Capítulo 24

Habían terminado de comer. El abuelo se levantó y recogió la mesa.

—Puedes dejar las tazas en la mesa —dijo la abuela.

El abuelo asintió y levantó la tapa de la tetera. Quedaba té suficiente para una taza más para cada uno, pero él no quería más. Pensaba marcharse para que pudieran hablar tranquilamente. Dio una vuelta a la mesa, despacio, y vio que no faltaba nada. Al pasar, le dio una palmadita a Nora en la cabeza y a la abuela un beso en la mejilla.

—Bueno, así no os voy a molestar.

Salió y cerró la puerta.

La abuela miró a Nora sonriente.

—Bueno, ¿se puede saber qué es eso tan importante?

Se hizo el silencio. Nora no sabía en aquel momento cómo empezar. Había pensado preguntar directamente, sabía muy bien lo que quería decir, pero por algún motivo no podía empezar inmediatamente.

La abuela la miraba con sus ojillos brillantes. Nora no había visto antes a nadie que tuviera unos ojos tan chispeantes como la abuela. A pesar de que era mayor, tenía los ojos vivos como los de un niño.

Ella lo sabía también. Iba siempre con la cabeza levantada y llevaba sus ojos como quien lleva valiosas joyas que quiere mostrar con gusto.

Pero el repentino silencio la cogió de improviso. Se desconcertó y creyó que era culpa suya por no haberse mostrado suficientemente amable. Empezó a charlar al ver que Nora no decía palabra.

—¿Qué tal te encuentras en el nuevo piso? Me figuro que tiene que haber diferencia. Pero ¿no hay que limpiar mucho? Sí, tendrán que ayudarte.

Así continuó la abuela un rato, haciendo preguntas que ella misma contestaba, mientras Nora pensaba. De pronto recordó lo que tenía que decir para llevar la conversación donde ella quería. No había más que relacionarla con el piso.

—¿Sabe usted, abuela, que Cecilia ha vivido allí?

—¿Cecilia? —la abuela no comprendía.

—Sí, Cecilia Bjórkman, su hermanastra.

La abuela se mordió el labio y parecía inquieta. De nuevo reinó el silencio. Nora pensaba que a Hulda, que tenía mucha más edad que la abuela, se la podía tutear con toda naturalidad. Pero con la abuela no era lo mismo. Al abuelo sí podría; pero llamar de tú a uno y no al otro, no podía ser.

—¿Qué quieres decir? ¿Dónde ha vivido Cecilia?

—En nuestro piso.

—¡Ah, sí! Pero han sido muchos los que han vivido allí en el curso de los años.

La abuela quería evitar el tema, estaba claro. Pero Nora no estaba dispuesta a que lo consiguiera tan fácilmente.

—Abuela, ¿por qué no quiere hablar de Cecilia?

—Querida mía, yo no la conocí nunca. Yo era tan pequeña cuando ella falleció…, sólo cinco años, creo. Y mientras vivió no tuvimos ningún contacto.

—¿No ha pensado usted, abuela, que era muy raro?

—No, ¿por qué? La tía Hedvig se encargó de ella desde un principio. Y Cecilia tenía mucha más edad que yo, nada menos que doce años. No podíamos tener nada en común.

Pero ¿por qué? Nora no estaba conforme en absoluto. No quería decir que fuera la culpa de la abuela, ya que era muy pequeña en aquel tiempo para decidir, eso lo comprendía. Pero su madre, Agnes, debía haber intentado que las hermanas se trataran entre sí. La diferencia de edad no es un motivo; los hermanos pueden significar mucho entre sí, no se debe distanciarlos.

—Pero Cecilia había sido una niña muy difícil desde pequeña —argumentó la abuela—. Su propia madre no podía con ella. La tía Hedvig la había comprendido mucho mejor, ya que tampoco ella era una persona fácil. Ambas eran muy singulares.

—¿Quién ha dicho eso?

—¡Pero, hijita mía! —la abuela la consideraba con los mejores ojos—. Todos sabían en aquel tiempo que Hedvig era una persona sumamente terca. No hay nada malo en ello. Pero era muy singular. Por mi parte, debo decirte que siempre le he tenido un poco de miedo.

—¡No se puede tener miedo de una persona a la que no conoces!

Nora se dio cuenta de que en sus palabras había una ligera crítica. Ahora atacó a la abuela. Pero todas las personas tienen sus particularidades. ¿No las tenía Agnes?

—¿Agnes?

La abuela frunció el ceño, y Nora comprendió que no le gustaba que dijera «Agnes» tratándose de su madre.

—Sí, ¡la bisabuela, entonces! Ella en realidad abandonó a Cecilia. ¡Su propia hija! ¿No es eso extraño?

La abuela suspiró con fuerza y miró a otra parte. Nora comprendió entonces que debía contenerse un poco: tal vez había ido demasiado lejos.

—Creo que no debes hablar con tanta seguridad de cosas y personas que no conoces. Tú no has conocido a ninguna de esas personas.

Nora estuvo a punto de contestar que sí, que las conocía. Ante todo, conocía a Cecilia. Pero consideró que no venía a cuento ahora sacar tales cosas. Era preferible cambiar de tema y que la abuela se calmara. Precisamente ahora estaba en guardia, de lo que Nora se daba cuenta.

—¿Hedvig debe de tener muchos años? —dijo la muchacha.

La abuela afirmó.

—¡Huy, sí! Tiene bastante más de noventa.

—¿Dónde vive?

La abuela movió su hermosa cabeza y se puso muy seria.

Hedvig había sido siempre un espíritu intranquilo. Corría de aquí para allá en el mundo. Pero hace algunos años, en 1977 creía la abuela, decidió de pronto regresar y domiciliarse en Suecia.

—Ya era hora, verdaderamente. Creíamos que lo que quería era pasar aquí sus últimos años y morir en Suecia.

¡Pero no fue así! Al cabo de algunos años se cansó y volvió a marcharse. Todo ello a pesar de que había alquilado un pisito y lo había amueblado a su gusto. Todos habían creído que, finalmente, deseaba descansar tranquila.

—¡Pensarlo era lo más lógico! ¡A su edad! ¡Cumplidos los noventa! Pero su alma no conocía el reposo. Se fue de nuevo. Un buen día había desaparecido, sencillamente.

—Pero ¿adónde?

—A Francia, creo yo. Y ahora no tiene contacto alguno aquí. En invierno liquidó su piso. De pronto regresó y estuvo en casa un par de meses.

Hedvig había vuelto únicamente para liquidar sus cosas y desaparecer para siempre de Suecia. La abuela se había encontrado con ella, no había tenido contacto con nadie más. Era huraña y rara. Totalmente desarraigada. Los últimos días se había hospedado en un hotel. En Pascua se marchó definitivamente. No pensaba regresar nunca.

La abuela suspiró mientras alisaba el mantel de la mesa. Después movió un poco las flores y el par de candelabros que había allí.

—¿Quieres un poco más de té?

—Sí, gracias.

Sirvió a las dos y le alargó a Nora el azucarero.

—No, hija mía, no es siempre todo tan fácil como cree la juventud. Y mi madre era una excelente persona, quiero que lo sepas.

Nora no contestó, bebió su té.

—Una madre mejor, no se puede imaginar…

Para no decir lo que tenía en la punta de la lengua, Nora tragó un buen sorbo de la taza. Cecilia tendría otra opinión; ella sí podría pensar en una madre mejor. Pero la abuela continuó impasible con su discurso.

—¡No, nadie puede decir lo contrario!

Dejó la tetera con energía. Después suspiró y, de pronto, dijo con tono jocoso:

—Pero no todo fue fácil para la pobre mamá. El padre de Cecilia las abandonó a ambas, a ella y a la niña.

Nora asintió. No estaban casados. Lo sabía. La abuela miró a Nora de improviso.

—No era culpa de la pobre mamá. Pero en aquel tiempo aquello constituía una gran desgracia. Y no era fácil enderezar su vida tras aquella historia.

—Sí, lo sé. ¡Fue un escándalo!

Nora sólo quería decir que lo comprendía; pero la palabra «escándalo» hizo que la abuela se estremeciera. No deseaba verse mezclada en asuntos turbios. Hizo como si no lo hubiera oído.

—En todo caso, mamá consiguió levantar el ánimo y rehacerse. Fue digna de admiración.

Sí, se debió exclusivamente a que Agnes era tan capaz y trabajadora; por eso le fue bien el resto de su vida y consiguió encontrar un hombre bueno que sabía apreciarla.

—Era mi padre, y llevaba a mamá en bandeja.

«Pero no a su hija», pensaba Nora; sin embargo, consiguió callarse. A Cecilia no la había llevado en bandeja precisamente.

Tal vez notó lo que Nora pensaba, pues la abuela suspiró y exclamó:

—Cecilia no era hija de papá. No se podía pretender que él se hiciera cargo de ella, ya que Cecilia, desgraciadamente, no tenía un padre demasiado bueno.

La pobre Agnes había sido explotada y engañada. Todo se debía a su juventud y poco juicio…

—¿Sabe usted abuela, quién era el padre de Cecilia?

—No, y no creo que yo tenga nada que ver con eso.

La abuela meneaba la cabeza con energía. Nora la contemplaba. Parecía imposible continuar la conversación. La abuela no estaba dispuesta a entender. En su cabeza no había más que un pensamiento: defender a su propia madre. Que de esa manera fuera injusta con otros, no lo comprendía. Olvidaba por completo que tal vez a «su pobre mamá» no le hubiera ido tan bien sin la ayuda de su hermana Hedvig y de Hulda, que siempre estaban dispuestas a ayudarla en todo. La abuela miraba sólo por un ojo.

Miró, asustada, a Nora. Se preguntaba, naturalmente, qué es lo que se proponía con todo aquello. Para ella se trataba de temas viejos y desagradables, que no quería recordar.

—No quiero juzgar a nadie —levantó la cabeza y repitió—: ¡Cómo he dicho, no quiero juzgar a nadie!

Miraba a Nora con sus ojillos brillantes. Ella estaba por encima de las habladurías, Nora lo comprendía.

—Yo tampoco lo hago, abuela —dijo Nora en voz baja—; sin embargo, hay algo que debo saber.

Pero la abuela se reconcentró de nuevo. No le interesaba en absoluto lo que Nora quería saber. Tenía miedo. Ahora quería terminar la conversación con algunas palabras amables, buenas palabras para que ambas quedaran satisfechas. ¿Por qué iban a estar allí sentadas y estropear el día, hurgando en el pasado? Aquello tan desagradable debería estar olvidado y enterrado desde hacía mucho tiempo.

Pero Nora no se rendía. Era implacable.

—Ayer estuve en la sepultura de Cecilia. Yo pensaba que ya nadie iba a visitarla; pero sobre la tumba había un gran ramo de flores. ¡Alguien tenía que haber estado allí recientemente! Me pregunto quién puede ser.

La abuela limpió algunas migajas invisibles del mantel.

—Yo no lo sé. Es agradable saber que hay alguien que se acuerda de ella. Puede ser uno cualquiera. No me preguntes.

Nora sacudió la cabeza con terquedad. Sentía lástima de su abuela, pero no podía hacer nada. Un cualquiera no recoge flores y las coloca en las tumbas.

—Eso no se lo cree ni usted, abuela. ¿No es así?

Hubo silencio.

La abuela continuaba en su sitio limpiando el mantel. No quería ir al fondo del asunto. Para ella, toda la vida se deslizaba sobre la superficie de las cosas, y la superficie debía ser agradable. Podía dedicar mucho tiempo a pulir superficies, con la condición de no tener que ocuparse de lo que ocultaban debajo. Nora lo comprendía ahora. Pobre abuela… Le gustaban las superficies brillantes. Así podría reflejarse en ellas y podría también inducir a otros a creer que lo que ocultaban era muy hermoso y sin tacha.

Nora no deseaba seguir mortificando a la abuela. Pero ¿qué iba a hacer?

—Cecilia tuvo la mala suerte de tener el mismo destino que su madre, que Agnes. Cecilia también tuvo un hijo sin estar casada. Ella falleció, pero el hijo vivía, según he oído.

La abuela no contestó. Desarrugaba febrilmente el mantel con las manos. No la miraba.

—Martín se llamaba. No había nadie que pudiera hacerse cargo de él, por lo que se le procuró un hogar adoptivo.

La abuela retiró el mantel.

—Tienes que perdonarme, yo no me acuerdo de eso. Era muy pequeña, tenía muy pocos años…

—Tampoco pretendo que pueda recordar todo aquello. Hablo sólo de lo que sé. Pero usted, abuela, habrá oído hablar de ello…

—No hay mucho que desenterrar ahora, pienso yo. Lo que ha pasado, pasado está. No se puede cambiar ya nada.

La abuela dejó el mantel y miró a Nora con aire amonestador. Finalmente había encontrado la palabra adecuada para una ocasión como aquélla.

Nora alargó su mano, y tocó el brazo de la abuela en actitud suplicante. Así era, en efecto, no se puede cambiar que ya ha sucedido.

—Pero, en todo caso, se puede intentar que las desgracias no se repitan.

La abuela se estremeció. Nora podía leer perfectamente lo que pasaba por su angustiada cabeza.

—No, yo no espero un niño. No debe usted estar inquieta. No es por eso por lo que estoy aquí.

La abuela rió y suspiró más tranquila. Muy bien. Si ahora pudiera comprender qué era lo que Nora quería…

Sí, Martín había fallecido; pero había tenido una hija, según Nora había oído. Sólo quería descubrir lo que la abuela sabía de aquella niña. Dónde estaba, qué edad tenía y más detalles.

La abuela sonrió. ¡Aquello era peor! No porque comprendiera lo que Nora quería con ello; pero a la juventud le ocurren a veces estas cosas. Se trataba de darle la menor importancia posible, pero había que explicárselo claramente de modo que este desagradable asunto lo diera ella por terminado para siempre. Así que le contó lo de Martín. Desgraciadamente, el joven no había sido capaz de nada. Había heredado cualidades artísticas, pero carecía totalmente de carácter, y no llegó a ninguna parte.

La abuela no lo conocía, no lo había visto nunca. Martín no había tenido ningún interés por los parientes. Lo cual era mejor. Tenía sus padres adoptivos, excelentes personas, que no lo habían pasado nada fácil con él. Se dejó caer cada vez más al final y murió pobre.

La abuela callaba, pensativa. No sabía cómo tenía que continuar. No tenía que ser demasiado interesante. Era su deber tratar de que Nora no tuviera nada que ver con aquellas gentes. Pero ella había preguntado por la hija de Martín; lo sabía por lo tanto, y la abuela tenía que contestar.

Sí, era cierto que Martín había tenido una hija. Quería decir que había reconocido la paternidad después de mucha discusión; pero, naturalmente, de la niña no se había ocupado nunca. Afortunadamente no se casó con la madre. La cosa no hubiera ido bien nunca.

—¿Por qué no? ¿Por qué no hubiera ido bien?

Por muchos motivos. Martín tenía por lo menos veinte años más que aquella pobre chica que había tenido la desgracia de cruzarse en su camino. Procedía de un ambiente modesto. Su padre era un trabajador italiano que regresó a Italia antes de que ella naciera. Naturalmente, no se habían casado. Después la madre se fue a Australia con otro hombre. La chica fue adoptada por los abuelos maternos. Se llamaban Eng. Seguramente eran buenas gentes; pero ambos habían fallecido ya cuando Martín la conoció. Ella se hallaba, por tanto, totalmente sola en la vida, y eso la había hecho extraordinariamente inoportuna y difícil.

—Yo la he conocido; sé, por lo tanto, lo que digo. Es como una sanguijuela. Se agarra. La tuve aquí una temporada, y tuve que hacer grandes esfuerzos para defenderme.

—¿Qué quiere decir usted, abuela? —Nora no comprendía. Pero poco a poco se acordó de algo.

—Sí, te lo tengo que decir. Es una persona indiscreta, impertinente y totalmente desconsiderada. Cuando menos se piensa, puede aparecer de nuevo y de nada sirve lo que se le dice. Recurre a todas las artimañas.

—Pero ¿qué quiere entonces? Debe haber algo que quiere.

La abuela se sentía ahora más segura. Estaba claro que Nora la escuchaba.

—Sí, mira, es de las que lo quieren todo. Se cuelga de nosotros porque dice que pretende una verdadera familia para su hija. Quiere tener una familia. Y a sus ojos se puede decir que somos muy apropiados. Así que llama y se presenta aquí. Felizmente, ahora se ha mudado de ciudad y estamos un poco mejor. Pero tal y como están las cosas puede aparecer nuevamente. Creo que nunca nos veremos libres de esa persona.

—¿Y la niña, entonces?

Se produjo un momento de silencio. La pregunta quedó colgada en el aire antes de que la abuela respondiera.

—Sí, esa jovenzuela…

Nora se preguntaba por qué había dicho «jovenzuela» y no «niña». Y lo había dicho con tono especial. No se podía saber lo que la abuela pensaba ahora, pero parecía emocionada y ya no estaba en guardia.

—Ella pretende que es por la niña. Para que comprenda que tiene una familia. Parece una idea fija eso de la familia. Yo creo que ella podría irse a Italia, donde también tiene parientes. Parece más natural que la madre se aproxime a su familia. Martín y ella no estuvieron casados. Pero allá abajo, en Italia, parece ser que los lazos familiares son más fuertes…

La abuela se olvidaba de sí misma, y arrojaba toda su furia sobre aquellos desgraciados. Después se calló repentinamente y parecía avergonzada.

—Perdóname, parezco tal vez demasiado dura, pero son personas tan extraordinariamente difíciles…

—Yo no lo creo.

—Tú no la has conocido —la abuela arrugó la frente y miró a Nora.

—Sí, creo que sí.

—¿Dónde?

—Aquí. Cuando yo era pequeña…

La abuela le clavó la mirada.

—¿Aquí, en nuestra casa?

Sí. ¿Había olvidado la abuela aquella vez, inmediatamente después de la muerte de mamá y papá, cuando Nora estuvo aquí con Karin para saludarla? Entonces llamaron a la puerta, el abuelo fue a abrir y entró una joven que no pudo quedarse a causa de la abuela. ¿Era ella?

Sí, era ella. La abuela lo recordaba ahora. Carita se había presentado de pronto, como siempre, sin haber llamado por teléfono antes.

—¿Te acuerdas de verdad?

—Lo recuerdo muy bien. Dijo que conocía a mi madre.

—Lo sé. Lo repite a menudo. Desgraciadamente, Elisabeth, tu pobre madre, era muy ingenua cuando se trataba de las personas. No pudo nunca darse cuenta de lo que las gentes pretendían. Creía que todo el mundo era bueno, y que la manera como Carita Eng se comportaba con ella no era tan extraña. Yo hice todo lo posible por defender a Elisabeth de Carita, pero no lo conseguí…

—¿Es que le parecía, abuela, que era usted la que debía decidir a quién debía frecuentar mamá?

Nora estaba tan encolerizada que no podía dejar de interrumpir. La abuela se retrajo, tan enfadada estaba Nora.

—No, generalmente no, pero en este caso era absolutamente necesario. Podía ser funesta para Elisabeth… Y con esa apariencia que tiene…

Nora no quería oír más. Volvió a interrumpir a la abuela.

—¿Dónde está ahora?

La abuela se puso roja. Y estaba irritada.

—No tengo ni idea. No me he preocupado de saber dónde vive. Va de un lado para otro. Como hacen las personas que no tienen un punto fijo en su existencia.

—¿Por qué cree usted, abuela, que no lo tienen?

Nora trató de encontrar la mirada de la abuela, pero no lo consiguió; estaba concentrada en las flores del jarrón, que se puso a arreglar en aquel momento.

—¿Cómo se puede tener un punto fijo en la existencia si se es rechazado en todas partes?

Ya estaba dicho; ahora debía calmarse. No tenía que tomarlo así.

Las flores temblaban en las manos de la abuela. No conseguía colocarlas debidamente en el jarrón. Nora no la comprendía.

—Esas gentes no quieren tener raíces. No se sienten bien si no pueden ir de aquí para allá.

—¡Esas gentes! Pero ¿qué gentes?

Nora miró fijamente a la abuela como si la viera por primera vez. No creía lo que veía. ¿Era posible que su abuela fuera tan despiadada? No estaba bien de la cabeza. Primero, criticar a Carita porque quería procurar una familia a su hija, y rechazarla fríamente. Después, a renglón seguido, criticarla nuevamente porque no tenía un punto fijo en su existencia. Y, finalmente, defenderse con que Carita quería «correr de un lado para otro». ¿No se daba cuenta la abuela de lo que decía?

Nora estaba totalmente desesperada. ¿Cómo podía ser la abuela tan dura? Agradaba oír que mamá no era como ella.

Nora no sabía nada de Carita Eng. Pero comprendía su lucha y la reconocía. De nuevo un ser abandonado. La propia abuela acababa de contar que el padre de Carita se había largado a Italia antes de que ella hubiera nacido, y la madre se había ido a otra parte del mundo. Los abuelos maternos, los únicos que tenía aquí en el país, habían muerto. ¿Era, por lo tanto, tan extraño que ella luchara para procurar a su hija una familia, de modo que tuviera la sensación de encontrarse en casa? Sola y abandonada como ella estaba, tenía, naturalmente, la esperanza de que se le abriera una puerta en algún sitio. Si no por otra cosa, por su hija.

Como era lógico, seguramente se confió a ese desgraciado de Martín, que tenía una edad que podía ser su padre. Y que después la abandonó. No era entonces tan raro que tratara de refugiarse en su familia.

Pero las puertas se cerraron de nuevo. No era bienvenida. ¿Cómo podía hacerlo la abuela? Nora estaba decepcionada. Le dolía la cabeza. Quería marcharse de allí.

—¿En qué piensas, querida? Pareces preocupada…

La abuela estaba con la cabeza inclinada y la observaba con sus ojos penetrantes. Había decidido ser buena de nuevo.

—No lo comprendo, abuela.

—¿Qué dices? —la abuela la miró con mal talante—. ¿Qué querías decir?

Las palabras continuaban saliendo de Nora; no podía detenerlas.

La abuela no sabía lo que era estar abandonada. La abuela había tenido un padre y una madre que no habían hecho más que mimarla.

—¡Abuela, usted no comprende nada! ¡No quiero estar aquí más tiempo!

Las lágrimas corrían por sus ojos. Se apresuró a salir, cogió su abrigo en el vestíbulo y se marchó de allí corriendo.