Nora anduvo buscando un buen rato entre las tumbas.
Hulda había dicho que Cecilia estaba enterrada aquí, en el viejo cementerio. Anteriormente, antes de que se mudase a la casa de las afueras de la ciudad, Hulda venía a menudo aquí. Ahora creía que no había nadie que visitase la tumba de Cecilia. No había nadie con vida que la conociera.
Hulda quería que Nora le llevase un ramito de violetas de su parte. Eran las flores favoritas de Cecilia. Nora había recogido ella misma un ramo de flores primaverales, antes de tomar el autobús y regresar a casa.
Se sentía la primavera en el aire, soplaba una cierta brisa y el sol iluminaba el cielo entre nubes viajeras. Estaban recogiendo hojas en los alrededores. Las voces sonaban, y los pájaros revoloteaban cantando cada vez más alto. No había mucho allí que recordase la muerte y la destrucción. Era un día con vida en el cementerio.
Finalmente, Nora encontró lo que buscaba. Una pequeña piedra cuadrada, medio hundida en una colina verde.
Cecilia Bjórkman
* 1906 12/7 † 1923 14/9
Hedvig Bjórkman
* 1886 7/3
Nora se sorprendió primero al ver que también estaba el nombre de Hedvig en la piedra. Después, de que sólo estuviera la fecha de su nacimiento. Pero aquí debería descansar en su día, según ella había decidido. No había más que poner la fecha de su fallecimiento cuando llegara el día.
Hulda le había contado un poco del entierro. Agnes había venido con prisa entre dos trenes y había derramado algunas lágrimas; pero no había tenido tiempo de acompañar después a casa a Hedvig y Hulda. También habían venido algunos alumnos de la escuela de danza; pero no el profesor de baile. Continuaba viajando. Vino algo después, plantó unos cipreses y desempeñó su trágico papel hasta el final.
Los cipreses ya no existían en la tumba. Hedvig los había mandado arrancar más tarde. Ni a ella ni a Cecilia le gustaban aquellos árboles.
Sí, esa tumba constituía una parte de la historia de Cecilia. Por eso Nora quería verla. Aquí terminaba la historia, en aquel pequeño lugar olvidado, al cuidado de la administración del cementerio. Limpio y pulcro.
¡Pero tal vez no olvidada del todo!
Alguien había estado allí, y muy recientemente, pues había un ramito en un vaso. No muy diferente del que ella había llevado. Las flores estaban frescas y cubiertas de rocío.
¿Quién podía ser?
No creía que los que cuidaban del cementerio recogieran flores para colocarlas en las tumbas. Tenía que haber alguien, por lo tanto, que se acordaba de Cecilia. Alguien a quien Hulda no conocía.
Nora buscó un par de floreros y en ellos colocó el ramo de Hulda y el suyo, uno a cada lado de las flores del desconocido.
Seguidamente se apresuró a volver a casa.
Tenía muchas cosas que hacer. Al día siguiente debía ir a Estocolmo para hablar con la abuela. Cuando telefoneó para saber si le convenía la hora, había contestado el abuelo. Le preguntó si ella no quería hablar también con él. Bromeaba. Nora le dijo que se trataba de una cuestión importante que sólo conocía la abuela. ¿Qué podía ser? El abuelo estaba intrigado. Pero no se podía decir por teléfono. Nora era bien recibida en cualquier caso, y convinieron que debería ir tan temprano como fuera posible para poder disponer de todo el día.
—Así, tal vez, tendrás un poco de tiempo para mí también —dijo él.
En realidad no sabía ella lo que tenía que decirle a la abuela. Tenía que pensarlo ahora.
Cuando entró en su cuarto, vio que la puerta del armario ropero estaba abierta. ¿Había estado alguien allí? Cerró la puerta y sacó a Cecilia de su hornacina. Tenían que charlar un poco entre sí; tal vez así resultaría más claro para Nora lo que tenía que preguntar a la abuela.
Se sentó con la muñeca junto al escritorio.
Entonces vio que el armario estaba abierto nuevamente.
¡Qué curioso! Fue y lo volvió a cerrar. Pero no había llegado a la mesa cuando la puerta volvió a abrirse.
No podía dejarla así, le irritaba verla abierta, así es que lo intentó por tercera vez. Pero se volvió a abrir inmediatamente, y ahora sentía como si fuese rechazada cuando trataba de cerrarla, como si alguien estuviese al otro lado empujando. Era increíble. Apretó la puerta con el cuerpo todo lo que pudo. Consiguió cerrarla, pero tan pronto como la soltaba volvía a abrirse.
Pero ¿qué era aquello? ¿No estaba ella bien de la cabeza? Poco después descubrió que no era tan extraño como parecía. Sencillamente, había algo entremedio. Una caja en la parte baja del armario. Empujó la caja. Entonces se le cayó la tapa; la caja estaba completamente llena. Nora tuvo que sacarla fuera para volver a meter las cosas y poder ajustar la tapa de nuevo.
Pero ¿qué caja era ésta? Estaba llena de trocitos de tela.
¡Ah, sí! Era la que habían encontrado en el armario cuando Anders hizo las reparaciones. Colocó la caja sobre el escritorio. En el mismo momento dirigió una mirada a Cecilia y vio cómo la muñeca, sentada sobre un montón de libros, adquiría una expresión extrañamente expectante. Su cabecita se inclinó cuando Nora bajó la caja. La muñeca la miró con un brazo extendido, como queriendo mostrar algo.
Nora empezó a buscar febrilmente entre los retazos.
¿Una rosa amarilla de tul? ¡Qué extraño! ¿Dónde la había visto anteriormente? ¿Una cinta azul de seda? ¡Y no, no podía ser! ¡Un trozo de la misma tela de la que estaban hechos el vestido y el sombrero de Cecilia! ¡Y pequeños trozos del encaje que llevaba en las mangas y alrededor del cuello!
Nora sacó una cosa tras otra y las colocó a su lado sobre el escritorio. Había también muchas cosas que ella no reconocía; pero la rosa de tela y la cinta azul de seda las había visto en sueños, cuando Cecilia bailaba por el cuarto. Y otra tela le recordaba mucho el vestido oscuro que Cecilia llevaba cuando se paseaba con la sombrilla por el jardín.
En el fondo de la caja, Nora encontró un sobre amarillento. No, no llevaba dirección alguna y no estaba cerrado. Con el corazón agitado, abrió el sobre. Dentro había un dibujo a lápiz, el minucioso retrato de un hombre. Y una carta que claramente no había sido enviada nunca. No estaba indicado a quién iba dirigida. Pero Nora tenía la impresión de estar fisgoneando en los secretos de otros. Hizo un movimiento para volverlo a guardar; pero en aquel momento se fijó en Cecilia, cuya expresión estaba llena de esperanza. No le prohibía investigar lo que había en el sobre, sino más bien todo lo contrario. Cecilia adoptó una actitud como si lo esperara.
Nora sacó el dibujo a lápiz, lo colocó ante ella en la mesa y estudió la cara de aquel hombre. HB 1922, ponía en el borde inferior. Era, por lo tanto, Hedvig la que había hecho el dibujo.
Representaba a un hombre de unos cuarenta años, tal vez de más edad. Un rostro extrañamente intranquilo. Destacaba la frente ancha y abultada bajo una cabellera rizada, con patillas y perilla pequeña. La nariz prominente, pero la boca pequeña y delicada; los ojos grandes, con un brillo extraño. Parecían un poco tristes, no felices en todo caso.
Nora se imaginaba quién podía ser. Se trataba probablemente del bailarín. Pero la carta lo aclararía del todo. La desplegó y leyó:
Querido:
Hoy se cumplen diecinueve días desde que te fuiste, y quedan muchos más hasta que regreses de tu viaje veraniego. He pensado mucho y te he escrito muchas cartas que, sin embargo, he roto inmediatamente, puesto que no estaba segura de que lo que había escrito era cierto. Quiero que tú no recibas de mí otra cosa que la verdad.
Mi vida ha cambiado verdaderamente.
He pasado el día en casa de Hulda, con la pequeña Inga, mientras Hulda estaba en casa de los Westing almidonando la ropa. Después, durante la cena, he sentido continuamente la mirada de Hulda. Ella dice que parezco cansada y enfermiza; pero no sospecha nada, y yo no quiero intranquilizarla. Además, todavía no se me nota nada. Estoy orgullosa de ello. No quiero engordar y perder la línea, pero como lo suficiente para que el niño no sufra.
Hulda ha hecho mucho por mí. En esta ocasión quiero ser yo misma la que encuentre una solución. Pero todavía no sé ninguna. Me doy cuenta de que estoy muy sola, como lo he estado siempre, y ahora vuelve todo lo pasado, todo lo que he sufrido durante la vida.
Cuando me doy cuenta de esta soledad, me gusta pensar que eres tú quien me falta. Las cartas que te he escrito y no he mandado han tratado también de todo esto, de que te echo mucho de menos y que me acuerdo mucho de ti. Por eso no te las pude enviar, puesto que ahora sé que eso está lejos de ser verdad.
¡Oh, la soledad de mi corazón, que nadie puede disipar! Tampoco tú. Ahora lo sé. El desamparo en que me encuentro viene de que nunca he tenido derecho a algo que se me robó desde un principio.
Tu largo viaje, que tanto me ha preocupado, puesto que me iba a quitar dos importantes meses contigo, ha sido útil, ya que me ha convencido de lo que de otra manera no hubiera creído nunca: mi pena, mi soledad, mi ansia, no tienen nada que ver contigo. Desde hace varios días ya casi no he pensado en ti en absoluto, sino para tratar de encontrar la manera de atreverme a contarte todo esto.
¡Oh, la verdad es terrible! No sé quién sufre más: yo, que tengo que escribirte que mi corazón ya no tiene sentimientos hacia ti, o tú, que tienes que leerlo. Solo sé que las palabras deben ser pronunciadas, por muy crueles que sean.
Quisiera llorar, pero no puedo.
Mientras escribo estas líneas, tengo la cabeza de Hero sobre mis pies. Eso me infunde seguridad. Al mismo tiempo, recuerdo los primeros tiempos de Hero contigo, recuerdo también tu alegría, y cómo le prestabas toda tu atención y cuidados. Pero sólo los primeros meses, pues después perdiste el interés, y fui yo la que principalmente me ocupaba de él. Hero lo sintió entonces. ¿Sabes lo que yo pensaba de ti en aquella ocasión? Tú no me has tratado a mí así, no quiero en absoluto insinuarlo, ya que siempre te has mostrado conmigo afectuoso y cariñoso; no puedo quejarme.
Pero cuando pienso ahora en el hijo que va a nacer, que también es tuyo, recuerdo enseguida que no lo deseabas.
¿Cuántas veces piensas ahora en el niño durante tu viaje? Jamás, es la contestación. Preguntas por mi salud en tus cartas, pero no nombras al niño.
Por eso el niño será mío y nunca lo abandonaré, como yo misma fui abandonada en mi niñez. Sólo quiero vivir para este niño, y salto de gozo cuando pienso que, finalmente, voy a poder estrechar entre mis brazos a un ser que me necesita tanto como yo lo necesito a él.
Mi hijo será la primera persona que encuentro por la que puedo sentir igualdad y solidaridad. Por eso voy a dedicar toda mi vida a devolver a mi hijo tales sentimientos. Entonces, creo, me veré liberada de mi eterna sensación de abandono.
Sí, vamos a ser muy felices mi hijo y yo.
Con esta carta te remito el dibujo que Hedvig te hizo la primavera pasada. Tú lo querías tener. Pero entonces yo no me podía apartar de él. Ahora lo hago con gusto. ¡El dibujo es, por lo tanto, tuyo!
Hedvig te conocía mejor que yo. Cuando observo tu cara en el retrato, lo comprendo. El parecido es verdaderamente extraordinario, pero yo ya no te reconozco. Es posible porque, tal vez, no soy la misma que entonces.
Tú, tu jardín lleno de rosas, la danza…
Todo ello era un sueño, un sueño. Pero siento que ya no puedo soñar más. ¡Ah, quién fuera un niño pequeño, muy pequeño, y pudiera escuchar cuentos…!
Allí acababa la carta, en medio de una frase. No fue terminada nunca. Nunca enviada. Tampoco firmada; pero Nora sabía, sin embargo, quién la había escrito.
Temblaba; era una carta conmovedora. Sin darse cuenta, había cogido la muñeca y la estrechaba contra su corazón. Levantó su cabecita con la mano y dirigió su rostro hacia ella.
La muñeca era el retrato de Cecilia cuando tenía diez años. Habría de morir siete años después. Cuando escribió aquella carta no lo sabía, no parecía que tuviera presentimientos. La carta no llevaba fecha; pero no podía haber sido escrita mucho antes de su muerte. Tal vez sólo algunas semanas, algunos días.
Cecilia todavía no le había dicho nada a Hulda sobre el niño; quería arreglarlo por sí misma. Era por lo que después fue a Estocolmo, a ver a Agnes…
Estaba completamente decidida a ocuparse de su hijo, Pero no tenía intención alguna de casarse con el padre del niño. No era por su culpa el que fuera desgraciada, como Hulda creía. Por lo menos, no cuando escribió aquella carta.
Pero la carta no fue nunca enviada. ¿Por qué? El tono de la misma era tranquilo y decidido, no se podía suponer que se había arrepentido. Pero tal vez quería esperar hasta que hubiera nacido el niño. No era tan fácil cuando todo se complicaba. No podía, de ninguna manera, robarle el padre a su hijo.
Había dicho que no deseaba aquel niño. Pero ¿no le juzgaba demasiado pronto? Cuando naciera el niño, tal vez cambiaría.
Seguramente Cecilia pensó que una vez que había dicho que no quería tener al hijo de ella, era inútil contar con él. No podría tener confianza en él en adelante. Naturalmente, era comprensible.
No había discutido aquello con nadie, ni siquiera con Hulda. Y no había enviado la carta. Eso tenía que significar algo…
Nora se inclinó sobre la muñeca. Su carita resultaba enigmática, estaba agotada, la mirada distraída, como si se hubiera encerrado en sí misma.
Tal vez era difícil llegar a conocer a Cecilia.
Tal vez ésa era la razón por la que Hedvig había hecho aquella muñeca.
Nora no dibujaba demasiado bien, pero cuando trataba de dibujar a alguien, a Dag por ejemplo, era ésta una manera de conocerlo mejor. Aproximadamente como cuando se hace una descripción de palabra. Se consigue saber más, se profundiza más, se ve lo que hay bajo la superficie, detrás de lo circunstancial. Se concentran los ojos para ver lo que puede haber, pero que no siempre se puede descubrir con la atención de una mirada corriente. Se ve también con mayor clarividencia cuando se dibuja o se describe.
Sin embargo, Hedvig no llegó a conocer a Cecilia totalmente. Se veía también en el rostro de la muñeca. Allí había muchas preguntas. Pero ninguna respuesta… Por esto era por lo que su cara resultaba tan extraordinariamente verdadera y viva.
Nunca se puede conocer totalmente a una persona, se acostumbra a decir. Dag solía decir cuando hablaba de las personas: «¿Existen algunas respuestas? Sólo existen preguntas».
Que Hedvig hiciera la muñeca era una muestra de cariño. Pero si Cecilia hubiese sido su propia hija, ¿hubiera hecho la muñeca en ese caso?
Pensamientos extraños.
¿Qué le iba a preguntar mañana a la abuela?