Capítulo 17

Así ocurrió.

Las jóvenes Bjórkman, Hedvig y Agnes llegaron a la ciudad a principios de siglo. Hedvig tenía dos años más que Agnes. Habían nacido en 1886 y 1888, respectivamente.

Venían del norte, de Berslagen. Los padres trabajaban como guardas forestales y en realidad no eran acomodados, pero sí capaces y trabajadores, con lo que consiguieron reunir algún dinero. Y ahora tenían la ambición de que las chicas estudiaran.

Eso era muy poco frecuente en aquellos tiempos, cuando las jóvenes sólo esperaban que les llegase la hora de casarse. Estos campesinos que vivían en los bosques se adelantaron a su tiempo. Querían que sus hijas llegaran a ser algo.

Agnes debía ser profesora de economía doméstica y Hedvig, que tenía cualidades artísticas, estaba destinada a ser profesora de dibujo. Eso es lo que habían pensado.

Desgraciadamente no llegó nunca a ser como ellos decidieron.

Hulda hizo una pequeña pausa y reflexionó.

—En todo caso, las jóvenes Bjórkman vinieron a la ciudad y se instalaron en la casa que daba a la calle. En el piso de tres habitaciones, junto al coronel, que entonces ocupaba el piso de las cinco habitaciones. Esto era el año 1905, me acuerdo muy bien, pues el coronel se mudó poco después. Y en su lugar llegó el doctor, algunos meses después que las chicas Bjórkman. Creo que fue el primero de abril cuando entró en la casa, por lo que las jóvenes debieron de hacerlo seguramente en enero.

Antes de las jóvenes, había vivido en el piso de tres habitaciones una vieja maestra, recordaba Hulda. Era una persona quisquillosa y que se daba una gran importancia, y el día en que se marchó todos sintieron una gran alegría.

Agnes y Hedvig eran personas muy agradables y simpáticas. Hedvig tenía casi la misma edad que Hulda. Las separaba escasamente un año, y desde un principio se entendieron muy bien.

—En aquel tiempo Hedvig era muy alegre y animada.

Agnes era una persona bastante más seria. Esto sería difícil de comprender tal vez si se piensa en lo que ocurrió más tarde; pero Agnes no era una persona a la que le gustara bromear y hacer reír. Lo contrario le ocurría a Hedvig. Tenía muy buen humor; pero cuando verdaderamente hizo falta, fue ella, sin embargo, la que tomó la responsabilidad, y no la persona seria, como hubiera podido suponerse. Y como hubiera sido más normal en este caso, ya que se trataba de su problema.

Agnes aprendió a cocinar en el hotel Stora. Era extraordinariamente capaz y entendida en asuntos de cocina, pero ¿de qué le servía? La desgracia llegó y ella quedó embarazada. Agnes no quiso descubrir nunca quién era el padre de la criatura; pero en la ciudad se rumoreaba que había sido un huésped del hotel que había llegado en viaje de negocios en relación con la feria de otoño. Desapareció después y no se le volvió a ver más. Agnes no hizo nada para localizarlo. Lo que le hizo sospechar a Hulda que seguramente el padre estaba más cerca. Especialmente teniendo en cuenta que Agnes no tuvo dificultades económicas durante aquel tiempo, y hasta se pudo permitir el marcharse de viaje cuando iba a dar a luz.

—¿Quién crees tú que era el padre de la criatura? —preguntó Nora.

—El doctor que vivía en el piso de al lado, naturalmente. Estaba soltero en aquel tiempo. Yo creo que Hedvig tenía también sus sospechas, pero nadie dijo nada. Fue muy desagradable. Se vio claramente que no tenía la menor intención de casarse con la pobre Agnes. Ella no era lo bastante elegante, pensé yo.

Antes de casarse, el médico salía y se veía a menudo con ambas, tanto con Agnes como con Hedvig. Pero cuando apareció la profesora de piano, terminó repentinamente aquella amistad. Hulda había también pensado en eso. Si no había habido nada entre él y Agnes, podían perfectamente haber continuado tratándose.

—Sí. ¡Eso pienso yo! —agregó Hulda categóricamente.

¿Creía Nora que pecaba de chismosa cuando contaba todo aquello? Pero Hulda consideraba que estaba tan mal hecho para con la niña. La pobre Cecilia, dejarla crecer sin saber siquiera quién era su padre. Casi era un delito. ¡No era tan absolutamente necesario el ocultarlo! Esos «secretos» no conducen más que a crear seres desgraciados.

Hubiera sido diferente si Agnes ignorase quién era el padre. Pero ella no era tan ligera de cascos. Lo sabía muy bien. Y si verdaderamente se hubiera tratado de un huésped del hotel, no hubiera costado tanto trabajo el localizarlo. Tenía que figurar en el registro. No; aquello era sencillamente una excusa. Era una actitud cobarde y vergonzosa para con la niña.

Nora asintió. Aquello fue imperdonable. No se debió obrar así.

—¿Cuándo nació Cecilia?

—Nació en 1906. El doce de julio. En un lugar de Dinamarca. No recuerdo dónde. Aparentaron que se iban de vacaciones. Hedvig iba también, naturalmente. Regresaron al filo del otoño, a primeros de septiembre y llevaban a la pobre criatura en una cesta de la ropa. No lo olvidaré nunca. Sólo tenía dos meses y era tan menudita y hermosa como una rosa; sí, como un capullito.

Agnes siguió trabajando en el hotel Stora como si nada hubiera pasado. No llegó a ser profesora de economía doméstica, pero obtuvo una plaza de intendente en el orfelinato de la ciudad.

Hulda suspiró ligeramente.

—Sí, yo iba allí a ver a la pequeña. Salía a pasear con ella y de vez en cuando hacía de niñera. En aquel tiempo yo tenía veintiún años, estaba soltera y siempre me han gustado mucho los niños. Pero yo no me casé con mi portero hasta diez años después.

Por entonces, Hulda era sólo «la hija del encargado de la casa», que ayudaba allí donde se la requería. Estaba siempre dispuesta y se encargaba de la pequeña Cecilia cuando nadie podía hacerlo.

Hedvig estaba siempre muy ocupada. Iba a clase de arte, dibujo y pintura. A veces pasaba en Estocolmo algunas semanas y seguía algún curso. Pero durante largos períodos estaba en casa y pintaba paisajes en la cocina. El paisaje que veía a través de la ventana lo pintó varias veces. Con mucho estilo. Hulda había recibido de ella un cuadro que tenía colgado en su cuarto, allí en la residencia.

Cuando Hedvig se encontraba en casa, la niña estaba siempre a su lado. Era muy buena con la niña. Nunca se irritaba ni se ponía nerviosa, a pesar de que la niña la entretenía cuando estaba trabajando. Hedvig era mucho mejor que Agnes, que desgraciadamente veía a Cecilia como un castigo por un hecho vergonzoso. Por lo menos así lo creía Hulda.

—Porque en aquel tiempo era así. Era desesperante. Se señalaba con el dedo y se cuchicheaba y se disimulaba tan pronto como aparecía una embarazada. Y si además la pobre no estaba casada, entonces no había consideración. Tenía que sentirlo y sufrir con su vergüenza. En cierta manera puedo comprender a Agnes. No lo tenía fácil. Todo era mucho más fácil para Hedvig, que siempre podía decir que la niña no era suya, sino de Agnes.

Nora contempló a la niña de la fotografía. No se la veía mucho. Pero era aquella criaturita que había crecido y vivido en el piso de casa.

Hedvig quería ser pintora, y era difícil para las jóvenes de aquel tiempo. Toda la que se ocupaba de algo artístico era tachada sin más ni más de frívola y ligera.

Lo mismo ocurría con las que trabajaban en un restaurante. Tanto Hedvig como Agnes estaban consideradas, por lo tanto, como dos aventureras. Y el vecino, el médico, tenía sus intenciones cuando se interesaba por ellas. Pero Hedvig adivinaba muchas cosas. Era una persona excepcional en todos los sentidos. Una naturaleza independiente y singular. Todos los que la conocían sentían respeto por ella, Pero no se casó nunca, aunque no le faltaron ocasiones, si ella hubiera querido.

Hulda calló y reflexionó durante un momento, después dijo:

—Hedvig era un poco visionaria. Por eso, tal vez, veía más allá que los demás…

—¿Visionaria? ¿Cómo? —Nora aguzó el oído.

—Sí; tenía como una especie de sexto sentido. Pero no lo quería demostrar.

—Pero ¿cómo era? —Nora tenía que saber algo más de lodo esto.

Pero Hulda no sabía mucho más. Recordaba que Hedvig podía tener de pronto ocurrencias que le permitían ver de antemano con precisión lo que iba a ocurrir. A menudo se trataba de pequeñeces, algo que después se confirmaba. Seguramente ella misma no se daba cuenta de ello, pues entonces hubiera estado vigilante y no habría dicho nada. No es que ella quisiera hacer gala de ello. Pero todo lo que decía Hedvig era tomado en serio, pues casi siempre tenía razón.

—¿Pero no sentía miedo entonces?

—No, ella se reía de todo. No le daba importancia, ni le gustaba hablar de tales cosas. Yo no sé más.

Nora tuvo que contentarse.

Seguramente fue por el deber que Hedvig se hizo cargo de Cecilia. Pero, en realidad, quería mucho a los niños. A veces podía estar jugando con Cecilia todo el día, Hedvig olvidaba entonces todo. Se entregaba totalmente a lo que hacía. Los días que jugaba con Cecilia eran días felices para ambas. Pintaban y dibujaban juntas, cantaban y bailaban. Daba gusto verlas, totalmente ajenas al mundo exterior.

Era natural que Cecilia tuviera mucho cariño a Hedvig. La había pintado muchas veces. En una ocasión le hizo su retrato y en otras la reproducía como una pequeña figura presente en sus paisajes.

Durante un tiempo, Hedvig se dedicó a la escultura y entonces hizo una verdadera muñeca de Cecilia. Resultó una obra de arte. En aquella muñeca consiguió verdaderamente captar el alma de la niña.

—Sí, casi daba miedo. Cuando la vi me estremecí, tan de verdad parecía.

—Lo sé. Yo tengo esa muñeca.

Hulda la miró extrañada.

—¿La tienes tú?

Nora le contó lo que había pasado, que recibieron una llamada telefónica, que poco después fue la causa de que ella y Dag viajaran a Estocolmo para buscar la muñeca en una tienda de la parte vieja de la ciudad.

Hulda sonrió y movió la cabeza.

—¡Ya ves! Hedvig sigue siendo la misma.

—¿Es posible verdaderamente que haya sido ella?

—Naturalmente, ¿quién iba a ser de otro modo?

—Pero ¿vive Hedvig todavía?

—Por lo menos en Navidad vivía. Entonces recibí una carta suya.

—Pero si ella quería que tuviera su muñeca, ¿por qué no me la envió directamente?

No, Hedvig era una tímida. Y siempre lo había sido de los pies a la cabeza. Ahora, de vieja, se había convertido en una verdadera misántropa. No se le ocurría darse a conocer, y según Hulda, lo que contaba Nora de la conferencia telefónica coincidía con Hedvig, tal y como ella se había vuelto en los últimos años. Había cambiado mucho desde sus años jóvenes. Había vivido fuera del país y se había alejado de todas sus amistades. Se había vuelto una extranjera.

—Se nota en las cartas. Me escribe de vez en cuando, pero no me da su dirección. Le tengo que contestar a través de un conocido de Estocolmo.

A veces le producía tristeza a Hulda, porque recordaba lo mucho que en la vida habían recorrido juntas. Pero Hedvig tenía seguramente sus razones. Seguro que no era falta de confianza.

—Yo la respeto —dijo Hulda—, como he hecho siempre.

Nora pensaba en la muñeca. ¿Por qué tenía que ser precisamente ella la que la tuviera?

Hulda estaba pensativa. La muñeca era de Cecilia; pero al principio, cuando la recibió la niña, había tenido miedo de ella. Luego, al crecer, la quería mucho y no se separaba de su lado. Era su confidente… Y después Hedvig se hizo cargo de ella.

Pero ¿por qué se la había enviado a Nora? Hulda sacudió la cabeza. No, ella no podía contestar a eso.

—Tengo que pensarlo antes de poder decir algo.

No podía ser sólo porque daba la casualidad de que Nora vivía en el mismo piso. Era demasiado sencillo y superficial para venir de Hedvig.

—Y mira, superficial no era en absoluto Hedvig por entonces. No es tan fácil saber cómo piensa. Es, sí, un poco visionaria, como ya he dicho… Si es algo así, sólo ella lo puede saber.

Movió la cabeza y miró a Nora.

—No te preocupes de eso, Hulda. Cuenta, en cambio, lo que pasó.

—Sí. Hedvig no llegó a ser profesora de dibujo. En realidad no lo había querido ser nunca. Lo que quería desde un principio era ser artista, aunque jamás lo dijo. Y le fue bien. Los primeros años transcurrieron mejor de lo pensado. Entonces Agnes y Hedvig cuidaban juntas a la niña. Sí, todo fue bien al principio. Cuando Agnes trabajaba, Hedvig cuidaba de Cecilia. Y cuando Hedvig iba a sus cursos, la pequeña acompañaba a su madre al orfelinato donde Agnes era intendente.

Esto último, por el contrario, no había ido tan bien. Cecilia tenía miedo de todas las caras desconocidas. Y era también innecesario, cuando allí estaba Hulda, que tan a gusto se hacía cargo de la pequeña. Pero Agnes se empeñaba el llevarla consigo. La niña debía acostumbrarse.

Lo que nadie podía entonces figurarse era que Agnes tuviese la intención de colocar a Cecilia en el orfanato. Desde que Hulda se dio cuenta de ello, perdió bastante de la simpatía que sentía por Agnes.

¡Estaba todo tan calculado! Agnes no había dejado traslucir lo más mínimo lo que tenía metido en la cabeza. Aparentaba que estaba preocupada porque Cecilia tenía miedo a los niños. Para remediarlo, el orfelinato era el sitio más adecuado. Además, así, la niña estaría con su madre. Era la primera vez que Agnes se preocupaba por su hija.

Pero, en realidad, todo se debía a que Agnes había conocido a un hombre «con buenas intenciones», como generalmente se dice. Era comerciante y tenía grandes proyectos, que contaba a Agnes con gran entusiasmo. Tan pronto como le fuera posible, abriría una tienda en Estocolmo. Después, tenía intención de convertirse en mayorista y emigrar a América. No era el hombre adecuado para amoldarse a la vida de una ciudad pequeña.

Se llamaba Nils Erlandsson. Y quería casarse con Agnes. Pero por su hija no mostraba el menor interés.

—Hedvig, entonces, ¿quiso quedarse con Cecilia?

Sí, naturalmente que lo quería. Hulda reflexionó. Si existía algo en la vida que Hedvig quisiera, era precisamente aquella niña. Pero había un impedimento. No había criatura en el fin el mundo que pudiera ser un obstáculo en su desarrollo artístico. Eso iba por delante de todo.

Hulda suspiró profundamente.

—Así ocurría. Y Agnes lo sabía. Por eso lo más seguro era lo del orfelinato.

¿Pero cómo decírselo a la niña? Era demasiado difícil y nadie se atrevía. En su lugar recurrieron a una estratagema.

Hulda había pedido y rogado en favor de Cecilia, cuando al final comprendió lo que iba a suceder. Pero nada consiguió.

El año 1910, cuando Cecilia tenía cuatro años, Agnes se casó repentinamente con Nils y se trasladaron a Estocolmo. Todo había sido bien planeado. No hubo dificultades. Hedvig estaba entonces en París. Y Cecilia ingresó en el orfelinato.

Por aquella época, el padre de Hulda enfermó y murió. Por eso ella no estuvo en condiciones de mostrarse tan enérgica y tenaz como hubiera debido. Eso le produjo pena para siempre. Seguía sin perdonarse no haber mostrado más energía en aquella ocasión.

Escribió en seguida a Hedvig a París y le contó lo que había sucedido. Hedvig regresó inmediatamente. Estaba desesperada y enfadada, y se llevó a Cecilia a su casa.

La pequeña no volvió al orfelinato. Como Hedvig no quería que la molestasen en su trabajo, Hulda tuvo entonces ocasión de ocuparse de la niña más a menudo.

Agnes tenía ahora a su Nils. Grandes negocios, viajes y proyectos a la vez. Al cabo de algún tiempo ella tuvo otros hijos. Se olvidó de Cecilia.

En una ocasión volvió a casa; en efecto, vivió un tiempo con Hedvig en el antiguo piso. Nils estaba en América y ella se sentía muy sola.

Cecilia tenía entonces once años. Siempre había sido muy sensible, y era natural que estuviese un poco nerviosa cuando su madre apareció de pronto, después de tanto tiempo.

—Sí, sí, la relación entre ellas resultaba tan artificiosa y afectada… que daba lástima verlo.

Cecilia bajaba a menudo a ver a Hulda a la casa del patio. No decía nada malo de su madre, pero parecía como si la huyera. En aquel tiempo Hulda estaba casada con su elegante portero, que le llevaba veinte años.

Al poco, Agnes volvió a su casa y todo continuó lo mismo. No hubo nadie que la echara de menos.

Sin embargo, reinaba la tristeza tan pronto como Hedvig se marchaba a algún sitio; Cecilia era presa de una verdadera angustia, parecía como si temiera que Hedvig no fuera a regresar nunca. Hulda se tenía que quedar a dormir en la casa. Entonces todo iba bien.

Pasaron los años. Cecilia crecía y era ya mayor. Se había vuelto más comprensiva, ya no era tan sensible y no estaba tan enmadrada como antes.

Nora exclamó:

—¡Enmadrada! ¿Has dicho verdaderamente eso?

Le habían llamado «enmadrada» desde pequeña. Era la peor palabra que conocía. Clavó la mirada hacia adelante y exclamó de pronto, ausente de lo que decía:

—«Agnes se compadecía de mí».

—¿Qué dices, Nora?

Hulda la miró extrañada.

La muchacha se restregó los ojos y miró somnolienta a Hulda.

—Perdóname. Había vuelto a pensar en esas tiras de papel. A Agnes se la nombra precisamente allí. Dos veces. Y en ambos casos pone que ella «se compadecía». Se trata, por lo tanto, de Cecilia. Una madre que se compadece de su hija. ¡Muy bonito! —ahora comprendía Nora el sentido de todo. Fue Cecilia la que en el curso de los años había escrito aquellos mensajes y los había ocultado después en el jarrón.

Aquel mensaje estaba fechado el doce de julio. Era el cumpleaños de Cecilia. Lo habían celebrado y Agnes se compadecía de su hija.

—Ahora, cuando sé que se trataba de su propia madre, me resulta todo todavía más horroroso.

Nora se estremeció y Hulda suspiró.

—Sí, pobre hija mía. Creo que detestaba a su madre.

Agnes había aparecido una vez aquel año. Estaba en el séptimo mes de su embarazo. Era en invierno y Nils se había ido de viaje. Pero después desapareció y casi no se volvió a saber de ella. Había tenido una nueva hija y la mimaba todo lo que podía. Parecía como si de alguna manera quisiera reparar lo que nunca pudo hacer con Cecilia. Acostumbra a ser así.

—Yo he visto a esa pequeña Vera.

—¿Vera?

—Sí, Agnes Vera, la nueva hija. Estuvieron aquí para resolver algún asunto. La niña era bastante alta entonces. Tal vez en edad escolar. Y tan delgada y fina que parecía que se la llevaría el aire. Una pequeña princesa, muy emplumada. Pero no era precisamente su culpa.

—¿Se parecía?

—¿Ella a su madre? Nada.

—¿Cuándo nació Vera?

—Vamos a ver… tenía que haber sido en 1918: A principios de año.

—¿Cómo se llamaba además de Vera?

—Erlandsson, naturalmente, ya que era hija de Nils.

—¡Ah, sí! Claro…

Nora se puso de pronto tensa como un arco. Algo le quemaba.

—¿Qué le ocurrió después a Vera?

Hulda pensó.

—Sí, después se casó.

—¿Pero cómo se llama?

—No sé, lo he olvidado. El marido creo que era dentista. Bien situado… Tuvo hijos.

Nora tragó saliva. Sus sienes palpitaban.

—¿Se llama tal vez Alm?

—¡Sí! ¡Eso es! Alm. Birger Alm. ¿Cómo lo sabías tú? Pero ¿qué te pasa, pequeña? ¿Por qué tiemblas?

Nora casi no podía contestar, la voz no le obedecía. Hulda estaba asustada.

—¿He dicho alguna tontería?

No, en absoluto. Lo que ocurría era que Vera Alm era abuela de Nora.

—No tenía la menor idea de ello.

Hulda cogió las manos de Nora y se las apretó.

—Sí, querida mía. Sé por Lena que perdiste a tus padres en un accidente. Y sé que Vera Alm tenía una hija que también… ¡Pobre hija mía! ¿Era tu mamá, entonces?

—Sí.

Nora inclinó la cabeza sobre el blanco chal de Hulda y se quedó silenciosa largo rato.

Ahora empezaba el movimiento de las puertas. Estaban preparando la cena en el cuarto de al lado. Curiosas cabecitas se asomaban para saber qué había para cenar.

Cuando vieron que Hulda seguía allí con Nora, algunas consideraron que ya era demasiado rato. La galería de cristales no era solo para Hulda y su «visita».

Unas cuantas salieron a la galería y se sentaron allí mientras esperaban la hora de la cena. Con ademanes decididos desafiaron valientemente la corriente de aire de la ventana, sólo para que Hulda se diera cuenta de que todas tenían derecho a aquella galería. ¡No sólo ella!

Allí permanecieron sentadas tiritando en la corriente y clavando sus miradas desafiantes en Hulda y Nora. Así estuvieron hasta que sirvieron la comida, y todas se fueron para llegar a tiempo al primer plato. Se trataba, naturalmente, de salvaguardar sus derechos.

Nora y Hulda hicieron lo mismo que antes, se quedaron en la galería y se sirvieron ellas mismas. Eso hizo que las viejecitas se inquietaran. No sabían qué pensar. Se acercaban e iban a la puerta y echaban un vistazo. Hulda parecía divertirse.

—¿Ves lo curiosas que son? Ahora están todas envidiosas.

En un par de ocasiones se acercó alguna para saludar a Nora y saber quién era. Con gusto se hubieran sentado allí, a pesar de la corriente de aire de la ventana; sin embargo, Hulda les dijo, sonriente, pero decidida, que Nora y ella tenían que estar solas. Tenían mucho que charlar.

Eso no disminuyó precisamente la curiosidad de las viejas. Hulda reía encantada.

—¡Ahora van a explotar, ya verás!

Ya no pudieron seguir hablando. Una tras otra, las ancianas decidieron que aquel día tomarían el café afuera, en la galería de cristales. Y entonces empezaron a llegar con sus tazas de café tintineantes, hasta ocupar todos los sitios.

Se sentaron tranquilamente victoriosas, agitaron sus tazas e inspeccionaron a su alrededor.

Nora se levantó. Era hora de ir a la parada del autobús. Si lo perdía, no podría volver a casa en toda la noche.

Hulda la acompañó hasta la puerta.

—Gracias, querida Nora; te agradezco mucho tu visita.

—¿Puedo volver otra vez?

—Naturalmente que sí. Y no tardes demasiado.