—¡Tú crees, naturalmente, que yo no comprendo nada!
Nora miró fijamente a Dag y trató de que su voz sonara tranquila. Al mismo tiempo se mordía la lengua. Tan impetuosa y tonta no se creía.
Pero él había aparecido en su cuarto de repente. Nora casi no había tenido tiempo de traspasar la puerta y todavía no se había sosegado después de lo que había pasado en la estación. Además, sabía que él había llegado a casa un poco antes, pero no se dio por enterado. Debía comprender que había llegado en el mismo tren que su chica. ¡Qué estuviera allí completamente indiferente le molestaba!
Y ahora, ¿qué quería?
¡Por lo menos podía haber llamado a la puerta antes!
—¡Hola! ¿Ya estás en casa? —él sonreía—. He oído que habías vuelto y quería saber cómo te ha ido.
—¿Ido? ¿Dónde?
—Sí, en casa de tu abuela. ¿Sabía ella algo?
—¿Qué quieres decir? ¿Qué iba a saber la abuela?
Nora estaba asombrada de cómo se expresaba. Pero hacía mucho tiempo que Dag no mostraba interés por sus asuntos. ¿Por qué precisamente ahora? La miraba extrañado, y su voz era suplicante.
—Pero, Nora, yo no soy tonto. Está claro que comprendo perfectamente que hay algo en marcha. Tú estuviste en casa de Hulda ayer. Y después, hoy, te has ido a Estocolmo… ¿Por qué no quieres hablar conmigo?
—¡Y eso lo dices tú!
—¿Qué digo yo? ¿Estás enfadada por algo?
Él continuaba mirándola sonriente. ¡Era demasiado!
—¿Por qué te voy a contar mis cosas cuando tú no cuentas nada?
—¡Pero, Nora!
Fue entonces cuando ella le soltó:
—¡Tú crees que yo no comprendo nada!
Se hizo el silencio. Las furiosas palabras flotaban entre ellos. Nora se arrepintió y contó la causa de su mal humor.
—Te vi precisamente en la estación. Yo llegué en el mismo tren.
La situación mejoraba. Dag no contestó enseguida, pero se puso inmediatamente muy serio; después dijo lentamente:
—No es en absoluto lo que tú te crees.
Nora miró a otro lado. Él parecía triste, y ella no sabía qué decir; pero sintió que el viejo afecto por Dag renacía en ella. Volvió a mirarlo.
—Dag, ¿no puedes contarme lo que ha pasado?
Él le dirigió una rápida mirada y se sentó enseguida en una silla. Estaba alegre, se le notaba.
—¡Si supiera cómo empezar!
Se reía y se frotaba la frente como hacía cuando cavilaba profundamente. Nora tuvo una idea.
—¿Y si comenzara yo?
—¡Con mucho gusto por mi parte, si crees que puedes! —se le veía interesado—. ¡Sí, hazlo, y vamos a ver adónde llegamos!
Nora se concentró y fue directamente al asunto.
—Has encontrado una chica, ¿no es verdad?
Él afirmó riendo. Pero no era en realidad nada nuevo. Ella lo sabía ya. Siempre encontraba muchas chicas.
—Sí, pero ninguna como ésta, ¿no es así?
—Naturalmente. Ninguna persona es igual a otra. ¡No, Nora, tú tienes que afinar más! ¡Puedes hacerlo!
Nora sonreía. Dag era otra vez el de siempre. La cosa resultaba interesante. Ya estaban en una de aquellas «investigaciones», como Dag acostumbraba a llamarlas.
—Es decir, que tú has encontrado a una chica; pero que, por alguna razón, te es difícil hablar. ¡Y si empezáramos por saber por qué! ¿Es que tiene que ver ella algo contigo?
Dag reflexionó antes de contestar.
—Creo que puede deberse a nosotros dos. Pero más por ti.
—¿Por mí? —Nora temblaba—. ¿Soy tan imposible que tú crees…?
—No, no, de ninguna manera… No, no puedo explicar esto, ya veo. Es sólo un sentimiento que tengo.
—¿Qué clase de sentimiento?
—Que existe algo en todo esto que necesito aclarar, antes de mezclarte a ti en ello.
—¿Mezclarme a mí? ¿Qué quieres decir? ¿Es que te he dado verdaderamente esa sensación?
Meditó él nuevamente.
—Sí. En parte, tú. En parte, Tetti.
—¿Tetti?
—Sí, ella se llama así.
—Eso es sólo como la llaman. ¿Cómo se llama de verdad?
—Yo sólo he oído Tetti. Eso no tiene importancia, creo yo.
—No, es cierto… ¿Dónde estábamos? ¿No puedes contarme algo de Tetti? ¿Dónde la has encontrado?
Dag consideraba que su misión era sobrehumana; respiró fuerte, pero de todos modos empezó a contar.
En realidad no era una nueva amistad, eso es lo que la hacía interesante, pensaba él. La había admirado siempre a distancia; pero nunca había soñado con llegar a conocerla. Ella parecía inaccesible. Le hacía sentirse infantil y muy poco maduro; ya antes de haber cruzado la palabra. Hasta le había dado un poco de miedo. Hizo una pausa.
—¿Tal vez crees tú que resulta raro?
—No, ¿por qué? Esas cosas suceden.
—¿Pero ahora ya no tienes miedo de ella?
—¿Miedo? Miedo… —Dag se encogió de hombros y suspiró. Sí, quería ser sincero; el miedo no se había disipado totalmente.
—¿Pero de qué tienes miedo? ¿No lo sabes?
No, y eso era lo insoportable. No lo comprendía. A veces, creía que sabía de qué se trataba; pero al final comprendía que no era así tampoco.
—Hablo enigmáticamente, ya lo sé —hizo un movimiento de impaciencia—. Es decir, a veces tengo mis presentimientos, pero no estoy seguro.
Se interrumpió y la miró como queriendo pedir su ayuda. ¿Qué podía decir? Se sentía muy confusa.
—Tú no quieres decir que… ¿Es que no puedes tener confianza en ella? ¿Es eso cierto?
¡Oh, no! No había nada en Tetti que fuera falso o mentiroso. Al contrario, ella casi parecía…
Dag volvió a interrumpirse. No sabía cómo tenía que expresarse; pero si no resultaba demasiado grandilocuente, quería decir que Tetti era algo tan extraordinario y pasado de moda como… de corazón puro.
—Sé que suena a exaltado, pero es precisamente lo que siento.
Nora pensaba que no parecía en absoluto tan exaltado y grandilocuente. ¿Pero eso del corazón puro? ¿No podía ser eso lo que le daba miedo?
Sí, tal vez. Dag estaba pensativo.
—Pero ¿por qué? No lo comprendo —Nora movió la cabeza.
No, Dag tampoco lo comprendía. La cosa era desconcertante, puesto que la candidez y la pureza de corazón de Tetti no concordaban con la otra cara de ella.
—Pero ¿cuál es esa cara?
—No lo sé. Ella puede mostrarse tan abierta y mirarme con ojos serenos, al mismo tiempo que… No, no puedo aclarar eso, no sé…
—¡Trata de hacerlo!
Pero Dag solamente se retorcía las manos y suspiraba. Nora no tenía más remedio que ayudarle.
—¿Crees que ella te oculta algo?
Dag la miró fijamente.
—¡A decir verdad, sí! Es lo que creo.
—¿Y tú no sabes lo que puede ser?
—En absoluto —desvió la mirada.
—¡Pero, Dag! —Nora reflexionó—. ¿Eso quiere decir, en concreto, que no te fías de ella?
Sí, naturalmente que se fiaba de ella, aseguró Dag. Era precisamente eso lo que era tan doloroso, y le hacía estar tan despistado.
—Pero no pretendo que tú lo comprendas —dijo acongojado. Parecía desgraciado.
—A ti te gusta ella mucho, ¿no?
Dag dirigió la mirada al suelo.
—No sé. Creo que sí.
—¡Eso se sabe siempre!
Suspiraba. Y de pronto la miró directamente a los ojos.
—No, desgraciadamente. Yo no, en todo caso. Tal vez debido a que siempre comparo lo mucho que te aprecio a ti. Tú estás siempre en el fondo. En cierta manera, tú me gustas siempre más.
Vino todo de manera muy sencilla, muy natural. Las lágrimas aparecieron repentinamente en los ojos de Nora. Dag había dicho la verdad.
No había querido complicarse y tratar de ocultar lo que verdaderamente sentía. Sentía lo que decía. Nora se secó las lágrimas y le miró.
—Igual me pasa a mí cuando se trata de ti, lo sabes —dijo ella sonriente—. ¿De verdad no tienes la menor idea de lo que te pueda ocultar Tetti?
Dag esquivó la mirada, miró a otra parte y no contestó.
—¿Tal vez es que tú tienes presentimientos, pero prefieres no creer en ellos?
—Es posible, sí —suspiró—. A menudo tengo la sensación de que no es conmigo con quien quiere estar, sino con algún otro.
Nora protestó. No, no lo creía. La que estaba con Dag no quería estar con ningún otro. Lo sabía por experiencia propia.
—¡Tú sí! Tú escuchas lo que yo digo. A menudo siento claramente que Tetti está conmigo con la esperanza de entrar en contacto con otra persona. Pero no creo que se dé cuenta ella misma.
Nora meneó la cabeza. Lo que Dag contaba resultaba absurdo.
—No, Dag, eso no se comprende. Si se entra en contacto con una persona para con su mediación encontrar otra, uno se da perfectamente cuenta de ello.
Pero Dag no estaba tan seguro. Tal vez era así en los casos corrientes. Pero no cuando se refería a Tetti. Él lo sostenía con tesón, pero Nora no cedía.
—Pero si es como tú dices, ¿ella no sabe tampoco a quién debe encontrar a través tuyo?
Dag permaneció callado, y se le veía que estaba gravemente preocupado.
¿No había pensado él en aquello alguna vez?
Sí que lo había pensado, y muchas veces. Y lo más increíble de todo era que tanto Tetti como él, en su fuero interno, sabían quién iba a ser en tal caso.
—¿Quién, entonces?
Pero Dag desvió la mirada nuevamente. No quería decirlo y le rogaba que no tratara de sonsacárselo. Quería estar absolutamente seguro de ello, antes de mencionar algún nombre.
Nora comprendía esto, y cambió enseguida de tema.
—Cuenta, en cambio, cómo la encontraste.
Dag sonrió más tranquilo. Era, en realidad, una historia bastante apasionante.
—Como te acabo de decir, la había visto ya anteriormente.
Nora tuvo una corazonada.
—¿No podría ser aquella de Tempo? ¿La cajera? ¿Aquella de la que tú hablabas tanto?
Dag asintió jubiloso. Precisamente era ella.
Nora se quedó pasmada. No había creído ella misma en su pregunta.
La chica irreal, que de vez en cuando figuraba en la fantasía de Dag; casi no creía que existiera en realidad. ¿Pero entonces era Tetti?
—Bueno. ¿Cómo ocurrió?
Sí, fue un encuentro sumamente curioso, y sin duda alguna se podía pensar que el destino había puesto su mano en ello.
—Fue Ludde precisamente quien nos reunió.
—¿Ludde?
—Sí. ¿Recuerdas que cuando desapareció en una ocasión fue una chica la que lo llevó a la comisaría de policía?
—Sí. ¿Era Tetti?
Dag afirmó. Pero fue mucho antes de que él llegara a conocerla. Lo supo por ella más tarde.
—¡Espera un momento! —a Nora le vino un pensamiento—. Aquella vez que Ludde desapareció y estuvo fuera varios días, vino alguien y llamó una noche a la puerta de la cocina.
Cuando Nora abrió, entró Ludde solamente. Pero oyó que bajaban deprisa la escalera. Entonces contestó una voz juvenil. Nora le había rogado que esperase, para darle las gracias por su ayuda; pero la joven sólo contestó alguna palabra y salió corriendo. Nora no pudo verla.
Sí, así fue; era Tetti. Dag sonrió. Fue el día anterior al que la conoció.
—¡Oye, no! ¿Ha podido ser así verdaderamente?
—¿Por qué no? ¿Crees que te miento?
No. Pero tal vez no recordaba bien.
—Tú habías empezado ya a mostrarte misterioso. Estabas continuamente fuera. No cenaste en casa durante varios días seguidos. Y te negabas a hablar del lugar donde habías estado.
—Estaba bailando —Dag estaba enormemente asombrado—. ¡Ya lo sabíais! No creo que esté obligado a dar cuenta de cada paso que doy. Sería, a la larga, bastante fastidioso para todos.
—Sí, naturalmente, pero tienes que comprendernos a nosotros también. Tú no acostumbras a obrar así. ¿Qué podíamos creer, si por entonces nos enteramos de que salías con una chica?
No, no era tan extraordinario; Dag lo podía admitir.
Fuera como fuera, todo comenzó el día después de que Ludde volviera a casa tras estar varios días perdido.
Fue por la noche. Dag y Anders estaban solos en casa. Leían, sentados en la biblioteca. Ludde estaba echado en la cocina.
De pronto, el animal entró en la habitación. Con aire sumamente decidido, se fue hasta Dag y le empujó con la pata. Se comportaba de una manera muy extraña. Parecía como una directa conminación: «¡Ven ahora! ¡Levántate! ¡Vamos a salir!».
Se habían reído de él; pero entonces sus orejas se echaron para atrás, se puso furioso y daba muestras de que en aquella ocasión quería hacer su voluntad. Se veía claramente que no se trataba de algo tan trivial como buscar una farola; era un asunto mucho más importante.
A Dag le entró curiosidad y se fue con él.
Tan pronto como salieron a la calle, Ludde tiró decididamente en una determinada dirección, y Dag dejó que hiciera su capricho. Comprendía, sin embargo, hacia dónde se dirigía.
—¡Yo también! —le interrumpió Nora—. A Beateborg, la casa blanca con el jardín de pinos, ¿no es eso?
—¡Sí, así fue! ¡Pero ahora vas a oír! No era solamente allí a donde quería ir. A pesar de que se detuvo allí un buen rato, también olfateó por todas partes y aullaba. Se portó de una manera misteriosa.
Nora afirmaba con viveza.
—Te contaré luego algo —dijo ella—. Sabes que Ludde tiene un collar en el que pone el nombre de Hero. Está relacionado con esa casa, ¿comprendes? Sí, ¡ya verás! ¡Pero continúa tú primero!
Sí, algún acontecimiento le había ocurrido a Ludde en el jardín de los pinos; Dag lo comprendía también. No era el mismo desde que fue allí. Se puso muy intranquilo y parecía asustado, al mismo tiempo que le costaba trabajo irse de aquel lugar.
Esta vez lo hizo, sin embargo. Quería ir a otro sitio. A pesar de que Dag hubiera preferido regresar. El aire estaba húmedo y frío, y el cielo negro cubría las copas de los árboles. Dag sentía un gran peso sobre su cabeza.
—Tú sabes que, si se sigue el camino, se llega al lago enseguida. Allí hay una gran cantidad de cobertizos y dependencias y una casona roja de madera. En el borde del camino hay una fila de buzones de diferentes colores. Y bicicletas por todas partes. ¿Sabes a lo que me refiero?
—Sí, lo sé, exactamente. Siempre me he preguntado cuántos viven en aquella casa tan estropeada.
Detrás de aquellas barracas se extiende un parque, grande y frondoso, que llega hasta el lago. Árboles viejos con gruesos troncos y una hierba salvaje.
Es allí donde Ludde quería ir.
Cuando llegaron allí casi había anochecido. Pero Ludde se salió del camino y, en la oscuridad, se puso alegremente a olfatear entre los árboles. Dag no veía ni sus propias manos. En la casucha grande había dos ventanas iluminadas, pero la luz no llegaba hasta allí.
De pronto, se oyó en las proximidades una voz juvenil:
—¿Hero? ¿Estás aquí otra vez?
Ludde meneó la cola, y un perro negro igual, un perro pastor, llegó saltando a través de la oscuridad. Ludde trataba de soltarse de la correa, pero Dag consiguió detenerlo. Sabía perfectamente que, si Ludde se soltaba, no podría volver a casa sin él.
El otro perro estaba suelto. Empezó a correr, y Ludde quiso ir detrás. A Dag le costó mantenerlo sujeto.
Entonces apareció una joven que salía de la oscuridad. Llevaba una cadena y trataba de atrapar a su perra, Frida se llamaba, pero Ludde corría por en medio y la estorbaba.
—¡No, Hero! —dijo la joven.
—Se llama Ludde —repuso Dag.
—¡Pero dice Hero en el collar!
Dag lo había olvidado. La joven contaba ahora que Ludde había estado allí varias veces anteriormente. Acostumbraba a pasear por allí cada noche con Frida, la perra, y Ludde había empezado a aparecer por allí. Sin duda, los perros se habían gustado. Frida se comportaba también de manera muy extraña. Tetti describió las reacciones de Frida, que coincidían exactamente con las de Ludde. De pronto se pusieron obstinados y querían marcharse; arañaban con las patas como si quisieran explicarse. Frida sabía exactamente cuándo vendría Ludde. De una u otra manera, los perros conseguían ponerse en contacto. Se daban citas. A pesar de la resistencia de los hombres. Verdaderamente eran hábiles.
La primera vez que Ludde se presentó allí no llevaba collar, por lo que Tetti lo llevó a la policía. En otra ocasión había permanecido alrededor de la casa y en el parque durante varios días, antes de que la joven pudiera atraparlo.
Aquella vez, Tetti consideró que era mejor llevarlo directa mente a su casa, y fue Nora la que abrió. Pero Tetti era demasiado tímida para darse a conocer.
—¿Dijo ella eso? —preguntó Nora—. ¿Qué era demasiado tímida?
—No, no inmediatamente; la cosa salió después, cuando empezamos a conocernos mejor.
Lo más extraordinario era que al principio, en aquella oscuridad, Dag no la reconoció. Estaba tan ocupado con los perros, que no se dio cuenta con quién hablaba. No buscaba más que ayuda.
Al cabo de largo rato, comprobó que era ella. No la había visto desde tiempo atrás. Hacía mucho que había terminado en Tempo.
Ella había estado enferma. Precisamente entonces no tenía trabajo. Seguía un curso de arte en Estocolmo, y estaba obligada a ir y venir casi todos los días. Por eso él acababa de ir a la estación para recogerla. Creía que iba a ir paseando hasta casa, en cuyo caso la acompañaría. Pero prefirió coger el autobús.
—¿Era el mismo tren en el que venías? —miró a Nora.
Ella afirmó. Habían viajado en el mismo tren, pero no había visto a Tetti. Tampoco lo había querido; tenía bastante con saber que era ella a la que Dag esperaba.
—Estuve desilusionadísima cuando me enteré. Creía que habías ido por mí.
Dag lo comprendía. Él hubiera sentido lo mismo. Si hubiera sabido que Nora venía en el mismo tren, la hubiera esperado también, aseguró él.
—¡No prometas demasiado! —río Nora—. ¿Qué crees tú que hubiera dicho Tetti entonces?
Dag no lo sabía. Lo más probable es que hubiera escapado, puesto que era tan tímida. Pero no era seguro. Reaccionaba pocas veces como él creía.
Nora cambió de conversación. En cierta manera, no deseaba saber demasiado de Tetti. Quería formarse ella misma su propio juicio.
—¿Vive ella en la casa roja? —preguntó en cambio.
Sí, allí vivía. Era una casa colectiva. Allí vivían muchas personas, casados y solteros, con y sin hijos; muchos eran inmigrantes. Tenían una cocina común y compartían todo. Parecía bastante divertido, pero vivían pobremente. Se entendían bien y se ayudaban mutuamente.
Tetti era, sin embargo, la menos apropiada para la vida colectiva. No porque hubiera dicho algo o se hubiese quejado, pero Dag lo había comprendido así. Ella tenía necesidad de un rincón para sí misma, una puerta tras la cual poder encerrarse; pero allí no había posibilidad alguna de semejantes lujos. Dag tenía la impresión de que ella, en cierta manera, se encontraba bien allí; pero que estaba un poco fuera de aquel ambiente y que no pertenecía al mismo.
—Cuando la conozcas, comprenderás mejor lo que quiero decir.
—¿Le has hablado a ella de mí?
Sí. Naturalmente que Dag acostumbraba a hablar de Nora. ¿Por qué?
—Nada de particular. Solamente me preguntaba…
—Si te preguntas lo que ella dice, no puedes saber mucho. Pertenece a las silenciosas. Pero piensa bastante más. Y siempre está dibujando y pintando. Es su gran afición. Siempre lleva consigo un cuaderno de dibujo. Ha pintado la casa del jardín de pinos. ¡La tienes que ver! Es fantástica. Ha conseguido captar el ambiente con toda exactitud. Con todos los pinos, abetos, enebros y cipreses. Y con la escalera cubierta de agujas de abeto, precisamente como tú y yo la vimos la primera vez. Se ha pintado también ella en el cuadro. Se la ve de espaldas marchando hacia la entrada de la casa.
—¿Tiene una trenza en la espalda y una sombrilla amarilla en la mano?
—No, se trata de un paisaje otoñal; lleva un simple paraguas. Es azul, creo, o tal vez violeta. Pero sí lleva la trenza en la espalda. Tetti acostumbra a llevarla. Pero ¿cómo puedes saber eso? ¿Tú has visto el cuadro?
Miró sorprendido a Nora, que le devolvió la mirada igualmente sorprendida. No, la pintura de Tetti no la había visto. Pero había visto otra cosa.
—Algo fantásticamente igual. He visto bastantes cosas, puedes creerlo.
Dag hizo un movimiento nervioso y se acomodó en la silla.
—¡Ahora te toca a ti contar! Han ocurrido muchísimas cosas de las que no he sabido nada en este último tiempo.
Sí. Así había sido ciertamente. Nora se sujetó con ambas manos la cabeza y la sacudió. Reía.
—Yo tampoco sé por dónde empezar…
Dag sonrió y se inclinó hacia ella.
—¿Quieres, tal vez, que yo empiece por ti?
—Gracias, con gusto. ¿Te sientes capaz de aclarar las cosas?
Ella le miró sonriente y esperó. Él se echó para atrás cómodamente en la silla y fijó la vista en el techo.
—¿Y si empezáramos por Hero? —dijo él seguidamente—. Para mí existen muchos interrogantes. Por ejemplo, éste. Al principio, Ludde se negaba a poner los pies en esta parte del piso. Tan pronto como se aproximaba al cuarto redondo, se ponía a aullar y adoptaba una expresión de terror. ¿Te acuerdas?
Nora afirmó; quería que siguiera.
—Pero tan pronto como le pusimos el collar de Hero, cambió de actitud y se atrevió a entrar allí. Aunque sigue gruñendo un poco y con aire asustado. Después ha mostrado una misteriosa tendencia hacia la casa blanca, y cuando llega allí, se comporta casi igual que aquí: aúlla y parece excitado, pero al mismo tiempo está encantado. Y Frida fue una razón más para escaparse hasta allí. Pero empezó con la casa, no con Frida.
Dag hizo una pausa y pensó. Nora no decía nada, dejaba que continuase y le escuchaba con entusiasmo. Él la miró.
—Por lo que puedo comprender, tiene que haber alguna relación entre nuestro piso y la casa. O esta parte del piso, estos tres cuartos. Que en esta vivienda ha habido un perro anteriormente, un perro que se llamaba Hero, lo sabemos por el collar. Creo que los perros pueden ver y experimentar cosas ocultas para nosotros. Disponen todavía de su sexto sentido y no están, seguramente, acostumbrados al espacio y al tiempo de la misma manera que nosotros.
Dag hizo una nueva pausa y miró pensativo a Nora.
—Si no tienes nada en contra, propongo que comiences por Hero. Bueno, ¿qué sabes de él?
—Algunas cosas —Nora respiró con fuerza y empezó después a contarle lo que había sabido a través de Hulda. Había llegado el momento de ponerle al corriente de eso. Sentía que ya no había ningún obstáculo. Empezó, como quería Dag, por Hero y el profesor de baile, y después llegó a Cecilia, Agnes y Hedvig. Le contó también sus propias aventuras y observaciones.
Cuando llegó al sueño que tuvo en el jardín florido y describió cómo paseaba Cecilia por allí de espaldas a la verja, hacia la entrada de la casa, y que iba con una sombrilla amarilla en la mano, Dag palideció súbitamente. Se levantó bruscamente y empezó a caminar de aquí para allá.
—¿Qué te pasa, Dag? ¿Qué te pasa?
Entonces, el muchacho se paró y clavó la mirada en sus ojos, y despacio, dando tono a cada palabra, exclamó:
—«El ojo lo ve todo, pero no a sí mismo».
—¡Schopenhauer! —contestó Nora riendo—. ¿Qué tiene que ver con todo esto?
Pero enseguida se puso muy seria, porque Dag le dirigió la misma extraña e interrogante mirada y continuó:
—Sí, ahora empiezo a ver algo que no había visto anteriormente; yo mismo constituía un obstáculo.
—¿Qué dices, Dag? ¿Qué ves tú?
Pero solamente se rascaba la cabeza.
—No, eso lo tienes que descubrir tú misma, pero vas por el buen camino.
Nora quería preguntar más, pero Dag tenía en sus ojos una luz especial y abandonó el cuarto rápidamente.