Capítulo 21

—¡Pero Ludde! ¿Vas a ir allí otra vez?

Nora se detuvo en medio del camino. Había salido con Ludde; pero había estado tan embargada en sus propios pensamientos, que no se dio cuenta de hacia dónde se dirigía el perro.

Se encontraban en el antiguo camino que llevaba a la blanca casa abandonada.

Ludde saltaba y meneaba el rabo. Parecía suplicante y lleno de entusiasmo. Con la lengua fuera, trataba de tirar hacia donde quería.

Pero Nora sentía cansancio en las piernas, habían ido demasiado deprisa todo el tiempo. Pensaba que ya era hora de volver a casa. Tiraba de la cadena hacia su meta, pero Ludde era más fuerte y testarudo.

Accedió a continuar un trozo. Hasta la casa blanca; había allí algo que le atraía. Pero ni un metro más allá. Anochecía ya entre los troncos de los árboles.

Ludde forcejeaba y Nora lo seguía. Estaban más lejos de lo que creía. Se sentía tan agotada que sus piernas se movían mecánicamente. Todavía se resentía del resfriado. La sangre empezaba a palpitar en sus oídos, estaba medio adormecida. Pero no podía pensar en volver. Ludde tiraba como un condenado.

No había notado antes lo estrecho que era el camino. Los árboles extendían sus ramas por encima. Todavía no tenían hojas. Anteriormente tampoco había reparado en lo juntos que estaban los árboles y en sus ramas desnudas. Las yemas habían salido hacía ya tiempo. El paisaje tenía un aspecto casi tétrico.

Todo era tenebroso. El suelo. Los árboles. El cielo. Los pinos elevaban sus negras siluetas hacia el pálido cielo.

Empezaba a hacer fresco.

Ahora casi habían llegado. La casa aparecía allá, a lo lejos.

¿Qué tenía Ludde que hacer allí?

Se detuvo; ahora quería volver. Tenía frío.

Ludde continuaba tirando inexorablemente y ella no podía ya oponer resistencia. Pero ¿qué le ocurría a Ludde? Miraba fijamente hacia delante, jadeaba como un loco. Nora había perdido el contacto con él. No era como acostumbraba a ser. No era el mismo.

Hacía verdadero frío.

Llegaron al jardín.

Entonces ocurrió algo inexplicable.

Nora puso su mano sobre la verja. Se sentía cansada, agotada.

Era una verja de madera pintada de verde, descascarillada y carcomida. La muchacha se apoyó sobre ella para descansar un momento.

De pronto, oyó una voz en las proximidades. Casi detrás de ella.

—¡Hero! —una voz sonora de jovencita— ¡Hero!

¿Quién es la que llama? No se ve a nadie.

—¡Hero, ven aquí!

Nora siente cómo la correa se desliza entre sus manos, sin resistencia. Está como paralizada y no puede hacer nada. Cierra los ojos. Es como si soñara sabiendo que se sueña. Y la cuestión es si debe despertar o quiere seguir soñando. ¿Lo va a decidir ella? ¿Cómo?

¿Despertar o seguir soñando?

Quiere continuar. Quiere soñarlo todo antes de despertarse.

Abre los ojos despacio y ve su mano sobre la verja, y la mira fijamente. Es su mano. Pero la verja no es la misma que hace un momento.

No es la verja verde descascarillada la que ahora tiene delante. Es una verja negra de hierro, muy adornada y bonita. Los pilares en los costados de la verja son los mismos, pero más limpios, no tan musgosos.

Levanta la mirada y mira a su alrededor.

Todo el jardín es muy distinto.

¿Dónde están ahora los pinos?

Ya no siente frío. La envuelve un viento suave, pero que produce frescor en su cara y en sus párpados cuando cierra los ojos. Es un viento delicioso. Oye rumor de alas y mira hacia arriba. Un ave nocturna vuela sobre los paseos del jardín y se pierde entre el follaje.

Es de noche, pero todavía hay luz, como en junio por San Juan.

Dos mariposas blancas revolotean por allí. Puede ver el paseo del jardín como envuelto en un velo blanco que llega hasta la casa. La vegetación de los alrededores es tan tupida que forma un túnel de hojas por el que se desliza el paseo.

La casa, que se vislumbra a lo lejos, tiene una ventana abierta y ve cómo las cortinas ondean al viento. La casa está rodeada de una vegetación exuberante. Los arbustos están cuajados de flores. Y en los pilares junto a la puerta hay tiestos con rosas vivas.

Nora suspira feliz.

Éste es el paraíso que había visto en viejos cuadros, el que se había imaginado, con el que había soñado en reiteradas ocasiones.

De todos los árboles y de todos los arbustos salen deliciosos trinos de pájaros.

A través de la ventana abierta se oyen, de vez en cuando, los acordes de un piano. Pero la música se ve ahogada por el canto de los pájaros y Nora no puede reconocer la melodía.

Ahora oye de pronto pasos detrás de ella. Pasos ligeros.

La verja se abre lentamente. Durante un segundo se ve presa de una sensación indefinible. Es como si un aire fresco penetrara en ella, la embriagara durante un segundo y siguiera su rumbo.

Entonces se oye un raro ruido allí cerca. Mira hacia abajo. Hay algo que brilla bajo sus pies.

Se inclina y lo recoge. Una fina cadenita de plata con una gota de cristal de roca. No es suya. Alguien la ha debido de perder hace un momento.

Levanta la vista. Y delante de ella, sobre la arena del paseo, hay una forma humana, una joven vuelta de espaldas. Ahora se dirige hacia la casa con ligeros pasos de bailarina. Las notas del piano se oyen con mayor fuerza.

Es una joven con vestido oscuro. El largo cabello lo lleva recogido en una trenza a la espalda. En la mano sostiene un paraguas, o tal vez una sombrilla, de color amarillo.

La cadenita de plata debe de ser suya.

Nora quiere pasar por la puerta de la verja y correr hacia ella para entregarle la cadena, pero no puede hacerlo. Está como atada a la verja. No puede moverse. Tampoco llamar. Sus cuerdas vocales están cerradas. De pronto, es presa de una fuerte angustia.

La joven ya no baila por el paseo de arena. Sostiene la sombrilla de una manera fría, como si estuviera soñando, y se desliza hacia delante como si fuera sonámbula. Como una princesa encantada.

El piano ha cesado de tocar.

Poco después, la joven desaparece. Como borrada por una luz blanca.

Había llegado y desaparecido tan vertiginosamente como un sueño. Pero Nora había visto su figura. Fue un corto momento, pero la había visto claramente.

No pudo ver su rostro, pero se imaginaba que era Cecilia.

Volvió a tener frío. Hacía viento. Todo se transformó rápidamente a su alrededor.

El paraíso había durado sólo un momento.

Los árboles empezaban a perder las hojas. Y los arbustos, sus flores.

El viento los azota. El paseo de arena se oscurece.

La casa aparece allá a lo lejos de un blanco irreal. Todas las ventanas están cerradas. A cal y canto. Sin vida.

Los pájaros gritan. Las hojas se han desprendido de los árboles y se arremolinan, secas, por el paseo de arena. Las rosas están muertas.

Se hace el silencio. Todo se para. Las hojas permanecen quietas en la arena. Las desnudas y frías ramas de los árboles se extienden como brazos rígidos sobre el paseo.

Se oye un ladrido.

Y Nora escucha.

Ve un perro negro que viene corriendo. Ha salido de la luz blanca, de donde terminaba el túnel de hojas, y por donde la joven ha desaparecido hace un momento.

El perro se desliza silencioso a lo largo del paseo en dirección a Nora, que siente miedo y cierra los ojos.

Hay alguien que llama a Hero nuevamente. Pero ahora la voz se oye lejos, muy lejos. El grito se repite varias veces.

Es la misma voz que había oído antes. Esa voz que no puede recordar, pero que reconoce cuando está despierta.

¿Ha terminado el sueño ahora?

Abre los ojos lentamente.

Allí está Ludde, al otro lado de la verja, con el morro hacia arriba y mirándola con aire arrepentido.

¿Cómo había llegado allí?

Abrió la verja y le enganchó el collar. Era nuevamente la verja de madera verde. Ludde volvía, a ser el mismo. Olfateaba. Y el viento agitaba los árboles, como antes.

—Ven aquí, Ludde.

Tiró de él y cerró la verja tras ellos. Tenían que darse prisa para volver a casa. Hacía frío. Estaba oscuro.

Se fueron de allí con paso ligero.

Nora metió la mano en el bolsillo. Sintió que había algo frío en el fondo. Cuando lo sacó, vio que era la cadenita de plata que acababa de encontrar junto a la verja. No la verja verde, sino la verja de hierro negra que Cecilia había cruzado mientras Nora estaba allí. Era un brazalete. Nora oyó el tintineo que hizo al caer cuando la joven lo perdió. Pero no pudo devolvérselo. Porque pertenecían a tiempos diferentes. Cecilia y ella.

Se lo colocó en la muñeca. El pequeño colgante de cristal de roca brillaba en la oscuridad.