenía la sensación de que no había dicho todo todavía; pero Dag no quería volver a tocar el tema. Cuando se encontraban, bromeaban y lo pasaban bien. La situación era alegre y sincera. Pero tan pronto como él sospechaba que Nora le quería preguntar algo, empezaba a reír y desaparecía. No quería ni hablar de Tetti o de otra cosa seria. Y si lo hacía, era para tomárselo a broma. Actuar así no era propio de Dag; pero sus motivos tendría, y no se podía hacer nada.
De todas formas, a veces se enfadaba.
—Todo se solucionará, ya verás —afirmaba él tranquilamente, cuando sentía sus interrogantes miradas.
Y la cosa no era así. No era verdad. Nada se soluciona por sí mismo.
¿Qué podía hacer ella? ¿Había algo…?
Se sentía verdaderamente nerviosa e intranquila. Los días pasaban y nada ocurría. De pronto parecía que todo estaba tranquilo.
La abuela telefoneó una noche para decir que quería que se viesen de nuevo lo antes posible, para que «podamos darnos un fuerte abrazo y olvidar todas las palabras duras que hemos dicho». Había estado muy triste. Sí, había sido tonta; Nora tenía que perdonarla. Empezaba a estar vieja y no se hacía cargo de las cosas.
La abuela bromeó y tonteó largo rato al teléfono. Evitó todo lo peligroso. Nora hizo lo mismo. Había aprendido que era totalmente inútil querer llegar a un acuerdo con la abuela. Había que tomarla como era. Había cosas que eran sagradas para ella, y que debía defender a cualquier precio. Y su madre, Agnes, era una de ellas.
«Quien rasga un bello cuadro, debe responder de lo que hace». Nora no pensaba obrar así. Le contestó a la abuela en el mismo tono bromista por teléfono, y seguramente la abuela estaba satisfecha cuando colgó el auricular. Al día siguiente llegó un regalito por correo. «Una pequeña joya que ahora está de moda entre la juventud», había escrito en la tarjeta.
Nora le escribió enseguida para darle las gracias. Todo estaba tranquilo y en paz, como la abuela quería.
No ocurría nada nuevo.
De vez en cuando tomaba a Cecilia en brazos. Pero la cara de la muñeca había adquirido un aire reconcentrado e inexpresivo desde el asunto de la caja de los retales el día que Nora encontró la carta. Esto la intranquilizaba. Leyó la carta con el consentimiento de la muñeca; por lo menos lo interpretó así. ¿Por qué se encerraba ahora Cecilia en su concha? Ya no podía pensar conjuntamente con la muñeca y eso la desesperaba un poco. Sentía la misma sensación dolorosa que cuando un ser viviente nos vuelve la espalda sin explicación.
Eso le ocurría también a Nora, cuando se acercaba a la hornacina para abrir las ventanitas y coger la muñeca; por eso no lo hacía, para no sentirse defraudada; tanto representaba la muñeca para ella. Ahora vivía como en un espacio vacío.
Ya no se oían pasos que se detenían en el umbral de su cuarto. Hacía ya mucho tiempo que el pequeño despertador de la ventana no se ponía en marcha. De vez en cuando lo cogía y lo agitaba, pero sabía que era totalmente inútil.
Sí, casi echaba de menos la serie de fantasmas. No estaba bien de la cabeza.
En una ocasión, cuando se hallaba sentada en la mesa del escritorio, oyó de repente e inesperadamente pasos allí fuera. Procedían del cuarto redondo; no creía reconocerlos, pero su corazón dio un salto. Se aproximaban. Entonces se oyó una tosecilla, y allí estaba Anders que llamaba, discreto, a la puerta. La puerta estaba abierta.
—¿Te he asustado?
—Sí, no sabía que estuvieras en casa.
Anders sonrió. Encontraba que se asustaba fácilmente, dijo. ¿A qué se debía? Nora le devolvió la sonrisa y movió la cabeza. Pero en su interior pensaba que Anders debía de saber que ella estaba allí, y aguardaba al fantasma. Por eso se había estremecido al ver que sólo era él. Si hubiera sido el fantasma, no hubiera temblado. Suerte que él no leyó sus pensamientos.
Anders le preguntó con su tono comedido:
—¿Me querrías hacer un pequeño favor?
—Naturalmente que quiero. ¿De qué se trata?
Sí, Anders había telefoneado al médico del ambulatorio y éste le había recetado una medicina para la tos. Tenía una tos muy pertinaz. La receta debería haber llegado ayer por correo, pero no fue así a pesar de que aseguraban que la habían mandado. Seguramente llegaría hoy. Pero Anders no podía esperar el correo. Tenía que marcharse ahora.
—¿Tal vez tú, Nora…?
—Naturalmente, puedo esperar y ver el correo que llegue. Estoy libre hasta la comida. ¿Y si la receta no viene tampoco?
Entonces había un error. Y Anders necesitaba su medicina. Al médico del ambulatorio se le podía llamar por teléfono de una a una y media. Pero Dag tenía clase y no podría llamar.
—¿Podrías tú, Nora?
—Sí, claro, puedo llamar yo. Tengo precisamente un hueco de dos horas en ese momento.
—Muy bien; ruégales que, en lugar de enviarla, transmitan la receta por teléfono a la farmacia y yo mismo recogeré la medicina esta tarde.
Nora lo prometió, y Anders se marchó.
Nora disponía de tiempo sobrado. Aquel día sólo tenía un par de clases. Por un momento pensó hacer novillos e ir a ver a Hulda, pero lo dejó. En lugar de ello, se quedó en casa, esperando el correo. Pasó bastante rato, y cuando finalmente llegó el cartero, no traía receta alguna.
Debía, por lo tanto, telefonear al médico del ambulatorio, y no podía olvidarse. Tenía sólo una clase antes del descanso de la comida. Sueco. Una poesía, que debían analizar. Pasó la hora y nadie consiguió hacer nada con la pobre poesía.
Con las poesías, como con todo lo demás, hay que compenetrarse totalmente para sacar algún resultado. Pero la mayoría de la clase no le dedicó a la poesía el más mínimo interés. El sol lucía fuera y las moscas zumbaban alegres en las ventanas. De vez en cuando se lanzaban sonidos ininteligibles. Nora escuchaba y disfrutaba. Ellas no lo comprendían, pensaba Nora, pero en sus inútiles esfuerzos eran mucho más poéticas que la poesía que tenían que desentrañar.
La poesía no estaba escrita con demasiada inspiración. Era fácil distraerse.
¿Y si mandara a paseo la clase de última hora y se fuera a ver a Hulda? ¡Qué agradable sería! ¡Con tan buen tiempo! Podrían sentarse fuera. Hulda se alegraría…
Pero, ante todo, debía ir a casa y llamar por teléfono, como había convenido con Anders. Tenía tiempo para ir a la parada del autobús después. Salía a la una y media.
Tan pronto como terminó la clase, se abalanzó sobre la bicicleta y se fue a casa. Era la una menos cinco. Tenía que esperar un par de minutos. Debía ser puntual; después el teléfono estaría constantemente ocupado. Llamó exactamente a la una, y tuvo suerte. No comunicaba. Le contestaron inmediatamente.
—Aquí el ambulatorio del distrito.
—Sí, se trata de una receta…
—Perdone. Un momento…
Dejaron el auricular sobre la mesa, y la que había contestado empezó a hablar con un paciente. Ya era mala suerte; Nora no tenía tiempo que perder. Necesitaba también un rato hasta la parada del autobús. La conversación se alargaba.
Pero ahora se volvía a oír la voz.
—Perdone, ¿de qué se trata?
—Era una receta que tenían que enviar por correo…
—Sí… Perdone, ¿puede esperar un momento?
Otra vez lo mismo. Un nuevo paciente al que había que atender. Esta vez, sin embargo, la conversación se alargaba lo suyo. Nora golpeaba el suelo con impaciencia. ¿Cómo podían obrar así? ¿Es que la misma persona tenía que atender a los pacientes y el teléfono?
Trató de llamar la atención golpeando con las uñas el micrófono y accionando la clavija, pero no sirvió de nada.
—¡Tengo prisa! ¡Tengo que coger al autobús! —gritó por el micrófono.
Ninguna reacción. Ya atendían al tercer paciente. Todos tenían mucho de qué hablar. Oía cada palabra que intercambiaban. Siempre el mismo ritual.
—¿Ha visitado usted al médico antes?
—No.
—Entonces, ¿ésta es la primera vez?
—Sí.
—¿Qué quiere usted consultar?
—Tengo un poco de anemia. Estoy siempre cansada.
—Cansancio, entonces. ¿Lo apunto?
—Sí, sí…
—¿Otros síntomas?
—No, no creo…
—¿Me puede dar su número de identidad?
—Seis, seis, cero, cuatro, dos, cinco; raya; dos, tres, cuatro, uno.
—Muy bien. ¿Y cómo se llama?
—Eng.
—¡El nombre de pila!
—Agnes Cecilia.
—Entonces, Agnes Cecilia Eng. Muy bien, haga el favor de sentarse en la sala de espera; la enfermera la llamará cuando le llegue el turno.
—¡Oiga!
Gritaban en el auricular. Pero Nora estaba allí como petrificada. Tenía que haber oído mal. No era posible.
—¡Oiga! ¡Oiga! ¿Hay alguien ahí?
Nora dejó caer el auricular. Su corazón palpitaba con tal fuerza que creía que se iba a ahogar. Miraba inconsciente el auricular que tenía en su mano. La charla continuaba. Lo soltó asustada, y se quedó colgado, balanceándose al lado de la pared.
¿Agnes Cecilia Eng? ¡Cielos! Eso quería decir que precisamente en aquel momento una persona con ese nombre esperaba su turno en la consulta del médico del distrito.
¡Al fin comprendía, pues el aturdimiento había pasado! No quedaba otra cosa que hacer que ir allí a todo correr. ¡Inmediatamente! Antes de que se marchara de allí. Era ella, Agnes Cecilia…
Nora se puso en camino. Pero en la escalera se detuvo y volvió. Presa de una corazonada, de una fuerte sospecha, subió corriendo otra vez. Cuando pasó por delante del teléfono de la pared, oyó que continuaba la charla y vio cómo el auricular seguía balanceándose. Lo colgó y se apresuró a ir a su cuarto; hasta llegar a la estufa de azulejos.
Una vez allí, abrió las ventanillas de la hornacina y vio que Cecilia estaba sentada en su almohadoncito rojo. Nora exhaló un profundo suspiro y contempló a la muñeca. Ahora volvía a ser la misma. Estaba sentada un poco vuelta de lado, ligeramente inclinada hacia delante, y miraba a Nora con una expresión difícil de interpretar. Como si quisiera abrazarla.
Nora extendió sus brazos y la levantó, abrazándola con fuerza. Le quitó el gorro y pasó su mano por debajo de la nuca de la muñeca como tantas veces había hecho anteriormente. Levantó la cabeza de Cecilia contra su mejilla y sus labios, y la meció durante un rato, cuchicheándole palabras tiernas.
Sólo se trató de un momento, pero el tiempo se detuvo y, durante aquellos segundos, Nora sintió una tranquilidad y confianza que hasta entonces desconocía.
Después volvió a colocar la muñeca en el almohadón y cerró las ventanillas. Tenía prisa de nuevo.
Cogió la bicicleta y salió a buena marcha.
La consulta se hallaba en el otro extremo de la ciudad; pero con la velocidad que llevaba, estaría allí en cinco minutos. Agnes Cecilia no podía haberse marchado todavía. Había, por lo menos, dos pacientes antes que ella, los dos por los que Nora tuvo que esperar en el teléfono.
Pero ¿y si no le permitían entrar? No había peligro, pues siempre podría hablar de la receta de Anders. La podía recoger ahora e ir con ella a la farmacia. Sus pensamientos volaban…
Todo fue bien. La puerta de la consulta estaba abierta. No había más que entrar. Con el corazón atravesado en la garganta, miraba por todas partes. Pero enseguida la detuvo una mujer detrás de la ventanilla. La misma con la que acababa de hablar por teléfono.
—¿Había pedido hora?
—No, vengo para recoger la receta.
Nora era toda ojos. Allí estaba la sala de espera. Trataba de ver quién había allí.
—¿De qué receta se trata?
—De una medicina para la tos…
La mayoría era gente de edad. Pero no veía a todos.
—¿La debería haber firmado el doctor?
—Sí.
Había allí una persona joven vuelta de espaldas. Pero estaba con un niño.
—¿A nombre de quién estaba la receta?
—A… Anders.
—¿Anders? ¿El apellido?
Ahora tenía que espabilarse. Explicó rápidamente su cometido, y terminó sentándose en la sala de espera, mientras investigaban lo que había ocurrido con la receta.
Era precisamente lo que Nora quería.
Nadie había abandonado la consulta desde que ella había llegado.
Se detuvo a la entrada de la sala de espera y pasó revista a los que estaban allí. Era una sala grande, y los pacientes estaban desperdigados aquí y allá; unos iban solos, y otros, por parejas.
Pero ninguno de ellos podía ser Agnes Cecilia.
¿Era posible que se hubiera marchado ya?
No podía ser, con todos los que estaban esperando antes que ella. En tal caso, se habría ido inmediatamente por no querer esperar. Desgraciadamente era posible. Podía haber pensado que eran muchos los que estaban delante.
Lo mejor sería preguntar por ella en la ventanilla; pero, por otro lado, Nora debía esperar a que le dieran la receta de Anders.
En aquel momento se oyó una voz en el altavoz:
—¡Agnes Cecilia Eng, al laboratorio!
Nora se incorporó y miró alrededor. Pero en la sala de espera no se levantó nadie. Y nadie aparecía por ningún lado. Entonces se dirigió a una viejecita que estaba cogiendo una revista de las que había en la estantería junto a la puerta.
—¿Era alguien que tenía que ir al laboratorio? —dijo, pero la vieja no la comprendió y creyó que Nora tenía que ir directamente allí.
—No, primero tenemos que ir a la enfermería. Nos llaman por orden y tenemos que esperar.
Nora se volvió y vio un largo pasillo que partía del otro lado de la sala de espera. Por allí se fue.
La mujer de la ventanilla la llamó, pero ella no hizo caso. Había visto que allá a lo lejos decía laboratorio. Pensaba esperar delante de la puerta. Allí enfrente había una silla.
Una enfermera llegó corriendo detrás de ella.
—Tienes que aguardar afuera, en la sala de espera.
Se llevó a Nora por el pasillo.
Ahora se oía de nuevo el altavoz, y Nora se apresuró. Era a ella a quien llamaban. Debía ir a la ventanilla y recoger la receta. Ya con la receta en la mano, no sabía qué hacer.
La mujer de la ventanilla la observaba.
—¿Deseabas algo más?
—No, es que yo… esperaba a una compañera.
—Puedes sentarte en la sala de espera.
Más tranquila, Nora se dirigió a la sala de espera. Se colocó junto a la estantería de las revistas, desde donde podía ver el pasillo. Se entretuvo hojeando una revista, mientras vigilaba lo que ocurría.
Creía que había transcurrido una eternidad, cuando finalmente se abrió la puerta del laboratorio y apareció una joven.
Era Agnes Cecilia.
Nora lo supo enseguida. La hubiera reconocido inmediatamente. Todo encajaba. Dejó las revistas y se lanzó por el pasillo.
Agnes Cecilia venía sonriente hacia Nora. Iban camino de encontrarse. Nora no tenía necesidad de correr, se paró y continuó lentamente. Era un corto paseo, pero quería alargarlo. Se sentía feliz.
Agnes Cecilia sonreía con aquella sonrisa que siempre existía en ella como un recuerdo íntimo, y que podía prolongar indefinidamente hasta ser comprendida.
Ahora volvía a entender. Ahora sabía. Encontrar aquella sonrisa era como volver a ser mecida en la cuna y ser levantada por tiernos brazos. Ahora comprendía ella la razón.
Nora se adelantó hacia ella.
—¡Hola! Soy Nora.
Sí. Era la sonrisa de mamá. Agnes Cecilia sonreía como mamá. Una sonrisa suave y luminosa.
Ella miró a Nora. Sus grandes ojos mostraban curiosidad.
—¡Hola! Yo soy Tetti.