Nora tomó el metro. Línea directa a la estación Central. Quería volver a casa lo antes posible. Con el primer tren que saliera.
En la estación había mucho movimiento de gentes. No había más que seguir la corriente. Estaba allí, todavía con las lágrimas en las mejillas, mirando los horarios en la pared. Tenía que secarse los ojos continuamente; pero al mismo tiempo trataba de concentrarse lo más posible para leer lo que allí decía. Las salidas y las llegadas le resultaban un revoltijo que le daba vueltas en la cabeza. ¡Por qué no podrían escribir de manera que se pudiera entender!
El error era que ella hubiera venido. Debería haber comprendido lo que iba a pasar. ¿Qué podía esperar? Conocía muy bien a la abuela.
¿Qué ganaba con obligar a la abuela a que se descubriera? Era, sencillamente, una crueldad. ¿Por qué no había podido dejarla tal cual era, la abuela de las superficies brillantes, los manteles tersos y los ojos chispeantes?
Sí, ¿qué había conseguido con eso?
El resultado era que Nora ya no tenía tampoco abuela.
¿Qué falta había en ella para llevar siempre las cosas a lo más extremo? Aquello no servía casi nunca para nada. ¿A quién había ayudado con ello?
A nadie. Absolutamente a nadie. Mucho menos a ella misma. Las lágrimas continuaban. Y los horarios, cada vez más indescifrables. Además estaba estorbando a otros pasajeros que tenían prisa; y que habían comprendido lo que leían. Todos ellos debían de ser más inteligentes que ella. Buscaban y encontraban su tren y su andén en el horario; después se iban con paso decidido. Mientras, ella estaba allí con la boca abierta. Tendría que preguntar a alguien. Pero antes debía tranquilizarse un poco.
De pronto sintió una mano en el brazo. Se asustó un poco y se volvió.
Allí estaba el abuelo.
Jadeaba y parecía extrañado.
—¡Ay, abuelo! ¿Qué he hecho?
Nora se apoyó en él y lloró copiosamente; como si se hubiesen abierto todas las esclusas. El abuelo la rodeó con el brazo y se la llevó a la cafetería. La sentó en una silla libre y se acomodó junto a ella.
—Voy por café —dijo él, y volvió enseguida con dos tazas de café fuerte.
—Bebamos esto —se sentó en la silla junto a ella.
Nora lloriqueaba; bebió un sorbo y dejó la taza de golpe.
—¡Está ardiendo!
—Esperemos un poquito.
—No, no merece la pena, voy a perder el tren también.
—Trataré de que no sea así.
El abuelo le contó tranquilamente que acababa de oír por el altavoz que su tren tenía un retraso de, por lo menos, media hora. Por tanto, no tenían prisa.
Nora sopló sobre el café. El abuelo levantó la taza e hizo lo mismo. Allí estaban los dos soplando con miradas escrutadoras. De pronto, sus ojos se encontraron sobre las tazas. El abuelo inició una sonrisa vacilante, que fue contestada por Nora. Después empezaron a reír con cierto comedimiento, como probando. Dejaron las tazas.
—¿Cómo me has encontrado?
Nora se dio cuenta de que estaba tuteando al abuelo, y de que éste no se disgustaba; ni siquiera parecía notarlo.
Había llegado a casa inmediatamente después de que se hubiera marchado Nora, y se había encontrado a la abuela totalmente deshecha. Tan pronto como supo lo que había ocurrido, telefoneó a un taxi. Suponía que Nora había ido directamente a la estación. ¿Dónde podía haber ido, en otro caso? No había problema. Se alegraba mucho de haber llegado a tiempo.
—¿Por qué has venido detrás de mí?
—Comprendía que estabas triste.
Nora abrió mucho los ojos. El abuelo había venido por su causa, porque estaba triste. No debido a la abuela.
—Pero ¿y la abuela?
—Se las puede arreglar sola un rato.
Pero era una lástima que estuviera sola. Estaba tan triste…
Sí, así era, en efecto. Le dolía la cabeza y estaba echada sobre la cama, y seguramente lo pasaba mal.
—¿Sabe ella que tú has venido aquí?
—Sí, naturalmente, y le ha parecido bien. No quería que os separarais de esa manera. Quería que te buscase y volviéramos.
Nora miró el fondo de la taza.
—¿Quieres decir que tengo que volver contigo?
El abuelo movió lentamente la cabeza.
—No, no creo.
—¿Pero quería que fuera?
El abuelo sonrió un poco.
—¡Ella no va a hacer siempre su voluntad! Creo que es mejor que tenga ocasión de reflexionar sola un rato. Si vuelves ahora mismo, se tendrá lástima y creerá que tiene razón.
—¿De modo que tú no estás conforme con ella?
El abuelo no contestó a su pregunta. Permaneció callado un momento. Seguidamente explicó que, en realidad, no había nada malo en la abuela. Lo único que le pasaba era que estaba extraordinariamente aferrada a lo que consideraba «correcto», como ella decía. Tenía miedo de no ser suficientemente distinguida. De ese mal había padecido durante toda su vida. Tenía necesidad de demostrarse, a sí misma y a los demás, que pertenecía a la «gente bien», y sabía muy bien cómo debía obrar.
—Debe de ser una reminiscencia de los tiempos pasados —agregó el abuelo, pensativo—. Su madre era igual.
Agnes debió de imprimir en Vera, es decir, en la abuela, aquella idea exagerada de la distinción. Acostumbraba a preguntarle a Vera quiénes eran sus conocidos, y los amigos de éstos, para después hacer comparaciones y sacar el feliz resultado de que ellas eran, en cualquier caso, mejores que los otros. Pero, en su fuero interno, Agnes dudaba.
—Y lo mismo ocurre con tu abuela —el abuelo suspiró—. Es algo que la preocupa por encima de todo. ¡Qué quiera aparecer siempre tan malditamente importante! Eso no es divertido para nadie. Pero para ella misma es peor, naturalmente.
Nora había terminado de llorar. Se encontraba a gusto con su abuelo. Estaba en medio de la muchedumbre de la estación y se explicaba con toda tranquilidad. No para que Nora se arrepintiera y sintiera pena por la abuela, sino para que él mismo casi pudiese explicarse las cosas, y también para que comprendiera a la abuela. Seguramente pensaba mucho en todo aquello y le preocupaba, puesto que quería mucho a la abuela. Se notaba. Nora lo captaba en todo lo que el abuelo hacía.
Suspiró y la miró con sonrisa seria.
—Sí, hija mía. Y ahora la tienes allí con su dolor de cabeza y sin comprender nada.
—¿Tal vez debería volver?
—No, no, está mejor sola. Es más saludable. Si consigue reflexionar un poco, tal vez llegue a comprender que no solamente ella es digna de lástima en este mundo. En cambio, le daré un abrazo de tu parte.
—¿Qué le vas a decir?
—¿Qué quieres que le diga?
—No lo sé, pero no puedo retirar lo que dije.
No, no faltaba más. Nora tenía razón. El abuelo había considerado siempre que la abuela trataba a la pobre Carita con aires de superioridad.
—En tono displicente, hablando claro.
A veces venía Carita con sus pequeños regalos en las fiestas de los santos y los cumpleaños. Llevaba minuciosamente la cuenta de estos días memorables; el abuelo, también. Cuando llegaba, estaba siempre alegre y orgullosa; pero su humor desaparecía, pues la abuela le cortaba los vuelos.
La abuela no siempre la trataba así. A veces daba muestras de una extraordinaria buena voluntad. Seguramente debido a los remordimientos de conciencia; el abuelo no lo sabía. En todo caso, si quería ser amable, tampoco lo conseguía, pues iba demasiado lejos en el otro sentido y resultaba artificial. Y si Carita no se mostraba suficientemente agradecida, se cortaba todo de nuevo.
Entonces la abuela lo interpretaba como signo de que había obrado bien anteriormente, cuando se había mostrado displicente con ella. Ciertas personas no soportan la amabilidad. Sólo creen que se trata de «pensamientos presuntuosos». Si se les da el dedo meñique, se toman toda la mano, y cosas por el estilo…
No, era preferible mantenerse a cierta distancia y mostrarle cuál era su sitio.
—¿Tú lo comprendes? —el abuelo miraba desamparado a Nora—. ¡Esas ideas locas! Y no hay manera de sacárselas de la cabeza. Puedes creer que lo he intentado.
El abuelo suspiró. ¿Por qué la abuela tenía que hacer todo tan complicado? ¡Cuándo en realidad era todo tan sencillo!
En un par de ocasiones, el abuelo había recibido a Carita a solas, sin la abuela. Lo habían pasado muy bien. Despreocupados y divertidos. Carita Eng no era tonta. No había frecuentado muchas escuelas, no tenía «educación», como la abuela sostenía con dureza. Pero tenía muy buen corazón, y eso valía mucho.
¿Por qué no podía Carita practicar su pequeño juego y visitar a la «familia», si representaba tanto para ella? ¿Por qué no podía la abuela mostrarse propicia, en lugar de quitarle la ilusión cuando ella llegaba allí alegre y llena de esperanza?
Carita no pedía nada para sí misma. Sólo quería tener la sensación de tener una familia a la que recurrir. Y en realidad era admirable. No se daba por aludida cuando era tratada de mala manera. Se resistía siempre, sencillamente, al sentirse humillada. A su manera, no se la podía ofender. Vivía exclusivamente para su hija.
—Y tiene en gran consideración a la familia. O, mejor dicho, a la familia de su hija —el abuelo sonrió—. Sí, puedes creer que se acuerda de todo lo referente a la familia. A la niña la bautizó Agnes, por la bisabuela paterna, y Cecilia, por la abuela paterna.
Nora se estremeció.
—¿Agnes Cecilia?
—Sí, Agnes Cecilia.
—¿La conoces tú también, abuelo?
—¡Calla un momento!
El altavoz gritaba algo. El abuelo alargó el cuello y escuchó. No tuvo tiempo de contestar a la pregunta de Nora.
—¡Es tu tren! ¡Sale ahora! ¡En el andén diez han dicho!
Nora se levantó despacio.
—¡Tienes que darte prisa!
—¿De verdad que no tengo que acompañarte a ver a la abuela?
El abuelo la miró.
—¿Es que quieres?
—No sé exactamente lo que quiero.
El abuelo sonrió.
—Es mejor que te marches. Creo yo. Será mejor en otra ocasión, cuando se haya tranquilizado. ¡Date prisa, no vayas a perder el tren!
—¡Gracias, abuelo! —Nora le dio un rápido abrazo—. Me alegro de que hayas venido.
Se marchó, pero al cabo de algunos pasos oyó la voz del abuelo detrás de ella.
—¿Qué quieres que le diga a la abuela?
Nora se volvió, riendo.
—¡Dile que yo haré como Carita! ¡Volveré otra vez!