Capítulo 19

No, no merecía la pena cavilar más por Dag. No le importaba ya nada. Desgraciadamente.

Por su culpa estaba desatendiendo a Cecilia, y él no era digno de eso. Tonto de Dag. ¿Cómo podía hacer que se sintiese tan abandonada?

Ella había tenido un optimismo exagerado, había sobrevalorado su amistad y esperado demasiado.

Ahora todo había terminado.

Hoy se habían encontrado en la librería durante la hora del almuerzo. Dag estaba allí, en el mostrador de los discos, y escuchaba música de ballet.

—¡Oye esto! ¿No es fantástico? «El Baile de las Horas» de La Gioconda. Lo he tenido metido en la cabeza todo el día. ¿No crees que irá bien en el festival?

Pero ella no se detuvo. Tenía que ir a la sección de papelería y comprar un cuaderno. Se marchaba, pero él extendió un brazo hacia ella.

—Pero ¿qué te pasa, Nora?

—¿Que qué me pasa? ¿Qué quieres decir? —se volvió y le miró a la cara. Él sonreía ligeramente.

¿Que qué pasaba?

¿Qué creía él? ¿Iba ella a quedarse allí junto al mostrador de los discos y explicar lo que le pasaba? ¿Era eso lo que él pretendía? ¡En ese caso iba a oír la verdad!

Pero se calló, se encogió de hombros y dio media vuelta. No quería perder el tiempo con él. Se alejó y compró su cuaderno, con los ojos de Dag tras ella todo el tiempo y con la música de ballet zumbándole en los oídos.

Estuvo a punto de hacer novillos después de la comida para poder concentrarse y pensar, pero finalmente no lo hizo. En su lugar, se apresuró a ir a casa al terminar la escuela.

Ahora, al fin, se iba a dedicar a Cecilia totalmente. Iban a pensar juntas. ¡Cuánto lo había deseado! Tenía que ser para ella sola. Abrió la puerta y escuchó lo que pasaba en el piso. Bien. No había nadie en casa. Entonces…

Se quitó la chaqueta y recorrió el piso. Cuando llegó al salón redondo, oyó música. ¿Es que no habían apagado la radio?

Se paró y escuchó. Parecía como si llegara de allá lejos, música de piano amortiguada. Pero cuando se acercó, no oyó nada. Tenía que ser pura imaginación.

Pero, era tan extraño…

Todo el cuarto estaba lleno de sol. ¿No había llovido hoy? Tenía que estar nublado.

El sol venía también de otro lado. No de la ventana encima del escritorio, sino de la pared donde estaba la cama y la estantería. Y de donde no había ventana alguna.

¿Qué había pasado? Completamente desconcertada, se paró en el umbral de la puerta.

¡No reconocía su cuarto!

Se puso la mano delante de los ojos y los cerró. Los abrió y los volvió a cerrar.

Entonces regresó la melodía lentamente. La misma melodía que estaba oyendo Dag en la librería hacía un momento Aunque procedía de un piano. Nora abrió lentamente los ojos.

¿Soñaba? ¿Se veía cuando se duerme? ¿Se había equivocado?

¡Ése no era su cuarto!

Allí enfrente, en la pared donde la mesa de escribir debería estar al pie de la ventana, no había mesa de escribir ni ventana. Sólo un gran armario ropero. Un espejo alto cubría una de sus puertas. Estaba entreabierto, y vio que había vestidos dentro.

La otra parte del armario se componía de cajones y estantes. Uno de los cajones está a medio abrir, y una banda de seda azul colgaba de su borde.

En el estante superior, junto a una rosa de tela amarilla, está Cecilia. ¡La muñeca de Nora! Que debería estar en la hornacina de la estufa de azulejos.

Nora mira en dirección a la estufa. Allí dentro arde un fuego. Las ventanitas están abiertas, están candentes y arden, pero no se oye el crepitar del fuego. Arde en silencio.

Lo único que se oye es la lejana música del piano y el tictac de un reloj. Pero ¿de dónde viene la música? Parece como si procediese del cuartito de detrás de ella. Allí no hay ningún piano. Todo está como siempre. Sin embargo, ella oye claramente que a su lado, precisamente junto a la puerta donde ahora hay una cómoda, alguien toca el piano. Es de allí de donde viene la música.

Pero no se ve el instrumento ni a quien lo toca.

Nora cierra los ojos de nuevo y escucha. «La Danza de las Horas», así dijo Dag que se llamaba esa melodía. Es la melodía que suena ahora junto a ella.

Vuelve a mirar junto a la estufa. Es exacta a la suya. Es lo único que es igual en el cuarto. Pero la estufa está en la sombra. El sol no llega a ella como de costumbre. Las puertecitas de latón de la hornacina están cerradas.

Los ojos de Nora se dirigen a la pared de enfrente de la estufa, donde deberían estar la cama y la estantería. No hay más que una gran ventana con cortinas blancas. Airosas y ligeras cortinas de tul, una sobre otra.

Es un cuarto totalmente diferente. Y sin embargo, es el mismo.

Un ser invisible oprime las teclas del piano. De pronto ve cómo alguien se despega lentamente de las cortinas de tul y avanza por el cuarto. Un ser completamente de tul, que salta de puntillas, con los brazos graciosamente extendidos. Lleva zapatillas de ballet y la falda le llega hasta los tobillos.

Es Cecilia. Con una sola mirada, Nora comprende esto. Tiene más edad de la que representa la muñeca. Más que en la fotografía del medallón. Pero siempre igual al retrato de la muñeca. Igual de seria.

Levanta la cabeza hacia el techo, marca un par de pasos de baile, se balancea en el aire con los brazos extendidos como alas y las faldas revoloteando alrededor de sus delgadas piernas.

Nora no había visto nunca algo tan bonito.

En el mismo momento, la habitación se llena de sombras volantes.

Proceden de los mismos pájaros que ella había visto volar a veces ante su ventana. Las mismas sombras de pájaros, angelicales y negras.

Nora está dispuesta a extender sus brazos hacia Cecilia. Correr hacia ella y abrazarla. Pero no consigue moverse. No puede pasar del umbral donde se halla. Hasta aquí, bien; pero no más allá.

El cuarto no es el suyo.

El tiempo tampoco es el de ella.

Puede ver y contemplar a Cecilia, pero no puede alcanzarla.

Está como atada a donde se encuentra. Atada al umbral de la puerta.

Ve cómo Cecilia se para allí mismo. Vuelta de espaldas y el cuello inclinado. Se ha parado en medio de una pirueta.

Se encuentra junto a las puertas del armario, delante del espejo. Inmóvil. Escuchando.

Nora la puede ver en el espejo. Su cara pálida.

Ella misma se halla allí en el umbral. Igualmente inmóvil. Observando. Las notas de «La Danza de las Horas» se oyen detrás de ellas. Ambas oyen la misma melodía, pero no pueden entrar en contacto entre sí. Entonces Cecilia levanta la cabeza, despacio, muy despacio, y se mira al espejo.

Nora puede ver su cara y sus ojos.

También puede ver la puerta abierta y el umbral donde sé encuentra. Pero ella misma no se puede ver. Es invisible. Comprende. No es su cuarto ahora. Es el de Cecilia. Y es el tiempo de Cecilia; no el de Nora.

Nora es la visita invisible en el umbral de Cecilia. Pueden sentir su mutua presencia, pero no pueden hablar, ni entrar en contacto; están presas cada una de ellas en su tiempo.

Cuánto ha durado esto, no lo sabe. Tal vez algunos minutos. Tal vez más. Tal vez sólo un momento.

Pero en la estantería, junto a la muñeca, inmediatamente detrás de la rosa de tul, está el pequeño despertador con su tictac. Nora lo ve.

Se apaga la imagen. Y la música cesa.

Ahora puede Nora traspasar el umbral de su propio cuarto. Allí está el escritorio, donde debe estar, delante de la ventana. Y la cama junto a la pared. Todo en su sitio.

La luz llegaba al cuarto por donde debía. El sol no lucía, pero el cielo se había aclarado. En la estufa no había fuego alguno.

Lo único que había quedado de la visión eran las sombras de los pájaros. Continuaban volando inquietos.

Nora entró despacio. En medio del cuarto se paró, se quedó allí y respiró profundamente durante largo tiempo.

Después se dirigió a la estufa, abrió las puertecitas de la hornacina donde estaba Cecilia y la sacó de allí.

De pronto se acordó de unas líneas que escribió una vez en su cuaderno de notas. Dag había entrado y se los había leído de un libro.

Nora se aproximó a la estantería y tomó el cuaderno. Después se sentó en la cama con la muñeca en los brazos y leyó:

Pensándolo profundamente, resulta totalmente inimaginable que aquello que una vez ha existido con toda la fuerza de la realidad, pudiera alguna vez desaparecer, y después, a través de toda la venidera eternidad, continuar siendo inexistente.

Fue Schopenhauer quien había escrito aquello.

Los ojos de Dag brillaron cuando se lo oyó aquella vez. Y cuando ahora miraba a Cecilia, encontró también que la muñeca la miraba con los mismos ojos brillantes. Toda su carita tenía una expresión como queriendo decir: «Lo que has leído es verdad. Yo lo sé».

Nora la abrazó, cerró los ojos y trató de recordar lo que acababa de ver. No era tan difícil. Lo que había visto estaría para siempre grabado en su memoria. El cuarto donde bailaba Cecilia.

En su fuero interno podía ver ahora a la Cecilia adulta tan claramente como ella podía verse a sí misma en el espejo.

Empezaba a comprender cada vez más lo que Cecilia quería de ella. O mejor dicho, lo que ella y Cecilia tenían en común. En realidad era muy fácil de entender. Ya cuando leyó las tiras de papel del jarrón lo había comprendido.

Al igual que Nora, Cecilia había sido recogida por otros. Nunca había podido sentirse como alguien aceptado. No por su madre, por Agnes. Ni tampoco totalmente por Hedvig. Tal vez más por Hulda, pero no del todo.

Cecilia tenía que haberlo pasado más difícil que Nora.

Ella, por lo menos, había tenido a su madre los primeros años. Y a papá. Habían formado una familia muy unida.

Pero Cecilia no sabía siquiera quién era su padre. Y la madre no la había aceptado. Estaba avergonzada de la llegada de Cecilia. Su existencia era una vergüenza.

Eso no había sido nunca el caso de Nora. Ella había sido admitida. Mientras sus padres vivieron, ella tenía existencia propia.

Pero Cecilia no había tenido derecho al consuelo de un ser humano. En toda la tierra no había tenido un solo lugar al que llamar suyo. Tampoco había tenido los naturales derechos que tienen los hijos con padre y madre. Sin hogar, siempre había vivido a merced de las casas de los otros.

Nora pensaba lo que significaba dormirse cada noche y despertarse cada mañana con la pregunta: «¿Quién se va a hacer cargo de mí?».

Nora sabía el dolor que producía aquella pregunta. La situación había mejorado, pero podía volverse atrás. Como una amargura repentina, una inquietud y una inseguridad que llegaban hasta los huesos. En el fondo existía siempre el sentimiento: «ella no es de los nuestros». Era sólo una persona que había sido recogida. Que estaba allí por misericordia, mientras estuviesen conformes con ella. Qué buenos debían de ser para haber hecho esto. Y qué mala debía de ser ella que no lo comprendía.

Todo eso a pesar de que Anders y Karin demostraban que verdaderamente la querían tener con ellos. No era un consuelo. Los malos pensamientos estaban siempre al acecho. Ella era desconfiada e injusta.

Y lo peor de todo: los remordimientos de conciencia por ser tan mala y desagradecida.

No era digna de pasarlo tan bien. No era digna de Anders ni de Karin. No era digna de Dag.

En cualquier momento podían descubrirlo. Y la podían despedir. Nora sentía el cuello de la muñeca en el hueco de su mano. Levantó su cabeza y observó aquel rostro serio.

Pobrecilla…

En su cuerpo y en su alma podía sentir lo que Cecilia había padecido. Sí, padecer era la expresión…

Si Nora, que a pesar de todo lo pasaba tan bien, tenía tan negros pensamientos en su cabeza, ¿qué debía de haber sentido Cecilia?

Si había algo que Nora comprendía era la sensación de haber sido recogida por otros. Resultaba tan claro lo poco necesario que era un niño en tales condiciones. Lo poco que se le necesitaba; tal vez sólo como una prueba de lo buenos y abnegados que eran por haberse hecho cargo de un menor.

¡Mira! Ahora aparecen de nuevo estos pérfidos pensamientos.

Se acordaba de la primera vez que entró en aquel cuarto. Se sentía, al fin, en casa y quería quedarse allí. Y tenía miedo de que otro quisiera aquel cuarto.

Pero el cuarto fue para ella. Nunca se había pensado otra cosa. Debería haber sido muy feliz.

En lugar de eso, se apoderaron de ella inmediatamente las negras sospechas. La ponían allí porque la querían tener lo más lejos posible. No querían nada con ella. Evitaban verla. Deseaban estar los tres solos. La pequeña familia. Sin ella.

Por las noches, cuando estaba acostada, escuchaba y creía oír cómo cuchicheaban en el otro extremo del piso. Ahora aprovechaban la ocasión, naturalmente, para pasarlo bien y divertirse. Sin ella.

Seguramente no era verdad. Pero lo había sentido así.

Abrazó a la muñeca con fuerza. Las lágrimas corrían por sus mejillas sin que se diera cuenta.

Aquí, en esta habitación había vivido Cecilia una vez. Su inquietud y sus penas seguían pegadas a las paredes. No tenía importancia alguna que cambiaran las paredes y las ventanas. Cada vez que entraba Nora en el cuarto con sus penas y su inquietud, despertaba las de Cecilia.

Podían pintar y empapelar de nuevo cuanto quisiesen.

Miró a Cecilia y se asustó. Sus lágrimas habían caído sobre la muñeca, de modo que también ella tenía la cara completamente mojada. Su aspecto era verdaderamente desolador. Nora la secó cuidadosamente.

Entonces, mientras estaba sentada en el borde de cama, secando sus lágrimas y las de Cecilia, escuchó unos pasos que procedían del cuarto redondo e iban en dirección al suyo.

Y en la repisa de la ventana empezaba a funcionar el pequeño despertador. Los pasos siguieron, como de costumbre, hasta el umbral de su puerta. Allí se pararon. Ya no estaba sola.

Contempló el rostro de la muñeca. Estaba triste. Había adquirido de nuevo la expresión luminosa que tenía cuando le leyó la cita. Y sus ojos brillaban. La propia Nora sentía cómo ella misma se llenaba de tranquilidad y de su agradable calor.

Era Cecilia la que estaba allí ahora, mirando a Nora y a la muñeca que había sido suya.

Hacía un momento que ella misma estaba en el umbral y contemplaba a Cecilia mientras bailaba. Entonces, Cecilia no podía ver a Nora. Al igual que Nora no podía ahora ver a Cecilia. Sólo sentir su presencia. De la misma manera que, seguramente, Cecilia sentía la presencia de Nora.

En realidad, era algo bastante natural.

A veces Nora estaba en el umbral del cuarto de Cecilia.

Y a veces era Cecilia la que estaba en el umbral del cuarto de Nora.

Pero nunca traspasaban el umbral de sus respectivos cuartos.

Allí estaban ellas, cada una en su tiempo; no podían entrar en contacto, pero podían sentir la presencia de cada una.

En realidad, la cosa era muy natural. «Lo que una vez ha existido con toda la fuerza de la realidad…».