Capítulo 22

—Con respecto a Agnes Cecilia, yo te quería contar…

La hora del café había terminado. Las viejas habían desaparecido. Ahora había tranquilidad en la galería.

Hulda reflexionaba.

—Sí, era una niña extraordinaria. No se parecía a ninguna otra de las que yo he encontrado, ni antes ni después. No podré olvidar nunca su triste rostro y su frágil cuerpo, que siempre estaba en movimiento —Hulda bajó la voz y miró a Nora—. Yo siempre estaba muy preocupada por ella. Y también Hedvig. A veces me parecía ver que en el rostro de Cecilia estaba escrito lo desgraciada que iba a ser en esta vida. Presentía que su destino sería trágico; nada se podría hacer.

Hulda suspiró y calló.

«También se podía apreciar en la muñeca que su vida no iba a ser nada fácil», pensaba Nora.

Sí, había algo desgarrador en Cecilia, también cuando sonreía. Era como si sospechara lo que le esperaba.

Pero Nora no lo creía. Cecilia pensaba seguramente más en el presente que en lo que le pudiera ocurrir en el porvenir. No podía estar con su madre, y nunca había tenido un padre. Continuamente dependía de otros, que tal vez lo que sentían por ella era lástima.

—No, no era así. Hedvig la quería verdaderamente —aseguraba Hulda.

—Sí, sí. Pero Hedvig tenía su trabajo, que debía atender antes que nada. Si ella hubiera podido decidir, no se hubiera encargado seguramente de una niña. Tampoco tuvo ella hijo alguno. Pero cuando se trató de Cecilia, nada podía hacer. Alguien tenía que encargarse de ella, y Hedvig sabía su obligación.

Si así lo hizo, nadie podía decir lo contrario. Hulda estaba conforme. Nora podía tener razón en que el apenado rostro de Cecilia no se debía tanto a sus preocupaciones por el futuro, sino a que era una niña que en ninguna parte se sentía verdaderamente en casa.

—Eso es verdad; después se van atando cabos, sobre todo los que saben lo que ocurrió.

—¿Qué pasó? —preguntó Nora.

Hulda suspiró profundamente y se puso triste; era tan triste lo que tenía que contar, que casi no se atrevía.

—¿Bailaba, no? —empezó Nora tímidamente.

Hulda asintió. Y Nora le contó ahora la visión que había tenido en el umbral de su cuarto. Cómo había visto a Cecilia danzar por el cuarto vestida de ballet. Le describió el cuarto; Hulda se acordaba perfectamente del gran armario ropero con espejo. Cecilia acostumbraba a ensayar sus movimientos ante aquel espejo.

Ya desde pequeña había estado interesada en los movimientos. Hulda recordaba cómo la niña contemplaba los vuelos de las aves, cómo imitaba los movimientos de sus alas. Para ella, cada pájaro tenía un movimiento distinto.

Podía imitar el humo que salía de las chimeneas. A veces permanecía quieta observando esas cosas. El ondear de una bandera movida por el aire. O los movimientos de una cortina en una ventana abierta. Las ramas de los árboles azotadas por el viento. La fuga de las nubes por el cielo.

Cecilia imitaba todo. Todo lo que se movía. Imitaba a las personas. Animales. Cosas. Y cuando practicaba, se abstraía totalmente de todo lo que la rodeaba.

La danza tenía para Cecilia cada vez más importancia. Pronto representó para ella como la pintura para Hedvig. En eso coincidían ambas. Y Hedvig exhortaba a Cecilia para que bailara. No había duda alguna de que tenía grandes aptitudes y podría llegar muy lejos, pero, naturalmente, necesitaba estudiar y practicar.

En aquel tiempo había en la ciudad una pequeña escuela de ballet. A ella acudió Cecilia los primeros años, lo que constituyó un excelente principio. Pero, a la larga, la enseñanza allí no era suficiente. En varias ocasiones se habló sobre la posibilidad de trasladarse a Estocolmo, para que Cecilia pudiese aprender nuevas técnicas, pero siempre surgió algún impedimento. Mucho de ello se debía a que Hedvig se sentía más segura donde estaba. Le gustaba hacer algún viaje al extranjero de vez en cuando. ¿Qué iba a hacer con Cecilia durante ese tiempo? En Estocolmo no había ninguna Hulda. No porque Hulda quisiera exagerar su importancia, sino porque era así. Y la misma Cecilia no quería oír hablar de trasladarse a Estocolmo. Quería estar allí donde estaba Hulda.

Hulda tampoco quería separarse de Cecilia; por eso no estaba muy entusiasmada con el cambio de residencia.

—Si hay que decir la verdad, yo me oponía del todo. Sí, yo hacía todo lo posible para frenar aquello.

A la larga, aquello no habría resultado bien. Pero más pronto o más tarde se hubieran visto obligadas a mudarse, de no haber ocurrido algo que cambió las cosas.

Un antiguo bailarín de ballet de la Real Ópera de Estocolmo se había trasladado a la ciudad con el propósito de dar clases. Había dejado de actuar a pesar de que sólo contaba cuarenta años. Era sumamente competente, y Cecilia empezó a seguir sus clases. Cecilia tenía entonces catorce años, y pronto se produjo en ella un importante cambio. Si antes prometía, ahora empezaba ya a brillar. Su evolución se produjo de manera insospechada, y pronto se habló de la escuela de ballet de la Ópera. Cecilia iba a ser enviada a Estocolmo.

Hedvig había decidido no trasladarse. Por aquel tiempo iba mucho al extranjero, y creía que con el poco tiempo que pasaba en casa no era demasiado importante dónde tuviera su domicilio.

Por el contrario, estaba totalmente convencida de que Cecilia debía ir a Estocolmo para poder encontrarse verdaderamente con su medio ambiente.

Pero Cecilia se negaba.

Hedvig intentaba convencerla. Se trataba de su porvenir. Pero Cecilia no cedía. La enseñanza que necesitaba ya la recibía allí donde estaba. Todo quedó, por lo tanto, aplazado.

Fue una equivocación. Pero Cecilia tenía miedo. No quería perder lo que tenía. Había florecido durante los últimos años, se sentía estimada y tenía una cierta confianza en su talento. Finalmente había comenzado a darse cuenta de su valía y de que significaba algo. ¿Iba ahora a cambiar de residencia, cuando allí estaba tan bien? Verse obligada a empezar desde un principio entre gentes extrañas, tal vez sin conseguir éxito…

En Estocolmo la competencia era durísima y ella era tímida. Tal vez tendría que mantenerse en última fila, ya que tan difícil le resultaba hacerse valer. Hedvig lo sabía. Por eso no quería tratar de convencerla. Sabía que Cecilia, para encontrarse a su gusto y rendir debidamente, tenía que estar constantemente rodeada de amigos que la estimasen; no entre competidores que lucharan entre sí. Cecilia no era lo suficientemente fuerte. Y un fracaso ahora, cuando empezaba a levantar el vuelo, podría tener graves consecuencias.

Cecilia se quedó, por lo tanto, en casa. Y todos más tranquilos. Incluso Hulda. La idea de dejar a Cecilia sola a su suerte en Estocolmo le había preocupado grandemente.

Y con Agnes, su madre, no había que contar.

A pesar de que ella vivía en Estocolmo, no se pensó nunca en que Cecilia viviese con ella.

Hulda suspiró.

Si Agnes se hubiera ofrecido, hubiera sido otra cosa. Pero no lo hizo.

Hulda guardó silencio y continuó sentada con la mirada fija. Nora no quería molestarla. Salían de su pecho profundos suspiros. De pronto se mostró más afligida y, finalmente, agregó:

—Si hubiéramos sospechado en aquella ocasión lo que le esperaba, pobrecilla, hubiéramos hecho todo lo posible para que fuera a Estocolmo, costara lo que costara. Pero nadie lo comprendió. Fuimos tan tontas, lo mismo Hedvig que yo… fue una lástima y una vergüenza. Luego nos arrepentimos.

Todo iba bien. Cecilia progresaba. Había empezado a actuar en público, cada vez con mayor éxito. Además tenía ocasión de ayudar como profesora en la escuela y enseñar a otros; lo que le producía una gran alegría.

—Aquel artista de la danza estaba dispuesto a hacer todo con tal de ayudarla. Creíamos que era el hombre más bueno del mundo. No podíamos saber que tenía algún plan interesado. ¡Pero eso era precisamente!

Fue en el otoño de 1922.

Hedvig debía ir a París. Estaría fuera un año. Le dijo a Hulda que por primera vez se sentía tranquila y alegre al marcharse. Anteriormente cuando se marchaba lo hacía siempre con un ligero resquemor. Cecilia se desesperaba cada vez que Hedvig se iba a algún sitio. Se la veía tan sola y desgraciada que Hedvig se sentía afectada. Pero esta vez no ocurrió así. Tomó la cosa con mucha mayor tranquilidad. A pesar de que Hedvig iba a estar fuera todo un año. Se veía que por fin tenía una ilusión; que estaba satisfecha y se encontraba bien.

Hubo algunas lágrimas cuando se separaron. Precisamente Cecilia entonces no estaba muy contenta, pero se consoló muy pronto y tomó todo con inusitada tranquilidad. Hulda estaba satisfecha, naturalmente.

—Sí, pero ¡qué tonta fui! —Hulda adoptó una expresión severa—. No comprendí que había alguna otra cosa que la consolaba. ¿Comprendes lo que quiero decir?

Ya no era necesario que Hulda durmiese en casa de Cecilia, o de que ella lo hiciera en casa de Hulda. No, no. Cecilia ya no tenía miedo a dormir sola. Hulda no tenía más que verla de vez en cuando y cuidar de que comiera debidamente. Habían convenido que lo hiciera en casa de Hulda.

Pero pronto vieron que Cecilia no tenía tiempo de ir a casa durante el día. Iba a comer a la escuela, y Hulda le preparaba una cesta con provisiones que se llevaba cada día. La escuela estaba a las afueras de la ciudad, en la casa del profesor de danza. Hulda no encontraba extraño que Cecilia quisiera ganar tiempo comiendo allí. Así se ahorraba un paseo en bicicleta para ir y volver de sus clases. Continuaba cenando en casa de Hulda, y así se encontraban todos los días. No había nada de que intranquilizarse.

—No, antes de que la chica empezara a adelgazar y se pusiera triste, no comprendí yo que no todo iba bien.

Siempre había sido Cecilia delgadita y pálida, pero ahora estaba transparente. Y todo ocurrió muy deprisa; Hulda no había pensado en ello, pero un buen día se dio cuenta de que Cecilia comía sin ganas y la miraba con ojos tristes. Fue entonces cuando comprendió que Cecilia no se encontraba bien. Hulda no podía perdonarse no haberlo visto antes. Pero estaba llena de seguridad y cerraba los ojos. Por entonces su propia hijita le llevaba mucho tiempo; pero no dejaba de ser imperdonable que se hubiera mostrado tan confiada.

No se había preocupado de saber dónde pasaba Cecilia las tardes y las noches. Sabía que el baile era para ella media vida y suponía que las tardes que estaba fuera las dedicaba a ensayar. Pero la mayoría de los días estaba en casa, se sentaba junto a Hulda y charlaba con ella. Cuando Hulda tenía que salir se ocupaba de la pequeña Inga. No había nada que indicara que las cosas no iban como debieran.

Un vecino dejó entender en una ocasión que Cecilia no siempre pasaba las noches en casa, pero Hulda no lo había creído. Lo interpretó como puro chismorreo, puesto que sabía que Cecilia estaba en casa y en su cama. No, no quería oír hablar de ello. Y nunca se le ocurrió husmear.

No, hasta que descubrió que Cecilia prácticamente no comía nada y estaba intranquila. Entonces se le ocurrió investigar la situación. Veía que Cecilia adelgazaba. ¿Por qué? No lo necesitaba, pues parecía un hilo.

—Yo sabía que los que se dedican a la danza no son grandes glotones. ¡Pero algún límite tenía que existir! La chica adelgazaba más y más; ¿por qué?

Cecilia culpaba de aquello a la cesta de provisiones que le preparaba Hulda. Había tanto, que no necesitaba más. Pero Hulda no lo creía. Sospechaba que había otro que se aprovechaba de la comida. Cecilia no comía mucho, pero la cesta estaba casi vacía cuando regresaba a casa. Cada vez más vacía, y ella cada vez más delgada. Aquello no era normal e irritaba a Hulda.

¿Quién tenía la frescura de zamparse la comida de la cesta de Cecilia y al mismo tiempo ver cómo ella adelgazaba y se debilitaba?

¿Podía ser tal vez el famoso bailarín?

¿Le aconsejaba que debía adelgazar por amor a la danza? ¿Podía ser él tan desconsiderado?

—Sí, yo sospechaba de aquella posibilidad. Pero lo peor no lo podía imaginar —agregó Hulda con amargura—. De ello no sospeché ni un segundo. Allí estaba yo, enfadándome por unos bocadillos, cuando en realidad se trataba de cosas muy diferentes. En aquel tiempo era yo tan ingenua, que casi resultaba peligrosa. ¿Qué llevas ahí?

Nora estaba sentada y, sin pensar en ello, jugueteaba con la gota de cristal de roca de la pulserita de plata que llevaba alrededor de la muñeca. Hulda la había reconocido, y Nora le contó cómo la había encontrado.

—Fue de Cecilia, ¿no es eso?

—Sí, sí —afirmó Hulda—. Se la regaló él. Fue el doce de julio, con ocasión de su cumpleaños. Cecilia regresó aquella noche con la pulserita y estaba extraordinariamente alegre. Recuerdo que había hecho una tarta con diecisiete velas. Organizamos una pequeña fiesta, y yo hice algunas fotografías que después enviamos a Hedvig a París. Y le contamos la fiesta y lo de la pulsera. Precisamente ella pintó una pequeña miniatura de la cara de Cecilia; la sacó de una de mis fotografías. Seguramente la has visto. La colocó en un pequeño medallón que la muñeca llevaba colgado del cuello.

¡Naturalmente que Nora había visto la miniatura! Cecilia 17 años, lo ponía bien claro en el reverso y con la firma HH 1923. Parecía increíble que fuera tomada de una fotografía que Hulda había hecho.

—Sí, sí, con mi vieja máquina de cajón.

Nora se quitó la pulsera y la puso a la luz. El colgante de cristal de roca brillaba resplandeciente.

—¿Cómo pude encontrarlo? ¿Lo puedes comprender?

—¡Lo había perdido! —Hulda miraba ahora a Nora como si fuera la cosa más clara del mundo—. Sí, fue sumamente triste. Todos lo buscamos. Pero había desaparecido. Lo había recibido el día de su cumpleaños y lo perdió sólo algunas semanas después. No lo tuvo mucho tiempo.

Hulda dirigió una mirada crítica a la pulsera. No había traído la dicha precisamente. Nunca le había gustado. Aquella gota de cristal parecía más bien una lágrima.

—¡No he pensado en ello! —Nora volvió a colocarse la pulsera.

—¡Pero yo sí! —Hulda adoptó un aire severo. Permaneció en silencio un largo rato. Y su rostro se hizo todavía más serio.

—Como tú has comprendido, Cecilia esperaba un niño. Para que no se le notase pasaba hambre. No adelgazaba a causa del baile, como yo creía.

Y no era eso todo. Se había puesto también un corsé. Ella no fue nunca muy alta; pero se había procurado un corsé con el que se apretaba el vientre lo más que podía. De modo que no se le notaba mucho su embarazo.

—Hasta poco antes de que tuviera el hijo yo no supe nada. Cuando ya no podía ocultarlo. Todo era muy extraño.

Un buen día, Cecilia quiso ir a Estocolmo. Pero no podía decir qué iba a hacer allí. Era a fines del verano. Finalmente salió con que quería ir a saludar a Agnes, su madre. Hulda encontraba que aquello era sumamente extraño. En realidad no tenían ninguna relación entre sí.

Pero Cecilia pensaba naturalmente que Agnes era quien la podía comprender y ayudar. Y no tanto porque ella fuera su madre, no esperaba mucho de ello, sino porque la propia Agnes había estado en una ocasión en la misma situación en la que se encontraba Cecilia ahora. También había tenido una hija sin estar casada. Se había visto obligada a dar a luz secretamente. Por eso precisamente había pensado en ella.

Por eso quería contar ahora con Agnes.

Pero el recibimiento no pudo ser más frío.

Agnes solamente se había asustado. En secreto le había dado a Cecilia un billete de cien coronas y le había rogado que se volviera a casa. No la podía ni albergar una sola noche. Le recomendó dirigirse a Hulda. Y eso era lo mejor a pesar de todo.

Cecilia regresó aquella misma noche, y fue entonces cuando Hulda lo supo todo. Le cayó como un rayo en un día claro.

—Pero no culpé a nadie, sino a mí misma. Debería haber tenido los ojos más abiertos…

Y es que todos tenían tan buen concepto de aquel bailarín, tan famoso como era. Todos le consideraban como un hombre distinguido. Nadie tenía que decir nada que no fuera en su favor.

Hedvig lo había conocido también, y en cierta manera Hulda casi había creído que podía resultar algo entre ellos. Hubiera sido más natural, pues tenían, precisamente la misma edad. Pero Hedvig tenía sus propias ideas y no estaba suficientemente interesada.

Es decir, que en su lugar fue Cecilia.

Era seguramente algo que Hedvig jamás podía imaginarse. Ella y el bailarín habían sido buenos amigos. Tenían ambos los mismos intereses y mucho de que hablar. Hedvig iba a menudo a su casa. En parte, naturalmente, para ver bailar a Cecilia, pero también para pintar allí. Había pintado varios cuadros de su jardín.

—Sí, tú has estado allí —Hulda miró a Nora—. Tú sabes por lo tanto, cómo es aquello. En aquel tiempo se llamaba Beateborg y era un lugar romántico y hermoso.

Nora asintió. En su imaginación había visto aquel lugar como fue una vez, frondoso y florido. Pero ahora no quedaba mucho de aquel paraíso.

—Sí, lo sé. Parece ser que está terriblemente ruinoso y siniestro. Pero tiene su explicación. Volveré sobre esto.

Fue, por lo tanto, Hulda quien tuvo que hacerse cargo de Cecilia, también esta vez como todas las otras. Buscó una comadrona y estuvo ella misma presente en el parto. Naturalmente, no había nada preparado. En aquel tiempo se daba a luz en las casas, y así ocurrió en el piso alto de Cecilia. Eran tres: Hulda, Cecilia y la comadrona. El padre de la criatura se había ido de vacaciones con anticipación.

—Nació un niño. Si vivía, se llamaría Martín. Pero su madre, nuestra querida Cecilia, no pudo vivir. Estaba tan desnutrida y débil que no lo pudo soportar. Se me murió allí arriba, al final de la noche.

Hulda permaneció en silencio largo rato. Nora callaba también. Tenía un nudo en la garganta. Hasta en el final Cecilia había estado abandonada. ¿Cómo podía él irse de vacaciones? Si Cecilia no hubiese tenido a Hulda, habría muerto sola.

Hulda suspiró profundamente.

—Hedvig no me reprochó nada por lo ocurrido. Ni una sola vez. No se puede saber todo lo que sucede, y no se puede vigilar a las gentes, me dijo Hedvig. No consideraba que fuera mi responsabilidad, pero yo siempre lo he sentido así. Allí estaba yo y veía a la chica diariamente…, y no noté nada.

Nora levantó la gota de cristal de roca. Ahora encontraba también ella que se parecía a una lágrima.

—¿Tal vez Cecilia no quería vivir mucho tiempo? —dijo.

—No, estaba claro que no quería —Hulda parecía enfadada—. En aquel momento, no. Pero habría recuperado el amor a la vida. Seguramente. Y el gusto a bailar. Yo lo sé muy bien. Si ella hubiera tenido una ayuda a tiempo, no se hubiera desanimado tan fácilmente.

—¿Qué ocurrió con el niño, el pequeño Martín?

Hedvig se había encargado, naturalmente, del asunto. No lo quería conservar ella misma. No quería tener la responsabilidad, una vez más, de un niño indeseado. Y Hulda tampoco quiso. Su propia hijita la necesitaba. Casi la había desatendido debido a todo ello. No le fue fácil. Tanto Hulda como Hedvig habían tenido mala conciencia por haber abandonado al pequeño Martín.

Pero finalmente Hedvig encontró un buen hogar en el campo para el niño.

—¿No podía su padre hacerse cargo de él?

—¿Ése? ¡No era precisamente el más adecuado!

Hulda se encolerizaba al pensarlo. ¿Aquel hombre? No era capaz de ocuparse de nadie. No. El profesor de baile regresó a casa y representó una escena teatral. Gran tragedia. Pero cuando ya era demasiado tarde. Y, claro, afirmaba solemnemente que había pensado en casarse con Cecilia para aceptar la responsabilidad. Pero ignoraba que el nacimiento estuviera tan próximo.

Eso fue lo que él dijo. Pero era difícil saber cuánto se podía creer de todo ello. Tras todo lo teatral existe algún sentimiento verdadero. Seguramente estaba muy encariñado con Cecilia. Su desesperación podía ser auténtica. Pero su actitud no dejaba de ser absurda. Hulda tenía la impresión de que se lamentaba más bien por sí mismo. Todo lo que hacía era teatral. Se mesaba los cabellos, retorcía sus manos y hacía gestos como un loco.

En lugar de preguntar por el niño, como hubiera sido natural, se lanzó al jardín y lo destruyó. Corría como un loco destrozando cada árbol, cada arbusto, deshaciendo los macizos y destruyendo cada planta.

Entonces destruyó el paraíso que él mismo había creado. En su lugar plantó las más negras coníferas que pudo encontrar. Era un monumento a la memoria de Cecilia. El piso, la dicha y la alegría se debía transformar en un duelo eterno. Después se marchó de allí y compuso un ballet de aquel tema. Parece que había tenido éxito.

—Al parecer, lloraba su pena a su manera —dijo Hulda tranquilamente—. No, no sé qué pensar. Del hijo no se interesaba mucho en todo caso. De Martín se había olvidado.

—¿No se ocupó nunca de Martín?

—No, se marchó de la ciudad tan pronto como puso fin a su duelo. Hasta se fue del país. Se buscó un nuevo refugio en algún lugar de Dinamarca. Aquí no se le volvió a ver.

—Pero ¿y Martín?

Martín resultó un niño con problemas. Tenía un espíritu intranquilo. El hogar donde había sido recogido no tenía el menor defecto. Al contrario. Pero Martín se escapaba constantemente. Se juntó con malas compañías y se enroló temprano en la vida marinera. Más tarde se dedicó a varias cosas. Escribía un poco y quería ser periodista; pero no había el menor orden en todo ello. También en una época quiso ser actor. Pero entonces empezó a dedicarse a la bebida y pronto quedó totalmente deshecho. Últimamente residía en Estocolmo. Felizmente, no se casó nunca. Pero tenía un hijo en alguna parte, según aseguraba. Había muerto fulminantemente hacía un año tras una orgía alcohólica.

—Sí, así fue el hijo de Cecilia.

«Era también un niño al que tuvieron que acoger —pensaba Nora—. Todo se repite, se repite…».

—¿Y quién se ocupó del hijo de Martín?

Era más de lo que Hulda sabía. Parecía cansada y triste. Sería seguramente la madre la que lo hiciera. El padre casi no se ocupó de él. Estaba demasiado enfermo desde un principio.

—Pero Hero se ocupó de él —dijo Hulda repentinamente.

—¿Hero?

Nora abrió los ojos.

—Sí, el perro. El bailarín tenía un perro muy grande. Era un perro pastor negro, que Cecilia cuidaba constantemente. Era un perro magnífico, bueno e inteligente. Lo tenía con ella cuando su dueño estuvo de vacaciones. Y en sus ojos se apreciaba que había tomado parte en la desgracia que había ocurrido. Por la noche, cuando todo hubo terminado, puso de repente su cabeza sobre mis rodillas y parecía que quería consolarse lo mejor que podía.

Después, Hero se fue con Martín a su casa. El bailarín no quería tampoco al perro. Encontraba que el perro le recordaba demasiado los días felices, y no podía verlo sin ponerse como un loco.

Martín creció, por lo tanto, en compañía de Hero. Eran inseparables mientras fue niño. Durante el tiempo que cuidó de Hero, no hubo problemas. Pero los perros no son inmortales. No viven largo tiempo. Sin embargo, Hero llegó a viejo. Hulda había sabido más tarde que cuando se murió el perro, Martín estuvo inconsolable. Después vinieron las dificultades. Martín fue presa de una gran inquietud y sólo quería marcharse.

Hulda buscó la mano de Nora. Temblaba un poco.

—Éstos son recuerdos muy tristes —agregó en voz baja—; pero, Nora, ahora sabes tanto como yo misma sobre Agnes Cecilia.

Hizo una pausa y continuó:

—Siempre me he reprochado por no haber atendido al hijo de Cecilia, y he sentido pena al recordar a Martín. Pero sólo le he seguido a distancia. Me habría sido imposible tener fuerzas para más. Las personas son muy singulares.

Volvió a callarse y a pensar.

—Todo no lo puedo saber yo. Seguramente hay más. Pero de ello debes ocuparte tú misma…

Hulda apretó la mano de Nora, y Nora le devolvió el apretón.

—Lo voy a hacer, Hulda. No pienso rendirme. Necesito saber qué es lo que Cecilia quería de mí.